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Mibelis Acevedo Donís: El desafío de lo improbable (I)

Posted on: enero 20th, 2025 by Super Confirmado No Comments

 

El peligro de suscribir la apuesta a un futuro sin condicionantes es bregar con las coordenadas siempre resbaladizas, siempre inexactas del no-lugar, la espera inacabable

Insatisfacción, temor y expectativa de cambio, confianza en el logro que la realidad vuelve huidizo, transformación desde lo improbable. Si una noción plantea un juego de espejos en el que la política se reconoce y cuestiona a la vez, es la esperanza. Aunque frente al tópico de la esperanza política suele oponerse una visión descarnada del poder, no se puede negar que esa simbiosis se hace muy nítida, por ejemplo, no sólo en medio de grandes crisis históricas, sino -como bien saben los expertos en comunicación política- en los momentos electorales. El ciclo de la espera, la conexión emocional entre el político y sus anhelantes audiencias sella entonces el pacto de la eventual representación. Uno que antes ha exigido fiarse de las grandes promesas y utopías, y trascender esa mirada desencantada sobre el presente que en ocasiones ataja la evolución.

Abrazando esta suerte de fe que se planta ante la dificultad evidente, esta confianza en que el ideal contiene una faceta realizable, los individuos se animan a hablar, a construir redes, juntar fuerzas y cambiar, cambiar lo que les resulta defectuoso, nocivo o inadmisible en una coyuntura singular y única. Por supuesto, es justo recordar lo que advertía Betancourt: en la historia no se producen milagros. Son esos mismos sujetos los que, anticipando consecuencias, “actuando de acuerdo con la circunstancia y fijándose metas claras, conducen la historia”. Sin embargo, sospechamos que plantarse con tal audacia ante el determinismo involucra también esa clase de apuesta a priori en las propias capacidades que hará creíble la eficacia de decisiones y planes más ambiciosos.

Ahora, “¿qué es lo que moviliza el apoyo masivo? No se puede decir que sea el grado de opresión (…) Con mucha frecuencia la represión aguda funciona, impidiendo que los menos audaces estén dispuestos a participar activamente en el movimiento (…) No, lo que moviliza a las masas no es la opresión, sino la esperanza”. A partir de una evaluación crítica sobre los fracasos de la experiencia socialista del siglo XX, y asociando la acción transformadora de los sujetos sociales al momento de crisis terminal y bifurcación, Immanuel Wallerstein afirmaba por su parte que el motor de la movilización humana reside en la esperanza, incluso frente al riesgo de enfrentarse al propio poder constituido. En clara sintonía con Ernst Bloch y su “principio esperanza”, Wallerstein advierte que la tarea no es hacer utopía sino “utopística”. Mientras define la primera como “sueños del cielo que nunca pueden existir en la tierra”, percibe en la utopística “una serie de evaluaciones sobre alternativas históricas, el ejercicio de nuestro juicio como racionalidad sustantiva en torno a sistemas históricos alternativos posibles”.
Recomienzo y metamorfosis

Reflexionar sobre el rol de la esperanza en el devenir político lleva así a distinguir entre las dinámicas de continuidad y ruptura, entre aquello que habla del paso de lo normal a lo excepcional, y viceversa. En respuesta a tal necesidad y ante lo que aparece como probable -esto es, la desintegración implícita en esas rupturas- el padre de la teoría del pensamiento complejo, Edgar Morín, opone una singular contracara. Hablamos de “lo improbable, aunque posible”, que es la metamorfosis. La inducción del futuro que considera el impacto de los azares decisivos y de la creatividad, del surgimiento de lo nuevo en los procesos en curso, es lo esperanzador, porque emerge como alternativa al determinismo de la disolución. De allí esa expectación que cobra carne y nervio en medio de la desesperanza. La creencia de que una transformación radical -similar a la de la oruga amarrada a tierra, presta a licuarse en la crisálida, deshecha y recompuesta para dar paso a la criatura alada- dotaría al ser humano de nuevos recursos para superar lo que debe ser superado. Así, afirma el francés, el decrecimiento de lo que contamina y destruye, al tiempo que el crecimiento de lo que salvaguarda y regenera, es un esbozo de solución racional para la contradicción.

Nuevamente, no se trata de extraer soluciones milagrosas, ajenas a los recursos y capacidades disponibles -de otro modo se estaría impugnando de plano a la política-; sino pensar el mundo por venir, “enunciar una vía política de salvación pública” a partir de una doctrina del desear vivir y del revivir que nos libre de una “inhumanidad tranquila”, de la apatía y la resignación, como también apunta Morin en la obra que desarrolla junto a Stéphane Hessel. Esto es, buscar formas saludables de ser optimistas que apelan a esa virtud de lo imprevisible. “No pidamos a la política que exorcice la angustia humana. No le corresponde a la fe política encargarse de la salvación religiosa”.

Y es que aun considerando el poder movilizador que, no por casualidad, pensadores asociados al posmarxismo atribuyen a la esperanza, germen y sustento de estas “utopías posibles” (paradójicamente, fue el fracaso del propio marxismo lo que agotó el pensamiento utópico) conviene alertar sobre la distorsión que dicha creencia pudiera entrañar. Esto es, el tipo de esperanza que invocan ciertos diletantes, rabiosamente distanciados de la ética de la responsabilidad. Una que al desmerecer la naturaleza de los medios para alcanzar un fin, sería también portadora de manipulación, engaños y deletéreas artimañas.

Trampas y expectativas

La historia nos enseña que esa esperanza sin racionalidad puede incluso desembocar en tragedia. El mito del triunfo del progreso ascendente que propagó el idealismo romántico, triunfo predeterminado por “leyes” o producido de forma automática, no ha dejado de chocar estrepitosamente con la realidad. “La historia conoce bifurcaciones aleatorias. Muchos progresos pueden determinar regresiones y viceversa”, recuerda Morín. La fórmula del optimismo-esperanza que aplica al cambio político requiere entonces ser depurada de euforias nocivas e ingenuidad, compensada con ingentes dosis de “pesimismo de la inteligencia” a fin de que promueva verdaderas capacidades para “voltear al mundo”, como sugiere John Holloway.

De modo que atender a esa razón práctica que pone orden en la acción política, obliga a no dejar de lado a la prudencia: cualidad que, lejos de operar como anuladora del conatus, del impulso de vida, del rehusar y crear, sirve para moderar esa pasión que tiende a hundirnos en la simple embriaguez. El peligro de suscribir la apuesta a un futuro sin condicionantes es bregar con las coordenadas siempre resbaladizas, siempre inexactas del no-lugar, la espera inacabable. La política, en todo caso, amén de despertar entusiasmo y revertir la desesperación, debe estar comprometida con tiempo y espacio, con una razón finita; y procurar el arribo a buen puerto, portar llaves y cuñas que destraben puertas y amplifiquen la posibilidad de lo improbable.

Mibelis Acebedo Donís

@Mibelis

Mibelis Acevedo Donís: Amor cívico

Posted on: diciembre 29th, 2024 by Super Confirmado No Comments

 

Lo cierto es que, a merced del descomedimiento de este giro afectivo, la propia democracia liberal no pocas veces se ve forzada a encajar, sin mucho éxito, en una horma ajena a la racionalidad ilustrada que la inspiró

En su Ética nicomáquea, Aristóteles se detiene en la Philia como concepto central, un tipo de amor por los individuos que, amén de su potencial para favorecer una vida virtuosa, permitía pensar la vida en comunidad; de allí la philia de tipo político, la homonioa, nacida en la distinción del posible beneficio mutuo. Maquiavelo disertaba a su vez sobre la conveniencia de que un príncipe sea temido, sí, pero sobre todo, amado. En contraste con los postulados del racionalismo imperante, Spinoza se atrevía a retomar el papel dinámico que las pasiones (tristes o alegres) otorgaban a la historia, tal como lo concebían poetas de la estirpe de Homero; y afirmaba que el alma-mente no puede desvincularse de los apegos y mandatos del cuerpo. Rousseau, por su lado, sostenía que para que una sociedad permanezca estable y motivada para emprender proyectos de convivencia, necesitaba una suerte de amor cívico, un conjunto de “sentimientos de sociabilidad, sin los cuales es imposible ser buen ciudadano ni súbdito fiel”.

Como observa la filósofa Martha Nussbaum (Emociones políticas: por qué el amor es importante para la justicia, 2014), los pensadores liberales tampoco fueron ajenos a esa idea del apoyo emocional a la cultura política. Resonando con la “religión del hombre” sobre la que preconizaba el poeta Rabindranath Tagore, John Stuart Mill imaginó una “religión de la humanidad” para ser enseñada en lugar de las doctrinas religiosas, como base de políticas que exigieran “un sacrificio personal y un altruismo no selectivo”. Ni siquiera los representantes más conspicuos del realismo político excluyen la emocionalidad de tal ecuación; y reconocen, como hace Weber, (quien “detestaba el romanticismo político”, según describía Ernst Toller) que si bien la política se hace con la cabeza, esta actividad no estaría completa sin la entrega apasionada a una causa.

El viejo-nuevo interés que despierta el factor emocional como elemento explicativo del comportamiento político, es evidente. De allí que sobre ese decisivo -qué duda cabe- papel de los afectos en los procesos de percepción, cognición y decisión, hoy surja una vigorosa corriente asistida por los aportes de la neurociencia cognitiva; y más específicamente, por la neuropolítica. La búsqueda de respuestas acerca de qué es lo que orienta y determina nuestras adhesiones o cuánto pesa más en esa identificación, si las ideas o la dimensión pasional, si las propuestas programáticas o la capacidad de provocar entusiasmo, conmoción o rabia, es un imperativo en tiempos de toma de decisiones que definirán el rumbo de un país, los destinos de una sociedad.

Pero inmersos como estamos en una dinámica siempre inestable, más líquida y dependiente de la autopercepción, cada vez menos atada a credos fijos e inquebrantables; objetos de una cultura de la sustitución marcada por los imprevisibles pulsos del “Yo”, hay que admitir que, a la hora de distinguir soluciones democratizadoras esa búsqueda se problematiza. Pasar de incorporar una necesaria gramática de los afectos al vital ejercicio de la razón práctica, al logro de eso que Rawls llamó “consenso entrecruzado”, asoma un trayecto lleno de trampas y tentación por los excesos. Una philia imperfecta, no virtuosa, opera entonces para convertir la afinidad pragmática en afecto sin contención ni condiciones, en batalla por la captación de emociones del cliente-votante. En teatralización de la vida pública, y arropamiento de la razón por la emergencia. En irrelevancia y mera sentimentalización del relato político.

Los límites entre uno y otro terreno aparecen borrosos; sin embargo, sus efectos son muy distintos. En la Alemania de Ángela Merkel, por ejemplo, el enfoque empático, confiable y decisivo de la canciller que en sus inicios fue bautizada como “das Mädchen” (la niña), le valió luego el sobrenombre de “die Mutti”, la madre. Tras el apodo pleno de connotaciones afectivas, conectando con sentimientos de seguridad y protección inspirados por el arquetipo de la figura materna, y fundado al mismo tiempo en el ejercicio de “un híperliderazgo falto de vanidad”, -Pol Morillas dixit- se alzaba un valioso eje para la construcción de esa visión de comunidad. Los afectos han jugado acá un rol estelar, mitigando la insatisfacción, el eventual vacío, los picos de incertidumbre que atentan contra la cohesión social. Con más luces que sombras, y sobre la base de premisas aglutinadoras -que la historia del extravío totalitario nunca debería repetirse- se avanzó en la modernización de valores de la democracia; en el deseo, vínculo y compromiso que, entre socios de una comunidad política, se imponen a la hora de dilucidar soluciones conjuntas.

En las antípodas de eso que Arendt calificaba como “amor mundi” -diálogo entre amigos que tienen algo en común; esa amistad cívica que sirve de puente entre la política y el amor, “quizá la más poderosa de todas las fuerzas antipolíticas humanas”- se hace sentir el desenfreno afectivo de los neopopulismos. No, no hay cabida en estos casos para la estabilidad que ofrece el consenso rawlsiano, sino para agudizar el malestar, las distinciones maniqueas y reduccionistas. Con la convicción de que el lazo social es de índole sentimental, más bien se pide la adhesión desgarrada, uniformizante, la lealtad acrítica del aliado; y por otro lado, la discriminación sin atenuantes para quien no esté dispuesto a entregarse en esos términos. No acompañarlos será interpretado como odio. Portadores de “emocionología” en lugar de ideología; amantes insaciables y tóxicos, en fin, están poco o nada dispuestos a dispensar pecados de autonomía en sus serrallos.

Lo cierto es que, a merced del descomedimiento de este giro afectivo, la propia democracia liberal no pocas veces se ve forzada a encajar, sin mucho éxito, en una horma ajena a la racionalidad ilustrada que la inspiró. No nos debe extrañar que, en tal brega, el ideal zozobre. Resulta llamativo que en 2007 Felipe González afirmase que, más que ideologías, “para liderar el cambio es imprescindible hacerse cargo del estado de ánimo de los otros”. Sin desvirtuar el valor de la exhortación, y aceptando la acción medular de la emoción en la reconfiguración de un sujeto que se sabe blanco de múltiples influencias, importa avistar los riesgos que entrañaría la sentimentalización de la conversación pública, el confinamiento del ciudadano a guetos identitarios; y en qué medida esos fenómenos abonan a la crisis de la democracia. Sobre este nuevo sujeto postsoberano al cual se refiere Manuel Arias Maldonado -suerte de desafío al paradigma kantiano, aquel ser que tendía a actuar como maximizador racional de sus preferencias- toca posar ahora una mirada compasiva, atenta y esperanzada. Tomar consciencia tanto de las limitaciones de su agencia como de las posibilidades de la amistad cívica, no sólo lo hará más fuerte, sino que ayudará a redefinir las propias fortalezas y antídotos que en lo adelante deberá desarrollar la democracia.

@Mibelis

¿Qué es y qué no es la democracia?

Posted on: diciembre 23rd, 2024 by Super Confirmado No Comments

¿Qué esperar de la democracia? (sobre todo cuando no se tiene, pero sobrevive en algunas prácticas formales, como el voto.)

Es cierto que hablar de democracia nos remite necesariamente al plano de las ideas, tan diversas y relativas como inasibles. Por tanto, entre el ideal democrático y la democracia realizada, concreta, aparece un trayecto que a primera vista quizás luce insalvable. La democracia, en el plano ideal, -esto es, lo que debería ser- implica una definición normativa o prescriptiva; mientras que en el plano real -lo que es- entraña una definición descriptiva. De modo que en aras de establecer un forzoso vínculo de aproximación entre ambas y no extraviarnos en el intento, conviene recurrir a Norberto Bobbio, para quien resulta ineludible partir de una definición “mínima” de democracia y sus rasgos distintivos. Así, guiado por el pensamiento de Kelsen, nos dice que un régimen democrático sería “el conjunto de reglas (primarias o fundamentales) que establece quién está autorizado a tomar las decisiones colectivas, y con qué procedimientos” (1985).

Dahl, por su parte, habla de las “condiciones procedimentales mínimas”, y de los principios que hacen factible a la democracia. El primero, piedra angular del edificio, el consentimiento popular: el reconocimiento de los resultados electorales y de la contingencia de los mismos, de modo que los perdedores respetan el derecho del vencedor a gobernar, y este último el de los perdedores a seguir participando en el juego político. Así, habrá que reconocer que las mayorías políticas siempre son circunstanciales, movedizas; no eternas, no heredables. El segundo principio, avisa Dahl, lleva a reconocer que “todas las democracias implican un grado de incertidumbre acerca de quién será elegido y qué políticas llevará a cabo”. No son democracias, por tanto, regímenes donde un partido único (encubierto con la presencia de otros partidos, que en la práctica se alinean rigurosamente con aquel) cancela por diversas vías la posibilidad de la alternancia.

Como elemento constitutivo y básico de ese régimen democrático, Bobbio menciona al sufragio; así como la libertad, la igualdad, el pluralismo, el consenso y el disenso ligados a esa práctica. Todas claves de un mecanismo que faculta a los gobernados para la elección transparente de sus gobernantes, según ciertos cánones y valores. Veamos:

El sufragio, que debe ser secreto, y un derecho garantizado a todos los ciudadanos.

La libertad (positiva o política), cemento y fondo, remite a ese espacio de protección que se otorga a las personas contra las interferencias que operan a favor de una sola tendencia. Hablamos, claro, de la posibilidad cierta de un ejercicio de autodeterminación y autonomía. Allí, dice Bobbio, radica la fuerza moral de la democracia; la certeza de que cada individuo tiene la capacidad de decidir por sí mismo. Nada justificaría entonces excluirlo de las decisiones colectivas.

La igualdad, que en sintonía con el concepto griego de isonomía, invoca el derecho de todo ciudadano a elegir al candidato de su preferencia, y supone el acceso al voto en idénticas condiciones técnicas y legales.

El pluralismo, que se ve retratado en la presencia activa de partidos políticos de corrientes disímiles, así como candidatos que compiten en condiciones de igualdad ante la ley. Son los partidos, en fin, una respuesta institucional a la necesidad de resolver las demandas de diversos sectores sociales, mediante la representación.

El consenso, destino que nítidamente asume la Constitución, garantía de ese Pactum societatis, el Contrato Social que nos aleja de la anarquía, la del lobo devorando a otros lobos, y nos reconcilia con la necesidad de la avenencia. Algo que, en atención al pensamiento de Kelsen, se vincularía también a la doma del ideal libertario, silvestre y originario. La solución del inevitable conflicto que se deriva de la lucha por el poder y la coexistencia en sociedad complejas, se concreta gracias a la aplicación de la regla de la mayoría. Esto es, la suma de las expresiones individuales, y el remedio ante la imposibilidad material de lograr la unanimidad. En este sentido, las elecciones regulares y justas ofrecen un método idóneo para zanjar los desacuerdos.

El disenso, fundamento no menos importante. Mediante una continua retroalimentación, se trata de reconocer que las disconformidades, incluso dentro de esa misma mayoría, existen y tienen derecho a a manifestarse y competir. Gestionar eso supone a su vez establecer límites precisos a la facultad de decisión de la mayoría.

Finalmente: la democracia, entendida en su forma más elemental como un mecanismo que permite articular todas estas piezas cuando toca elegir gobernantes, tiene como centro a la persona, el agente-ciudadano habilitado para influir en los asuntos públicos. De allí que Przeworski hable de los límites y posibilidades del autogobierno. Sin la participación y aval de eso que algunos bautizan grandilocuentemente como “pueblo”, sin ejercicio efectivo de soberanía, sin contraloría social, auditoría y verificación ciudadana de los procesos electorales, ninguna decisión tiene sustancia ni carne democrática. Gracias a eso, aun a contrapelo del enrarecido contexto, resiste ese sustrato de cultura cívica que evita que las prácticas oligárquicas o la negociación egocéntrica de intereses particulares se impongan.

Aunque para efectos legitimadores hoy resulta indispensable parecerlo, no basta, pues, hacerse de la denominación “democrático” para serlo. Entendemos, claro, que “la democracia perfecta no puede existir, o de hecho no ha existido nunca”, como sentencia Bobbio. Por eso, los indicadores ya descritos nos pueden ofrecer un apretado vademécum, una suerte de “check list” para saber a qué atenernos a la hora de calificar con imparcialidad lo que ocurre -y definitivamente, no ocurre- en esta golpeada Venezuela.

 

Mibelis Acevedo Donís

@Mibelis

Mibelis Acevedo Donís: No hay democracia sin demócratas

Posted on: diciembre 15th, 2024 by Super Confirmado No Comments

La pista esencial para identificar a una democracia tiene que ver menos con los apelativos con los que se le explica o emperifolla que con el cumplimiento de prerrequisitos para que los ciudadanos escojan o destituyan a los gobiernos

Equilibrio, humano tesoro. En pos de ese esquivo logro caminan las democracias contemporáneas, cada vez más exigidas por la vertiginosa reconfiguración de las expectativas de las sociedades y sus individuos. Algo similar sucede con oposiciones democráticas enfrentadas a la disfuncionalidad autoritaria, tan aglutinadas como divergentes a la hora de calcular lo qué debe abarcar exactamente el cambio político y cómo concretarlo. Sabiendo que se trata de una invocación básica, incluso políticamente correcta (los políticos de toda estirpe saben que no existe propaganda mejor ni más reputada que la que apela a los valores de la democracia liberal), el problema surge cuando se trata de privilegiar sus contenidos y distinguir sus bordes. Entonces no es raro que cundan los calificativos, los endosos a la carta, los adornos sin sustancia. Los torpes afanes para justificar la separación entre su ejercicio concreto y la virtud del “buen gobierno”. Es este un artificio que ha distinguido sobre todo a gobiernos que se mientan revolucionarios, empeñados en hacer pasar “su” democracia por innovación, pero más comprometidos con tramoyas ideológicas que con la observancia de los indicadores más básicos de calidad de estos sistemas.

Método para gestionar conflictos propios de la coexistencia en la polis, y que permite a los ciudadanos decidir libremente por quién y cómo serán gobernados. Encarnación de valores, ideales e intereses en conflicto de los distintos grupos de personas que concurren a este debate. Minimalismo, maximalismo, o síntesis de ambas concepciones… ¿Qué cosa defendemos al defender la democracia? En un artículo reciente (octubre 2024), Adam Przeworski volvía a la ineludible pregunta. Sus reflexiones confirman que hablar de una democracia “participativa”, “protagónica”, “revolucionaria”, en las antípodas de una supuesta democracia “de los apellidos” de carácter “burgués” y representativo, no la hará mejor ni más auténtica. La pista esencial para identificar a una democracia tiene que ver menos con los apelativos con los que se le explica o emperifolla que con el cumplimiento de prerrequisitos para que los ciudadanos escojan o destituyan a los gobiernos. Partiendo de esa premisa y entendiendo que ha cumplido con los procedimientos legalmente establecidos, “lo que sea que los votantes decidan es democrático”.

Esta última afirmación puede torturar a líderes persuadidos de que sólo ellos tienen la llave para acaudillar la voluntad de las masas, que “el pueblo” es sabio en la medida en que detecte esa ascendencia y los respalde. Lo contrario, afirmarán, será producto de la manipulación de ciudadanos infantilizados y necesitados de salvación y cura. Al mismo tiempo, saberse acotadas por la regla de la mayoría pone en un dilema a minorías desplazadas del poder o proclives a la alternativa no favorecida, obligadas a plegarse a la voluntad de los más aun cuando se alegue que la escogencia pondría el riesgo la integridad del pacto social o la gobernabilidad. Todas esas aprensiones, sin embargo, nunca podrían justificar la negación de la norma minimalista. La democracia es más que elecciones, sí. Pero es sobre todo participación en elecciones competitivas y celebradas en un marco de certidumbre operativa e institucional.

¿Qué implica esto? Básicamente que, aun bajo el acecho de la deriva demagógica y populista-delegativa, cada gobierno dispone de un tiempo limitado en el control y administración del poder, y que debe estar dispuesto a ceder ese poder cuando el “espacio vacío” de la democracia reclame de nuevo su advenimiento. En ese sentido, importa tener presente que la voluntad del pueblo reside en la Constitución, no en las decisiones de una mayoría transitoria y no inmune a la seducción de actores antisistema. Para que esta premisa se cumpla, son fundamentales los equilibrios y frenos a la autoridad discrecional, las redes que garantizan la “responsabilidad horizontal” del Ejecutivo (O’Donnell), promoviendo un sistema móvil que pide “la reconstrucción periódica de los órganos de decisión y deliberación públicos” (Lefort). Por ende, el tipo de orden político que desconoce la función de los contrapesos, que sataniza al adversario o favorece la fórmula hegemónica del partido-Estado-gobierno, de ningún modo podrá calificar como democracia, por más que se le adjetive mañosamente o se le presente diferenciado con atributos/valores para que así lo parezca. En ese caso el poder acaba concebido como una “cosa particular” de la que es legítimo apropiarse, visto más bien con un sentido de “posesión” más que de “ocupación” temporal, apunta Lefort.

Cabe pensar que en la previsibilidad y restricciones que el Estado de derecho impone al poder radica uno de los choques entre democracia y revolución. Aun cuando la retórica democrática suele usarse a lo largo de todo el espectro político, según observa Przeworski, parece claro que los medios y fines de una y otra tienden a rivalizar entre sí. Del “¡todo el poder para los Soviets!” a la práctica omnímoda del poder, pues, apenas medió un ajuste de slogan. Como confirman numerosos experimentos a lo largo de la historia, insistir en encajar la lógica revolucionaria de asalto y preservación del poder a toda costa, de condena al reformismo, atrincheramiento de los afines y cerrazón ante la opinión “desestabilizadora” del disidente, contrasta radicalmente con la premisa de recurrencia del lugar vacío y competencia regulada, de la consecución de consensos y equilibrios que distinguen a las dinámicas democráticas.

De allí que no pueda omitirse el paso y avance desde una democracia en sentido minimalista -base normativa de la estructura, lo que nos aglutina en su defensa- a una democracia maximalista, prescriptiva, del deber-ser: lo que diferencia y califica. Esta última atada, sin duda, al ideal rawlsoniano de justicia como equidad (1971) que remite al “buen gobierno”. Es decir, la administración y ordenamiento de una sociedad “basada en principios de justicia que priorizan tanto las libertades individuales como el bienestar colectivo, especialmente de los menos favorecidos” o worst-off, y cuyo enfoque contractualista “subraya la importancia del consenso social y las instituciones justas como pilares fundamentales para lograr una convivencia equitativa y sostenible”.

A merced de las grandes crisis globales y locales, quizás tener presente estos matices sirva para comprender dónde poner el acento y hacer distinciones cuando se trata de la transformación de paradigmas políticos. Hermanar formas y fondos constituye acá un verdadero desafío. Si -en línea con lo que punta Przeworski- lo que define a un demócrata es su capacidad para aceptar derrotas incluso si sus valores están en juego, lo contrario dejará al descampado a su antagonista autoritario. No hay forma de conciliar ambas posturas ni de dulcificar coartadas para esa criatura inviable que prefigura una democracia “de partido único”, por ejemplo. He allí la aberración, la contradictio in terminis, la regresión inexcusable, la vuelta a esa distopía que los enemigos de las sociedades abiertas vendieron y siguen vendiendo como panacea para el enojo y la desconfianza en las instituciones representativas. A las puertas de un nuevo año, no queda sino persistir en la neutralización de esos viejos-nuevos fantasmas que circulan impenitentes por el mundo.

@Mibelis

Mibelis Acevedo Donís: ¿Sociedad de la sospecha?

Posted on: diciembre 10th, 2024 by Super Confirmado No Comments

 

Cierta fe en la integridad, la buena voluntad y las buenas intenciones de otros individuos, en fin, hace falta para aglutinar las identidades dispersas y convertirlas en un todo cuya pluralidad no impide marchar de forma acompasada

La conversación con miembros de la concertación chilena que derrotó a Pinochet en el plebiscito de octubre de 1988 resulta esclarecedora. Una sociedad que, tras la caída de Allende, se había quebrado por la mutua desconfianza, logró recomponerse, rearmar vínculos personales y abocarse a una idea de destino compartido gracias a la reparación de esas redes rotas. El propio expresidente Lagos ha hablado de la complejidad de un “proceso largo” al que se refiere como el “reencuentro de los demócratas”: ese acercamiento entre actores que prácticamente se habían tratado como enemigos existenciales y cuya sintonía parecía imposible. “Hubo muchas maneras de encontrarnos. Surgieron círculos de diálogo, se realizaron seminarios dentro y fuera de Chile donde se producía el encuentro entre los exiliados y los que estábamos en el país. La reflexión en conjunto nos permitió derribar prejuicios y construir confianzas.” Luego de eso se fueron gestando las alianzas políticas, primero la Alianza Democrática y luego el Acuerdo Nacional y la Asamblea de la Civilidad, germen de la futura Concertación. “Hubo un gran movimiento social de apoyo a las demandas democráticas: trabajadores y sindicatos, estudiantes universitarios y mujeres, que ejercieron un papel unitario defendiendo los derechos humanos y ciudadanos…”

Junto a experiencias de democratización como las de España o Alemania, lo anterior es dato que abunda en la necesidad de que sociedades enfrentadas a autoritarios hábiles para medrar en la desintegración social, superen la situación suicida de sospecha mutua, caótica e indistinta. Sabemos que la confianza es un aliño vital para contrarrestar la incertidumbre, las tensiones y el silencio que se cierne en escenarios sociales. Para mantener viva la fe en las relaciones humanas y el sentido del futuro. Un valor que además sirve de asiento a la solidaridad, la responsabilidad ciudadana y la cooperación. Sin confianza no es posible el acuerdo o la cohesión. Ergo, tampoco la serie de intercambios que, a fin de vencer el miedo hobbesiano y el canibalismo propio de lobos-humanos, se necesita para fundar una comunidad política. Cierta fe en la integridad, la buena voluntad y las buenas intenciones de otros individuos, en fin, hace falta para aglutinar las identidades dispersas y convertirlas en un todo cuya pluralidad no impide marchar de forma acompasada.

No en balde el debate académico en relación al tema de la confianza luce hoy tan activado. Vista como fundamento del orden social, según Lewicki, McAllister y Bies (1998); insumo para la acción social colectiva, entendida esta última como participación, colaboración voluntaria en contextos organizacionales o componente de la calidad de vida de las personas, su declive en las sociedades líquidas contemporáneas va dejando boquetes que se traducen en extrañamiento, en sensación de impotencia colectiva, en amargura o resignación. En insilio. Hoy, apunta Daniel Innerarity, “la capacidad de neutralizar es incomparablemente mayor que la de configurar. La sociedad se aglutina con más facilidad en torno a la indignación que a la esperanza”.

Esto no significa que debamos despachar la desconfianza razonable o prudente cuando esta se presenta, claro. Después de todo, abrazar cierta “tendencia a la autosubversión”, como proclamaba Albert O. Hirschman, resulta intelectualmente estimulante. Como afirman algunos especialistas, la confianza no es un fenómeno unidimensional, sí una variable dinámica. La confianza pasiva y ciega puede ser peligrosa y facilitar la conducta abusiva, por ejemplo; pero asimismo, el déficit de confianza puede bloquear el aprovechamiento de la oportunidad o el desarrollo de capacidades. El ejercicio saludable de la duda, los recelos hacia el poder absoluto o el desencanto democrático, apunta también Innerarity, quizás están respondiendo a la lógica transformación de una sociedad “que ha dejado de ser heroica y vive la política sin el anterior dramatismo”. En ese sentido, dice, entramos más bien en un terreno de desacralización de la política. Algo que tal vez podría servir de acicate a sociedades con sentido de autocrítica y políticamente funcionales, y donde la auctoritas y flexibilidad de las instituciones democráticas operaría para evitar que la ingobernabilidad o el aislamiento se impongan.

Pero pongamos el foco en contextos disfuncionales, no-democráticos, donde el quebranto de la confianza social o disposicional (Kramer, 1999), emotiva o racional-comunicativa erosiona las destrezas culturalmente arraigadas, cancelando a priori la capacidad para crear nuevas interacciones o favorecer acercamientos con desconocidos. En tales situaciones, la propensión a cruzar subjetividades, a crear zonas de encuentro entre ellas para impulsar la acción concertada -Arendt habla de una intersubjetividad que al reconocer la existencia del conflicto es fundadora del “entre-nos”- puede incluso acabar percibida como una infracción, una razón para el descrédito.

Sí, estas crisis suelen ser más perniciosas cuando las sociedades transitan coyunturas traumáticas en términos de esfuerzos colectivos sin resolución (lo que genera desconfianza radical hacia la acción), y en entornos opresivos de ilegalidad, manipulación orquestada, arbitrariedad y temor. Si el Consensus iuris es principio ausente en las dinámicas sociales, si no existe ese “reconocimiento recíproco de los ciudadanos como personas” que, según Arendt, posibilita el intercambio en atención a un marco normativo común, la sospecha general y sus daños encuentran un nicho perfecto. A falta de confrontación pacífica, de debate sobre la posibilidad del fracaso y la aceptación de la contingencia, podría parecer una opción legítima dar por sentada la mala intención del desconocido, destruir al competidor antes de que pueda hacernos daño, asumirlo como traidor. Es la vuelta al espíritu de la guerra de todos contra todos, germen de la desintegración y la disolución de nexos. Una situación en la que la aspiración de cambio político se debilita, vencida por la imposibilidad de asociarse y articular a partir de la diferencia.

De allí que la confianza resulte un hilo, una sutura tan frágil como vital cuando se trata de conectar a los individuos para hacer frente a la aplanadora antidemocrática. No una confianza ciega, insistimos. No una confianza arbitraria ni infinita, ni basada en expectativas desmedidas, sino la que surge al abrazar el carácter plural y agonal de la acción, la que habilita la posibilidad de disenso, acuerdos y contratos. Ahora bien, ¿cómo hacerlo, cómo superar el impedimento que la misma condición humana nos encaja a la hora de neutralizar los miedos y el sentimiento de culpa?

Al respecto, también Arendt habla de apelar a dos virtudes, entendiéndolas en su dimensión política, no moral: promesa y perdón. Como amplía Eric Pommier (2020), se trata de ese perdón hacia sí mismo y hacia los demás que reabre el futuro que había sido clausurado, que libera del peso del pasado y la culpa, del ensimismamiento y el deseo de venganza. La promesa, por su parte, “limita la indeterminación del futuro… compromete al agente con la meta”; aporta los bríos para encarnar el sentido esperado sin cerrarse a la posibilidad de su redefinición. Y vacuna, además, contra la imponderabilidad tóxica y la sospecha, todo eso que disuade de actuar. “El perdón y la promesa no son sólo, ellas mismas, acciones, golpes de estado de la voluntad, sino que suponen también una facultad de análisis, una capacidad de distanciarse de la acción, de hacerse espectador de ella”. He allí un indispensable punto de partida para reconstruir los nexos que se han quebrantado, en fin. Sin disposición genuina y consciente para ese recomienzo, todo lo ganado previamente en términos de cohesión podría diluirse sin remedio.

 

Mibelia Acevedo Donís

@Mibelis

 

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Mibelis Acevedo Donís: Madurez,freno e impulso

Posted on: diciembre 2nd, 2024 by Super Confirmado No Comments

 

En el marco del reciente Festival de Cine de Turín, la actriz y activista Sharon Stone afirmaba que EE.UU. estaba en «plena adolescencia» política. Su filoso comentario camina más allá, invoca la imagen de una cultura democrática que, ante el asedio, lejos de resistir, evolucionar o estabilizarse está retrocediendo dramáticamente. Al responder a una periodista en relación al problema de la violencia contra la mujer, decía que para enfrentarlo había que detenerse a pensar en la calidad de las decisiones que están tomando los ciudadanos, ver «a quién elegimos para el gobierno, y si, de hecho, estamos eligiendo a nuestro gobierno o si el gobierno se está eligiendo a sí mismo».

La adolescencia “es ingenua, la adolescencia es arrogante… cree que lo sabe todo”, recalca Stone. La crisis global de la democracia seguramente tiene que ver con esa regresión que cancela aprendizajes colectivos y lecciones acumuladas, y evita que la trayectoria se registre y sirva de indicio para la superación de dilemas. La adolescencia también plantea a las sociedades un problema de carácter antropológico: la salida de la infancia y su espacio protegido, el paso hacia la emancipación de la adultez y la existencia como persona diferenciada; la tentación, al mismo tiempo, de escapar de la obligación del “yo” para disolverse en una identidad colectiva. Un nudo entre pasado y futuro que demanda asumirse como ciudadano consciente de derechos y límites, con poder de decisión, dispuesto a hacer uso responsable de su libertad y recién estrenada autonomía.

Pero crecer cuando el contexto sólo ofrece incertidumbre puede generar una angustia insoportable, casi dolorosa. De allí la entronización de figuras providenciales y “hombres fuertes”; engañosos tótems que, a cambio de seguridad, diversión, caricias tranquilizadoras y adictivas, suelen esperar obediencia y mutismo por parte de sociedades que se tullen, repentinamente infantilizadas por la circunstancia. Es la promesa de gratificación instantánea a costa de la pérdida de agencia e iniciativa, regresión que “se basa en la erosión de las competencias”, dice el dramaturgo y guionistaJohn Steppling.

Aun con matices propios del Zeitgeist, el “espíritu de los tiempos”, estos fenómenos no son inéditos. La impotencia ante la dificultad, la resistencia a flexibilizarse o la impaciencia que deroga el largo plazo, la incapacidad para gestionar el malestar sin que ello implique deseo de sustitución drástica y compulsiva de la realidad, se convierte así en un viejo-nuevo signo de estos tiempos líquidos. La puja entre individuo y colectivo ha encontrado una acá paradójica solución: pues el individualismo vence para “pertenecer”, para no desentonar. En la modernidad sólida, dice Bauman, el individuo se sentía identificado con un Estado benefactor, un Estado-nación que lo contenía y le brindaba certezas. Ya no más. Refugiarse en sí mismo luce menos arriesgado que sumirse en la volatilidad de una comunidad que envejece con cada segundo que pasa. “¡Cambio ya!”: en línea con estas dinámicas, el lenguaje de la política también se ha simplificado, desgastado, reducido a la sola forma, perdido la complejidad que se asocia al ethos del adulto. La era de los argumentos basados en la evidencia, el conocimiento y la reflexión; la idea de una democracia que se fortalecía gracias al papel del autogobierno popular, racional y deliberativo, se diluyen en el vértigo comunicacional y la tiranía de los algoritmos. Es el culto a la instantaneidad conspirando contra la profundización de conquistas previas.

Pero, ¿son inevitables estos retrocesos? ¿Acaso esa madurez que desafía y brega con los traumas ya no es una alternativa? ¿Es justo perder toda esperanza ante el desconcierto y los reajustes que este exige a las sociedades? No necesariamente. El ejemplo de Uruguay, donde recientemente se celebraron elecciones que coronaron con el triunfo del candidato del Frente Amplio, Yamandú Orsi, ofrece refrescante contraste con la involución de marras. Apegarse al principio más básico de una democracia, la alternancia pacífica en el poder -algo que luce muy arduo en otros contextos- es lo normal en Uruguay. Quien pierde la elección reconoce su derrota, saluda al ganador y se prepara para que el advenimiento de ese “lugar vacío” (Lefort) anticipe una nueva, transitoria ocupación en democracia. La estabilidad política de “el paisito”, como amablemente lo nombran sus habitantes (la película de Ana Diez sobre las heridas de la dictadura de Bordaberry da fe de ese bautizo) es excepcional si se atiende al paisaje convulso que antes describimos. No hay fórmulas mágicas, sin embargo. Sí una vocación por aprender de los errores, por descubrir sobre la marcha nuevas formas de enfrentar las contradicciones que ponen a prueba a la democracia liberal.

Instituciones inclusivas, cultura política proclive al diálogo y una casi inexistente polarización, juegan en este caso un papel estabilizador de primera línea. Ya en la década de los 50 se conocía a Uruguay como “la Suiza de América” no sólo por su sólido sistema financiero y prosperidad económica, sino por su estabilidad política, la amplitud de su democracia, la adopción de valores y normas modernas. El desvío dictatorial (1973-1985) que siguió a un periodo de alta polarización, lejos de diluir ese aprendizaje colectivo de casi 100 años de tradición democrática parece haberlo regenerado y corregido. Como resultado, Uruguay hoy lidera en los índices globales de democracia, libertad de expresión, igualdad social, lucha contra la corrupción, desarrollo humano y buena gobernanza. Como confirman sucesivos reportes de Freedom House, en materia de derechos políticos y libertades civiles no abandona los primeros puestos, con una calificación de 96/100. Asimismo y como dato que elude la zanja de la desafección cívica, figura en el más reciente informe de Latinobarómetro como el país con mayor apoyo a la democracia en la región (69%). Desde la coalición de centro-derecha que lideró Lacalle Pou, reformas urgentes y polémicas como la transformación educativa y la del sistema de seguridad social cristalizan en consensos que a primera vista parecían improbables.

He aquí el ejemplo de una sociedad que resiste abrazando su excepcional madurez política. Lo cual significa también trajinar contra la inercia conservadora, acomodarse a los tiempos y perfiles de nuevos sujetos políticos, explorar maneras de responder a demandas de participación más allá del voto y control del poder, sin subestimar el rol del Estado o debilitar el sistema representativo. Una clave ha sido canalizar el descontento y democratizar el debate mediante mecanismos de democracia directa -que no pueden ser promovidos por el Ejecutivo- adoptados “en un contexto de ampliación y posterior consolidación de la democracia y no de crisis de representación” (A. Lissidini, 2022). Con partidos que gozan de credibilidad, arraigo y continuidad histórica, esto ha contribuido al eficaz uso de la voz, “evitando así la salida y reforzando la voz y la lealtad hacia los partidos y las decisiones tomadas por ellos”. Un hito crucial en ese sentido fue el debate que impulsó el referéndum de 1989 sobre la Ley de Caducidad Punitiva del Estado, propuesta de amnistía a militares involucrados en violaciones a DDHH durante la dictadura, por ejemplo; o el que sometió a revisión la Ley de privatizaciones de 1991.

Por la cercanía de un éxito que confirma que el esquivo ideal democrático sí tiene una faceta realizable, Uruguay merece hoy toda nuestra atención. A santo de esto, viene bien recordar el consejo del expresidente José “Pepe” Mujica: “defendamos la democracia todos los días con una actitud de sobriedad… Y si alguno ha definido que es el país del empate, este es el país del freno y del impulso… las veces que este país acordó nacionalmente logró cosas definitivas que quedaron implantadas y que son gestos de progreso”. Así sea.

Mibelis Acevedo Donís

@Mibelis

Mibelis Acevedo Donís: Piedad y justicia

Posted on: noviembre 23rd, 2024 by Super Confirmado No Comments

La visión del Estado como institución esencialmente piadosa funda los espacios de una ética pública, la que anticipa la gobernanza democrática y el reconocimiento de las disparidades

Concebida en su más básica dimensión -al menos desde Hobbes- como manifestación del deseo de poder, miedo recíproco a la muerte violenta, amor propio y thymós; y asociada por consiguiente con el antagonismo encarnizado, ¿es posible pensar la política sin que la piedad modere sus pulsos? La reactivación de ciertos discursos de base schmittiana acerca de cómo abordar la organización del poder podría estar negando esa posibilidad. Esa política basada en la distinción extrema amigo-enemigo, en la idea de que “soberano es quien decide sobre el estado de excepción” y que justifica por tanto remozadas formas de decisionismo político, sugiere que los seductores alegatos del incisivo crítico del liberalismo retoñan hoy para librar a algunos gobernantes de la deuda por sus excesos antidemocráticos.

Recordemos que para Schmitt toda teoría política genuina parte de la certeza de que el hombre tiene una naturaleza tendiente a la maldad, “una predisposición que puede manifestarse como corrupción, debilidad, cobardía, estupidez, o también como brutalidad, sensualidad, vitalidad, irracionalidad, etcétera”. A partir de ese pesimismo antropológico a todas luces casado con el realismo político, Schmitt sostiene con sólida argumentación que el conflicto surgirá de forma inevitable entre individuos marcados por sus desigualdades y desacuerdos. El conflicto entonces es la normalidad, y la verdadera naturaleza de lo político es la hostilidad y la división, la acción que se produce en oposición a algo o a alguien.

Es allí donde, según el autor, deben operar mecanismos permanentes para garantizar la irrenunciable unidad política, que es la base del Estado; algo que a su vez está ligado al principio esencial de la unidad del demos y a la soberanía de su voluntad. Así, es preciso “aniquilar lo heterogéneo”. De modo que si el pueblo es el que va a gobernar, importa precisar no sólo quiénes pertenecen a él y quiénes no, sino quién tiene el poder real de decidir sobre el conflicto. Al enfatizar que la identidad de una comunidad política depende de esa posibilidad de establecer una línea de demarcación clara entre el “nosotros” y el “ellos”, la posibilidad de discriminar sería entonces para Schmitt no sólo éticamente aceptable, sino necesaria. Un consenso racional, por tanto, resultará imposible sin considerar la exclusión.

Desmereciendo el énfasis de las doctrinas liberales ponen en la humanidad y los valores de universalidad y pluralismo, Schmitt afirma que lo que importa para efectos de lo político (y de la democracia) son los conceptos de “demos” y “pueblo”, no lo transnacional. Al parafrasear a Proudhon, sentencia entonces: “quien dice ‘humanidad’ quiere engañar”. Su mirada frente a la crisis de la democracia parlamentaria de Weimar, agonía que entre otras cosas atribuye a los nocivos efectos del romanticismo político, a la creencia en la “bonté naturelle” del hombre, es implacable. Advierte entonces que sin compartir ciertos vínculos particulares, cierta identidad cultural, cierto sentimiento que llama a la acción, la fundamentación metafísica que soporta la representación política y que se expresa a través de ciertos mitos movilizadores (Sorel), los seres humanos no pueden cooperar. Es esa fuerza del mito nacional situada fuera del ámbito de la discusión racional, por tanto, lo que permite aglutinar y distinguir los bandos amigo-enemigo. (Cabe recordar a Mussolini cuando anunciaba: “hemos creado nuestro mito. El mito es una fe, es una pasión. No es necesario que sea una realidad. Es una realidad por el hecho de que es un aguijón, una esperanza, una fe, porque es coraje. ¡Nuestro mito es la nación, nuestro mito es la grandeza de la nación!”). No extraña, en fin, que tales reflexiones hayan ejercido tanto influjo en los fascismos y totalitarismos de la época. Y que hoy, desde indistintas trincheras antidemocráticas de derecha o izquierda, frente a los supuestos riesgos de la globalización, el multilateralismo o el ideal de una “ciudadanía cosmopolita”, los ultranacionalismos y populismos contemporáneos las esgriman de la manera más inescrupulosa posible.

Aun conviniendo en la necesidad de no moralizar lo político, de aceptar el conflicto como elemento distintivo e inseparable de estas dinámicas de relacionamiento en la polis, de juzgar la realidad como es y no como deseamos que sea, es preciso advertir cuán resbalosa se puede volver la provocación intelectual aplicada con fines turbios. La exclusión aplicada a troche y moche, una apelación a la noción del “enemigo interno” para justificar la criminalización del disenso y señalar al distinto como una amenaza contra la unidad política, la paz y estabilidad internas, anticipa efectos perturbadores. Esa lógica que parecía superada por el paradigma de la democracia liberal y la modernidad reflexiva está socavando, a menudo con el auxilio de las mayorías electorales, las certezas que prevalecían en occidente y que han operado hasta ahora como principal motor civilizador.

No en balde el caos y la supuesta ingobernabilidad atribuidos al ejercicio de la política tradicional (“las élites”, “la democracia burguesa”, “la casta”, “la trama” … términos fetiche que, usados por movimientos antisistema para marcar al enemigo, adoban con saña las campañas electorales) acaben usados como excusa para la disrupción. Tratándose de autoritarismos establecidos, con poder para sofocar contrapesos sin tener que ceñirse a la norma constitucional o creando a discreción leyes ad hoc, la lógica es todavía más brutal: garantizar la paz (negativa), conjurar la guerra, exige decidir sobre el estado de excepción permanente y generalizado, suprimir el conflicto sin arbitraje ni piedad, con “gusto por la desmesura y espíritu agonal” (Nietzsche). En tales casos, por supuesto, la tríada paz-razón-justicia está muy lejos de convertirse en un baremo para la acción.

Del todo opuesta al ideal virtuoso del “buen gobierno” y la búsqueda de bien común, afín en todo caso a la creencia nietzscheana de que la compasión es signo de debilidad y servidumbre, anticipo del quietismo paralizador, concesión apenas aplicable “entre los verdaderamente semejantes”, una política “de sangre y fuego” se abre paso. No cabe entonces sino pensar en ese Estado que, según Schopenhauer, “no es más que el bozal que tiene por objeto volver inofensivo a ese animal carnicero” que es el hombre. A propósito del juicio a Eichmann, Arendt reflexionaba sobre la total ausencia de arrepentimiento o vergüenza de parte del acusado por haber colaborado con la burocratización del exterminio: estaba cumpliendo órdenes, nada más.

Pero en la acera opuesta, la que domina Rousseau, piedad y justicia se funden. La visión del Estado como institución esencialmente piadosa funda los espacios de una ética pública, la que anticipa la gobernanza democrática y el reconocimiento de las disparidades. Aun sometidos por la lógica implacable del realismo político, prescindir de la piedad como forma primera de sociabilidad y de reconocimiento del valor de la vida; bloquear la capacidad de vernos reflejados en el sufriente, conmovernos, solidarizarnos y reparar los desequilibrios, resultaría un perspectiva humanamente desoladora.

 

Mibelis Acevwdo Donís

@Mibelis

 

Mibelis Acevedo Donís: El club de los “hombres fuertes”

Posted on: noviembre 9th, 2024 by Super Confirmado No Comments

 

La seducción que estos personajes despliegan entre una población que se siente desmejorada, vulnerable, desplazada por el “enemigo interno”, ingresa en otra dimensión de lo político que no se reduce a la sola legitimidad de desempeñoVolvamos sobre una afirmación más que obvia, una y otra vez lanzada por expertos y machacada los hechos: la democracia liberal está atravesando una de sus peores crisis de valoración y desempeño a nivel global. Cabe recordar lo que anuncian estudios como el que anualmente difunde V-Dem, al revelar que por primera vez en más de dos décadas el mundo tiene más autocracias cerradas que democracias liberales, con un nivel de democracia del ciudadano promedio mundial que nos retrotrae a las cifras de 1986.

Asimismo, el riguroso seguimiento de indicadores por parte del Latinobarómetro ratifica similar recesión en Latinoamérica, con una disminución significativa de la confianza en las instituciones y de los apoyos expresados hacia la democracia. Esto, mientras aumenta la indiferencia al tipo de régimen y las preferencias a favor del autoritarismo (relanzado bajo la forma de “electodictaduras civiles”); inclinaciones que se han visto agravadas gracias al desplome del desempeño de los gobiernos y de la imagen de los partidos. Está visto que 2024 no solo obliga a poner el foco en el plano electoral y las decisiones que los votantes van tomando en atención a sus realidades particulares, sus miedos y expectativas. También en la expansión de la serie de tendencias que marcan los pulsos de la política en buena parte de los países, haciendo de este ciclo un preocupante parteaguas en materia de sostenimiento del proyecto democrático.

La ola de autocratización reforzada por la desinformación y la polarización crecientes, por esa sensación de estancamiento de los conflictos globales que desdibuja la idoneidad del liderazgo democrático para articularse, intervenir y dar soluciones oportunas, también afecta el equilibrio mundial del poder económico. Un creciente número de autocracias representa hoy el 46% del PIB mundial, según V-Dem. En tierras económicas de nadie, apunta el periodista Miguel Ángel García Vega, pese a la ausencia de libertades individuales y la plutocracia, algunas autocracias siguen prosperando (al menos en términos de PIB). Todo un desafío al paradigma de que la democracia y sus instituciones constituyen el sistema mejor dotado para generar riqueza y prosperidad en los países. La batalla contra la desigualdad, además, inseparable de un modelo basado en la idea del acceso equitativo a las oportunidades y el reparto justo de la renta, hoy luce especialmente comprometida por la escasez de materias primas y fuentes de energía estables. Adiós, Estado de bienestar. Si esa desigualdad se vuelve extrema, advertía Fukuyama, la demanda agregada (cuyo resultado es igual al PIB) se estanca y aumenta el rechazo político al sistema.

“La democracia dejó de importarme cuando me llegó la necesidad”, se leía en días recientes en la red social X a raíz del triunfo de Trump en las elecciones estadounidenses. Opiniones como estas encienden alarmas, a sabiendas de que la percepción de desmejora material apunta como daga al corazón de la credibilidad del sistema. Las virtudes asociadas a un régimen de libertades, cierta “fe” en su capacidad para gestionar tanto necesidades básicas como demandas cada vez más diferenciadas y complejas, se desdibujan en medio de ataques que por instantes evocan la desconfianza que en 1933 acuchillaba a la Coalición de Weimar y abría puertas al “hombre fuerte”. Está visto que la combinación de problemas económicos, fatiga ciudadana, tensiones sociales acumuladas y potencial inestabilidad política resulta letal para cualquier sistema que dependa de la cooperación amplia y la autorregulación a la hora de producir mejoras.

Datos muy concretos, sin embargo, permiten combatir algunos de los espejismos vendidos por nuevos autócratas y demagogos que proyectan exitosas carreras a expensas de la demolición de las democracias. En sus análisis sobre las relaciones entre autocratización y cobertura sanitaria universal (2020), por ejemplo, Thomas J. Bollyky, Tara Templin y Simon Wigley demostraban cómo las mejoras en la esperanza de vida, la cobertura de servicios de salud efectiva y los niveles de gasto de bolsillo en salud retrocedían en países que se autocratizaron recientemente o que experimentan un declive sustancial en sus rasgos democráticos. “La autocratización plantea una amenaza para el logro de una atención sanitaria de calidad para todos porque implica contracción gradual de la base de apoyo que necesitan los líderes políticos para permanecer en el poder, la erosión constante de la libertad de prensa y la libertad de expresión en general”.

Los académicos Richard Jong-A-Pin y Jochen O. Mierau, por otro lado, tras estudiar los casos de más de 400 autócratas en 76 países (“No Country for Old Men”: Aging Dictators and Economic Growth”, 2011) compartían un sugestivo hallazgo: si el horizonte temporal del dictador disminuye, ya sea por un aumento del riesgo de mortalidad o por un riesgo político, la tasa de crecimiento económico retrocede. De modo que, por cada año de edad acumulado por el dictador, el crecimiento económico de la nación disminuía en 0,12%. Si bien situaciones límite que exigen respuestas rápidas y atajos burocráticos -como ocurrió durante la pandemia- parecen beneficiar la gestión centralizada del poder, dicha centralización, junto con la restricción del flujo de información, operaría a favor del estancamiento en el largo plazo.

Nada dispuestos a rodearse de asesores que puedan señalar sus equivocaciones, no todo sería color de rosa para líderes no democráticos que logran imponerse, asociarse y ganar influjo en medio de los riesgos, la incertidumbre y volatilidad del presente. Ni siquiera China, luego de sobrevivir a los trágicos dislates del “Gran salto hacia adelante” y encontrar un portentosa vía de crecimiento gracias a las reformas de Deng Xiaoping, se libra de los fantasmas del largo plazo. Con el ascenso de Xi Jinping en 2022 como jefe absoluto de la cúpula del Partido Comunista y la designación de fichas de su absoluta confianza en el Comité Permanente, se desechó el sistema de equilibrios y contrapesos que había operado hasta hace poco. Una burocracia más cerrada y peleada con la meritocracia de tiempos de Deng se enfrenta hoy al declive demográfico, el envejecimiento que limita la mano de obra; la desaceleración del crecimiento y una productividad afectada por la forma en que Xi “exprime a las empresas privadas, que son esenciales para la innovación tecnológica”, indica Joseph Nye.

En oposición a la idea de que un Estado moderno debe ser impersonal, (uno que, apunta Fukuyama, trata de relacionarse con los ciudadanos de manera equitativa y uniforme, sin basarse en vínculos personales) la figura de ese “hombre fuerte” opera en democracias dislocadas para exacerbar otra clase de falencias. La seducción que estos personajes despliegan entre una población que se siente desmejorada, vulnerable, desplazada por el “enemigo interno”, ingresa en otra dimensión de lo político que no se reduce a la sola legitimidad de desempeño, que desplaza los referentes comunes y hurga en lo identitario.

Ese es un terreno que conoce y explota Trump, cuyo señero desprecio por los protocolos y reglas de juego puede verse potenciado en esta ocasión gracias a un Congreso, un Senado y una Corte Suprema bajo control republicano (¿más bien trumpista?). Ya veremos. De momento, conviene recordar no sólo la admiración hacia Maduro que, según la ex asesora de la Casa Blanca, Olivia Troye, este manifestaba en reuniones privadas en 2019 (“¡Oh, qué fuerte es Maduro!”). O los elogiosos comentarios que durante un mitin dedicó al primer ministro húngaro, Viktor Orban: “gran hombre… es bueno tener a un hombre fuerte al frente de un país”. También lo que decía respecto a Putin y Xi Jinping durante la controversial entrevista que le hizo Elon Musk: “Conozco a cada uno… Llevarse bien con ellos es algo bueno, no malo. Están en la cima del juego, son duros, son inteligentes y van a proteger a su país”. Para desgracia de demócratas sin fuelle, el club de los hombres fuertes sigue desafiando las probabilidades.

 

Mibelis Acevedo Donís

@Mibelis

Mibelis Acevedo Donís: La confianza rota

Posted on: noviembre 2nd, 2024 by Super Confirmado No Comments

Brasil descuella precisamente por su calidad de “socio confiable”, lo que le ha permitido consolidar una imagen de credibilidad, prestigio y consecuente poder

Volatilidad, incertidumbre, complejidad, ambigüedad. Palabras que describen el entorno global al que nos enfrentamos, y que se corresponden con el acrónimo VUCA, Volatility, Uncertainty, Complexit, Ambiguity. He allí un modelo de gestión de entornos que busca preparar a actores y sus organizaciones para reaccionar ante una nueva, confusa y demandante realidad. El término (creado por Escuela de Guerra del ejército de EE. UU. durante la Guerra Fría, y que siguió siendo útil para abordar un mundo en constante transformación), ha sido complementado a su vez por los aportes del historiador y antropólogo Jamais Cascio. En 2020, Cascio acuñaba la expresión BANI para incorporar el impacto de la respuesta emocional al caos del siglo XXI: entornos donde impera una mezcla de fragilidad, ansiedad, impredictibilidad y dificultad. Esforzarse en comprender y penetrar esa maraña hoy resulta clave. Se trata de no sucumbir ante los remozados desafíos que el contexto impone a los agentes, y que los obliga a interactuar en el marco de esquivas circunstancias y paradigmas que demandan flexibilización.

Aplicados a la dinámica del intercambio geopolítico y comercial, sobre todo tras la pandemia (cuando la interrupción de las cadenas de suministros globales disparó esa tendencia a la inestabilidad) dichos modelos resultan especialmente relevantes para lidiar con tensiones y trastornos como los que introdujo la invasión rusa a Ucrania, o el enfrentamiento Hamás-Israel en Gaza. Está visto que incluso países con ingentes ventajas y recursos pero no menos dependientes de nexos tan estrechos como frágiles, no se libran de desafíos que obligan a la adaptación exitosa. Hablamos de interactuar en sistemas caóticos y sensibles a variaciones de las condiciones originales, y donde la idea de que una serie de pequeñas acciones aleatorias puede desatar cambios dramáticos (el famoso “efecto mariposa”), se hace más nítida. La modernidad líquida impone su lógica. No sólo sobrevivir, sino operar de forma eficiente y prosperar en un mundo que se arma y rearma incesantemente, que es cada vez menos susceptible al influjo de instituciones, modelos y nociones fijas, es la consigna.

Precisamente: ante retos ligados no sólo a la irrupción de nuevos competidores en el mercado internacional, sino a presiones y anomalías propias del ascenso de liderazgos populistas-autoritarios, la confianza se vuelve factor clave para dirimir contradicciones, amansar el imprevisto y generar expectativas realistas. La imposición unilateral de condiciones que caracterizaba las relaciones comerciales entre potencias establecidas y países emergentes, o bien la alta expectativa de beneficio por el solo hecho de compartir visiones político-ideológicas, pierden peso en atención a esos nuevos valores, intereses, enfoques y dinámicas. De allí soluciones a favor de la vigilancia periódica, la transparencia y observancia de compromisos como la “shop inspection”, por ejemplo, la supervisión voluntaria de mercancías en origen y destino para asegurar la eficiencia de la cadena de suministros; tendencias como el “friend-shoring”, la diversificación de esas cadenas moviéndolas hacia aliados cuya afinidad política/económica ofrece estabilidad y seguridad a largo plazo; las dinámicas de networking y los estándares de certificación global; o los mecanismos de fiscalización, control y equilibrio “entre iguales”, como el Examen de las Políticas Comerciales que aplican los miembros de la Organización Mundial del Comercio.

A merced del intercambio en ambientes cuya volatilidad exige minimizar riesgos, esa condición intangible, ese bien inmaterial que también se construye con relaciones personales -la firme creencia de que, en determinada situación, un socio cooperará para favorecer nuestros objetivos- resulta tan difícil de lograr como fácil de perder. Confiar o no confiar involucra así una decisión racional que, amén de responder a criterios de reciprocidad, no se desliga de un pragmatismo siempre azuzado por la consciencia de escasez.

Sin confianza no hay paraíso. Entonces, para que cuaje la disposición a poner los intereses propios al cuidado de otros sujetos, importa monitorear las señales: el cumplimiento de la palabra empeñada, el respeto irrestricto a reglas de juego y la preocupación por mostrar resultados derivados de la implementación de acuerdos previos. Por contraste, la desconfianza remitiría al trecho insalvable entre dichos y hechos: discursos que no se acompañan de acciones, incompetencia para administrar recursos propios, la probabilidad de impago, falta de transparencia en la rendición de cuentas y omisión de mecanismos para garantizar la implementación efectiva de los compromisos adquiridos.

En ese problemático contexto, Brasil descuella precisamente por su calidad de “socio confiable”, lo que le ha permitido consolidar una imagen de credibilidad, prestigio y consecuente poder. Miembro fundador de los BRICS, hoy cuenta con la mayor economía de Latinoamérica y la tercera de todo el continente. De acuerdo con el FMI, en 2024 tendrá mejor desempeño económico que México, destacando por un consumo sólido en medio de un mercado laboral ajustado, un estímulo fiscal considerable y una inflación con tendencia a la baja (en los últimos 12 meses, el índice de precios al consumidor cayó de 4,62% a 4,23%). En atención a estos datos, el FMI ha mejorado la previsión para el PIB de la mayor economía latinoamericana a “mediano plazo” desde un 2,0% hasta 2,5%.

Con una muy eficiente industria agraria y un comercio internacional pujante -en 2023 Brasil envió mercancías a China por un valor de $104.000 millones, tres veces más que a EE.UU.; esto, amén de ser principal proveedor de fertilizantes para Rusia y tercer importador de combustibles fósiles rusos- la hoy octava economía mundial demuestra que se puede ser exitoso incluso en entornos VUCA y/o BANI. Socio inmejorable no sólo para los pares del bloque en ascenso y vecinos de la región, sino para Estados Unidos y Europa -como parte del Mercosur, también está presionando para lograr un acuerdo de libre comercio con la UE- la posición de Brasil adquiere cada vez más relevancia estratégica como motor de recuperación en América Latina.

A raíz del impasse diplomático atizado por una Venezuela políticamente disfuncional y siempre al borde del despeñadero, desangrada por una corrupción propia de la falta de contrapesos, sancionada y muy disminuida en cuanto a su capacidad de competir en mercados internacionales, cabe entonces preguntarse si a nuestro país le convendrá despachar la cercanía del gigante brasileño. Optar por el suicidio y el aislamiento, atrincherarse en la furia y la rancia monserga ideológica, aspirar al reconocimiento como aliado creíble tras desautorizar no sólo al poderoso vecino, sino a un mediador acreditado; faltar al compromiso de publicar resultados electorales desagregados y vulnerar así el principio de transparencia, como apuntó Celso Amorin, no parecen abonar a esa disposición a poner el propio interés al cuidado de otros… ¿Cómo ser tomados en serio luego de la infracción?

Eso que el gobierno venezolano calificó como un “gesto hostil” de Itamaraty, el freno que Brasil aplicó al ingreso de Venezuela en los BRICS y que Amorim mas bien atribuye a una “decisión por consenso”, debería también leerse bajo una óptica menos exaltada y personalista, más fría y razonable. Fuera de Rusia y su turbio interés geopolítico, no parece haber países que, enfocados en lograr eficiencia, -tampoco China, cuya desconfianza se expresa en la suspensión de rescates multimillonarios y préstamos de desarrollo como los $60 mil millones otorgados a Venezuela- estén dispuestos a prohijar a un socio que no cubre los estándares descritos. “El problema con Venezuela no tiene que ver con la democracia, sino con un abuso de confianza. La pérdida de confianza es algo grave. Nos dijeron una cosa e hicieron otra”. Ahora, la confianza está “rota”. Descifrar las palabras de Amorim no requiere de demasiados esfuerzos, en fin.

@Mibelis

 

“El poder corrompe…”

Posted on: octubre 27th, 2024 by Super Confirmado No Comments

El hecho es que, incluso con seres imperfectos pero capaces de detectar límites, vecinos como Uruguay, Chile o Costa Rica han logrado visibles avances a la hora de meter en cintura a los infractores

En el más reciente Índice de Percepción de Corrupción publicado por Transparencia Internacional (enero 2024), Venezuela figura con una calificación de 13 sobre 100, en un rango que junto con Somalia (11), Siria (13), Sudán del Sur (13) y Yemen (16) distingue a países donde el flagelo global luce más acusado. Sabiendo que los compañeros del bochornoso escalafón son países afectados por crisis prolongadas, en su mayoría conflictos armados, la situación venezolana resulta más llamativa. Sobra apuntar que, en Latinoamérica, Venezuela destaca como el país más corrupto -etiqueta que ostenta desde 2013- seguido de Haití y Nicaragua, ambos en el puesto 17. Esto en claro contraste con Uruguay y su democracia plena, con un puntaje de 73 que lo pone al tope de la lista como el país menos corrupto de la región.

La corrupción, definida por esta ONG como el abuso del poder delegado para lograr beneficio propio, contrario por ende al ejercicio de prácticas transparentes, contempla coimas y sobornos a funcionarios, malversación de fondos, licitaciones amañadas, tráfico de influencias, fraude electoral, parcialización de la justicia y sentencias dudosas de los tribunales, pago a periodistas y medios de comunicación, escándalos políticos o financieros periódicos como resultado de la ineficacia de los esfuerzos anti-corrupción, entre otras desviaciones. Un odioso paisaje que a los venezolanos seguramente se nos antoja muy familiar.
No podemos negar que el fenómeno de marras sigue los pulsos de la historia nacional, variando en intensidad según distintas etapas y gobiernos (¿cómo olvidar, por ejemplo, lo que apenas revelaba la punta de un iceberg: la famosa maleta con 2 millones de dólares que, en el sofoco y la huida del 58, Pérez Jiménez dejó en la pista del aeropuerto La Carlota?). En los últimos años, sin embargo, la degradación de la calidad de la administración pública registra hitos difíciles de superar. Para muestra, el perturbador botón que en 2016 exponía el entonces ministro de planificación, Jorge Giordani, al denunciar que al menos 300 mil millones de dólares habían sido malversados durante los diez años previos como consecuencia del control de cambio.

Pero el despeñadero en cuestión ya se había inaugurado en 1999 gracias al opaco despliegue del Plan Bolívar 2000, a cargo del general Víctor Cruz Weffer. La serie de irregularidades denunciadas por el contralor general, Eduardo Roche Lander, fueron desestimadas públicamente en su momento por el presidente Chávez: “quizás es una falta administrativa que necesita una multa; pero no es para encender el ventilador”. Muy atrás quedaba el histriónico ánimo de linchamiento, la cruzada contra las “cúpulas podridas” que caldeó pasiones y selló el triunfo en 1998. Lo siguiente es una historia de descenso que en marzo de 2023 alcanzó ribetes estrambóticos, con la admisión de la existencia de la trama de corrupción en PDVSA derivada de prácticas turbias para evadir sanciones internacionales. Rosario de acusaciones y escándalos, uno peor que el otro, dando fe de la falta de controles efectivos para contener la enfermedad y sumando a la sensación de desmoronamiento material y ético, la destrucción del tejido social, el daño reputacional a las instituciones, la decadencia de un Estado convertido en prolongación de un partido.

A juzgar por los datos del Índice de Percepción de Corrupción, escoger un camino divorciado de reglas de juego democráticas y en el que “todo vale” para preservar el poder, en buena parte explica el problema de países donde los modos autoritarios bloquean la accountability y la responsiveness, la capacidad de respuesta de los elegidos frente a los electores. Está demostrado que prácticas asociadas a la rendición regular y transparente de cuentas, a la evaluación y libre acceso a la información pública o el seguimiento ciudadano al ciclo de políticas públicas, son vitales para lidiar contra ese pesimismo que inspira la corrupción, a menudo vista como “humanamente inevitable”. El hecho es que, incluso con seres imperfectos pero capaces de detectar límites, vecinos como Uruguay, Chile o Costa Rica han logrado visibles avances a la hora de meter en cintura a los infractores. A propósito de la naturaleza dual y contradictoria del hombre, “bípedo implume”, difícil de encasillar en categorías absolutas de maldad o bondad, el mexicano Gabriel Zaid recordaba que Platón, en el libro III de La República, proponía integrar el supremo poder y la suprema virtud en las personas que gobernasen. Así el filósofo de algún modo nos invitaba a confiar en que nuestros demonios serían domeñados por los ángeles… pero, se pregunta Zaid, “¿qué va a hacer un santo rodeado de pillos, si algunos son parientes suyos?”

Aspirar a un sistema político incorruptible, entonces, “sirve para no llegar a nada”. De modo que sin perder toda esperanza de contener los efectos de esa falla de origen, pero a la vez pisando tierra con inteligencia, todo indica que es mejor partir de premisas más realistas. En El poder corrompe (2019) Zaid asoma una: “la condición necesaria para que la corrupción sea posible es que una persona represente los intereses de otra”. La corrupción política “aparece con el mito de la soberanía popular… Si toda representación implica un desdoblamiento (entre actuar por cuenta propia y por cuenta del representado), si toda corrupción necesita ocultar los actos que no corresponden a lo que se supone, la corrupción política eleva la doblez a la constitución misma del Estado”.

Visto así, habría que admitir que ni siquiera las democracias liberales desarrolladas, con mercados abiertos e instituciones fuertes, se libran del potencial agusanamiento que ese amasijo de debilidades y tentaciones comporta. No obstante, las evidencias también indican que ese riesgo se vuelve inconmensurablemente mayor en la medida en que el poder se hace más discrecional y los contrapesos son suprimidos, en que los equilibrios republicanos desaparecen, en que los costos del engaño se estiman como aceptables comparados con sus beneficios, y “se reprime la honestidad como un deseo ridículo”. En que las instituciones pierden autonomía y los límites legales, procedimentales y culturales se esfuman.

Hollyer and Wantchekon (2011) observaron que la corrupción en sistemas autoritarios recibía mucho menos atención por parte de los académicos que la de sistemas democráticos. La dificultad para recopilar datos sobre problemas con el Estado de derecho por restricciones a la libertad de información y prensa, pesa a la hora de captar con precisión esos datos; de modo que no pocas veces quedaremos con la sensación de seguir viendo la punta del iceberg. Aún así, es bastante claro que la escasa rendición de cuentas públicas en las autocracias genera fuertes incentivos para desarrollar alianzas y distribuir rentas entre aliados. Por eso, la corrupción constituye uno de los avíos más importantes de esos líderes para consolidar su poder entre élites principales y electores. Una situación que alcanza sus peores sótanos cuando, junto al nulo influjo de círculos interesados en atacar las causas estructurales de los desequilibrios e imprimir sostenibilidad a ese esfuerzo, se acompaña de bajos niveles de desarrollo humano y deficiente control estatal.

La corrupción se asocia en este caso al síndrome de “funcionarios magnates” (Michael Johnston, 2017). Con un círculo interno autoritario, mercados disfuncionales e instituciones débiles, el poder acaba basándose en lealtades personales y no en atribuciones oficiales, y creando un caldo de cultivo apto para el enriquecimiento ilícito de la familia y amigos de los líderes, para los sobornos y extorsiones a todo nivel, mientras se anula a los críticos mediante la coacción. Incluso con economías que adoptan algún grado de apertura, por lo general esta dinámica desemboca en sociedades pobres y visiblemente desiguales. Aunque se logre controlar a pequeña escala, la corrupción no califica acá como mera desviación, sino que es el sistema mismo.

No sorprende que, también en estos contextos y en línea con las tesis de Robinson y Acemoğlu sobre los efectos de instituciones inclusivas, el revulsivo clave para Johnston consista en la democratización profunda. Esto es, un enfoque que permita a los gobernados defender sus intereses por medios políticos. Tratar de asegurar las libertades civiles más mínimas para, por ejemplo, contribuir con la implementación de proyectos tendientes al desarrollo, reducir la opresión a grupos de ciudadanos, atizar el involucramiento en la vida pública y “plantear la corrupción como problema de forma indirecta”, podría tener repercusiones positivas. Lejos de normalizar la desviación, se trata de organizar a una sociedad que de ningún modo se acomoda a la falta de justicia, esa lógica de un Estado que devino en Magna Latrocinia.

 

 

Mibelis Acevedo Donís

@Mibelis

 

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