Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced el bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen (Mateo 5:44-48)
Si alguien te pega en una mejilla, ofrécele también la otra; y si alguien te quita la capa, déjale también que se lleve tu camisa (Lucas 6:29)
El segundo es: “Ama a tu prójimo como a ti mismo”. No hay mandamiento más importantes que estos. (Marcos 12:31)
Todas estas palabras bíblicas, y otras parecidas, parecen a primera vista marcar la diferencia entre el ser religioso con el ser político. En efecto; un político que pone la otra mejilla al agresor y ama al que lo insulta como si fuera uno mismo, no vive en este mundo. Luego, no puede ser un político. Incluso, un ciudadano corriente, al asumir tal conducta, se expondría al escarnio público. A Jesús, en su Sermón de la Montaña, parece que se le pasó la mano, podríamos decir quienes por emitir nuestras opiniones somos cada cierto tiempo objeto de agresión.
Sin embargo, hay dos modos de leer las palabras bíblicas: O en un sentido literal o en un sentido poético (metafórico o metonímico)
La verdad no es literal
Leer la Biblia en un sentido literal es, seguro, el mejor método para no entender la Biblia. Solo fanáticos, en general los fundamentalistas, apelan a la literalidad bíblica. Sin embargo, supongamos por un momento que los literalistas tienen razón. Aún así habría que convenir en que si la verdad de la Biblia fuese literal, solo correspondería con la literalidad de los tiempos en que fue escrita. Cada época crea sus propios significados y, por lo mismo, sus propios significantes. Eso lo sabe cualquiera, menos los fundamentalistas.
Podría ser también que los fundamentalistas estén interesados en que la Biblia no se entienda. El motivo estaría claro; si la Biblia fuera leída de modo no literal, dejaría de contener misterios, y sin misterios, los hermenéuticos oficiales perderían todo su poder. Ahora, si lo dicho es válido para el llamado Antiguo Testamento con mucha razón ha de serlo para el breve Nuevo Testamento, el de los cristianos, sobre todo si pensamos en que las palabras de Jesús estaban impregnadas por el modo de ser y de pensar, no solo de los judíos, sino también de los antiguos griegos. Y si hay algo que es muy griego –o si se prefiere, muy grecolatino- es el arte del debate.
Leyendo a Jesús a través de los cuatro evangelios vemos que no solo profetiza y dictamina. Además, y con mucha pasión, discute. Jesús era sin dudas un consumado polemista. Por de pronto, no predicaba nunca con un libro en la mano. Nunca tampoco –al igual que su precursor de cuatro siglos atrás, Sócrates- escribió una palabra de las que dijo. Y no por último, no vaciló en agredir públicamente a los escribas, verdaderos profesionales de la fe. Razón de más para que nosotros, cuando leemos a los evangelistas, tenemos que no solo leerlos, también discutirlos para después interpretarlos.
Pero no solo los neo-escribas o los fanáticos fundamentalistas, al ser literales, no han sabido entender a Jesús. En el mismo error incurrió quien sigue siendo considerado el Papa de la moderna Sociología. Sí, me estoy refiriendo a Max Weber cuando, en su clásico Política como Profesión, aducía que no podemos hacer política basándonos en el Sermón de la Montaña. Lo que es cierto, pero no por las razones que entrega Weber.
Según Weber, poner la otra mejilla cuando eres golpeado en una, no sirve para la política. Eso también es cierto. Pero solo es cierto si leemos el Sermón en un sentido literal. En sentido no-literal Jesús se refería evidentemente a otra actitud, y es la siguiente: no sigas la lógica de tu enemigo pues si la sigues, haces el juego del enemigo. O en palabras algo más modernas: al enemigo que te agrede debes cambiarle las reglas del juego. Eso quiere decir: Si tu enemigo usa un lenguaje procaz y respondes de un modo culto y civilizado, el enemigo queda desarmado ante los demás. La no-violencia -sobre todo cuando es aplicada al lenguaje- suele ser también un instrumento de lucha en la contienda política. El dulce Sócrates, recordemos, hacía temblar a los más fieros generales, entre ellos a Alcibiades, quien, según Platón, terminó amándolo.
El amor y el respeto
¿Pero no nos exige Jesús amar a nuestros enemigos? Literalmente, sí. Aunque de modo no literal tenemos que preguntarnos que significaba amar en los tiempos de Jesús. Seguramente algo muy distinto a lo que ahora entendemos por amor, palabra que alcanzó su apogeo recién durante el periodo del romanticismo europeo. En sentido griego y judío, amar era una palabra equivalente con la que ahora entendemos por respeto, aprendemos de Richard Sennett en su sugestivo libro titulado precisamente Respect. Y ese respeto (amor) al que seguramente aludía Jesús, es fundamental para el ejercicio de la vida política. Al enemigo no se le ama, pero sí se le respeta, parece ser una condición (no siempre cumplida) de la vida política.
Al enemigo podemos putearlo en privado, pero si lo hacemos en la vía pública –que es la vía política– como lo hizo el mismo Jesús con los mercaderes del templo, podemos ir a parar a la cárcel. Pero igual, nótese: Jesús dijo “amar nuestros enemigos” con lo que de hecho no prohibía tener enemigos. Y tenía razón: Si no fuera por la enemistad, no podría existir la amistad.
Amistad y enemistad son dos formas de relacionarnos en la escena pública. La enemistad, al igual que la amistad, conforman una relación. Y toda relación es un vínculo que nos aproxima a otro y lo convierte en un próximo (prójimo) sea positivo o negativo.
En política, el próximo no solo es quien está cerca en el espacio, sino también en el tiempo. Si digo por ejemplo, Putin es un asesino, me aproximo a su persona y lo califico como un prójimo al que, por razones muy humanas, detesto. No cualquiera merece el título de enemigo. Seguramente los gobernantes europeos piensan lo mismo; la diferencia es que no lo pueden decir en voz alta pues Putin, aunque no se considere europeo, es parte de la historia de Europa. Pero Biden no tuvo pelos en la lengua cuando dijo: Putin es un asesino. Biden pudo decirlo: al fin él vive en otro continente. Para él, Putin es un enemigo en el tiempo; no en el espacio.
Enemigos políticos y enemigos de la política
Sea en el tiempo o en el espacio, la política supone la existencia de un campo marcado por dos o más enemigos. Precisamente por eso nació la política. Si todos fuéramos amigos, la política estaría de más. La política, por el contrario, surgió de la necesidad de seguir odiándonos sin matarnos, principio hobbesiano cuyo fondo se deja explicar si uno echa una mirada a las redes digitales. En Tuiter -hoy X- por ejemplo, la gente de izquierda y la gente de derecha se dicen de todo. Pero no se matan entre sí; y eso es bueno. En cambio, en algunas calles de Alemania, gentuza de ultraderecha, afines a la neo-fascista AfD, se ha dedicado a golpear a candidatos socialdemócratas y verdes que optan al parlamento europeo. Esa no es una agresión a la izquierda, como anuncian algunos titulares. Esa es una agresión al orden democrático continental; una minicopia nacional de lo que ha hecho Putin a nivel internacional: invadir a una nación independiente, reconocida como tal por la mayoría de las naciones que constituyen la ONU y asesinar a miles de ucranianos solo porque son ucranianos. Estos ejemplos nos sirven para hacer una diferencia que en este texto consideramos fundamental. La de los enemigos políticos y la de los enemigos de la política.
Desde la fundación de la Convención Nacional en Francia (19 de septiembre de 1793), de acuerdo a la repartición geométrica de los asientos para los delegados políticos, la demarcatoria predominante ha sido la constituida por la relación negativa que se da entre “izquierda y derecha”. Por su utilidad regulativa, esa diferencia se ha mantenido a través del tiempo, aunque los contenidos y formas han variado sustancialmente.
Ayer la izquierda predominante era jacobina, después fue bolchevique, revolucionaria, populista, tercermundista. Hoy la izquierda predominante a nivel mundial es social democrática, liberal, ecologista, feminista, plurisexual. Ambos momentos a su vez coexisten con otra izquierda que reivindica valores extremadamente autoritarios de las antiguas derechas, entre ellas las latinoamericanas de Maduro, Ortega, Xiomara Castro, Díaz Canel.
Naturalmente no existen izquierdas ni derechas químicamente puras. Gobiernos como los de Boric en Chile o Petro en Colombia articulan conglomerados de izquierda cuya hegemonía interna no ha sido totalmente definida. Dicho muy entre nosotros, a esas izquierdas las veo más bien como una transición hacia una nueva forma de izquierda cuyos perfiles no sé precisar todavía. Ahora bien, en las derechas se observa una similar mutación, pero exactamente al revés.
Ayer “la” derecha era oligárquica, terrateniente, religiosa, patriarcal, autoritaria. Hoy en cambio está surgiendo una derecha de masas, plebeya, populista, neoliberal y libertaria, e incluso anarquista, representada no solo por los adalides del orden y de la tradición, sino por advenedizos plebeyos como Trump, Milei, Le Pen, Abascal, Bukele, Salvini, Orban, Wilders, y varios más. Al llegar a este punto, cabe la pregunta. De todas estas izquierdas y derechas de ayer y de hoy ¿cuál es la más política?
La respuesta es, todas. Todas siempre y cuando formen parte del sistema político nacional, es decir, bajo la condición de que constituyan sus relaciones de enemistad y amistad dentro de un orden institucional y constitucional, ya sea republicano, ya sea democrático.
Hoy la derecha, no la tradicional, sino la derecha revolucionaria populista y de masas, ha hecho sonar todas las alarmas europeas. Las próximas elecciones del Parlamento Europeo darán cuenta de este paulatino avance, y muy pronto Europa amanecerá mucho más derechista que ayer. Probablemente en los próximos años aparecerán nuevos gobiernos de ultraderecha apoyados por sectores que no solo están en contra de la izquierda sino en contra del orden político hasta ahora vigente. ¿Lograrán los revolucionarios de ultraderecha lo que en el pasado reciente no lograron los revolucionarios de la ultraizquierda, vale decir, subvertir el orden democrático? ¿Se convertirá el trumpismo en un movimiento internacional? ¿O deberán los gobiernos de ultraderecha gobernar sobre un sistema de concesiones que logrará transformarlos en partidos socialderechistas como fue el caso de las, originariamente marxistas, socialdemocracias europeas? ¿O surgirá una nueva izquierda democrática sobre la base de los movimientos ecologistas y de género? Nadie que no sea un aventurero mental podría dar respuesta inmediata a estas preguntas. Probablemente, como suele suceder, tendremos de todo un poco.
Como sea, de acuerdo al sentido actual de la palabra amor, en la vida política que se avecina no será necesario (afortunadamente) amar a ningún enemigo. A algunos, los que saben que habitan sobre un mismo suelo y bajo un mismo techo, no les quedará más alternativa que combatirse, pero con respeto, si no hacia ellos, a la Constitución y a sus leyes. Los que están al otro lado, fuera de las relaciones de amistad y enemistad que son tejidas día a día en el telar de la política, me refiero, no a los enemigos políticos, sino a los enemigos de la política, habrá que combatirlos, y que me perdone Jesús, sin ningún respeto.
Alguien muy cercano me preguntó hace un par de horas por qué al escribir no hice la distinción que gustaba hacer al presidente Salvador Allende, a saber, entre enemigos y adversarios. Sí, lo pensé, fue mi respuesta. El problema es que la palabra adversario es algo deportiva. La palabra enemigo, en cambio, es trágica. Trágica como es la política: tan cerca de la guerra, tan lejos del amor.
Fernando Mires