La tercera OTAN

Posted on: abril 18th, 2023 by Lina Romero No Comments

 

La OTAN, la tan odiada OTAN, la cuatro letras que nunca deben faltar en el papagayismo ideológico de las izquierdas (dícense antimperialistas) ya tiene sus buenos años, más de setenta, y como tal ya tiene también una historia. Y como toda historia, la de la OTAN puede dividirse en fases (o en capítulos, o en etapas). Quiere decir que la OTAN de hoy no es la misma de antes, lo que es lógico.

 

 

La OTAN es una organización transcontinental y militar, el brazo armado de una gran parte del occidente político, cuyas ramificaciones se extienden más allá de Europa y de los Estados Unidos. Y en tanto es militar, ha debido ser configurada de acuerdo a la estructura de sus enemigos principales, los que evidentemente no han sido siempre los mismos. Por lo tanto, quien quiera escribir alguna vez la historia de la OTAN, se verá obligado a tomar en cuenta la identidad de sus enemigos. Si así lo entendemos, y quisiéramos hacer una periodización, deberíamos destacar entonces tres momentos de su historia.

 

 

Primero, la OTAN frente al comunismo internacional.

 

 

Segundo, la OTAN frente al terrorismo islamista internacional.

 

 

Tercero, y es el momento que estamos viviendo, la OTAN frente a un conglomerado autocrático liderado por tres potencias atómicas: Rusia, China e Irán, el que ha tomado formas visibles a partir de, y durante la, invasión de Putin a Ucrania.

 

 

No está de más agregar que al hacer una división en fases debe tenerse en cuenta que una fase no suprime necesariamente a la otra. Más bien la relega a un lugar secundario. Para decirlo a modo de ejemplo, la lucha de la OTAN en contra del terrorismo internacional no ha terminado, pero se encuentra subordinada a la guerra en contra de Rusia y a la amenaza que representa el bloque autocrático mundial conducido por la triple alianza: China, Rusia e Irán.

 

 

1.

La primera OTAN, la vamos a llamar así, surgió como respuesta a la expansión del imperio ruso en Europa del Este y Central. Como es muy sabido, su precursor indirecto fue Winston Churchill quien venía alertando insistentemente a los Estados Unidos sobre los propósitos anexionistas de Stalin, los que de hecho pasaban por alto los acuerdos de la Conferencia de Teherán (1943) y el Tratado de Yalta (1945) acerca de las limitaciones geopolíticas que debían ser establecidas después de la derrota de la Alemania nazi.

 

 

Los principales países europeos, no solo la Inglaterra de Churchill, ya habían tomado noticias del peligro. La fundación de la OTAN fue precedida por diversas alianzas de post-guerra como los acuerdos de Dunkerque entre Inglaterra y Francia (1947) y los de Bruselas (1948) La incorporación de los EE UU y Canadá fue decidida solo después de la anexión soviética de Checoeslovaquia y las amenazas que ya se cernían sobre Grecia y Turquía, países que fueron incorporados el año 1952. En otras palabras, la OTAN surgió como un cerco defensivo de Occidente en contra de las pretensiones imperiales de la Rusia de Stalin. La Guera Fría nació junto con la OTAN.

 

 

La OTAN y la Guerra Fría parecían ser las dos caras de la misma moneda, y lo fueron hasta el punto de que, después de 1990, cuando el peligro soviético hubo desaparecido, surgieron en distintos países europeos voces que postulaban la supresión de la OTAN. No pocos analistas pensaban -hoy sabemos, con cierta inocencia- que después de la caída del muro de Berlín iba a cristalizar la utopía de Kant relativa a la Paz Perpetua. La ola idealista comenzó recién a amainar cuando fue comprobado que las naciones liberadas después del derrumbe de la URSS no se sentían libres teniendo al lado un coloso que si bien no era la URSS, seguía siendo un imperio atómico. Dichos temores se vieron acrecentados con las guerras que asolaron a la ex Yugoeslavia, cuyo principal agresor, la Serbia de Milosevic, fue apoyada por el presidente Yelsin desde Rusia. Así, el siglo XX terminaría no con una disminución sino con un crecimiento de la OTAN, siendo incorporadas a la asociación países como Hungría, Polonia y la República Checa (1999) En cierto modo la OTAN seguía conectada a la lógica de la Guerra Fría, aunque más bien como una agencia destinada a vigilar la difícil transición de estructuras autocráticas en democráticas, sobre todo en el Este de Europa.

 

 

Cabe agregar que desde el derrumbe del imperio soviético, destacados académicos y políticos norteamericanos seguidores de una línea que apunta a la disolución de la OTAN, prefijada por el notable geoestratega George F. Kennan comenzaron a plantear la inconveniencia de que la OTAN siguiera ampliándose hacia el Este, a fin de no despertar aversiones nacionalistas en la Rusia de Yelzin. Ante este dilema, los historiadores deben precisar que no fue el interés de la OTAN, ni siquiera el de los EE UU continuar la ampliación, sino el de las naciones que hasta hace poco habían sido sometidas al imperio soviético. Al fin y al cabo, las alternativas históricas de las naciones no las escogen sus gobiernos “a la carta”.

 

 

Lo que no entendieron los especialistas que abogaban por la disminución cuantitativa de la OTAN, fue que el ingreso a la OTAN significaba para los gobiernos y ciudadanías de los países que habían sido sometidos al imperio soviético su plena acreditación como naciones soberanas, con los mismos deberes y derechos que corresponden a los demás países europeos. No calificar a esos países como miembros de la OTAN habría significado, desde una perspectiva europea del Este, una discriminación difícil de aceptar. En el hecho, ellos se habrían sentido, y con razón, como miembros de una Europa de segunda clase. El resentimiento que en esos países habría despertado su no incorporación a la OTAN habría sido aún más grande que, el por Kenan y sus seguidores, temido resentimiento que podría despertar en Rusia el ingreso de esos mismos países a la OTAN.

 

 

Europa occidental y Estados Unidos debían elegir entre dos opciones, cada una con sus pro y sus contra. Rusia a su vez tenía frente a sí a dos vías y todavía no estaba decidida sobre cual de ellas iba a transitar: la de la democratización que llevaría a fortalecer sus relaciones económicas con Europa, o la de la instauración de una potencia revanchista. Aparentemente Putin, por lo menos hasta 2008, año en que invadió a Chechenia, no sabía cual de esas opciones iba a tomar. Si tomaba la primera, la democratización total de Europa más Rusia, iba a convertir a la OTAN en una institución obsoleta. Por lo demás, todo indicaba que una OTAN post-comunista sin comunismo había perdido su derecho a existir.

 

 

Una nueva vida, o digamos mejor, una nueva razón de ser, había creído encontrarla el presidente George W. Bush años atrás, ese 11 de septiembre de 2001 cuando fue despertado con el estallido de las dos torres gemelas de New York. Tal vez en ese momento Bush creyó pasar a la historia como el profeta que había descubierto una nueva misión para los EE UU y por ende, para la OTAN. Una cruzada -lo dijo así – en contra del nuevo demonio: el terrorismo internacional. Que esa nueva misión iba a acercar a la OTAN al borde del abismo, no lo presentía ni siquiera Putin.

 

 

2.

El terrorismo islámico, esa fue la evaluación predominante en los Estados Unidos, tiene dos rostros: uno supranacional y otro estatal. Eso quiere decir: hay unidades multinacionales de terroristas, y hay otras que actúan directamente bajo las ordenes de determinados estados. Entre esos, el Afganistán de los talibanes fue clasificado como un estado terrorista y, por las mismas razones, los Estados Unidos con el respaldo explícito de la OTAN procedieron a llevar a cabo la invasión a ese país.

 

 

En Afganistán, la OTAN, principalmente representada por tropas norteamericanas, participó en tareas de defensa y contención, así como en la asesoría de proyectos de reconstrucción de Afganistán como estado nacional. A esas iniciativas la OTAN invitó a participar a Rusia. Fue tal vez ese el momento cuando Putin descubrió que colaborando con la OTAN en la lucha en contra del “terrorismo internacional” podía expandir sus propias zonas de influencia. Para eso necesitaba, por supuesto, que no desapareciera la OTAN. Efectivamente, fue así.

 

 

Los genocidios cometidos por Rusia en Chechenia (2003-2009) y en Siria a partir de 2015, fueron realizados en nombre de la lucha en contra del terrorismo internacional auspiciada por Estados Unidos y por la OTAN. De acuerdo a ese propósito, Putin manejó hábilmente sus relaciones con el gobierno de Obama e invadió Siria bajo el pretexto de combatir a los terroristas del IS. El resultado es conocido: Putin no liquidó al terrorismo islámico, más bien lo puso a su servicio, se apoderó prácticamente de Siria a la que convirtió en lo que hoy es: una colonia militar del imperio ruso en el Oriente Medio, liquidó los movimientos rebeldes surgidos durante la mal llamada primavera árabe del 2011 y finalmente provocó un movimiento demográfico de inmensas dimensiones en dirección a Europa.

 

 

La verdad es que Obama no podía hacer nada en contra. Después de la desgraciada invasión de Bush en Irak, mediante la cual el inepto presidente destruyó a ese país bajo la mentira de que Sadam Hussein poseía armas de destrucción masiva, el antinorteamericanismo subió a niveles nunca vistos en la región. De modo que cuando Estados Unidos debía de verdad actuar en contra del terrorismo en Siria, su gobierno tenía las manos atadas. Si bien la OTAN solo participó indirectamente en la guerra a Irak, su prestigio estaba por los suelos, al haber sido arrastrada en el fango creado por el peor presidente de la historia estadounidense: George W. Bush.

 

 

La OTAN no fue concebida para llevar a cabo guerras irregulares como son las que tienen lugar en contra del terrorismo islámico. La OTAN agrupa a ejércitos para luchar contra otros ejércitos (o guerra de posiciones) no para hacerlo en contra de partisanos que una vez aparecen como civiles y otro día como soldados (o guerra de movimientos). Esa fue seguramente la razón que impulsó a Bush a “estatizar” al terrorismo islámico, identificando a un estado terrorista, Irak, y así librar contra ese estado, una guerra convencional. El resultado lo conocemos. Irak, otrora un país tecnológica y urbanísticamente avanzado, fue convertido por la invasión norteamericana en un nido de terroristas de diferentes nacionalidades islámicas.

 

 

Hacia el segundo decenio del siglo XXl, el dilema ocidental ya no era el de si hacer crecer o no a la OTAN sino el de salvar la existencia de la OTAN. La solidaridad de los gobiernos europeos con Estados Unidos después de las aventuras de Bush en el mundo islámico, habían bajado a cero, y esa apatía se hacia presente en la propia alianza atlántica. No estaban los tiempos para predicar el otanismo.

 

 

En los tiempos finales del gobierno Bush y durante la administración Obama, la OTAN no era más que un elefante paralítico y, además, muy caro de mantener. De ahí que las iniciativas no confesas de Trump para disolver a la OTAN no solo fueron populares en los Estados Unidos sino también en diversos países europeos. El presidente Macron compartía evidentemente las opiniones de Trump. Sus frases de defunción han quedado grabadas En 2019, escandalizó incluso al propio Trump al declarar a The Economist que “la OTAN se encuentra en estado de muerte cerebral”. Y lo peor: todo parecía indicar que el presidente francés tenía razón.

 

 

Lo que ni Trump ni Macron imaginaban en esos días, fue que tres años después, a partir del 24 de febrero de 2022, la OTAN iba a renacer desde sus propias cenizas para convertirse en una nueva OTAN a la que aquí llamamos, una tercera OTAN. La invasión de Putin a Ucrania, haría renacer a la OTAN.

 

 

3.

Ha llegado entonces la hora de poner sobre sus pies el argumento que estuvo a punto de poner sobre su cabeza el geoestratega George Kenan, hecho suyo después de la invasión de la Rusia de Putin a Ucrania por personas tan conocidas como el sucesor intelectual de Kenan, el geoestratega John Mearsheimer, o el veterano lingüista y activista Noam Chomsky. De acuerdo a esas interpretaciones, la ampliación y presencia de la OTAN fue la causa que “obligó” a Putin a invadir a Ucrania, subterfugio que de paso confería a la salvaje agresión a un país vecino nada menos que el carácter de una guerra defensiva de liberación nacional (¡!)

 

 

Considerando los datos mencionados, estamos en condiciones de afirmar una tesis que podría ser importante a la hora de evaluar de modo historiográfico a los hechos que llevaron a la invasión a Ucrania. Esa tesis dice lo siguiente: no fueron las amenazas de la ampliación de la OTAN las razones que impulsaron a Putin a invadir a Ucrania sino exactamente al revés: fue el estado calamitoso de una OTAN aquejada de “parálisis cerebral” -detectada correctamente por Macron en 2019 – la razón que hizo pensar a Putin que ahora sí tenía un camino libre para avanzar a su gusto sobre Ucrania. Eso significa: no el peligro de la OTAN sino su ausencia de peligro incitó a la codicia del dictador ruso para apoderarse de Ucrania, propósito que el mismo, en un conocido libelo, había anunciado un año atrás. Que se equivocó totalmente, lo sabemos ahora. Si la oprobiosa invasión de los Estados Unidos a Irak llevaba a la ruina de la OTAN, la aún más oprobiosa invasión de Putin a Ucrania, llevaría nada menos que al renacimiento e incluso ampliación de la OTAN. Más aún, de una OTAN religitimada antes los ojos de los europeos, principalmente en el Este del continente

 

 

Putin ha conferido, sin quererlo, un sentido histórico a la existencia de la OTAN. La OTAN que ahora vemos ayudando a Ucrania, desafiada por un enemigo inmediato, la Rusia de Putin, esa tercera OTAN, está dispuesta a enfrentar no solo a Putin, sino también al nuevo orden que quieren imponernos tres dictaduras atómicas, hegemónicas en el espacio autocrático del planeta: la de China, la de Rusia y la de Irán.

 

 

Naturalmente, la OTAN al tener a diferentes enemigos en el curso de su existencia, deberá estar siempre sujeta a cambios. No por haberlo dicho en el falso momento y con falsas palabras Macron en su ominosa visita a China de abril del 2023, debe estar claro que la OTAN no puede ni debe estar al servicio de un solo país, aunque ese país sea Estados Unidos. Por lo demás eso no ha ocurrido. Ni en Vietnam ni en Irak, Estados Unidos actuó en nombre de la OTAN. Pero para que esa independencia con respecto a Estados Unidos ocurra al interior de la OTAN – eso es lo que calla Macron- los países europeos miembros de la organización deben estar dispuestos a asumir al menos la defensa de su propio continente, decisión que debería llevar a un aumento considerable de sus capacidades y presupuestos militares, aún en desmedro de sus propios proyectos de crecimiento económico.

 

 

El ex ministro del exterior alemán Joschka Fischer ha entendido la naturaleza de los peligros que se avecinan de un modo mucho más político que Macron. En un artículo publicado a comienzos de abril, escribió:

 

 

“Con la ilusión de paz destrozada, la tarea de Europa ahora es superar sus divisiones internas y su indefensión lo antes posible. Deberá convertirse en una potencia geopolítica capaz de autodefensa y disuasión, incluida la capacidad nuclear (…..) Esto no será fácil, y el camino por delante está lleno de peligros. Consideremos por ejemplo algunos de los peores escenarios. ¿Qué hará Europa si otro aislacionista tipo «América first» es elegido para la Casa Blanca el próximo año, seguido por el ascenso de la líder nacionalista de derecha francesa Marine Le Pen al Elíseo?” (Project Syndicate, 31.03. 2023)

 

 

Una OTAN absolutamente unida no es posible, tampoco es deseable. No solo hay diferencias entre Europa y los Estados Unidos, también las hay al interior de Europa. Los intereses de Lituania, Finlandia o Polonia, para nombrar solo a tres países, nunca podrán ser idénticos a los de Francia, Alemania o España. Por eso, nadie no expresamente autorizado puede erigirse como portador de las opiniones europeas, como intentó hacerlo recientemente Macron en China – el “presidente inoportuno” lo calificaría la destacada periodista francesa Michaela Wiegel – sin haber sido designado para cumplir ese cometido. Justamente por eso es necesaria que la tercera OTAN, nacida para enfrentar una nueva guerra -si no mundial, de connotaciones mundiales- debe cuidar ese soporte político del que carecen sus enemigos autocráticos. Ese soporte es la deliberación, tanto interna como externa. De esa deliberación permanente deberán surgir opciones militares, como ya ha ocurrido en un año de colaboración intensa con Ucrania. Una guerra que, definitivamente, va mucho más allá de Ucrania.

 

 

Europa ha comprendido lo que el poeta búlgaro Giorgi Gospodinov dijo en breves palabras: “la guerra a Ucrania es una guerra en contra de Europa”. Y con una Europa avasallada por Rusia y/o China, eso lo saben muy bien los políticos de los Estados Unidos, el occidente político y democrático de nuestro tiempo, dejaría de existir. Por eso Europa y Occidente necesitan de la OTAN. Pero no de una OTAN autónoma, tampoco de una al servicio de un par de países, sino de una OTAN política, emergida del poder deliberativo interoccidental, poder que yace tanto dentro como fuera de la OTAN.

 

 

Fernando Mires

Combatir Y- O negociar

Posted on: enero 13th, 2023 by Super Confirmado No Comments

No desde una biblioteca, sino desde su experiencia, Condolezza Rice, ex secretaria de estado norteamericana, ha puesto en un breve artículo los puntos en donde corresponde: en las razones, el curso y desenlace de la guerra desatada por Putin a través de la invasión a Ucrania. Parte de una premisa elemental: en una guerra la derrota no es una opción. El tema entonces es dilucidar que significa una derrota para cada una de las partes, y eso nos lleva a pensar en los objetivos de cada actor en una guerra.

 

LOS CUATRO JINETES DE LA GUERRA

 

En contra de los representantes de la escuela “realista” norteamericana, quienes han provisto de argumentos a Putin al hacer aparecer la invasión como una guerra defensiva (frente a la “expansión de la OTAN”), para Rice está claro que esa guerra no declarada por Putin no persigue otro propósito que restablecer los límites de la antigua Rusia imperial, sea en su forma zarista, sea en su forma stalinista. Frente a ese proyecto, la derrota no puede ser, ni para los Estados Unidos ni para el occidente político, una opción. ¿Por qué no puede serlo? Aquí no podemos responder sin atender a las razones de las cuatro fuerzas en contienda: Rusia, Ucrania, la UE y los EE UU.

 

 

Sobre Rusia ya está dicho: como observó el canciller alemán Scholz, la intención del dictador ruso es mover el reloj hacia antes de 1989, vale decir, restaurar el imperio, con algunas leves modificaciones. Intención que por lo demás ha dado a conocer el mismo Putin. “Sin Ucrania no hay imperio ruso”, dice Rice citando a Zbigniew Brzinnski. La Rusia que imagina Putin podría prescindir de las naciones caucásicas, de las bálticas, e incluso de Bielorrusia, pero de Ucrania, no. Cito: “Para Putin la derrota no es una opción. No puede ceder a Ucrania las cuatro provincias orientales que ha declarado parte de Rusia. Si no puede tener éxito militar este año, debe mantener el control de las posiciones en el este y sur de Ucrania que brindan futuros puntos de partida para ofensivas renovadas para tomar el resto de la costa del Mar Negro de Ucrania, controlar toda la región del Donbas y luego avanzar hacia el oeste. Ocho años separaron lo toma de Crimea por parte de Rusia y su invasión hace casi un año”. Putin, agrega Rice, es un imperialista con paciencia. Y cree -es su opinión central- que el tiempo está jugando a su favor.

 

 

Ucrania, por su parte, no puede sino hacer lo contrario: resistir hasta el final. Por eso los cálculos de Henry Kissinger acerca de que habría que ceder unos kilómetros cuadrados a Rusia fueron recibidos en Kiev como un agravio. Y con razón. Si alguien asalta tu casa y tú pides ayuda a tus amigos, y uno de ellos te contesta que debes cederle un par de habitaciones, corriendo el riesgo de que mañana te quite otra habitación, o simplemente la vida, es algo que nadie podría aceptar. Eso es justamente lo que no puede soportar la enfermiza fantasía de Putin: Ucrania es un país extranjero, y si no lo era del todo antes de la invasión, ahora sí lo es. Y cada vez lo será más.

 

 

Con la declaración de independencia de 1991 aprobada por el 90% de su ciudadanía, Ucrania decidió ser un país europeo, y si no miembro de la UE ni de la OTAN, la decisión de pertenecer a Europa fue aceptada por todo el mundo político, incluyendo Rusia. Por eso, y no por otras razones, Zelenzky está obligado a ser maximalista. Pero, aunque parezca paradoja, el suyo ha sido un maximalismo realista. Por un lado defiende la integridad territorial que prevalecía antes de que la invasión comenzara – no el 2022 sino el 2014, con la anexión rusa de Crimea y la zona del Donbas-. Por otro lado, nunca ha negado su predisposición a acudir a negociaciones, pero en ningún caso bajo las condiciones dictadas por Putin.

 

 

Los gobiernos europeos han comprendido lentamente que lo que está en juego es mucho más que Ucrania. Una Ucrania en manos de Putin sería una amenaza a la soberanía territorial de Europa. Más todavía, llevaría al desconocimiento de toda la legislación internacional, de todos los tratados, a la imposición de la ley de la selva y con ello, a la ruina moral y política de la UE. Es por eso que los tanques y aviones son en estos momentos más útiles en Ucrania que guardados en los hangares europeos.

 

 

Estados Unidos comparte las posiciones de sus socios, principalmente las de los países que limitan con Rusia, razón por la cual ha entregado incondicional apoyo militar a Ucrania. Lo seguirá haciendo, también en aras de sus propios intereses. En efecto, si en la guerra a Ucrania, Putin resultara vencedor, EE UU. quedaría a punto de perder su lugar hegemónico en el mundo, en beneficio, no de Rusia -que como vencedor o ganador siempre será un imperio regional– sino de su rival estratégico mundial: China. Eso quiere decir que para mantener su lugar geopolítico estratégico frente a China, los EE UU no pueden dejarse derrotar por una potencia de segundo orden como Rusia. Biden lo ha entendido así.

 

 

Por supuesto, si miramos la escena desde una perspectiva global, nos encontramos frente a un escenario terrorífico. Ni Rusia, ni Ucrania, ni la UE ni los EE UU quieren ni deben perder. Pero sí, pueden. Allí está el nudo del embrollo. Por eso, lo más probable es que, más allá de acuerdos ocasionales, armisticios, interrupciones y negociaciones, es que nos encontremos frente a una larga guerra y, como ya lo estamos viendo, muy cruenta.

 

 

ENTRE EL QUERER Y EL PODER

 

 

La guerra solo será ganada cuando el enemigo, en este caso Putin, no pueda ganarla. Esa es la premisa euroamericana. El problema es que Putin piensa lo mismo, pero desde su perspectiva. Putin cree que no solo debe sino, además, puede ganar la guerra. ¿Cuáles son sus cálculos? Una respuesta nos las da Condolezza Rice. Putin está convencido –y tiene buenas razones para estarlo- de que el tiempo está jugando a su favor.

 

 

Cierto es que Putin esperaba hacerse en un corto plazo de Ucrania, pero los hechos demuestran que también tenía un plan B. Para ejecutarlo dispone de un cuantioso armamento ofensivo y de un ejército ilimitado, al que puede renovar constantemente extrayendo fuerza de trabajo militar desde todas las regiones de Rusia.

 

 

Como ha erigido una dictadura personal, tampoco necesita consultar sus decisiones. Así puede Putin cambiar de tácticas de un día a otro sin que nadie lo contravenga. Hasta el vocabulario militar es impuesto desde el estado. Como escribí en otro texto, el desarrollo de la guerra ha acelerado un proceso en formación, el de la construcción de un nuevo totalitarismo: militar y teocrático a la vez. De ahí se explica en parte la sintonía que ha encontrado Putin con los ayatolas de Irán.

 

 

Putin cuenta, además, con el hecho de que en los países democráticos, justamente porque lo son, hay divisiones políticas. Ha tomado nota por ejemplo de que la alianza franco-alemana no está siempre en condiciones de transformar su potencia económica en potencia militar. No se le escapa que Macron está situado entre dos fuerzas pro-putinistas, la derecha populista de Le Pen y el socialismo populista de Melenchon. Ha advertido que Scholz cuando más es un buen administrador y no un líder político, mucho menos un estratega militar. Además quiere reanudar las relaciones económicas con Rusia después de la guerra, lo que explicaría sus deficiencias de compromiso militar durante la guerra.

 

 

Putin dispone, por si fuera poco, de dos caballos de Troya. La Hungría de Orban en la UE y la Turquía de Erdogan en la OTAN, ambos países regidos por presidentes con pretensiones teocráticas muy similares a las que caracterizan al gobierno ruso.

 

 

Y no por último, en Occidente tiene lugar una contrarrevolución antidemocrática abiertamente dirigida en contra de la UE y los EE-UU. Las insurgencias trumpistas en los EE UU. y bolsonaristas en Brasil, están evidentemente coordinadas entre sí y ambas forman parte del mismo contexto, nos advirtió recientemente la historiadora Anne Applebaum.

 

 

No obstante, si Occidente aparece relativamente debilitado frente a Rusia, Putin deberá comprender tarde o temprano que nunca lo estará lo suficiente como para cantar una victoria total sobre Ucrania. Por una parte, el ejército ucraniano compensa su inferioridad cuantitativa con su superioridad cualitativa. La diferencia es importante. Los soldados ucranianos saben por qué luchan. Los soldados rusos no lo saben. Por otra, Ucrania cuenta con un capital geopolítico que le será fiel hasta el último: son las naciones de Europa Central y del Este (dejemos a un lado la Hungría del renegado Orban)- .A ellas Putin deberá sumar las debilidades que ofrece en el flanco centro-asiático donde también existen pretensiones turcas y chinas, no compatibles con las ambiciones hegemónicas de Rusia (en Kazajstán y Kirguistán, por ejemplo)

 

 

También Putin deberá contar con que Inglaterra y los EE UU (a no mediar una reelección de Trump o algo parecido) seguirán apoyando a Ucrania sin compromisos. Hay pues un “núcleo duro” que se mantendrá firme, uno que puede impedir que Putin no gane la guerra por él mismo iniciada. Es por eso –volvemos aquí al problema planteado por Rice- que Putin busca hacer del “factor tiempo” un aliado. Y según Rice, lo está consiguiendo.

 

 

Una parte del (nuevo) plan militar de Putin consiste en evitar una confrontación directa entre tropas rusas y ucranianas, donde tiene todas las de perder. De ahí que haya elegido el camino de la guerra indirecta. En el papel puede ser vista como una opción técnica. En la práctica se trata de un genocidio sistemático. No exagero. Durante los dos últimos meses Putin ha dedicado todo su esfuerzo a destruir desde larga distancia la infraestructura ucraniana. La palabra infraestructura también nos suena como una opción técnica. En la práctica se trata de demoler psíquica, moral y físicamente a la población civil de Ucrania.

 

 

Putin ya ha pasado a la historia como el primer estratega que privilegia los ataques a la población civil por sobre la infraestructura militar. Los daños militares que sufre Ucrania son más bien colaterales. Putin quiere convertir a toda Ucrania en una inmensa Guernica. La verdad es que puede ser aún peor.

 

 

Los propios oficiales de Hitler reconocieron que el bombardeo a Guernica fue un error, algo posible de creer en una época en que no existía la precisión digital de nuestros días. Una excepción a la regla, si se quiere. En cambio los misiles digitalizados de Putin explotan de modo directo sobre establecimientos civiles, viviendas, jardines infantiles, incluso hospitales. Esos ataques no son una excepción, son la regla.

 

 

“Putin nos está torturando” –dijo frente a la pantalla una anciana surgida desde las ruinas-. Efectivamente, de eso se trata: de una tortura lenta a Ucrania, hasta que no quede nada ahí, hasta que no quede nadie ahí. La estrategia de la tabula rasa. Y en los días en que se perpetra esa masacre, Europa discute de modo bizantino si enviar armas ofensivas o no hacia Ucrania. Y mientras los gobernantes discuten, Putin cuenta con el tiempo, su aliado favorito.

 

 

Macron y Scholz esperan que alguna vez Putin accederá a sentarse en una mesa de negociaciones donde los enemigos rehusarán a poner condiciones. No los criticamos. Sabemos que las negociaciones son necesarias para finalizar toda guerra. Pero también sabemos que para hablar de negociaciones hay que conocer antes que nada el carácter de una guerra. Pues bien: esta es una guerra de invasión. Por lo tanto solo podrá terminar cuando termine la invasión. El punto entonces será encontrar una condición de tiempo y de lugar para que esta guerra llegue a su fin. La condición del tiempo responde a la pregunta cuándo. La de lugar, dónde. La respuesta de Putin a la primera pregunta es, “hasta cuando me dejen seguir”. La respuesta a la segunda, “hasta donde me dejen llegar”.

 

 

En otras palabras, Putin seguirá avanzando hasta cuándo y hasta dónde pueda avanzar. Cuando no pueda más, si no está más loco de lo que está, aceptará una negociación. En las palabras precisas del politólogo alemán Herbert Münkler, “el curso de la guerra determinará las negociaciones y no las negociaciones el curso de la guerra”. Pero en este punto habría tal vez que diferenciar entre dos palabras que a veces se confunden: conversaciones y negociaciones.

 

 

Conversaciones las hay siempre. Quizás hay muchas más de las que sabemos que hay. En toda guerra, y esta no tiene por qué ser una excepción, hay una diplomacia secreta y una diplomacia pública. El objetivo político es transformar las conversaciones en negociaciones, las que como tales, solo pueden ser públicas. Como no es difícil deducir, estas negociaciones solo tendrán lugar cuando una de las fuerzas enemigas entienda que ya no puede -aunque quiera y aunque deba- avanzar más. A ese objetivo tienen que llevar las conversaciones: A reconocer y a hacer reconocer al adversario, el punto crítico del no-poder.

 

 

El mismo Münkler explicita ese punto recordando una fina diferencia hecha por Clausewitz. Es la diferencia entre meta y propósito. La meta responde a la pregunta de qué queremos lograr con una guerra, y el propósito a la pregunta de qué queremos lograr en una guerra. Si la meta occidental es que Putin abandone Ucrania, el propósito está claro: hay que quitar el arma del tiempo a Putin. Y ese tiempo, agregamos, solo puede ser quitado con más armas y no con más palabras.

 

 

Quisiera, créanme, haber escrito justamente lo contrario (con más palabras y no con más armas). Pero no puedo. Estoy escribiendo sobre y durante una guerra genocida. Al fin y al cabo, si uno es honesto, no escribe sobre lo que quiere sino sobre lo que debe. Pero también, sobre lo que puede.

 

 

            Fernando Mires

Ese inolvidable diciembre

Posted on: enero 7th, 2023 by Super Confirmado No Comments

 

Pasará el tiempo y no será posible olvidar tan fácil ese mes diciembre del 2022. Sucedieron muchas cosas. Si fueron importantes o decisivas, lo sabremos después.

 

 

Si no necesitamos recurrir a Einstein para saber si el tiempo es relativo, menos lo requerimos para saber si atravesamos un tiempo histórico. A veces este último suele ser muy largo (o muy lento) cuando no está marcado por acontecimientos gravitantes como son los que aparecen en las páginas de la historia, sea esta individual o colectiva. Otras veces, en cambio, irrumpen muchos acontecimientos, y el tiempo se nos va volando. Como en ese diciembre del 2022. Señal inequívoca de que no es el tiempo el que pasa –así dijo Agustín en la Ciudad de Dios– sino nosotros somos los que pasamos en el tiempo. No existe, en verdad, ningún tiempo medible a escala no humana. Somos en el tiempo y, muchas veces, somos el tiempo.

 

1. Comencemos por lo más espectacular y masivo. Con ese día 18 de diciembre de 2022 cuando la selección de fútbol argentina se tituló campeón mundial con Messi a la cabeza.

 

 

Un hecho que quedará grabado en la historia del fútbol y probablemente más allá del fútbol. Entre otras razones porque fue el primer mundial jugado en territorio musulmán.

 

 

El mejor mundial de fútbol habido hasta ahora. Incluso quienes no siguen el fútbol con devoción no olvidarán jamás esa tarde cuando dos equipos estelares, Francia y Argentina, midieron sus fuerzas, imponiéndose la supremacía sudamericana después de una tarde de goles, de emociones, de movidas inesperadas, de penales dramáticos, de la lucha secreta entre Messi y Mbappé, y de la coronación del capitán argentino como el mejor jugador del mundo en estado activo. Entendimos entonces por qué el futbol no solo es el rey de los deportes, sino, además, por qué no solo es un deporte.

 

 

El fútbol, creo haberlo dicho otras veces, es un simulacro de la vida. Allí actuamos, aunque sea imaginariamente, con los nuestros y contra los otros, haciendo uso de buenas y de malas artes, con el objetivo de vencer y, si no vemos a la eternidad, logramos al menos presentirla en el curso de esa contienda que proyectamos en 22 hombres que luchan en nuestro nombre.

 

 

Luego vendrán las discusiones en la familia, en la cafetería, en la cantina. Y las inevitables controversias inútiles, pero por eso mismo tan importantes: si Messi ha desplazado a Maradona en el imaginario popular, o si cada uno ocupa un sitial diferente en la historia, o si el gesto de Dibú Martinez al final del partido fue una grosería penable por la ley, o tantos otros temas parecidos que llevan a pensar en que, cuando hablamos de fútbol, estamos hablando a la vez de otras cosas que nada tienen que ver con el fútbol.

 

 

Dime cómo hablas de fútbol y te diré quien eres, podríamos afirmar: o eres un canalla disfrazado de buen padre de familia, o un nacionalista enfermizo, o un itelectualoide que piensa en la tragedia de la vida, o un comentarista deportivo fracasado, o miles de otras posibilidades. El fútbol y su habla es un espejo del ser. Quizás por eso nos gusta tanto. Sobre esa superficie que es el campo de juego, son proyectados deseos y pasiones, ideales y esperanzas.

 

 

2.
Hay quienes prefieren vivir sobre la superficie de este mundo y no en sus alturas ni bajuras. Y a veces, como es el caso de los futbolistas, tienen buenas razones. Eso no significa que sean seres superficiales. En eso pensaba cuando los periódicos anunciaron, el 28 de diciembre, el fin de la relación entre el escritor Mario Vargas Llosa y la ya veterana diva, la periodista Isabel Priesley. Dos personas de las cuales nunca me habría ocupado si es que esta separación no hubiese sido asumida por la prensa mundial de un modo tan espectacular y tronante. Como si la Reina de Saba se hubiera separado del Rey Salomón.

 

 

Priesley dio a conocer la ruptura a través de la revista Hola. Luego vinieron las declaraciones del escritor. Enseguida los artículos de opinión. La mayoría de ellos apresurados en señalar que el conflicto de la pareja venía desde hace más de dos años, pues ambos personajes públicos compartían mundos irreconciliables. Bien, eso lo sabíamos de antemano. ¿Para qué se juntaron entonces?

 

 

El escritor lo explicó así en su ya famoso cuento titulado “Los Vientos”, publicado en Letras Libres: “fue un enamoramiento de la pichula, no del corazón, de esa pichula que no me sirve para nada, salvo para hacer pipi”.

 

 

Eso está claro, todos los grandes enamoramientos son con pichula. Puede haber amor sin pichula, pero enamoramiento sin pichula, no. La pregunta entonces es, ¿por qué, para darle el gusto a la pichula, Vargas Llosa abandonó a su esposa a la que en el cuento decía tanto recordar? Pues, y aquí llegamos al hueso del problema: en su enamoramiento Vargas Llosa no podía hacer otra cosa pues la pichula es la representación popular del falo, y el falo es la representación del más atávico poder de la humanidad, me refiero al ejercido por el macho alfa sobre los demás hombres del clan totémico.

 

 

Puede haber sido que Vargas Llosa, a través de la pichula, en representación del mítico falo, hubiera intentado probar que, pese a los años, de los efectos devastadores del tiempo, de su robusto bastón de madera, seguía siendo un hombre sexualmente poderoso. En cierto modo fue la misma intención que buscó simbolizar Dibú, el arquero de la selección argentina, al hacer la figura de un falo para celebrar la victoria frente a Francia. Al futbolista no le bastaba ser campeón mundial, del mismo modo como al escritor no le bastaba ser premio Nobel. En lo más profundo, cada uno anhelaba otro poder: el del macho alfa que muestra su fuerza viril sobre las hembras y los demás machos.

 

 

Un poder no solo machista pues si vemos la lista de hombres que exhibe el currículum de la Priesley, encontramos a un cantante famoso, a un conde de no sé cuanto, y a un conocido político. Vargas Llosa, en esa fila, solo fue su más reciente trofeo. Un premio Nobel, nada menos. Háganme eso amigas; ni la Ava ni la Marilyn pudieron tanto (a la Isabel solo le falta Messi en la lista, escribió un travieso tuitero)

 

 

Vargas Llosa ha demostrado de modo intrafísico que en el fondo de cada alma, incluso de las más sublimes, habita un inquilino paleolítico dispuesto a defender sus posesiones, desafiando al público con su fálico poderío. Por eso es que en la separación de Vargas Llosa no veo una tragedia personal: pero sí veo la tragedia de la vida que, queramos o no, avanza hacia el lugar donde avanzan todas las vidas: el de la nada. En otras palabras, Vargas Llosa nos ha dado a conocer la tragedia del ser que no quiere dejar de ser lo que fue, o lo que quiso ser.

 

 

Fiel a su profesión ha hecho de su persona un personaje de novela. La de un intelectual que habiendo escrito en contra de “la sociedad del espectáculo” entró en los laberintos de esa misma sociedad, para retirarse hastiado de ella. La de un viejo que, en lugar de acogerse al tibio cobijo, decidió mostrar hasta el último su fálica voluntad de ser. Puede que Vargas Llosa, como todos los humanos, sea también un ser errático. Pero inconsecuente, no ha sido.

 

3.

Lamentablemente, hemos de volver al fútbol. Digo lamentablemente porque un día después de la separación de Isabel y Mario, el 29, murió el Rey del fútbol, Edson Arantes do Nascimento.

 

 

Pelé tuvo el tino de morir después de finalizado el mundial. Si hubiera muerto un poco antes, habría producido un tajo profundo en medio de la algarabía. Murió justo cuando comenzaba la discusión acerca de quien había sido el mejor jugador del mundo: si Messi, Maradona -algunos agregaban Di Stéfano- o Pelé. La muerte de Pelé puso fin a la discusión. No como una señal de duelo, sino debido al hecho de que a nadie se le recuerda más y mejor que cuando ya no está.

 

 

La presencia de la ausencia es la más intensa de todas las presencias. Pelé nos obligó a mirar hacia atrás, hacia aquel mundial del 58 en Estocolmo, cuando aún siendo niño, la bajó con el pecho al muslo, dio una media vuelta y la clavó en el arco sueco a través de un ángulo imposible. Todos lo supimos: ese día había nacido un genio.

 

 

Para precisar: El título de genio era reservado en la antigua Atenas a quienes por una u otra condición estaban situados más cerca del reino de los dioses que el común de los mortales. De acuerdo a ese genio llamado Sócrates (el filósofo, no el futbolista), todo genio debía ser literalmente mediocre. Mediocre, pues está situado en el medio, entre lo divino y lo humano. Pelé, en sentido griego, habría sido un perfecto mediocre. De eso han quedado, afortunadamente, testimonios.

 

 

Me pasé media tarde contemplando no solo sus goles, también sus jugadas, sus fintas, sus pases y sobre todo, sus cambios de ritmo. Nunca he visto a un futbolista cambiar de tantas velocidades por segundo en el transcurso de una jugada cuyo desenlace parecía adivinar antes de ser iniciada. El mismo Pelé se dio cuenta del fenómeno que él había sido: mirando algunos videos, no pudo sino exclamar: “Yo fui el mejor”. “Después de mí se paró la máquina”. Lo dijo como si hubiera estado viendo a otro que no era él.

 

 

De vez en cuando aparecen en este mundo los llamados genios. Puede ser un Shakespeare o un Cervantes, un Miguel Angel o un Leonardo, un Bach o un Mozart, un Einstein y hasta un Pelé. Todos seres de este mundo pero que, por momentos, parecieran haber sido tocados por una mano que no es de este mundo. Como si Alguien hubiera querido mostrarnos que en lo humano se esconde una potencia superior, algo más allá de lo humano. Algo que está sobre el falo y, por supuesto, mucho más más allá de la pichula.

 

 

Dios está en todas partes, y si somos en Dios, podemos ser Dios. La frase no es mía. Fue una de las más discutidas de ese pensador de Dios, el papa teólogo Benedicto XVl, alias Joseph Ratzinger.

 

4.

El último día de diciembre y del año, el 31, murió Benedicto XVl, el primer Papa que no quería ser Papa. Probablemente dedujo que podía pensar a Dios, situado más cerca de la muerte que de la vida. Sí: digo pensar. Porque para Benedicto, el pensamiento nos lo dio Dios para que nos pusiéramos en comunicación con Él, no solo como en un acto de contemplación, o de pasividad, sino en la vida activa. ¿Fueron esas las razones que llevaron a Benedicto a aceptar el nombramiento que nunca había buscado, el de Papa?

 

 

El Papa fue durante el Renacimiento, Rey de la Cristiandad. En la era moderna, su influencia es más espiritual que terrena. A diferencias de muchos teólogos, Benedicto, calificado de conservador, asumió plenamente el legado de la Ilustración. Para vivir en el espíritu es necesario separar la lógica de la fe (del pensamiento que lleva a la fe) de la razón política. Así lo especificó en diversas ocasiones. Fue, por lo mismo, enemigo de las ideologías integristas (que hoy intentan reactivar mandatarios como Putin y Orban) pero también de quienes, amparados en la fe, intentaron convertir el mensaje del crucificado en una ideología revolucionaria.

 

 

Jesús podría haber sido Barrabás, el guerrillero que también murió en la Cruz, pero su misión era otra, escribió Benedicto. Jesús era Dios. Hecho hombre, pero Dios. Su voz nos llega fuera de este mundo, pero va dirigida al mundo en donde somos y estamos. Lo importante –repetía hablando en términos agustinos– es no “olvidar” a Dios. El mal solo aparece ante la ausencia de Dios, el mal es un producto del “olvido de Dios”. (Heidegger, recordemos, nos hablaba del “olvido de ser”).

 

 

Benedicto no solo pensaba en este mundo, pero la Iglesia, su iglesia, sí era de este mundo. Reorientarla, aunque fuera en parte, hacia el reino de Dios, fue su propósito. Persiguiéndolo, estaba destinado a fracasar, como fracasó el mismo Cristo sobre la tierra. Con seguridad sabía que el ser humano solo puede llegar a la verdad fracasando, vale decir, cometiendo errores. Pues nuestro ser es errático. Por eso, cada vida, aún la más divina, es una simple búsqueda. Después de todo vinimos a este mundo a buscar lo que nunca encontraremos pero sabemos que existe. El ser es un animal metafísico, no recuerdo quien lo dijo. No todos, por supuesto. Hay algunos que son muy intrafísicos. Pero ya escribí sobre Dibú Martínez.

 

5.

 

Diciembre del 2022 fue un mes de muchas historias. Sin embargo, en Europa, no solo climáticamente, esas historias han sido ensombrecidas por una guerra criminal desatada desde el Kremlin por un malvado dictador quien, en nombre de la Santa Rusia, arrasa con una nación europea reconocida desde 1991 por las Naciones Unidas como libre, independiente y soberana.

 

 

Alucinado por un pasado imperial supuestamente glorioso, por un cristianismo anticristiano, por una concepción delirante de la vida, Putin busca anexar a un país vecino, ante el espanto de todos los seres honestos del planeta.

 

 

Rusia, la Santa Rusia es una proyección enfermiza de Putin. Cada vez que habla de Rusia, de sus derechos naturales, de sus espacios vitales, solo habla de él mismo. Como suele suceder con los dictadores, cuando escapan a todo control constitucional, Putin ha confundido a su país con su miserable persona. Rodeado de lacayos cree ser heredero de los zares y de Stalin, a quien intenta reivindicar. Persiguiendo ese objetivo, ha conferido -gracias al apoyo de la oscurantista iglesia ortodoxa rusa- a su programado genocidio, el carácter de una cruzada religiosa. Ha logrado así catalizar en torno a su persona a la mayoría de las dictaduras del mundo.

 

 

Se muestra una vez más que la historia, en contra de lo que imaginan las ideologías positivistas y marxistas, no sigue ningún plan determinado. La historia está sujeta a la contingencia, incluyendo la aparición de dictadores que cada cierto tiempo se erigen en representantes del principio de la muerte por sobre el de la vida. Ese es precisamente el nexo que une a Hitler, Stalin y Putin. Contra la hegemonía de ese principio, lucha hoy Ucrania, apoyado por la inmensa mayoría de los países democráticos del planeta. No es todavía una guerra mundial, pero sus dimensiones son mundiales.

 

 

Ucrania es, o ha llegado a ser, la vanguardia de las democracias del mundo. Por eso mismo, los gobernantes de los países democráticos, han visto en Volodomir Zelenski, el anti-Putin.

 

 

El 21 de diciembre de 2022, Zelenski viajó a los EEUU, no a recibir órdenes de Biden, como difamaban los putinistas, sino a sellar un pacto de unidad interoccidental con el presidente de un país que, se quiera o no, ha sido un baluarte en defensa del espacio democrático mundial.

 

 

EE UU. está muy lejos de ser una nación de ángeles. Algunos de sus gobiernos han cometido pavorosos errores. Nadie puede negar que la guerra en Vietnam adquirió formas genocidas, que la segunda guerra a Irak destruyó a una nación cultural para convertirla en lo que es ahora, un nido de terroristas, que la ocupación de Afganistán fue una aventura sin pies ni cabeza (sus resultados están a la vista).

 

 

EE UU. está condenado, por su poderío militar y económico, a ser un imperio global. Pero, hasta ahora, ha seguido siendo, a pesar de todo, una nación democrática. En los tres grandes conflictos mundiales, ayer contra los imperios de Hitler y Stalin, hoy contra el imperio de Putin, los EE UU. han sido una garantía en la defensa de la democracia. No deja de ser un mérito histórico.

 

 

Hacia EE UU. viajó Zelenski el 21 de diciembre, el primer viaje emprendido por el presidente ucraniano desde la invasión rusa. No solo por eso tiene una enorme fuerza simbólica. Zelenski viajó a los EE UU. donde rige la democracia más antigua de la modernidad, en su calidad de presidente de Ucrania, donde rige la última (es decir, la más reciente) democracia de la modernidad. Pero, además, Zelenski, viajó como representante de las naciones liberadas del imperio ruso después del colapso de la URSS. Todas esas naciones, con la excepción de la Hungría de Orban, han logrado conformar el núcleo duro de la resistencia internacional a Putin, rango que seguramente será proyectado hacia el futuro. Y no por último, el encuentro entre Zelenski y Biden dio un nuevo vigor a una unidad que, bajo los tiempos de Trump, estaba en franco deterioro: la unidad política y militar trasatlántica.

 

 

Biden parece haber entendido perfectamente el mensaje de Zelenski. La guerra de Ucrania es y será decisiva para el futuro del mundo democrático. Putin no puede ni debe ganar.

 

Fernando Mires

El cambio de los tiempos

Posted on: diciembre 19th, 2022 by Super Confirmado No Comments

 

En sentido literal Zeitenwende se traduce como «cambio de los tiempos», expresión que tiene cierta resonancia bíblica. La idea, sin embargo, es otra. Tiene que ver con un nuevo capítulo de esa novela interminable que es la historia universal. Punto de inflexión lo llaman otros. Como sea: la intención parece ser clara: hemos entrado a otra fase del desarrollo histórico, marcada pero no creada, por la guerra de invasión de Putin a Ucrania.

 

 

El concepto Zeitenwende ha sido usado por el canciller alemán Olaf Scholz en diversas ocasiones. No obstante, faltaba afinarlo. En un reciente artículo, titulado precisamente Zeitenwende, Scholz lo hizo. Ese artículo publicado en Foreign Office, será documento de referencia cuando llegue el momento de escribir la historia de los momentos que estamos presenciando. Como toda argumentación, la de Scholz generará controversias. Lo que nadie podrá adjudicarle es falta de claridad. De acuerdo a ese estilo, Scholz caracteriza «el cambio de los tiempos» y luego intenta ubicarlo en sus relaciones de tiempo y de lugar.

 

 

¿Cuándo comenzaron a cambiar los tiempos?

 

El punto de origen de los cambios de los tiempos está puesto por Scholz en las relaciones de poder configuradas después de las revoluciones democráticas que pusieron fin a la URSS (1990) y con ello a la dualidad determinada por la existencia de dos bloques geopolíticos antagónicos. Según Scholz, ese gran acontecimiento abrió la transición que lleva desde un mundo bipolar a uno multipolar.

 

 

Desde un comienzo Scholz establece que, en ese nuevo orden, China ocupará un lugar decisivo, pero no determinante ya que tanto EE UU como China no conformarán una nueva bipolaridad, pero sí serán partes principales de una multipolaridad emergente.

 

 

Interpretando a Scholz, la que está siendo confirmada es una multipolaridad no solo económica sino, además, tecnológica, militar, digital, y no, por último, con tendencias hacia una democratización creciente al interior de diversas naciones.

 

Luego, la visualizada por el canciller alemán no solo sería una realidad multipolar sino, además, polifacética. En palabras que no son las de Scholz, estaríamos nada menos que frente a una revolución global de carácter multidimensional.

 

 

Pero como todo gran proceso histórico, el iniciado en la última década del siglo XX deberá contar con una reacción también mundial. Así se explica por qué el nuevo orden propuesto por Putin después de la invasión a Ucrania es visto como una reacción en contra del orden multipolar y polifacético que se avecina. Por eso no debe extrañar que Putin, más que en Rusia, sea seguido por las derechas y por las izquierdas más reaccionarias de Europa. Para las primeras, aparece como un baluarte de la tradición patriarcal, religiosa y nacionalista de la premodernidad. Para las segundas como un representante de las autocracias antioccidentales del ayer llamado tercer mundo, ya sea en Asia, África y América Latina.

 

 

Visto así, el nuevo orden de Putin, según Scholz, no sería más que un intento del gobernante ruso para revertir la, por la llamada, «catástrofe geopolítica» que llevó al fin del imperio soviético. Un intento desesperado por reconstruir el imperio ruso, aunque sea bajo otro nombre y otras formas. Scholz: «el brutal ataque de Rusia contra Ucrania en febrero de 2022 marcó el comienzo de una realidad fundamentalmente nueva: el imperialismo había regresado a Europa».

 

 

En el marco del nuevo orden mundial, Alemania, según Scholz, deberá ser un garante de la seguridad europea, incluso más allá de la guerra de Ucrania. Ese nuevo rol implica asumir responsabilidades hegemónicas no solo en los espacios económicos, sino también en los políticos y militares. ¿Por qué tardó tanto Scholz en darse cuenta de esa nueva realidad? Es una pregunta que a menudo nos hacemos quienes seguimos el día a día de los acontecimientos políticos.

 

 

Aprendiendo de la historia

 

Para responder a la pregunta planteada, hemos de tener en cuenta que Scholz hoy, como Merkel ayer, es un «Realpolitiker», es decir, alguien que no da un paso más allá de la realidad inmediata. Rusia, primero con Yelzin, después con Putin, aparecía como un muy confiable socio semi-europeo, a quien le fue ofrecido incluso la posibilidad de que ingresara a la OTAN. Lo que no captaron los gobernantes y políticos alemanes, Scholz entre ellos, es que en Rusia coexistían dos tendencias históricas, y esas a su vez cruzaban la mente de Putin: las llamaremos, una tendencia liberal y una tendencia despótica.

 

 

Mucho menos pudieron darse cuenta de que esas tendencias estaban inclinadas desde el primer momento hacia el lado despótico. Fue así que la toma abierta de posiciones de Yelzin a favor de la Serbia mini-imperial de Milosevic en la guerra de los Balcanes, no pareció preocupar a los geoestrategas de occidente.

 

 

Después de todo, como consecuencias del 11 de septiembre, Putin parecía respaldar la lucha en contra del terrorismo internacional y por lo mismo dio su apoyo a la guerra en Afganistán e incluso a las descerebradas aventuras de Bush en Irak. Más todavía: Putin parecía unir sus fuerzas a la campaña militar en contra del ISIS. Recordemos como Obama quiso creer que la ocupación de Siria por Rusia fue llevada a cabo en contra del extremismo islamista. Cuando los ejércitos de Putin comenzaron a arrasar Siria en defensa de la dictadura de Bashar al Assad, y convirtieron a ese país en un protectorado militar ruso, ya era demasiado tarde.

 

 

Hizo bien Scholz al recordar estos hechos. Sin ellos no podríamos entender las razones que llevaron a Putin a invadir a Ucrania el 2022. También hizo bien al recordar el inesperado discurso pronunciado por Putin en la conferencia de seguridad en Munich (2007) dirigido abiertamente en contra de EE UU y de los países del pacto atlántico. Putin, visto ahora en retrospectiva, ya había cambiado de línea. Un año después de ese discurso, Putin iniciaría una carnicera guerra en contra de Georgia a la que arrebataría importantes territorios. Y hacia el interior de su país, Putin convertía a la incipiente democracia legada por Yelzin, en una autocracia. Entre el liberalismo y el despotismo, de acuerdo a la tradición rusa, Putin ya había tomado partido por el despotismo.

 

 

Fue a partir de esos años cuando inició una sistemática campaña de aniquilamiento en contra de opositores. Muchos de ellos fueron asesinados. La mayoría, envenenados.

 

 

Las sangrientas tres guerras a Chechenia (que Scholz no menciona) y a Georgia, obligaron a las naciones que limitaban con Rusia a solicitar su ingreso a la OTAN. Fue la expansión rusa, por lo tanto, el hecho que llevó a la ampliación de la OTAN el año 2009 y no la ampliación de la OTAN la que llevó a la expansión rusa, como intentan tergiversar políticos antioccidentales de Occidente. A la vez, fue precisamente en esos años cuando la mayoría de los gobiernos europeos, sobre todo el alemán, intensificaron su dependencia energética con respecto a Rusia, creyendo tal vez que estas apaciguarían los proyectos imperiales que ya Putin ni se molestaba en ocultar. Ese fue el gran error de la política alemana, reconoce con honestidad, Scholz. Error que sería remachado el 2014 con la invasión de Rusia a Crimea y la ocupación militar de los territorios del Donbas en el Este de Ucrania.

 

 

La guerra a Ucrania comenzó el 2014, reconoce Scholz sin decirlo de modo textual. De otra manera no se entiende cuando afirma que en los ocho años que median entre las anexiones del 2014 y las del 2022, la política alemana (y europea) se orientó a impedir el escalamiento de la guerra. En ese contexto, tuvo lugar el «formato de Normandía» (2014) destinado a impedir la continuación de los enfrentamientos militares entre Rusia y la resistencia ucraniana, así como los acuerdos de Minsk (2014 y 2015), que Putin nunca cumplió. La política de contención de la UE y de los EE UU fracasó estrepitosamente. De esa verdad hay que partir.

 

 

Sin embargo, Scholz –y tal vez esta sea la diferencia que lo separa de gobernantes como Orban, Erdogan y Macron– parece haber sacado las conclusiones correctas de sus indecisiones. Scholz, en efecto intentó, al igual que Macron, un retorno al periodo prebélico. Pero más tarde comprendió que no se puede bailar en dos bodas a la vez. Que no se podía apoyar a Ucrania y a la vez pagar a Putin por el gas para que invirtiera ese dinero en armas en contra de Ucrania, que la que tenía lugar en Ucrania era el comienzo de una guerra en contra del occidente político, que Alemania debía adaptar su economía a las nuevas condiciones y que había que erigirse en un adalid de la unidad política y militar europea.

 

 

Los críticos «economicistas» al apoyo europeo a Ucrania arguyen que Alemania y las economías europeas se dispararon un tiro en el pie con las sanciones económicas a Rusia. Pero ¿cuál era la otra alternativa? ¿Financiar a Putin en contra de Ucrania? Hay que ser definitivamente muy limitado para sostener esa tesis, sobre todo cuando se hace en nombre de una paz que nunca ha buscado Putin.

 

La Europa democrática sabe que de la guerra no obtendrá ganancias, pero también que, si no apoya a Ucrania, las pérdidas serán inconmensurables. En razón de esa conclusión se explica la terminante decisión de Scholz: «Alemania mantendrá sus esfuerzos para apoyar a Ucrania durante todo el tiempo que sea necesario». Para los que quieran leer entre líneas, un claro mensaje a Macron.

 

 

Cuatro puntos cardinales

 

No por casualidad el artículo de Scholz fue publicado el mismo día en que el presidente francés, en una de sus ya clásicas jugadas en posición adelantada, abogaba por dar a Putin garantías sin especificar el carácter de esas garantías, aunque todo el mundo sabe que en una guerra territorial toda garantía debe ser territorial.

 

 

Para Scholz, el curso de los nuevos tiempos parece estar más claro que antes. Frente a esos tiempos que ya llegaron, Scholz propone una política de cuatro puntos. Sintetizando, son los siguientes:

 

 

Europa ha entrado definitivamente a una época de rearme militar. Si Rusia es imperial, como la caracterizó el canciller alemán, Europa deberá protegerse frente a un imperio. Es por esa razón que los presupuestos militares han sido elevados notablemente en Alemania. En el mismo sentido, la alianza atlántica deberá ser fortalecida e incluso ampliada. La ayuda militar de EE UU es y será irrenunciable, pero Europa debe estar en condiciones de enfrentar a sus enemigos sin depender de terceros.»Crucial para esa misión» –agrega Scholz apuntado otra vez a Macron– «es una cooperación cada vez más estrecha entre Alemania y Francia, que comparten la misma visión de una UE fuerte y soberana».

 

Alemania no puede volver a caer en una dependencia energética con países gobernados por dictaduras. En esa línea plantea Scholz una nueva política con relación a China cuyo objetivo deberá ser mantener todo tipo de relaciones económicas sin caer en una dependencia similar a la que cayó frente a Rusia.

 

La guerra en Ucrania ha mostrado la necesidad de que Alemania reoriente su política energética, estimulando en un corto plazo, como ya lo venía haciendo antes de la guerra, las inversiones en energía solar y eólica. En plazos más largos –plantea Scholz– «(hacia) el 2030, al menos el 80 por ciento de la electricidad que usan los alemanes será generada por energías renovables, y para 2045, Alemania logrará emisiones netas de gases de efecto invernadero cero, o «neutralidad climática».
Las relaciones internacionales no deben apuntar a favorecer una reedición del bipolarismo. En ese punto Scholz no comparte en su totalidad las posiciones del gobierno y de la oposición republicana en los EE UU, en el sentido de que la contradicción principal del futuro deberá ser dirimida entre China y los EE UU. China es un actor global muy importante, pero, a diferencia de Rusia, favorece a la globalidad y no a la regionalidad. La historia, enfatiza Scholz, no se repite. Los conflictos de occidente con China son de índole predominantemente económico. Eso no lleva por cierto a reeditar la «política de cerrar los ojos», practicada por Europa frente a Rusia. Occidente está formado por «sociedades abiertas» (Scholz usa la expresión de Popper) y naturalmente está obligado a solidarizar con todos los movimientos democráticos de diferentes zonas de la tierra. «Ningún país está obligado a ser el patio trasero de otro».

 

 

El valor de las palabras

 

Zeitenwende, Cambio de los Tiempos, artículo escrito por Olaf Scholz, un documento cuyo valor es haber surgido de las peores experiencias por las cuales atraviesan las naciones: las de la guerra. Su significado es testimonial. Pero, además, diseña una estrategia militar, política y económica en dirección al futuro inmediato. Nadie debe esperar que los puntos allí ordenados serán cumplidos de modo exacto. La historia es una caja de sorpresas y nunca se ha dejado regir por textos o por planes. Pero al menos son, las de Scholz, palabras que reflejan el propósito de un gobernante por aprender de la historia, buscando alternativas, sin perseguir un objetivo ideológico, ni una utopía, ni un fin de mundo. Deben ser por lo tanto leídas, estudiadas, discutidas y pensadas.

 

 

Fernando Mires

@FernandoMiresOl

Lula y las izquierdas latinoamericanas

Posted on: noviembre 6th, 2022 by Periodista dista No Comments

Si hay un punto de acuerdo entre los clásicos de la teoría política -llámense Hannah Arendt o Carl Schmitt, Max Weber o Gramsci- es el siguiente: la política es lucha por el poder. La diferencia entonces hay que buscarla en lo que cada uno de ellos entiende por poder.

 

 

Arendt, demócrata cien por ciento, sostenía que el poder viene de la mayoría. Schmitt, de la capacidad para derrotar al enemigo político. Weber afirmaba que viene del carisma de la tradición (o autoridad, según Arendt) y/o del uso de la racionalidad. Gramsci de los intelectuales organizados en un partido hegemónico. Pero para todos, sin excepción, al poder se llega luchando por el poder.

 

 

Dejando a Schmitt aparte -para quien el poder deviene de una relación directa entre masa y caudillo- los demás autores dedican su atención al tema de la conquista del poder bajo condiciones democráticas, lo que supone que la lucha política debe estar institucional y constitucionalmente reglamentada. En ese punto (solo en ese) la lucha política no se diferenciaría de la lucha económica pues ambas tendrían lugar de acuerdo al principio de competitividad. No habiendo competitividad política, terminaría la democracia. O en las palabras de Claude Lefort, la lucha política posmonárquica debe ser librada alrededor de “un trono vacío” sobre el cual nadie debe sentarse. Por eso la democracia, tal como la conocemos es, para muchos, la democracia liberal. Quiere decir, al igual que en la competencia económica, la política regula el poder y, por supuesto, los costos para obtenerlo.

 

 

Los autores citados parten de un principio: El ideal de cada partido es hacerse de todo el poder y en cada elección obtener el cien por ciento de los votos. Pero esta posibilidad se ve obstaculizada por el hecho de que la lucha política ocurre por lo menos entre dos partidos. De tal manera que lo fundamental de una democracia no son tanto las elecciones en sí, sino su pluralidad. Ahora, cuando los partidos son más de dos, si uno intenta llegar al poder pero sus votos no alcanzan, no tiene más alternativa que unirse con otros. Por eso en cada lucha política tienen lugar alianzas y coaliciones. Sin embargo, una alianza presupone que un partido, aun siendo mayoritario, debe hacer concesiones a sus aliados, perdiendo así parte de su identidad originaria. Contra eso estaba precisamente Carl Schmitt.

 

 

Schmitt sostenía que la política, al ser representativa, termina por invisibilizar los antagonismos que son condiciones del hacer político. No obstante, dicha opacidad que para Schmitt es un obstáculo, es para otros la condición de la política (Laclau). Solo las dictaduras son puras. Esto último no lo escribió Schmitt, pero en su declarado anti-parlamentarismo, eso era lo que pensaba.

 

 

BRASIL COMO MOSTRADOR

 

 

El preámbulo de este texto puede parecer banal. Pero no por eso menos necesario si intentamos analizar las elecciones recientes en Brasil. En Brasil, efectivamente, acaba de tener lugar el triunfo de una coalición de partidos, todos unidos bajo el nombre de Lula en contra de la monolítica y nada pluralista candidatura del presidente Jair Bolsonaro. Una elección que no solamente derrotó a Bolsonaro sino, en cierto modo, lo destituyó.

 

 

Bolsonaro está lejos de ser una especialidad brasileña. Tampoco es solo un buen alumno de Trump, como lo quieren hacer aparecer los medios. Pues tanto Bolsonaro como Trump forman parte de una corriente o tendencia global, una suerte de “anti-occidentalismo occidental” que, en sus formas (solo en sus formas), suele ocultarse bajo las denominaciones de izquierda o derecha. A esa corriente o tendencia la hemos denominado nacional-populismo. Y bien, Bolsonaro es un nacional-populista con formato de derecha, así como Maduro, Ortega y Evo-Arce son nacional populistas con formato de izquierda.

 

 

Entendemos por nacional populismo de derecha a gobiernos y movimientos autoritarios, políticamente anti-liberales, económicamente ultra liberales, provistos de una ideología fundamentalista que toma del conservadurismo clásico la exaltación de la nación, de la patria y la familia y, sobre todo, de la religión, sea católica-franquista al estilo Orban y Kazinski, islamista al estilo Erdogan, judía al estilo Netanyahu, ortodoxo al estilo Putin, evangelista al estilo Bolsonaro. La diferencia entre los nacional-populismos de derecha que incorporan a la religiosidad, con los de izquierda, es que los de izquierda recurren más a la idolatría que a las religiones. Los ídolos adorados por los nacional-populismos de izquierda latinoamericanos pueden llamarse Bolívar o Chávez para Maduro, Sandino para Ortega, Fidel para Díaz Canel, «Tupac» Catari para Evo Morales.

 

 

A diferencia de la antigua derecha, los gobiernos y partidos nacional populistas de la nueva derecha son caudillistas y de masas. Bolsonaro en ese sentido no está solo en América Latina, sino acompañado por otros miembros de la misma familia quienes han estado muy cerca del poder, entre ellos, el chileno José Antonio Kast, la peruana Keiko Fujimori, el boliviano Luis Fernando Camacho, el colombiano Rodolfo Hernández.

 

 

Todos esos líderes de derecha han alcanzado una alta votación, muy superior a los de izquierda, obligando por eso a las izquierdas a aliarse con sectores no izquierdistas, más bien de centro, e incluso, como lo hizo Lula, de derecha, a fin de mantener opciones de poder.

 

 

En efecto, ni Boric, ni Petro, ni Lula, habrían llegado al gobierno si es que no hubieran sido apoyados por partidos de centro e incluso, como ocurrió en Brasil, por la derecha liberal. Este hecho nos permitirá extraer algunas conclusiones:

 

 

La primera: no es cierto que las derechas latinoamericanas estén en retroceso. Por el contrario, en el último decenio han aumentado considerablemente su número de electores. Lo que ha sucedido es que la llamada derecha nacional-populista no ha sido capaz de formar coaliciones con el centro, constituyéndose así en un polo extremo. El caso brasileño lo demuestra muy bien. Lula nunca habría podido triunfar si se hubiera presentado solo como el líder del PT. Como tiene experiencia, debe saber que una enorme cantidad de electores que por él votaron, no votaron por él sino en contra de Bolsonaro. No es lo mismo.

 

 

En las elecciones de 2022, pese a que Lula fue el ganador, asistimos al fin del lulismo pues Lula fue el candidato de una coalición democrática –la más grande en la historia política de Brasil – en contra del avance de Bolsonaro. La candidatura de Lula estuvo respaldada por un frente que oficialmente tiene diez partidos. Además del PT, el Partido Socialista Brasileño, el Partido Socialismo y Libertad, Red, Partido Verde, Avante, Agir y Solidaridad. Luego se sumaron PDT y MDB.

 

 

Ahora bien, el fin del lulismo y el nacimiento de un frente democrático amplio, aparece como respuesta frente al auge del bolsonarismo como movimiento nacional-populista. Y eso significa: En Brasil el nacional- populismo tiene rostro de derecha.

 

 

La segunda conclusión es parecida a la primera pero vista al revés. No es cierto que el continente sudamericano se esté convirtiendo en un territorio de izquierdas, como propagan los alarmistas de la derecha. Para alcanzar el gobierno los candidatos de izquierda han debido formar coaliciones donde esas izquierdas se comprometen a ceder identidades a aliados que no son necesariamente de izquierdas.

 

 

En otras palabras, las izquierdas latinoamericanas están siendo inducidas por la fuerza de las circunstancias a democratizarse o renunciar a cualquiera posibilidad de acceder al poder. Eso fue, como hemos dicho, lo que pasó en el Brasil de Lula y Bolsonaro. Mientras el segundo quiso movilizar una revolución en contra de toda la clase política tradicional, esa clase, con un candidato tradicional a la cabeza (Lula) movilizó todos sus recursos en contra de Bolsonaro. Y no solo se defendió: ganó.

 

 

No fue el de Lula, por lo tanto, un triunfo de izquierda como proclaman izquierdistas y anti-izquierdistas. Fue, antes que nada, un triunfo de la tradición en contra de la revolución (de la nueva derecha). Los roles, de este modo, fueron intercambiados. La ultraderecha de masas del bolsonarismo buscaba y busca una revolución política. La izquierda de Lula, en cambio, se sumió en una alianza centrista, en defensa de la tradición. Mientras la derecha de Bolsonaro aparecía como revolucionaria, la izquierda de Lula fue obligada a aparecer como conservadora.

 

 

DE “LA” IZQUIERDA A “LAS” IZQUIERDAS

 

 

Para que nos entendamos mejor, debemos precisar que es lo que son hoy las izquierdas en América Latina. La misma palabra lo dice, izquierdas y no izquierda. La izquierda perdió su singularidad para llegar a ser un concepto plural. De tal modo que, si hacemos una disección, nos podríamos encontrar con cuatro izquierdas.

 

 

1) La izquierda arcaica, la de la guerra fría, los antiguos comunistas de la era de la URSS, una izquierda, está de más decirlo, residual.

 

 

2) La izquierda nacional-populista que ya vivió su periodo de esplendor durante la época de Chávez y Morales y hoy se encuentra en rápido declive. Esa izquierda comparte una gran cantidad de convicciones con la derecha nacional populista, entre ellas, el culto al líder mesiánico, a la patria mítica, el desprecio a las instituciones y sobre todo, el militarismo.

 

 

3) La izquierda posmoderna, llamada también izquierda woke surgida de diversas iniciativas y movimientos sociales como los ambientalistas, los etnicistas, las feministas y en general, grupos de género organizados bajo la sigla LGBT. Esa izquierda ejerce un gran atractivo entre algunos sectores juveniles. Por lo mismo suele ser anárquica, espontánea, bulliciosa, unas veces alegre, otras rabiosa e incluso violenta. Quizás debido a esas mismas razones carece de un discurso unitario aunque sus influjos sobre el plano de la renovación cultural no dejan de ser importantes. Menos que una nueva política, la izquierda woke propone algunas nuevas formas de vida.

 

 

4) La izquierda social, proveniente en algunas ocasiones de formaciones socialistas readaptadas a las condiciones determinadas por las transformaciones sociales de la era digital. Una izquierda que no es clasista ni revolucionaria. Pero sí mantiene en alto su disposición a compatibilizar la democracia con una mayor igualdad social sin caer en el estatismo, preservando la dinámica que proviene de la economía de mercado. Es, o ha llegado a ser, una izquierda abierta al centro: una centro-izquierda.

 

 

Pues bien, esas cuatro izquierdas, aún sumadas, no están en condiciones de competir con la fuerza y cohesión alcanzada por el nacional-populismo de “derecha”, representado en líderes mesiánicos y autoritarios como Bolsonaro. Esa es la razón por la cual se han visto obligadas a pasar a la defensiva descubriendo, en cámara lenta, que la preservación de sus partidos va unida con la preservación de la democracia.

 

 

Para defenderse de la ofensiva del autoritarismo de la derecha populista –el fascismo de nuestro tiempo dicen algunos autores, y no sin razón– esas izquierdas, sobre todo cuando son hegemonizadas por la izquierda número 4 (a la que en parte pertenece Lula), se han visto obligadas a formar frentes comunes con partidos de centro e incluso con la derecha liberal.

 

 

Quizás valga la pena aquí hacer un enunciado que podría ser tema para un próximo artículo. Ese enunciado dice: las izquierdas latinoamericanas están regresando a lo que fueron en sus orígenes europeos.

 

 

Efectivamente: el ideal de las primeras izquierdas nacidas en Europa fue articular a los trabajadores en la lucha por derechos sociales, pero también, por la democratización de las naciones. La izquierda nació siendo occidental, social y demócrata: o sea, socialdemócrata. Dejó de serlo, en gran parte, cuando la izquierda fue apropiada por partidos formados en países asiáticos como Rusia y China, desde donde fueron adoptadas estructuras despóticas todavía presentes en la izquierda arcaica y en la izquierda nacional-populista. Los partidos comunistas, formados en las revoluciones rusa y china, abandonaron el ideal democrático marxista occidental, imponiendo estrategias que deberían llevar a nuevas dictaduras: las dictaduras socialistas del tercer mundo.

 

 

En Latinoamérica, las izquierdas, aunque con interrupciones, parecen regresar al cobijo social y democrático que alguna vez podría conducirlas hacia su occidentalización. El camino será difícil, claro está, y en algunos casos, imposible. Las costras autoritarias están todavía muy endurecidas en la mayoría de sus militantes. Muchos de ellos siguen pensando en que las alianzas defensivas que contraen con el centro son simples tácticas temporales.

 

 

Cierto es que un Boric, y en menor medida un Petro, toman distancia de los gobiernos izquierdistas antidemocráticos como son los de Maduro, Ortega y Díaz Canel. Cierto es que Lula, durante toda su campaña, evitó referirse a ese desprestigiado trío. Pero también es cierto que de pronto, esos mismos líderes democráticos, experimentan fuertes recaídas. Como cuando en Chile, Boric apadrinó una nueva constitución izquierdista, rechazada por la mayoría de la ciudadanía. O como cuando Petro calificó de pinochetismo a la mayoría política chilena. O como cuando Lula critica a la OTAN y no al genocidio que lleva a cabo Putin en Ucrania.

 

 

Para ser genuinamente occidentales a las izquierdas latinoamericanas les falta todavía caminar mucho trecho. No obstante, la realidad impone sus sellos. En Brasil, frente a un enemigo común, los lulistas fueron obligados a elegir la “vía francesa” (todos contra le Pen) y así agruparse con fuerzas anti-autoritarias y democráticas frente a la amenaza autoritaria, caudillista y militarista que se les venía encima (todos contra Bolsonaro)

 

 

¿ALGO NUEVO COMIENZA?

 

Nunca tuvo tanta razón Joe Biden como cuando tiempo después de haber visto lo que hicieron las hordas nacional-populistas de Trump en el Capitolio, dijo: “la contradicción fundamental de nuestro tiempo es la que se da entre democracias y autocracias”. Le faltó agregar: “no solo entre ellas, sino también dentro de ellas”.

 

 

Así también lo ha entendido quien fuera uno de los fundadores del Solidarnosc polaco, el historiador Adam Michnik. En una reciente entrevista al diario El Español, poco después de haber recibido el premio Princesa de Asturias, dijo Michnik:

 

 

“El orden democrático europeo- occidental está siendo minado, por decirlo de alguna manera, desde dos lados. Por una parte tenemos a las fuerzas de la extrema derecha (….) o de un populismo extremo que hace suyo el lenguaje de la derecha pero que en el fondo es el lenguaje de una revolución de derechas que ha de destruir los estados democráticos. Por otra parte, tenemos un fenómeno parecido en la izquierda, en la que hay algunas fuerzas que rechazan de plano el orden basado en la democracia parlamentaria y la economía de mercado (nombró a Mèlenchon). Es difícil hablar aquí de izquierdas y derechas. Se trata de los enemigos de “la sociedad abierta”. Lo que hay que defender a toda costa es el orden democrático y en ese contexto, en algún momento se puede llegar a una coalición de una izquierda democrática y liberal y una derecha democrática y liberal. En defensa de aquello que tienen en común: una democracia constitucional”.

 

 

Y bien, esa coalición de las que nos habla Michnik es la que tuvo lugar en Brasil durante las elecciones que pusieron fin (por ahora) al gobierno Bolsonaro. Pero ese es solo un escalón en una larga escala. Pronto sabemos si esa nueva coalición representada pero no liderada por Lula, tendrá alguna vocación de gobernabilidad. Por eso todavía no podemos hablar, en el sentido dado al término por Hannah Arendt, de “un nuevo comienzo”.

 

 

Quizás solo estamos situados en “el comienzo de lo que podría ser un nuevo comienzo”. No es mucho. Pero por el momento es suficiente.

 

 

Fernando Mires

POLIS: Política y Cultura

Putin y la radicalidad del mal

Posted on: octubre 16th, 2022 by Maria Andrea No Comments

 

Uno de los más mal entendidos temas de los muchos que trabajó Hannah Arendt es también uno de los más conocidos. Nos referimos al de la “banalidad del mal”. No han faltado incluso quienes imaginan que la gran filósofa de la política pensaba que el mal era de por sí banal. Quienes hemos seguido el desarrollo del pensamiento de Arendt, sabemos, sin embargo, que el concepto de banalidad es un derivado del concepto de Kant acerca de la radicalidad del mal.

 

 

EL CASO EICHMANN

 

 

Como es sabido, la proposición relativa a la banalidad del mal fue elaborada por Arendt observando la personalidad y escuchando opiniones emitidas por Adolf Eichmann durante el juicio a que fue sometido en Jerusalén. Acerca del concepto de banalidad no faltaron quienes creyeron que Arendt intentaba minimizar los crímenes cometidos por Eichmann. Nada más falso: Arendt estaba de acuerdo con la sentencia de pena de muerte aplicada al acusado. En el último párrafo del epílogo escribió Arendt su sentencia personal: la horca. Nada menos. Vale la pena citar el párrafo en toda su extensión, pues ahí está concentrada la esencia del argumento de Arendt acerca de la banalidad del mal. Como si estuviera dirigiéndose directamente a Eichmann, escribió:

Tú mismo has hablado de una culpabilidad por igual, en potencia, no en acto, de todos aquellos que vivieron en un Estado cuya principal finalidad política fue la comisión de inauditos delitos. Poco importan las accidentales circunstancias interiores o exteriores que te impulsaron a lo largo del camino a cuyo término te convertirías en un criminal, por cuanto media un abismo entre la realidad de lo que tú hiciste y la potencialidad de lo que los otros hubiesen podido hacer. Aquí nos ocupamos únicamente de lo que hiciste, no de la posible inocua de tu vida interior y de tus motivos, ni tampoco de la criminalidad en potencia de quienes te rodeaban. Has contado tu historia con palabras indicativas de que fuiste víctima de la mala suerte, y nosotros, conocedores de las circunstancias en que te hallaste, estamos dispuestos a reconocer, hasta cierto punto, que si estas te hubieran sido más favorables muy difícilmente habrías llegado a sentarte ante nosotros o ante cualquier otro tribunal penal. Si aceptamos, a efectos dialécticos, que tan solo a la mala suerte se debió que llegaras a ser voluntario instrumento de una organización de asesinato masivo, todavía queda el hecho de haber, tú, cumplimentado y, en consecuencia, apoyado activamente, una política de asesinato masivo. El mundo de la política en nada se asemeja a los parvularios; en materia política, la obediencia y el apoyo son una misma cosa. Y del mismo modo que tú apoyaste y cumplimentaste una política de unos hombres que no deseaban compartir la tierra con el pueblo judío ni con ciertos otros pueblos de diversa nación — como si tú y tus superiores tuvierais el derecho de decidir quién puede y quién no puede habitar el mundo—, nosotros consideramos que nadie, es decir, ningún miembro de la raza humana, puede desear compartir la tierra contigo. Esta es la razón, la única razón, por la que has de ser ahorcado».

Arendt probablemente no sabía que Eichmann poseía dotes de actor. Su estrategia fue presentarse ante el juicio como víctima de circunstancias, y no como uno de los responsables del Holocausto. Una simple pieza de un engranaje de una maquinaria de la muerte, un hombre que solo cumplía ordenes y que bajo ningún aspecto podría ser señalado como responsable del genocidio.

Arendt no conocía demasiado la vida de Eichmann, y después de su libro, historiadores como Hans Mommsen, estudiando la biografía del acusado, pudieron llegar a la conclusión de que definitivamente Eichmann era un redomado antisemita y, por lo mismo, uno de los responsables del asesinato colectivo que había tenido lugar en las cámaras de gases.

Como sea, más allá de la persona de Eichmann, intentó demostrar Arendt que de verdad hubo personas que solo se limitaron, como si fueran autómatas, a cumplir ordenes y que, bajo otras circunstancias, no habrían sido los asesinos que llegaron a ser. Frente a ese tipo de personas Arendt no fue benevolente. Lo que importaba es lo que un individuo ha hecho y no lo que pudiera no haber hecho si las cosas se hubieran dado de una manera distinta.

Cada ser es responsable de sí y de sus actos, fue el veredicto de Arendt. Hay por cierto, circunstancias atenuantes, pero según Arendt, en el caso de Eichmann, no las había. ¿Qué hubiera actuado como un autómata? Eso no importa. Cada uno es responsable si decide ser un autómata o un ser humano. ¿Dónde reside entonces la banalidad del mal? Aunque parezca tautología, la banalidad del mal reside en su banalización. Quiere decir: el mal nunca será banal, pero sí puede ser banalizado.

Para poner un ejemplo, un soldado de un ejército invasor que mata en las batallas a soldados enemigos no puede ser acusado de asesinato. Pero si ese soldado mata a personas indefensas, a soldados ya rendidos, viola a mujeres, incendia casas, ese soldado sí es un asesino. ¿Y si ha recibido ordenes para cometer esos crímenes? Igualmente, es culpable de no haberse rebelado en contra de los crímenes de guerra que cualquier soldado profesional debe conocer. Obedecer a una orden ilegal no absuelve a nadie.

 

 

La guerra es de por sí un crimen, nos diría un pacifista antipolítico. Pero hay crímenes de guerra, y frente a esos crímenes son responsables tantos los que dan como los que reciben ordenes. Decir entonces, yo maté porque así me lo ordenaron, es convertir un asesinato en el simple cumplimiento de una orden. En un acto banal. Y como la mayoría de los asesinos siempre recurrirán a argumentos para justificar sus asesinatos, casi todo asesinato podría ser banalizado pues la banalidad del mal proviene de la incapacidad de sentirse culpable. Repitamos: No hay banalidad sin banalización.

 

 

Eichmann intentó banalizar, como la mayoría de los asesinos, sus asesinatos. Mediante su coartada intentó aparecer como un inocente. En muchos casos, y este era el de Eichmann, ese intento podría aumentar incluso su culpabilidad. Primero, el hechor cometió un crimen. Segundo, intentó banalizarlo ante él y ante los demás.

 

 

EL CASO FILBINGER

 

 

Tiempo después del caso Eichmann, en la Alemania del milagro económico y de la consolidación democrática, tuvo lugar una discusión similar a la que intentó estimular Arendt en Israel y en los EE UU. Nos referimos al ya olvidado, pero en su tiempo muy divulgado caso Filbinger

 

 

Hans Karl Filbinger (1913- 2007) fue juez durante la época nazi. Después de haber sido rehabilitado, llegó a ser como político de la CDU, ministro presidente del estado Baden-Württembergs (1966-1978).

 

 

Ante sus muchos seguidores Filbinger representaba valores conservadores  (patriarcales, autoritarios, religiosos, patriotas). Las elecciones solía ganarlas con mayoría abrumadora. Pero en 1978 el actor Rolf Hochhuth lo denunció por haber sido uno de los juristas más implacables del régimen nazi, llamándolo “jurista terrible” (denominación que en la Alemania de posguerra era aplicada a los juristas al servicio personal de Hitler). Acusación que habría pasado desapercibida si es que el mismo Filbinger no hubiera levantado una querella en contra del actor. Fue ahí cuando la prensa descubrió el tortuoso pasado del político.

 

 

Como juez de la marina, Filbinger había condenado a muerte a marinos desertores. El proceso judicial, iniciado por el mismo Filbinger, demostraría que la denominación “jurista terrible” era perfectamente aplicable a su persona. A la CDU no quedó más alternativa que destituir al patriarca. Por cierto, no fue condenado ni a prisión, ni a nada. Tuvo suerte. Durante el tiempo del juicio a Eichmann habría sido condenado a muerte.

 

 

Lo que más llamó la atención fue la absoluta incapacidad de Filbinger para hacerse cargo de su pasado. Pese a que sus propios hijos se distanciaron de él, siguió, hasta el momento de su muerte, sosteniendo que había sido una víctima de una confabulación urdida en la RDA. Con esa negación Filbinger pasó a engrosar una larga fila de posnazis incapaces de asumir la realidad vivida. La había borrado de su mente y, por ende, de su biografía.

 

 

¿Por qué rememoro aquí el ya casi olvidado caso Filbinger? Por una sola razón. Filbinger, como Eichmann, intentó banalizar el mal. Pero Filbinger no usó el argumento de Eichmann (“yo solo cumplía órdenes”) sino otro más refinado: “yo solo aplicaba las leyes”. Como dijera Filbinger en una entrevista a Der Spiegel: “Yo no soy responsable de las malas leyes. Mi trabajo era solo hacerlas cumplir”. Con esas palabras la banalización del mal se convertía en la legalización del mal.

 

 

Efectivamente, desde un punto de vista puramente legal, Filbinger no había cometido ningún delito. Su falta era moral: obedecer ciegamente a las leyes de una dictadura sin considerar que una dictadura, por serlo, es anticonstitucional y por lo mismo ilegal. Las leyes dictadas por una dictadura solo pueden ser legales para los partidarios de una dictadura. Y aquí topamos con uno de los temas más controvertidos del derecho público y privado: la relación entre legalidad y legitimidad.

 

 

LEGALIDAD Y LEGITIMIDAD

 

 

El tema fue tratado a fondo por el jurista Carl Schmitt para quien la legalidad no cubre todo el espacio de la legitimidad de modo que algo puede ser legítimo y no ser legal a la vez. Ahí, sin mencionarlo, Schmitt recurría a nociones establecidas filosóficamente por Immanuel Kant. La diferencia es que mientras para Schmitt legitimidad y legalidad eran términos contrapuestos, para Kant eran conceptos inter-determinados.

 

 

Kant, a pesar de ser un apasionado defensor de la ley constitucional, no era legalista. Las leyes, según Kant, deben ser respetadas porque provienen de la razón práctica, vale decir de las experiencias de vida. De ahí surge la moral y de la moral, la religión y el derecho. De tal modo las leyes, según Kant, se encuentran afiliadas a la razón hecha moral y a la moral hecha ley. Cuando hay discordancia entre ley y moral, quiere decir que algo anda mal en las leyes. De esa constatación dedujo Kant una de sus máximas más famosas: “Hace todo lo que las leyes prescriben, pero no hagas todo lo que las leyes permiten”. Quiere decir, más allá de la legalidad hay un espacio donde nos está permitido regirnos por una moralidad que no puede ser totalmente cubierta con el manto de la legalidad.

 

 

No todo lo legal es justo ni todo lo justo es legal, podría haber dicho Kant. Hay por lo tanto en su filosofía jurídica, una sobredeterminación de la moral en el derecho público y privado. Una palabra alemana, casi intraducible a otros idiomas, expresa de modo preciso esa sobredeterminación: Sitte.

 

 

Sitte es la moral que proviene de la tradición y de las costumbres. De este modo uno podría contravenir la Sittlichkeit sin contravenir la legalidad. Pongamos ejemplos: no responder al saludo de un vecino, no es ilegal, pero no es sittlich. No cumplir una promesa dada a alguien, no es ilegal, pero no es sittlich. Ser elegido presidente en nombre de la paz y llevar al país a la guerra, no es ilegal, pero no es sittlich. Podríamos seguir con ejemplos parecidos.

 

 

Ahora, lo ideal es que moral, Sittlichkeit y legalidad, sean correspondientes entre sí. Por eso recomendaba Kant que, no habiendo en determinadas situaciones una ley por la cual regirse, debemos actuar como si hubiera una, siguiendo máximas que condensan las formas de conducta en campos no considerados por la legalidad. Por lo mismo, hay situaciones extremas en las cuales la discordancia entre moral y legalidad es tan discrepante, que no queda más alternativa sino tomar una decisión o a favor de la ley sin sustrato moral, o a favor de la moral de donde provienen las leyes.

 

 

Eichmann dijo que solo recibía órdenes. Lo que no dijo es que las recibía de una camarilla de miserables asesinos. En el caso de Filbinger, él dijo que dictaminaba de acuerdo a leyes que bien podrían ser malas, pero no dijo que esas leyes (decretos) provenían de la voluntad de un caudillo criminal que había puesto su palabra por sobre la Constitución, las leyes y la moral.

 

 

Hitler, al renunciar tanto a la legalidad como a la moral establecida fue, si seguimos a Kant, una expresión máxima del mal. De un mal imposible de ser banalizado. De un mal que no se sujeta a nada ni a nadie. De ese mal que hoy representa Vladimir Putin. El mal radical, así lo llamó Kant.

 

 

EL CASO PUTIN

 

 

El mal radical es el mal puro, radicalmente desbanalizado, imposible de ser justififcado por nada. Es el regreso a una supuesta condición natural, cuando no había moral, ni ética, ni normas, ni dioses, ni leyes, ni palabras. El mismo Hitler lo sabía. Siempre ocultó el Holocausto, incluso ante ante su propia gente. Sabía por lo mismo que había pasado la raya que separa a la condición humana de otra a la que no sabemos como llamar.

 

 

Hitler no se dejaba regir por nada diferente a su propia voluntad. Pero Hitler no era un ser irracional, eso sería defenderlo. Sus visiones eran irracionales, pero intentó realizarlas aplicando una sistemática racionalidad instrumental. La racionalidad del mal radical, podríamos llamarla. Precisamente a esa racionalidad se refería hace unos días el presidente de los EE UU cuando dijo que Putin era muy racional para llevar a cabo una obra irracional. Si es así, Putin no puede ser comparado con Stalin, pero sí con Hitler.

 

 

Stalin era sin duda tan o más asesino que Hitler. Pero incluso su maldad podía ser banalizada por la existencia de un partido, de una tradición leninista, por la creencia en una ciencia de la historia según la cual era necesario hacer parir el comunismo desde el vientre sangriento del capitalismo. Stalin asesinaba a seres que se anteponían a su enloquecida visión del mundo. Pero siempre perseguía un objetivo según él, necesario. No así Hitler, quien mandó asesinar a los miembros de un pueblo no por lo que hacían o no hacían sino por lo que eran: judíos. Por eso la lógica asesina de Putin se encuentra mucho más cerca de Hitler que la de su antecesor ruso. Putin es el Hitler de nuestro tiempo.

 

 

Radical ha sido desde un comienzo la maldad de Putin. Tanto en las masacres cometidas en Siria, Georgia y sobre todo en Chechenia, Putin rompió con todas las normas y leyes de la guerra. Los gobernantes europeos lo sabían. Pero para ellos las guerras de Putin pertenecían a una barbarie de la que creían estar lejos. Hasta que la guerra de Putin llegó a la europea Ucrania. Al mundo de la civilización, de las constituciones, de los derechos humanos.

 

 

Según Putin, lo escribió el mismo en su ensayo del 2021, Ucrania pertenece a Rusia de acuerdo a lazos idiomáticos y vínculos de sangre. Partiendo de esa premisa, bautizó a todos los ucranianos que no querían ser parte del estado ruso, como nazis. La invasión a Ucrania, comenzada el 2014 con la ocupación de Crimea y de los territorios del Donbás, fue realizada en nombre de una razón biologista y naturalista. Su objetivo era la rusificación de Ucrania, no combatir a la ampliación de la OTAN, como trataron de justificar algunos irresponsables académicos occidentales. Sobre eso ya casi no hay discusión.

 

 

Las acciones militares de Rusia han estado dirigidas desde el primer comienzo en contra de la población ucraniana. Como si hubiera duda, Putin acaba de confesarlo. Cuando se enteró de que ese puente simbólico y real destinado a unir Crimea con Rusia, había parcialmente explotado, dijo “hoy tenemos un sano deseo de venganza”. Lo que no dijo es lo que hizo. No tomó represalia en contra de puentes ucranianos sino en contra de los habitantes de Kiev.

 

 

Los puentes son objetivos de guerra, esa es una verdad elemental de todos los manuales militares. Bombardear puentes es impedir el transporte de armas y soldados enemigos. Pero teatros, plazas, mercados, estaciones, calles, no son objetivos de guerra. Por cierto, desde que hay guerras la población civil ha sido la principal víctima. Basta recordar a Vietnam e Irak. Pero nunca la población ha sido el principal objetivo. Pues bien, Putin ha asesinado a ucranianos simplemente porque son ucranianos.

 

 

Sabemos que el Holocausto al pueblo judío es incomparable. Pero la lógica que lleva a matar a seres humanos por lo que son, es decir, por su culpa de ser, es también la de Putin.

 

 

Mamá, ¿por qué caen bombas sobre el jardín infantil? Preguntó un niño de nueve años a su madre, la periodista Nonna Stefanova. Después de vacilar, ella decidió responder con la verdad: “porque somos ucranianos”.

 

 

Leo de nuevo el dictamen de Hannah Arent sobre Eichmann. En una de sus frases dice, Eichmann debe morir porque se tomó el derecho a decidir cuales pueblos deben poblar o no a la tierra. Putin también se tomó ese derecho. Los ucranianos, para él, solo deben existir como rusos. Por eso pienso y digo: si hubiera un poder supranacional, Putin, de acuerdo al dictado de Hannah Arendt sobre Eichmann, debería ser ejecutado. Por la radicalidad del mal cometido, Putin pertenece al mundo de los muertos.

 

 

Esa posibilidad, la muerte biológica de Putin, está muy lejos de nuestra voluntad. Como tantos dictadores, puede que muera tranquilamente en su cama. Incluso puede que sea santificado por ese monje degenerado llamado Kirill, quien ha dicho (textual) que Putin fue enviado por Dios a Rusia. Como sea, Occidente no está en condiciones de deshacerse de la radicalidad del mal representada por el dictador ruso. Pero sí está en condiciones de defender a Ucrania y con ello, de infligir una derrota a Putin. Esa derrota sería una victoria de la razón, de la moral y del derecho internacional.

 

 

Putin, al menos, debe morir políticamente. Y para que eso ocurra, debe ser derrotado militarmente. Ojalá para siempre.

 

Fernando Mires

Referencias

 

Arendt Hannah, Eichmann in Jerusalem, Munich 1984

Kant, Immanuel 1797, Metaphysik der Sitten, Werke 5, Köln 1995

Kant, Immanuel 1787, Kritik der reinen Vernunft, Werke 2, Köln 1995

Mommsen, Hans, Hannah Arendt und der Prozess gegen Adolf Eichmann, prólogo a Arendt, op. Cit.

 

Schmitt, Carl, Legalität und Legitimität, Berlín 1995

Las venas antidemocráticas de América Latina

Posted on: octubre 3rd, 2022 by Maria Andrea No Comments

 

En una de las pocas referencias escritas sobre América Latina por Alexis de Tocqueville en su clásico, La Democracia en América, podemos leer las siguientes palabras: “La América del Sur es cristiana como nosotros; tiene nuestras leyes y nuestros usos; encierra todos los gérmenes de civilización que se desarrollaron en el seno de las naciones europeas y de sus descendientes; América del Sur tiene, además, nuestro propio ejemplo: ¿por qué habría de permanecer siempre atrasada?”.

 

 

¿Por qué los buenos deseos de Tocqueville no han llegado a cumplirse? Para muchos, Latinoamérica sigue siendo un subcontinente del desorden, patria de dictaduras, paraíso de populistas, revoluciones con promesas nunca cumplidas. Continúa también siendo otro Occidente, más geográfico que histórico. O más literario que político. “El lejano Occidente”, lo llamó Alain Rouquié.

 

 

Arqueología política

 

Tengo en mis manos un libro del sociólogo alemán Klaus Meschkat. Su título: La crisis de los regímenes progresistas y el legado del socialismo de Estado. Útil para intentar comprender una mitad de la política latinoamericana, me refiero a esa franja cubierta por la izquierda, a la que Meschkat llama, “progresismo”.

 

 

Bajo el concepto amplio de “progresismo” entiende Meschkat a la llamada izquierda revolucionaria, sobre todo cuando esta asume la forma de Gobierno. Eso lo lleva a dedicar gran parte de su trabajo a analizar el fenómeno chavista y en gran medida a ese conjunto de Gobiernos que formaron parte del llamado “socialismo del siglo XXI”. Desde su perspectiva de izquierda democrática, esa versión tardía del socialismo mundial no ha cumplido los objetivos trazados debido a los que él llama “errores”. Si se trata de errores en la aplicación de una política, o esa izquierda en sí misma es un error, es una tarea que deberá dilucidar el lector. A mi juicio, Meschkat —puede que no haya sido su intención— aporta ideas y datos suficientes para inclinarse hacia la segunda opción.

 

 

Según Meschkat, el llamado socialismo del siglo XXI ha seguido la misma ruta errada que recorrió el comunismo ruso al postular en lugar de un socialismo democrático, un socialismo de Estado. Desde esa perspectiva, Meschkat comparte una tesis de Rudi Dutschke, a saber, que el socialismo marxista fue desvirtuado en la URSS por el socialismo leninista. Y así fue: Partido, Estado, y líder, terminaron en la URSS, en Europa del Este, y en América Latina, confundidos en una sola unidad, relegando la revolución democrática a un segundo término, o simplemente, dejándola de lado. Despotismo asiático, llamaba Dutschke al orden comunista ruso siguiendo en ese punto los estudios sobre los regímenes de estado “hidráulicos” de tipo asiático realizados por Karl August Witttvogel.

 

 

La revolución rusa tuvo lugar en nombre de un proletariado inexistente en contra de una burguesía que tampoco era tal. Desde esa perspectiva “arqueológica”, Meschkat tiene, evidentemente, razón. El leninismo, en sus más diversas versiones, ha sido (formalmente) la ideología dominante de la mayoría de las izquierdas latinoamericanas sobre todo cuando han llegado a ser Gobierno. El potencial democrático social contenido en cada uno de esos Gobiernos fue superado por un estatismo autoritario. Visto así, Maduro no habría usurpado el legado de Chávez, como piensan muchos exchavistas desilusionados, entre ellos Edgardo Lander a quien Meschkat cita continuamente, sino su continuación lógica, de la misma manera como para Dutschke el estalinismo fue la continuación del leninismo y no su suplantación como intentaron hacernos creer algunos teóricos del trotskismo internacional.

 

 

Es posible trazar algunos paralelos entre el socialismo del siglo XXI y el socialismo soviético. Uno de ellos deriva del hecho de que, así como el leninismo-estalinismo incorporó nociones propias a los despotismos asiáticos, los Gobiernos “progresistas” latinoamericanos introdujeron otras correspondientes a tradiciones de movimientos que pese a su glorificación, compartida a veces con las derechas, distan de ser ejemplos democráticos. El socialismo castrista recurrió al legado de Martí, el venezolano al de Bolívar, el de Nicaragua a la gesta antimperialista de Sandino, Evo Morales al indianismo precolonial, y así sucesivamente. El resultado ha sido una mescolanza ideológica que, con el socialismo originario de Marx y Engels, e incluso con la propia doctrina leninista, no tiene mucho que ver.

 

 

Podríamos decir que así como Lenin diseccionó a Marx para adoptarlo a las condiciones premodernas de la Rusia poszarista, los socialistas del siglo XXI han diseccionado —en nombre del propio Lenin— a Lenin, despojándolo de los últimos restos de marxismo que en él permanecían. La izquierda revolucionaria latinoamericana llegó así a ser más estalinista que leninista. Hecho que se deja ver en la adopción, no de la tesis del socialismo en un solo país, sino en la del imperialismo en un solo país. Ese país es EE. UU.

 

 

Mientras para Lenin el antimperialismo fue una teoría anticapitalista proveniente de una compleja teoría desarrollada por Rudolf Hilferding, para chavistas, evomoralistas, orteguistas, etc., el antimperialismo ha llegado a ser un sinónimo de antinorteamericanismo. Tesis, repetimos, elaborada por Stalin después de que el Gobierno de Truman decidiera romper (1948) con la línea amistosa de EE. UU. hacia la URSS iniciada durante la segunda guerra mundial, ruptura que marcaría el comienzo de la Guerra Fría.

 

 

El socialismo ruso y después soviético no pudo ser democrático porque enclavó en un espacio no democrático, ese mismo espacio que hoy reclama para sí, sin marxismo ni leninismo, esa reedición fantasmal del antiguo zarismo que pretende ser en Rusia, Vladímir Putin. El socialismo ruso pre-Putin, al aterrizar en América Latina, culminaría su proceso de descomposición, al entrelazarse, como en la Rusia de Putin, con tradiciones que, tanto o más que las rusas, son profundamente antidemocráticas, más aún, antipolíticas.

 

 

Pero el leninismo al menos –y esa es la diferencia entre leninismo y estalinismo– nunca fue nacionalista (o rusista). Tampoco fue militarista. Bajo Stalin en la URSS y después en los Gobiernos latinoamericanos “progresistas”, sí lo fue. Por lo tanto, la cosmovisión de la izquierda latinoamericana de nuestros días no tiene nada que ver con el marxismo, algo con el leninismo, más con el estalinismo y mucho con el actual putinismo. Razón esta última que explica por qué los crímenes genocidas que hoy comete Putin en Ucrania no incomodan a los izquierdistas latinoamericanos, algunos de cuyos líderes (Maduro, Ortega, Díaz-Canel, Evo Morales y el mismo Lula en concordancia con Bolsonaro) no solo los justifican sino, además, los enaltecen.

 

 

Nacionalismo y militarismo son adquisiciones exquisitamente estalinistas, cultivadas por la mayoría de los Gobiernos “del socialismo del siglo XXI”, sobre todo por algunos de sus máximos líderes, Fidel Castro y Hugo Chávez. El socialismo revolucionario latinoamericano, desde esa perspectiva, ha sido tan conservador, tan nacionalista y tan militarista, como las propias derechas a las que ha imaginado combatir.

 

 

El problema de la democracia entonces no solo reside en las izquierdas o en las derechas, sino en el espacio antidemocrático que ocuparon las derechas e izquierdas de la región. Aparte de Chile y sobre todo de Uruguay donde hay segmentos de izquierda y de derecha a los que podríamos considerar sin problemas como democráticos, en la mayoría de los países de la región, derechas e izquierdas obedecen a patrones político-culturales radicalmente antidemocráticos. Lo hemos visto recientemente en el desarrollo político de la oposición venezolana cuyo comportamiento político no ha sido muy diferente al de las fuerzas chavistas y maduristas.

 

 

El ocaso de la oposición venezolana

 

Al igual que el chavismo, la oposición venezolana ha intentado acciones golpistas. Al igual que el chavismo, está predispuesta a adorar a personalidades míticas, hasta llegar al punto en que creyó encontrar durante un breve periodo, un líder, en la figura de Juan Guaidó, un personaje que posee una concepción (es la de su mentor, Leopoldo López) absolutamente irracional de la política. A esa figura se plegaron incluso políticos que provenían de los eriales republicanos, entre otros, el caudillo de Acción Democrática, Henry Ramos Allup. Y no por último, al igual que el chavismo, su oposición tiene una visión “extractivista” (petrolera) de la economía. El objetivo de ese “extractivismo”, así lo llama Meschkat, más que económico es político. Quien controla el petróleo (así como el gas en la Rusia de Putin) controla al Estado. Quien controla al Estado, controla al poder.

 

 

En algunos puntos, sobre todo en su antidemocratismo, esa oposición ha superado al propio chavismo. Por ejemplo, ha rechazado durante un largo tiempo la vía electoral en nombre de una insurrección popular que, para colmo, no sabía cómo realizar. Hoy, habiendo pisado su propia trampa antielectoral, antidemocrática y antipolítica, esa oposición no pasa de ser un conglomerado de minicaudillos disputándose entre sí la conducción de un proceso electoral que ellos mismos arruinaron. Mientras tanto, Maduro, en nombre de Chávez, aplica sin ningún pudor los programas neoliberales de cuya denuncia la izquierda latinoamericana ha hecho una bandera.

 

 

En síntesis, ni en Venezuela, ni en la mayoría de los países latinoamericanos, prima una cultura política democrática. Izquierdas y derechas comparten paradigmas similares. El estatismo, el culto a la personalidad, el credo nacionalista y el militarismo, son parte de una comunidad de valores propios a la gran mayoría de la clase política, sea esta de izquierda o de derecha, o de ambas a la vez.

 

 

Los caminos torcidos que llevan a la democracia

 

Los “errores” que detecta Meschkat en las izquierdas “progresistas” no solo son leninistas. Así lo visualizó el mismo autor al mencionar de modo indirecto a la revolución mexicana de 1910, la que culminaría en el radical estatismo político de la era del PRI. No deja de ser interesante observar que entre esa revolución y la rusa de 1917 hay más de una analogía. En ambas, el principio democrático, representado en México en el Gobierno de Madero y en Rusia en el Gobierno de Kerenski, fue rápidamente liquidado en nombre del principio (jacobino) de cambio social. Las revoluciones que surgen desde el hambre y la miseria nunca han sido democráticas, destacó Alexis de Tocqqueville en sus notables paralelos trazados entre la revolución norteamericana y la revolución francesa. Menos en países en los que las raíces democráticas distan de ser profundas, podríamos agregar.

 

 

Pero no es necesario ir tan lejos para entender la presencia de la antidemocracia en América Latina. Precisamente, el día en que comenzaba a escribir estas líneas, el presidente Nayib Bukele de El Salvador, violando la Constitución de su país, anuncia que irá a la reelección el 2024. Bukele es cualquier cosa menos leninista. Pero al igual que los leninistas, ha sabido fundir su partido con el Estado y con su persona en una sola e inseparable unidad.

 

 

Lo escrito no significa que todos los caminos están cerrados para el desarrollo de la democracia en América Latina. De hecho, aún con descarrilamientos antidemocráticos, la mayoría de los países del continente, ya son democráticos. El problema es que las democracias continúan siendo muy frágiles y, por lo mismo, permanentemente amenazadas por antidemocracias exógenas y endógenas.

 

 

De hecho, el trío antidemocrático de América Latina formado por Cuba, Nicaragua y Venezuela, ya no es hegemónico como casi llegó a serlo el “socialismo del siglo XXI”. Ninguno de los presidentes de esos tres países tiene la resonancia de un Castro o de un Chávez. Más bien ocurre lo contrario. Los tres son usados como ejemplos negativos por las derechas, en todas las elecciones que han tenido lugar. Tanto Petro, Boric, Fernández, han debido distanciarse de sus homólogos autócratas. Sin embargo, la posibilidad de las caídas regresivas, continúa siendo un constante peligro continental.

 

 

El hecho de que un régimen tan atroz como el de Putin no sea condenado con énfasis por las democracias latinoamericanas, entrega la impresión de que diversos Gobiernos de América Latina, no solo de izquierda, mantienen todavía una relación de parentesco con las antidemocracias extracontinentales por el solo hecho de que estas son antinorteamericanas. Las venas antidemocráticas de América Latina continúan abiertas.

 

 

No hay democracia sin democratización. Eso significa que la democracia no es “un modelo” al que hay que adoptar. Si América Latina pasa definitivamente a través de las puertas que llevan a la democracia, será como resultado de sus propias experiencias históricas. Momentos ciudadanos de democratización, los llamaremos.

 

 

El autor que aquí comentamos, Klaus Meschkat, creyó advertir en Venezuela uno de esos momentos ciudadanos. Fue el año 2007 cuando la ciudadanía venezolana, no solo la antichavista, sino también sectores que adherían al chavismo, se negaron a cambiar la Constitución por otra que entregaba plenos poderes al caudillo. En ese instante la división de la ciudadanía no fue de izquierda contra derecha sino en defensa o en contra de una Constitución que, por lo menos proforma, es todavía la que rige en el país. Que la oposición venezolana, a partir de 2018, abandonara la ruta constitucional trazada en 2007, es una historia a la que ya nos hemos referido en otras ocasiones

 

 

Traigo ese ejemplo porque hace muy poco tiempo Chile ha vivido un proceso similar al de la Venezuela de 2007. Así como en Venezuela fue rechazada la Constitución de Chávez, en Chile, septiembre de 2022, una impresionante mayoría rechazó una Constitución refundacional, una Constitución de izquierda y de la izquierda, pero que a su vez fue negada por amplios sectores de izquierda y de centroizquierda. Los electores chilenos demostraron así que no quieren ni a una Constitución dictada por una dictadura, ni a una Constitución dictada por una ideología. Quieren una Constitución para todos los ciudadanos, y eso es muy distinto.

 

 

En ese No rotundo a una Constitución ideológica ejercitado por los venezolanos en 2007 y por los chilenos en 2022, anida un potencial democrático al que hay que prestar atención. Uno que va más allá de los partidos y sus supuestos líderes. Uno que traspasa incluso el muro izquierda-derecha. Un deseo transversal por vivir en libertad, pero protegidos constitucional e institucionalmente.

 

 

La democracia, en fin, no llega de pronto sino en diversos episodios, entre otras cosas porque la democracia no solo es un sistema de Gobierno, sino una forma política de ser en la vida.

 

 

Fernando Mires

*Artículo publicado originalmente en el blog Polis.

¿Que es lo que quiere Putin en Ucrania?

Posted on: septiembre 18th, 2022 by Maria Andrea No Comments

 

 

Este artículo es un extracto modificado de mi ensayo «Las razones de Putin» publicado en polisfmires.blogspot.com

 

 

Putin no quiere territorios en Ucrania. Putin quiere al estado de Ucrania.

 

 

Continuamente se habla en términos condicionales si Putin gana o pierde la guerra en contra de Ucrania. No obstante, pocos se detienen acerca del real significado del verbo «ganar». ¿Qué quiere decir ganar en este caso? Simplemente, cumplir objetivos. Y bien, esos objetivos los definió Rusia desde un comienzo, entre otros: impedir que Ucrania se convierta en un país occidental, con todos los derechos y deberes que esa conversión implica. No se trata entonces como dijo una vez Kissinger, de un par de kilómetros cuadrados. Se trata, y este es el punto, de eliminar toda posibilidad para que Ucrania se convierta en una nación independiente y soberana. Justamente esa intención fija los objetivos de Ucrania.

 

 

Ganar la guerra a favor de Ucrania significa que «siga siendo una democracia soberana, con derecho a elegir sus propios líderes y hacer sus propios tratados» (Anne Applebaum).

 

 

La dependencia de Ucrania con respecto a Rusia pasa por supuesto por la ocupación territorial. Pero eso no significa que Putin esté interesado en los territorios de Ucrania. Su interés es el estado de Ucrania. Eso quiere decir que Ucrania, si es que Putin «gana» la guerra, podría seguir siendo una nación, pero no independiente.

 

 

El modelo de Putin es Bielorrusia, donde no controla un solo centímetro de territorio pero controla a todo su estado. O dicho así: a Putin, menos que la soberanía territorial, interesa la soberanía política de Ucrania. Eso es lo que no han logrado entender los gobernantes europeos ni mucho menos los columnistas “bien pensantes” que presionan a Zelenski a negociar. ¿A negociar qué? ¿el estado de Ucrania? Pero ni el estado de Ucrania ni el de de ningún país del mundo es negociable. Sin ese punto no se entiende nada.

 

 

Concordamos entonces con los politólogos alemanes Gerfried Münkler y Amin Nassehi, cuando afirman que la posibilidad de llevar a Putin a la mesa de negociaciones pasa por derrotarlo militarmente, o en su defecto, por convertir su victoria en algo tan costoso y difícil que al final Putin decida desistir de ella. Algo muy difícil si consideramos que para Putin, Ucrania no es un fin sino un medio en un proyecto que comienza en Ucrania pero va mucho más allá de Ucrania. Afirmación que lleva a a la pregunta: ¿Qué es lo que quiere Putin después de Ucrania? Ese objetivo no es otro -lo ha dicho el mismo Putin- que restituir mediante la guerra al antiguo imperio ruso. En otras palabras: la política internacional de Putin es radicalmente revisionista.

 

 

REVISIONISMO HISTÓRICO Y GEOGRÁFICO

 

 

Revisionismo significa revisar el pasado a fin de reconstruirlo independientemente a los acuerdos establecidos en convenciones internacionales. En el caso particular de Ucrania, Putin cree, como lo demostró su artículo del 2021 (Sobre la unidad histórica de rusos y ucranianos) que Ucrania, el norte de Kazajistán, Bielorrusia y Rusia, poseen una misma raíz étnica (eslava), religiosa (ortodoxia cristiana) y lingüista, proveniente de la antigua Rus. Se trata de una concepción premoderna de nación, similar a la que reclamaba Hitler para la “raza” germánica en su imaginario “espacio vital”. Sobre la base de una mitología, Putin ha elaborado así una nueva narrativa de la geografía y de la historia rusa.

 

 

Desde el punto de vista geográfico, el núcleo central, formado por la resurrección de la antigua Rus, donde él, Putin, ejercería el rol de un nuevo Pedro el Grande (con quien continuamente se compara), deberá ser el eje central de naciones satélites, sobre todo en la región caucásica y en Asia Central. «Eurasia», llama a esa construcción Aleksandr Dugin.

 

 

Desde el punto de vista historiográfico, el pasado reciente que dio origen a Ucrania deberá ser también drásticamente revisado. Por eso, para comenzar, Putin decidió romper nada menos que con un mito fundacional, con el pasado bolchevique que dio origen a la URSS.

 

 

El mito de Lenin como padre totémico de la revolución rusa ha comenzado a ser desmontado. Lenin, según Putin, era un europeísta. Al fundar a la república socialista de Ucrania, arrancó a Ucrania de la Madre Rusia. En cambio, según el discurso ideológico del nuevo totalitarismo, Stalin, al reintegrar violentamente a Ucrania, reconectó a la historia rusa con su pasado zarista.

 

 

Después de un largo interregno post-estalinista, Gorbachov retomó las líneas de Lenin y Trotzki e intentó unir el futuro democrático de la URSS con el de las democracias occidentales. Eso explica la campaña furibunda desatada desde fuentes gubernamentales rusas en contra de Gorbachov, hasta el punto de que incluso a sus funerales le fueron negados honores de estadista. Para Putin, Gorbachov fue el creador de la que él ha considerado “la más grande catástrofe geopolítica del siglo XX”, la disolución del imperio de la URSS. Por el contrario, Putin ha decidido pasar a la historia universal como el creador de la antigua y a la vez de la nueva Rusia.

 

 

Bajo la luz de la nueva Interpretation de la historia, se entiende perfectamente el significado metafísico que tiene para Putin, Ucrania. Sin Ucrania no hay antigua Rus y sin ella Putin no tendría nada que restituir. En ese sentido Putin parece haber ligado su destino personal con su visión de la historia. Ucrania es solo un eslabón en la cadena de un proyecto mundial autocrático

 

 

UN NUEVO PROYECTO AUTOCRÁTICO MUNDIAL

 

 

Sería sin embargo equivocado limitar el proyecto Putin a una simple recuperación de un imaginario pasado. Putin cree ser un político de dimensiones mundiales. Eso significa que el pasado solo le interesa en relación con un futuro, el que, como todo futuro, es, aún más que el pasado, imaginario. Ese futuro, lo ha repetido sin cesar en sus últimas elocuciones, apunta hacia la construcción de un nuevo orden mundial, y de esa construcción, él quiere ser su arquitecto. Un nuevo orden mundial cuyo objetivo será liquidar lo que él llama unilateralismo, vale decir, la dominación de Occidente.

 

 

La invasión a Ucrania es concebida por Putin como el comienzo de una revolución mundial en contra de Occidente, y a ella se unirán las naciones patriarcales y religiosas de Europa, las naciones anti-occidentales del islamismo, los partidos de ultraderecha europeos e incluso los gobiernos y partidos de la ultraizquierda latinoamericana a los que Putin habla con una jerga de tipo castrista, guevarista y chavista (en contra del imperialismo norteamericano y de su «brazo armado», la OTAN)

 

 

Nunca ha dicho Putin con qué economía ni con cuales ideas piensa superar a Occidente. Tanto en la producción de ideas como en su proyección económica, Rusia sigue, y probablemente seguirá siendo, un país atrasado. Solo cabe pensar en que, lo que nunca logrará Putin por medios civilizados, intentará conseguirlo mediante la aplicación sistemática de la fuerza bruta. Putin es el matón de ese barrio llamado mundo. De ahí que, imperiosamente necesita a China (aunque si bien lo pensamos, China no necesita demasiado a Rusia) para llegar a cuestionar lo que el llama dominación económica de Occidente.

 

 

Como sea, Putin, en sus afiebradas ambiciones, ha descubierto la posibilidad de arruinar a Occidente. ¿Cómo? No hay otra respuesta, con lo único que tiene: fuerza militar. Es decir, mediante la prolongación de la guerra, o si se prefiere, mediante una guerra permanente.

 

 

Ignoramos si la destrucción sistemática de Occidente fue la idea originaria que llevó a Putin a invadir a Ucrania o si fue esa invasión la que abrió perspectivas para realizar su objetivo de dominación mundial. Más bien nos inclinamos por la segunda posibilidad. El odio a Occidente manifestado por Putin parece no tener límites, pero al comienzo de la guerra a Ucrania era solo eso: un simple odio-deseo. Tal vez fue el error que lo hizo pensar en una guerra de tres días para ocupar Ucrania, el punto de inflexión que lo llevó a comprender que una prolongación de la guerra podría tener efectos más perjudiciales para los países occidentales -sobre todo para los europeos– que para Rusia.

 

 

De acuerdo a la lógica de Putin, los países europeos son débiles porque son democráticos y son democráticos porque son débiles. Tras años de convivir pacíficamente con Europa, Putin ha captado que gran parte de la estabilidad política de los países europeos reside en el bienestar de sus clases medias. Ahora, si impide ese bienestar -los medios energéticos para hacerlo los tiene- esas clases medias consumistas no tardarán en volverse en contra de sus gobiernos, generando inestabilidad política. Desde esa perspectiva, Ucrania dejaría de ser solo un fin para convertirse -gracias a la prolongación de la guerra- en un medio destinado a demoler las estructuras sociales y políticas europeas.

 

 

De acuerdo a los más probables cálculos de Putin, Rusia, dominada por normas dictatoriales puede permitirse una gran caída económica. Putin, a diferencia de los gobernantes democráticos, no teme a ninguna oposición, y si aparecen opositores, ya sabe como tratarlos: los aplasta en la prisión, o los envenena, o los “suicida”. De modo paradójico, Putin ha logrado convertir a las democracias y al «estado de bienestar» en aliados estratégicos de una guerra dirigida objetivamente a Europa. Su plan parece estar dando resultados, sobre todo en países cuyos gobernantes carecen de liderazgo emocional, como es el caso de la Francia de Macron y de la Alemania de Scholz.

 

 

La presión social sobre los partidos políticos es muy fuerte en los países europeos. Los cada vez menos disimulados llamados a Ucrania a negociar –en verdad, a capitular- no logran ocultar que para los sectores menos politizados de las naciones europeas, Ucrania, y sobre todo, su presidente Zelenski, comienzan a ser vistos como lastres que impiden llevar una vida “normal”. Como dijo el representante del comercio manufacturero alemán, “esta no es nuestra guerra”.

 

 

Los llamados al cese de la ayuda militar serán, y de hecho son, cada vez más estridentes. Y los partidos extremistas, sobre todo los de ultraderecha, aliados confesos de Putin, aumentarán su caudal de votos, si es que no llegan al poder, como ya lo hicieron en Hungría y Serbia. Ya la extrema derecha – no necesariamente putinista – alcanzó el gobierno de Suecia. Otras más putinistas, como la italiana, lo harán pronto. Putin conoce muy bien a sus caballos de Troya. El miedoso gobierno alemán vacila siempre al enviar las armas que solicita con urgencia Ucrania. Pablo Iglesias va mucho más lejos: llama a humillarse en nombre de la paz (que la humillación será ucraniana y no española, no lo dice)

 

 

Imponiendo las condiciones de “su paz”, espera Putin doblegar la voluntad democrática de Europa, erigirse como campeón en una guerra de las civilizaciones, y dictar condiciones a ese otro Occidente, el no europeo, liderado por los EE UU. En las palabras de la recientemente asesinada, la muy putinista intelectual Daria Dugina: “la situación en Ucrania es realmente un ejemplo de un choque de civilizaciones; puede ser vista también como un choque entre una civilización globalista y una civilización euroasiática” (la entrevista a Dugina se encuentra en la revista Geopolitika: http://www.geopolitika.ru)

 

 

Así como Dugina piensa Putin, así piensan también la mayoría de los dictadores, y- hay que decirlo- así piensan también los trumpistas al interior de los EE UU.

 

 

¿LOGRARÁ SUS OBJETIVOS PUTIN?

 

 

Nadie puede negar que Putin tiene buenas cartas. Occidente, claro está, deberá contar con deserciones y divisiones dentro de la UE. Por ejemplo, la Italia de Meloni será celebrada en Moscú como una conquista militar, y las elecciones suecas si bien no ponen en entredicho la entrada de Suecia a la OTAN, dejará fuera del gobierno a los defensores más leales de la UE.

 

 

Cualquiera sea el desnlace de la guerra, una parte de Europa occidental resultará económica y políticamente lesionada. Pero otra parte de Europa, me refiero a naciones que conocieron en su propia piel el terror ruso-soviético, emergerá fortalecida. A esos países pertenece también Ucrania, cada día más ucraniana y cada día menos rusa. Debemos agregar la posibilidad de que si la guerra a Ucrania se alarga más allá de lo presupuestado por Putin (de hecho, esto ya ocurrió) regiones y naciones doblegadas por Rusia en Europa Central y en la zona caucásica, entre otras Azerbaiyán (apoyada por Turquía), Osetia del norte y Abjasia, intentaran buscar vías independentistas.

 

 

Podría entonces suceder que dentro del nuevo orden mundial, su supuesto impulsor, Putin, sea al final el gran perdedor.

 

 

 

 

Fernando Mires

El nuevo orden mundial no está decidido

Posted on: julio 10th, 2022 by Laura Espinoza No Comments

 

Si hay un término en boga en la política internacional, este es: punto de inflexión. Quiere decir, cambio de paradigma, cambio de estrategia, cambio de orientación, en cualquier caso, cambio radical. Ese punto de inflexión se ha hecho presente en las dos grandes conferencias internacionales de junio del 2022: la de la UE y, sobre todo, la de la OTAN. No es casualidad.

 

 

El punto de inflexión puede ser visto como una adecuación a un cambio en la estructura militar y política que ha experimentado el mundo en los dos últimos decenios del siglo XXI. En términos escuetos, las líneas estratégicas aprobadas en la cumbre de la OTAN tienen que ver con ordenamientos generados a nivel global.

 

 

En efecto, hay tres grandes potencias pero esas potencias no son equivalentes. China, Rusia y Occidente. La primera se define en términos económicos y militares. La segunda en términos territoriales y militares. Y la tercera en términos económicos, políticos y militares. En el único punto donde hay equivalencia entonces –y es lo decisivo– es en el militar. De ahí la importancia de la OTAN y su cambio de orientación. Se trata de crear, de acuerdo a las palabras de su presidente Jens Stoltenberg, lineamientos para limitar a las otras dos potencias en el único espacio común a las tres: el militar. Así se explican los objetivos principales del nuevo paradigma de la OTAN.

 

 

Por un lado, Rusia, sobre todo a partir de la invasión a Ucrania, es visto desde la OTAN como el peligro inmediato y por lo tanto, como el principal. Por otro lado, China será considerada como enemigo, solo si logra establecerse una alianza chino-rusa. Ahora, para que esa alianza no tenga lugar, será preciso debilitar al máximo a uno de sus eslabones y el más débil es, por ahora, la Rusia de Putin. Esas son las razones que llevaron a la OTAN no solo a ampliar su magnitud con la incorporación de Finlandia y Suecia sino, además, a fortalecer militarmente su flanco oriental, al mismo tiempo que mantendrá su esfuerzo en el apoyo militar a Ucrania. ¿Significan estos cambios un debilitamiento para Putin como ha sostenido la mayoría de las interpretaciones relativas al cambio estratégico de la OTAN? Aparentemente, sí. Pero también hay motivos para pensar en sentido contrario.

 

 

La tesis que sostiene en tono triunfalista que el punto de inflexión de la OTAN conlleva un duro revés para Putin, parte de la base de que las acciones de Putin en Ucrania, como ha sostenido la «escuela realista norteamericana», después usada por Putin como medio de propaganda, se debe a la ampliación de la OTAN. No obstante ha sido el mismo Putin quien la ha contradicho. Putin ha declarado, y no solo una vez, que para él no es ningún problema que Finlandia y Suecia sean miembros de la OTAN. No hay ningún motivo para contradecirlo.

 

 

Como hemos advertido en otros textos, las intenciones geopolíticas de Putin no se ven resentidas por el hecho de que la OTAN sea más o menos grande. Su objetivo, al menos el inmediato, es reconstituir el espacio originario de la antigua RUS, vale decir, el imperio ruso presoviético. Incluso Putin parece haber renunciado, por lo menos durante la primera etapa de su avance, a la reconquista de los países bálticos, pues esta acción demandaría una reacción de Occidente muy superior a la que ha mostrado frente a Ucrania.

 

 

Putin –lo demostró en el caso de Ucrania donde en meses de guerra ofensiva solo ha logrado hacerse de algunas ciudades en el Donbás– no está en condiciones de hacer la guerra en dos o más frentes a la vez. Su propósito por ahora solo se puede limitar a asegurar la fase de reconsolidación del imperio en la zona por él considerada «natural», a la que, según su mitología, pertenece Ucrania. Después, de acuerdo a las condiciones –parece pensar Putin– verá lo que hace. Por el momento lo decisivo para él es reintegrar a Ucrania, y si eso no es posible, destruirla por completo (evidentemente, lo está haciendo).

 

 

No obstante, hasta ahora su balance es magro: ha anexado a Bielorrusia vía Lukazensko, destruyendo a la sociedad civil de ese país y la guerra en Ucrania está lejos de ser ganada. Moldavia también podría ser anexada aunque para él parece ser una pieza menor.

 

 

En breve, Putin está atascado en el primer escalón de su proyecto imperial. El segundo escalón, ya lo anunció Putin en San Perterburgo, es derrotar a Occidente, entendiendo por ello su debilitamiento político y económico.
La guerra a Ucrania es vista por Putin como un factor decisivo para debilitar militar, política e incluso moralmente, si no a Occidente, por lo menos a su parte europea. Cuenta para ello, así como también contó Stalin, con potenciales aliados intereuropeos, entre ellos la Hungría de Orban, la Turquía de Erdogan, la Serbia de Vučic. Cuenta con las ultraderechas neofascistas que emergen en todos los países de Europa. Cuenta con la posibilidad de una crisis económica inducida por la guerra que, según sus cálculos podría derrumbar a las economías europeas, desatando descontentos sociales y debilitando gobiernos.

 

 

Cuenta con los efectos del hambre mundial provocada por sus bloqueos militares y por la crisis energética la que multiplicará a las masas migratorias, sobre todo a las provenientes de África. Y, no hay que olvidar, cuenta con la posibilidad de que en el 2024 triunfe en los EE UU la alternativa nacional-populista de Trump, quien en aras de la recuperación económica de su nación podría ofrecer a Putin todo el espacio euroasiático para que haga allí lo que más le convenga. En pocas palabras, Putin cuenta con un tiempo cuyos vientos, según sus meteorólogos políticos, soplan a favor.

 

 

Putin ya declaró en el congreso internacional de dictaduras que tuvo lugar en San Petersburgo que la guerra en Ucrania es solo el comienzo de una cruzada en contra de Occidente. En el marco de esa guerra Putin intentaría –de hecho lo está intentando– convertirse en la vanguardia político-militar de todas las naciones autocráticas, dictatoriales y por lo mismo, antioccidentales de la tierra. El antiguo sueño de Stalin, la capitulación de la Europa democrática, quiere convertirlo en realidad, pero bajo otras formas y mediante otros métodos.

 

 

Reconstituir a la antigua Rusia significaría en su afiebrada pero no imposible utopía, convertir a Rusia en el eje central de un nuevo continente llamado Eurasia. Y bien, para cumplir ese objetivo, ya ha dado los primeros pasos. Justamente en los días en que tenían lugar las conferencias de la UE y de la OTAN, Putin emprendió un viaje hacia naciones en vías de ser dominadas por Rusia.

 

 

A algunos observadores pareció solo un intento para demostrar a Occidente la extensión y solidez de su zona de influencia territorial. Pero a Putin no interesan los espectáculos mediales. Todo lo que hace, lo hace de acuerdo a un fin, muchas veces oculto. Y en este caso, más que una demostración de fuerza lo que más interesaba al dictador era asegurar su frente interior en aras de una expansión que escapa al área de competencia militar occidental: hacia la región caucásica y en Asia Central.

 

 

Veamos los países que Putin visitó: en primer lugar Tayikistán, donde posee fuertes conexiones económicas y diversas bases militares. Tayikistán además mantiene relaciones económicas y religiosas con los talibanes de Afganistán quienes, necesitados de asistencia material no dudarían en vincularse al imperio ruso bajo la condición de que le sean respetadas su soberanía, sus tradiciones y su orden religioso. No deja de ser sintomático que después del terremoto, Afganistán pidiera ayuda a Occidente, y luego del viaje de Putin, la rechazara sin dar explicaciones.

 

 

La segunda estación del periplo de Putin fue su visita a los gobiernos de Kazajstán, Kirguistán, Turkmenistán, Uzbekistán, la mayoría de ellos de orientación islamista. Acercamiento interesante: en la histórica asamblea de la ONU donde Rusia fuera condenado por 141 votos, ninguno de esos gobiernos votó a favor de Rusia. La mayoría se abstuvo. Fue un aviso a Putin de que ninguno de esos países quiere correr la suerte de Chechenia y Ucrania. Pero a Putin tampoco interesa por el momento anexar a esas naciones. Lo importante para él es incorporarlas a una línea estratégica común: la lucha en contra de ese Occidente poblado por infieles antiislámicos. Su objetivo ya declarado es ir formando un frente de naciones antioccidentales, sean ortodoxas o musulmanas.

 

 

Ya ejerce control sobre Siria, a la que ha convertido en colonia, del mismo modo como busca con denuedo una alianza más estrecha con Irán, vale decir una alianza de la civilización ortodoxa con la civilización islámica en contra de la «obscena» civilización occidental, algo que ni siquiera pasó por la cabeza de Samuel Hungtinton.

 

 

Ahora bien, en el cumplimiento de ese proyecto, la OTAN quedaría totalmente fuera del juego. Al fin, no es su espacio de guerra. La divisa de la OTAN, en términos elementales, parece ser la siguiente: «A Rusia no pertenece ningún país europeo. Si quiere aumentar su territorio, que vaya a otras partes».

 

 

Por cierto, conformar esa enorme alianza antioccidental exigiría un alto precio: la incorporación de China como potencia económica. Rusia pondría a disposición del proyecto chino de dominación económica mundial, sus fuentes energéticas, gas, petróleo y sus ejércitos. China, su capital y sus mercados.

 

 

En esa proyección, el mundo, según Putin, quedaría sometido a la dominación económica de China y a la militar de Rusia. ¿Un nuevo orden mundial? Si es que queremos, usemos ese nombre.

 

 

Pero todo ese, para Occidente tenebroso proyecto, puede ser realizado solo bajo una condición, y es la siguiente: que Occidente permaneciera impávido e inmóvil. No obstante, ese tampoco será el caso.

 

 

Es cierto que la nueva estrategia de la OTAN tiene por el momento un objetivo estrictamente defensivo. Mediante la incorporación de Finlandia y Suecia, más otras naciones que vendrán, se trata de tender una línea demarcatoria vedada a la expansión rusa. Un “no pasarán” territorial y militar.

 

 

Probablemente el Kremlin computa que en Occidente habrá deserciones, vacilaciones y caída de gobiernos democráticos. Y claro, seguramente habrá un poco de todo eso. No hay nada más inestable que una democracia en tiempos de crisis económica o guerra, y más todavía si estas dos catástrofes aparecen al unísono. Pero, a la vez, Occidente también confía en que las alianzas internacionales de Putin, sobre todo con una Rusia empobrecida por la guerra, no sean tan estables como a primera vista aparecen. Mientras la gran mayoría de los habitantes sometidos al imperio ruso o chino anhelan vivir como en Occidente, muy pocos en Occidente, aunque se declaren antinorteamericanos, quieren vivir como rusos o como chinos.

 

 

Competir económicamente con China en los mercados mundiales y a la vez guerrear con Rusia en espacios territoriales sería por cierto una tarea titánica. No obstante, la democracia política tiene una ventaja que no poseen los órdenes autocráticos antioccidentales. La democracia no solo es una forma de gobierno ni solo un modo de vida, es también, aunque a muchos parezca extraño, una fuerza económica.

 

La democracia, para serlo, supone la valoración del ser humano, y esa valoración supone a su vez aumentar el capital de todos los capitales habidos y por haber: la inteligencia de la inventiva. Inteligencia que no solo lleva a pensar filosóficamente sino también a recorrer el mundo de las ciencias. En otras palabras, Occidente dispone de una capacidad de creación que no puede desarrollarse plenamente bajo el peso de los estados dictatoriales.

 

 

La gran capacidad económica china tiene como fundamento los bajos precios salariales y una tecnología imitativa de la originaria, que es predominantemente occidental. Rusia, bajo Putin ha llegado a convertirse en un gigante militar, pero económicamente está condenado a subordinarse a China o a Occidente. Tanto China como Rusia podrían tener, sin duda, las mismas o mejores capacidades creadoras. Pero para que eso ocurra deberían ser liberadas fuerzas productivas de las que el capital humano es su fuente originaria. Eso supondría liberar al ser humano de yugos estatales, autocráticos y dictatoriales. En otras palabras, ambas naciones deberían negarse a sí mismas como dictaduras o autocracias. Algo que por el momento está muy lejos de ser posible.

 

 

Quizás pensando así fue que, en un día de rara inspiración, Joe Biden declaró que la gran contradicción de nuestro tiempo es la que se da entre democracias y autocracias. No sabemos si Biden se dio cuenta de la tremenda verdad que dijo. Pues esa verdad implica, entre otras cosas, situar a la guerra y a la economía bajo la hegemonía de la política (autocracias y democracias son ordenes políticos, no económicos ni militares) Una verdad en fin que no solo deberá realizarse al exterior sino al interior de cada nación.

 

 

Occidente saldrá lesionado de la guerra de Ucrania, no hay dudas. Pero también podría suceder que Rusia tampoco salga fortalecida y su alianza con China sea dificultada, entre otras razones, por la decisión de la OTAN de no solo invertir esfuerzos en el espacio Atlántico Norte, sino también en dirección del Pacífico Sur. Por eso fue muy importante que por primera vez hubieran asistido a la cumbre de la OTAN países cooperantes que no forman parte del tratado originario cono son Corea del Sur, Japón, Nueva Zelandia y Australia. De esa nueva orientación tiene que haber tomado nota Xi Jinping y su comité central.

 

 

La OTAN ha entrado definitivamente en la tercera fase de su historia. En la primera sirvió de protección en contra del avance de la URSS. En la segunda fue embarcada en una guerra difusa y sórdida en contra de un terrorismo internacional que no conoce patrias. En la tercera, la que recién comienza, ya ha decidido a servir de muro de contención en contra de la Rusia imperial de Putin para luego convertirse en la organización militar de todas las democracias occidentales.

 

 

Si Occidente lograra convencer a China que una guerra comercial y financiera pero no militar puede ser más rentable que una guerra militar a la que sería arrastrada por Rusia, sería un gran éxito político. Naturalmente, en ese caso Occidente, particularmente los EE UU, deberán hacer concesiones económicas a China. Pero así y todo ese sería un precio módico a pagar si se trata de evitar una maligna alianza antioccidental de carácter militar entre Rusia y China.

 

 

Si esa alianza fracasó entre la URSS y la China de Mao, no hay motivos para que esta vez tenga éxito. La tarea de Occidente no debe ser en ningún caso provocar a, sino negociar con China. Rusia, sin China, sería solo un gigante militar subdesarrollado, destinado a sucumbir por tercera vez bajo el peso de su propia historia.

 

 

En fin, el tan cacareado nuevo orden mundial no está todavía constituido. Como todo en esta vida, será configurado en el cada día, allí donde las contingencias suelen primar más que pronósticos basados en lógicas deterministas. Hay que prever y priorizar, claro está. Pero más no se puede.

 

Por el momento solo sabemos que Rusia es el enemigo principal y China el enemigo posible. De ahí que el próximo encuentro que tendrá lugar entre Xi Jinping y Biden será de importancia fundamental para el curso de la historia del siglo XXl.

 

 

El mundo no depende solo de los misiles sino también de las palabras. Eso lo supieron en su tiempo Churchill y Stalin (podríamos decir también Kissinger y Mao Zedong) cuando, amenazados por un mismo peligro, abandonaron por un instante sus miedos y sus odios, y se dispusieron a conversar.

 

 

Fernando Mires

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS,  Político,

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Colombia: Choque de trenes

Posted on: junio 6th, 2022 by Laura Espinoza No Comments

 

 

Populismo contra populismo en América Latina. El caso de las elecciones colombianas.

 

 

He escrito en otras ocasiones que las coordenadas clásicas -las que hasta ahora nos han permitido caracterizar las representaciones políticas, me refiero principalmente al eje izquierda derecha- han perdido validez universal. Pero eso no impide seguir usándolas como guías para entender las relaciones políticas que se dan en diferentes países, sobre todo en el mundo occidental (incluyendo en ese mundo a América Latina)

 

 

En el mundo no occidental, pensemos en el islámico, en el asiático, o en dos potencias mundiales como China y Rusia, nadie habla ya de izquierdas ni de derechas. El caso de la Rusia de Putin es clarísimo. Para muchos occidentales Putin pertenece a la ultraderecha fascista, para otros a la ultraizquierda stalinista, para unos no es ninguna de las dos cosas y para varios –entre los que me cuento- es las dos cosas a la vez.

 

 

Entonces, cuando decimos que el eje izquierda-derecha ha perdido validez universal no quiere decir que no podamos aplicarlo como norma regulativa en países que continúan regidos de acuerdo a los parámetros políticos tradicionales. Así lo han demostrado las recientes elecciones en Colombia.

 

 

En la segunda vuelta se enfrentará la izquierda contra la derecha. Los periódicos de izquierda agregan, Gustavo Petro enfrentará al populista Rodolfo Hernández. Los de derecha agregan lo mismo pero al revés: Hernández enfrentará al populista Petro. Para un observador no comprometido con ninguna de las dos opciones, la conclusión es llana. En Colombia tendrá lugar un choque de trenes entre un populismo de izquierda y un populismo de derecha.

 

 

El solo hecho de recurrir al concepto populismo no como caracterización sino como epíteto por ambos contendientes, nos da a entender que algo ha cambiado en el modo de entender la política. Parece ser lo siguiente: lo que vive Colombia en estos momentos no es una confrontación de dos clases sino una confrontación de dos masas. Eso quiere decir, masas populistas siguen a un candidato al que llaman de derecha, y a otro al que llaman de izquierda.

 

 

Sin intentar esta vez definir acuciosamente al populismo, me limitaré en estas líneas a afirmar una verdad de pero-grullo. Es la siguiente: sin masas no hay populismo. El populismo es, o ha llegado a ser, la norma predominante de la política en la llamada sociedad de masas, y eso no solo vale para Colombia, también para otros países del subcontinente. Pienso además de Colombia, en las recientes elecciones de Perú y Chile.

 

 

Sea en el enfrentamiento entre Fujimori (hija) y Castillo, sea entre Boric y Kast, y ahora, entre Petro y Hernández, la primera impresión es que en esos tres países (y probablemente en otros) tiene lugar una polarización que separa dos discursos corporizados en candidatos de izquierda y de derecha pero que a la vez representan a grandes masas electorales. Eso quiere decir que estamos frente a una situación en donde los extremos son mayoritarios y no minoritarios, como en el pasado reciente. Los miserables resultados alcanzados por candidatos centristas como Provoste en Chile o Fajardo en Colombia, así lo demuestran. La tendencia predominante no es la del avance de las nuevas derechas o de las nuevas izquierdas, sino el avance simultáneo de una izquierda de masas y una derecha de masas. Y aquí está el peligro: en el choque de los dos trenes.

 

 

La disolución de las clases en las masas, preámbulo de la ruina de las democracias según Hannah Arendt, hace muy difícil que el candidato vencedor represente a un sector social hegemónico o predominante, hecho que su vez lleva a la autonomización del líder en su función presidencial. En este caso me estoy refiriendo directamente a la la filiación que se da entre populismo de masas y autoritarismo estatal.

 

 

Los populismos, sean de derecha o izquierda, cuando son gobiernos tienden a adquirir un carácter unipersonal y luego autoritario, lo que en América Latina se ha visto fortalecido por el desmedido peso del ejecutivo sobre el legislativo que prima en la mayoría de las constituciones de sus países. Esta es al menos la experiencia histórica que conocemos. Pues así como no hay populismo sin masas, no hay populismo sin líder. Un líder que no es el líder de una izquierda, o de una derecha, sino de un conjunto de izquierdas y de un conjunto de derecha fragmentadas, es lo que están mostrando las últimas elecciones latinoamericanas. El autoritarismo es la secuela política de la crisis de representación política y el populismo es su estación intermedia.

 

 

Ahora, si observamos la composición interna de los frentes de izquierda y derecha en Colombia, podríamos concluir en que el choque de trenes entre dos extremos de masas que tendrá lugar en las elecciones finales, no es demasiado diferente al que se ha dado en otros países latinoamericanos. El balotaje colombiano puede ser visto así como una réplica colombiana de un fenómeno continental.

 

 

En el lado izquierdo, el Pacto Histórico. En sentido literal, un pacto entre diversas versiones de la izquierda girando en torno a la figura integradora de Gustavo Petro. Dentro de ese pacto caben los residuos ideológicos de las antiguas izquierdas de la Guerra Fría, en sus diferentes versiones. Muy minoritarios sí, pero con una formación dogmática que le permite en ocasiones dar forma retórica a los proyectos políticos. En segundo lugar, una izquierda violenta, en Colombia más organizada que en otros países debido a la larga tradición de lucha armada que ha acosado a esa nación. En tercer lugar, una izquierda identitaria, donde predominan las demandas sexuales o de género, las indigenistas (más fuertes en Chile y en Perú) y en un lugar más alejado, las ecologistas. En breve, una izquierda tridimensional.

 

 

Petro es el candidato adecuado del pacto inter-izquierdista colombiano. Perteneció a la izquierda dogmática, a la izquierda violenta y ha integrado como posible vicepresidente a la candidatura feminista de Francia Márquez. Pero más: dentro de esa izquierda predominan las tendencias extremas lo que de hecho presenta un problema a la hora de ejercer gobernabilidad sobre la base de un estado de derecho.

 

 

Si llega a ser presidente, lo más probable es que Petro sea confrontado con el mismo problema que hoy viven Castillo y Boric. El primero, Castillo, se lo ha pasado tratando de demostrar que no es una versión peruana de Evo Morales, e intenta ajustarse a las reglas y a las normas institucionales, frente a una derecha rabiosa, intolerante, racista e implacable, como es la peruana. Boric a su vez, ha demostrado ser más democrático que los contingentes políticos de donde proviene, lo que lo ha llevado a distanciarse de los comunistas y de la izquierda populista e incluso de la tendencia identitaria indigenista. En cierto modo Boric busca implementar una política de centro -izquierda, lo que no es posible sin arriesgar serias divisiones en el campo de la izquierda dura y pura. Sus distanciamientos con los gobiernos de Ortega y Maduro, su condena a la Rusia putinista, su tono ponderado, han generado malestar entre las bases comunistas, violentistas, y populistas que lo catapultaron al gobierno. Si en el plebiscito de septiembre que lleva al “apruebo” o al “rechazo” de la nueva constitución, triunfa la opción “rechazo”, la derecha lo endosará a la cuenta de Boric quien se verá presionado a gobernar más con el centro que con la izquierda. Ante una eventual derrota del “apruebo” Boric estaría obligado a mover los punteros del reloj hacia el centro y convertirse en lo que probablemente quiere ser, un presidente de la centro izquierda chilena.

 

 

Pero volvamos a Colombia.

 

 

Frente al populismo de izquierda colombiano ha tomado repentina forma una suerte de populismo de derecha representado en la figura del empresario Rodolfo Hernández, llamado por la prensa el Donald Trump colombiano. Un sobrenombre nada inadecuado, como tampoco lo fue haber llamado a Bolsonaro, el Trump brasileño.

 

 

Hernández ha sido bautizado también como el outsider, debido a la inesperada votación alcanzada. Probablemente sea un outsider en Colombia. En el contexto latinoamericano, e incluso, más allá de América Latina no lo es. Hernández es más bien el representante de un nuevo tipo de derecha a la que podríamos llamar derecha populista, o derecha de masas. Liderando a esa nueva derecha, Hernández obtuvo una victoria doble en la primera vuelta. La primera: llegar a situarse como el ganador de la derecha. La segunda: a mi juicio la más importante, haber desplazado de la segunda vuelta al candidato de Uribe y del uribismo.

 

 

Hoy Hernández y no Federico Gutiérrez es el candidato de Uribe, lo que ha hecho pensar a muchos de modo errado que Hernández será ahora el hombre de Uribe, algo que pareció verse confirmado por el automático apoyo post-electoral de Gutiérrez a Hernández. Una mirada atenta al programa y al discurso d Hernández puede, sin embargo, llevar a una deducción distinta. No Hernández se ha integrado al uribismo sino el uribismo se ha integrado al movimiento electoral encabezado por Hernández. ¿Cuál es la diferencia? La siguiente: Uribe y el uribismo son partes constitutivas de la clase política colombiana. La candidatura de Hernández, en cambio, ha sido levantada en contra de la clase política colombiana a la que pertenecen Uribe y el mismo Petro. Hernández, desde esa perspectiva, no es el representante de una derecha tradicional colombiana, orgullosa de su pasado agrario y señorial, y convertida por fuerza de las circunstancias en uribista. La de Hernández es una derecha plebeya, surgida como reacción en contra de la amenaza de una izquierda revolucionaria, pero a la vez en contra de la democracia liberal que permitió la existencia de esa amenaza. Es una derecha, llamémosla con comillas, “revolucionara” y, tal vez por eso mismo, populista.

 

 

El discurso de Hernández es casi el mismo que el de Bolsonaro, Kast, K. Fujimori, Bukele, Trump, y en Europa, podemos situarlo muy cerca del nacional-populismo de Le Pen, de Salvini, de Abascal y de Orban. Una derecha, a la que, si el término no hubiera sido tan mal usado, podríamos calificar sin problemas como fascista, o por lo menos fascistoide. El llamado a terminar contra la corrupción – nudo de su oratoria – está dirigido en contra de toda la clase política. El centro hegemónico de su movimiento no reside en una clásica oligarquía de derecha, conservadora y cristiana, sino en un empresariado nacional que rinde culto a la riqueza y a la meritocracia. Su dura oposición a todo lo que sea izquierda le ha granjeado además el apoyo de sectores medios temerosos frente a una eventual “venezonalización de Colombia”, y sus ataques a las elites políticas y culturales es compartida por el resentimiento social, muchas veces justificado, de vastos sectores populares. El mensaje de la segunda vuelta de Hernández apuntará a ese enorme océano de personas que no votaron en la primera vuelta, muchos desencantados por la política y por lo políticos.

 

 

No está escrito por cierto que Hernández ganará las elecciones. Lo único seguro por ahora es que serán estrechísimas. Pero gane o pierda, ya el síndrome Hernández, el de la política de la anti-política, ha aparecido sobre la superficie colombiana.

 

 

Alguna vez deberemos darnos cuenta: la democracia, no la democracia liberal, sino la democracia a secas, se encuentra amenazada, no solo en América Latina, por la emergencia de una nueva derecha extremista y de masas a la vez. Proyectos como los de Petro (o Boric, o Castillo, o Lula), todos polarizadores, no parecen ser los más adecuados para detenerla. Más bien garantizan futuros choque de trenes.

 

 

Extremos mayoritarios, populismos contra populismos, masas contra masas, son cimientes desde donde emergen gobiernos fuertes, autocracias y dictaduras. Ojalá eso no suceda. Que Dios me oiga y el diablo se haga el sordo.Choque

 

 

Fernando Mires