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Maya y sus hermanos

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Maya y sus hermanos

Maya tiene cinco años. Es rubia, delgadita, tiene los ojos verdes y una sonrisa dulce. Estas navidades conoció la selva, los llanos y las montañas más frías de Venezuela. Sus padres la llevaron de vacaciones, una oportunidad para ensayar la reconciliación que venían construyendo desde hacía meses, después de haberse divorciado hace poco más de un año.

 

La mamá de Maya colgó una foto en Instagram que la muestra calzada en unas botas impermeables verdes, y cubierta por un suéter rosado con capucha frente a la Laguna de Mucubají en el estado Mérida. En otra imagen queda desdibujada por la espuma de una cascada de río; en otra se abre paso por un sendero estrechito, cercado por vegetación alta y abundante. Mamá resume las sensaciones de aquellos paseos con un adjetivo en la leyenda de las fotografías: “Renovadas”.

 

El lunes 6 de enero, a las 10:30 de la noche, Maya iba sentada en el asiento trasero de un Toyota Corola gris del año 2002, en pleno viaje desde Mérida hacia Caracas por la Autopista Regional del Centro. A 170 kilómetros de la capital venezolana, un golpe sacude el vehículo y mamá y papá se dan cuenta de que están en problemas. Imposible evitar semejante hueco si la vía no tiene luz ni seña alguna que advierta el peligro.

 

Con el caucho en el suelo, corren los minutos varados a la orilla del camino y no hay visos de auxilio. El número 171, habilitado para reportar emergencias en Venezuela, no cae, nadie atiende, no funciona. No hay patrullaje de policía vial ni alma que se detenga ante el riesgo de ser asaltados en el sector El Cambur. Mamá lo sabe, papá también. Mejor disimular para que Maya no se preocupe. Lástima que no tenían idea de que había un puesto de la Guardia Nacional a menos de 2 kilómetros de allí donde habrían podido pedir ayuda.

 

Pasados 45 minutos, la aparición de una grúa por casualidad se vuelve bendición. Mamá se atraviesa frente al camión con los brazos en cruz, decidida a impedir la marcha de aquel chofer hasta que montara el Corola gris en la plataforma. El gruero –así lo llamamos en Venezuela– lamenta la situación, intenta resistirse pero los ayuda. Les advierte que deben montar el carro rápidamente porque aquella zona es muy peligrosa. Papá y mamá lo saben así que están dispuestos a colaborar en todo lo que sea necesario.

 

Transcurridos 20 minutos y con el vehículo enganchado para salir, aparecen cinco sombras armadas a lo lejos. Se acercan a pie y piden a gritos que nadie se mueva. Pánico: el gruero suelta las guayas y sale corriendo escoltado por su ayudante. Él sí sabe que el puesto de la guardia está cerca y hacia allá se dirige. Mamá y papá no pueden correr, Maya está en el asiento trasero esperando a que los adultos resuelvan el inconveniente para seguir adelante. Mamá y papá deciden refugiarse en el auto, como si estuviese blindado por la protección que las abuelas endosan a los inocentes.

 

Los hombres golpean las puertas, exigen celulares y dinero, pero mamá y papá no bajan los vidrios, no abren las puertas. No hay un segundo de reparo, de reflexión, de compasión. Simplemente estalla la ráfaga. Balas atraviesan las ventanas, una pierna, un pecho, algunos dicen que una cabeza. Aquellos segundos se vuelven eternos.

 

Así, de repente, papá y mamá dejan de estar; se han ido. Maya queda aturdida, herida, salpicada de sangre y envuelta en la oscuridad. Ya no se escuchan disparos, solo voces que se apagan con la distancia. Ninguno de aquellos hombres se tomó siquiera la molestia de llevarse algún teléfono o la laptop que mamá y papá llevaban consigo.

 

Hija de la ex Miss venezolana Mónica Spear y del empresario británico Thomas Henry Berry, Maya integra ahora una nueva familia: se volvió hermana de los miles de niños que han quedado huérfanos y desarraigados por la violencia en Venezuela.

 

Y aunque este caso se parece a las historias que los venezolanos hemos vivido en carne propia o a través de familiares, amigos y conocidos, el caso de Spear nos conmociona porque es el símbolo irrefutable de una tragedia nacional: mujer, madre y reina de belleza, extraña criatura entre la especie de los emigrantes venezolanos que quería volver al país para trabajar, cae víctima de todas las negligencias del Estado conjugadas en un solo momento.

 

El Gobierno y sus simpatizantes piden que aquello no se politice, como si la impunidad no fuese una estrategia de dominio social que utiliza el miedo como una tenaza que agobia y desmoviliza a un solo tiempo.

 

La prensa revela que la policía está tras la pista de “Los Rapiditos”, la banda de hampones que controla aquel kilómetro de la Regional del Centro.

 

De los 5 sospechosos, uno tiene 15 años y otro 16. Rodeado por alcaldes y gobernadores del chavismo y la oposición, Nicolás Maduro promete meditar sobre por qué nos matamos en Venezuela. Se da un mes de plazo para conseguirle una solución “a lo que algunos llaman inseguridad, pero que más bien se trata de ausencia de paz social”.

 

El macabro eufemismo antecede una hipótesis: “Eso pareció más bien un sicariato”. Explíquele a Maya y a sus hermanos, señor presidente, quiénes son los responsables de esa “ausencia de paz social” que los dejó huérfanos para siempre.

 Valentina Oropeza

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