Tanto se ha hablado de corrupción, que la teoría política la considera entre los elementos que moviliza el ejercicio de la política. Sus efectos sobre el funcionamiento del sistema político, son notorios. Para el politólogo italiano Gianfranco Pasquino «la corrupción es un factor de disgregación del sistema político». Es decir, exhibe una controvertida influencia en la decisiones públicas toda vez que sus efectos afectan peligrosamente el centro del sistema. O sea, a su sistema nervioso restándole legitimidad al sistema político.
Tan antigua es la corrupción como la misma prostitución. Tal vez, en su historia se halla la razón mediante la cual es comprensible el desequilibrio que su incidencia ocasiona. Sobre todo, en la administración de gobierno. Tanto como en las dimensiones ética, política, social, y cultural del ciudadano.
De corrupción se ha escrito mucho y a pesar de todo, continúa existiendo como problema suscitado por el abuso de poder para así obtener alguna gratificación. Aunque se hace alusión -generalmente- a la corrupción política, y a la corrupción administrativa. A pesar de estar representada por distintas figuras delictivas.
La cuestión de fondo no es la corrupción como hecho solapado y encubierto por la complicidad, sino que no se consigue aminorarse. Indistintamente de las crisis que tocan la estabilidad del sistema político, la corrupción continúa dejando ver su racha de barbaridades. La tentación es la motivación que conduce a que la honestidad se vaya de bruces al cruzar la primera esquina. Es ahí cuando actúa la extorsión, la prevaricación y el cohecho al mejor estilo delincuencial.
La incidencia de un sistema político que se roce con patrones de gestión autoritarios o totalitarios, o que se identifique con dichas doctrinas políticas, alborota rápidamente la indecencia de la cual se sirve la corrupción para actuar a sus anchas. En ello se explica la dificultad de defenestrar o expulsar a un régimen salpicado y cundido de corrupción. Especialmente, si el actor que más poder detenta o se arroga del mismo, es de inspiración militar o policial. Su injerencia en las decisiones públicas, se vuelve una excusa disfrazada de argumentos que buscan ajustar sus razones en determinaciones que permiten el escamoteo de las finanzas públicas según conveniencias arregladas.
Es cuando en la oscuridad del autoritarismo, surge el «amiguismo» y el compadrazgo cercanos a los centros de organización y control de los recursos que habrán de ser esquilmados por los tentáculos de la corrupción. Muchas veces, con la intención primigenia de afectar la gobernanza y la gobernabilidad de los sistemas políticos. Consumado el susodicho propósito, la corrupción consigue dar con la puerta franca para actuar sobre el enriquecimiento ilícito que es el objetivo más apetecido de cuanta picardía podría caracterizar a funcionarios protagonistas de la corrupción en curso.
Y aunque los regímenes autoritarios desvíen su atención hacia el foco de la corrupción, y existan leyes que sancionen tales delitos, no cabe duda de advertir que el mundo político tolera realidades que se subsumen en la corruptela. Todo induce a que, como sociedades, los respectivos países parecen subsistir ahogados en corrupción.
Antonio José Monagas