Ucrania: Política y moral 

Posted on: abril 20th, 2022 by Laura Espinoza No Comments

 

 

Conmoción produjo en los medios de comunicación alemana el hecho de que el Presidente Zelenski de Ucrania no hubiera admitido la participación del presidente de Alemania, Frank-Walter Steinmeier, en la comitiva visitante formada por Polonia y los tres países bálticos. El hecho de que el presidente alemán hubiese sido “irrespetado” desde Kiev, no fue precisamente –según gran parte de la prensa alemana- una demostración de tacto diplomático. Tampoco las razones aducidas. Steinmeier, afirman los críticos de Zelenski, ya se había disculpado públicamente de su larga participación en el proyecto Gasprom-2 que llevaría a Alemania a una ominosa dependencia estratégica con respecto a la Rusia de Putin.

 

 

Nadie puede arrogarse el derecho a repartir culpabilidades por hechos ocurridos en el pasado, aunque estos hubiesen incidido en el presente. Nadie sabe tampoco hacia dónde conducirán los sucesos de hoy. Nadie, en fin, puede ser declarado responsable por lo que no ha previsto. El camino que conduce al infierno está sembrado de buenas intenciones, ha demostrado ser un dicho muy sabio.

 

 

Por los motivos expuestos, no parece entonces fuera de órbita pensar en que lo sucedido no fue una consecuencia de la actitud exageradamente condescendiente que mantuvo el presidente Steinmeier durante más de veinte años con la Rusia de Putin, sino de razones más recientes. Una pista nos la dio el mismo Zelenski al señalar que él estaría muy contento de recibir en Kiev al canciller Scholz. Evidentemente, no se trata de una preferencia personal de Zelenski por Scholz. O de una animosidad también personal en contra de Steinmeier. Después de todo, Scholz y Steinmeier pertenecen al mismo partido. Las implicaciones en los negocios del gas entre Rusia y Alemania comprometen no solo al actual presidente, también a una cantidad de funcionarios socialdemócratas y democristianos, comenzado por el propio ex canciller Gerhard Schöeder (hoy afincado en Moscú) y quizás al mismo Olaf Scholz. Podemos pensar así que para Zelenski, más gravitantes que los acontecimientos del pasado, son las actuaciones recientes de la clase política alemana a la que Steinmeier representa. Y entre ellas, la más grave es la de no haber apoyado desde un comienzo y de un modo contundente a la lucha de liberación nacional que libran los patriotas ucranianos en contra del invasor ruso.

 

 

Basta decir que en materia de envío de armas a Ucrania, Alemania figura en el quinto lugar, posición muy penosa para un país considerado como la primera potencia de Europa. La ayuda de Alemania, comparada con la de otros países europeos, ha sido tardía, indecisa, y lenta. Eso lo dicen abiertamente los políticos europeos. De ahí que, probablemente, al no aceptar la presencia de Steinmeier y sí la de Scholz, Zelenski intentó hacer una diferencia simbólica que, evidentemente, no entendió la clase política y mucho menos la prensa alemana. Esa diferencia deriva de las distintas funciones que cumplen Steinmeier y Scholz.

 

 

Mientras Steinmeier representaría a la autoridad moral del Estado, Scholz, en tanto canciller, representa a la autoridad política. Como es obvio, Zelenski está obligado a mantener relaciones políticas con el gobierno alemán. No así con su representación moral. Traduciendo la simbología de Zelenski a un lenguaje político, podemos decir que el presidente ucraniano intentó hacer una separación entre la Alemania moral y la Alemania política. Hilando más fino, Zelenski habría querido demostrar que, en el caso de Alemania, la moral y la política no caminan tomadas de la mano o, lo que es parecido: que hay una disociación entre moral y política no advertida en los burocratizados círculos de poder alemán.

 

 

Esa disociación entre política y moral a la que apunta Zelenski es grave, y lo es tanto para la política como para la moral. Cerrar esa disociación es, en consecuencia, uno de los imperativos categóricos para la realización de una buena política y de una buena moral. Así lo estableció Immanuel Kant en uno de sus más conocidos y célebres dictámenes. “La verdadera política” – escribió el gran filósofo- “no puede dar ningún paso sin pagar tributo a la moral. Y si la política es un arte muy difícil, unir la moral y la política no es ningún arte pues ambas forman un nudo que no se puede desatar en tanto ambas (política y moral) no entren en conflicto”. (Paz Perpetua, 1795)

 

 

Si seguimos las palabras de Kant, es evidente que para el presidente de Ucrania existe en Alemania un conflicto entre política y moral, un conflicto negado desde Alemania por una parte de su clase política. El argumento de esa negación es que Alemania ha solidarizado económica y militarmente con Ucrania, aunque no al precio de poner en peligro su economía o el bienestar de sus habitantes. Como dijo en un foro televisivo un representante de gobierno: para seguir ayudando a Ucrania y a otras naciones no podemos arruinar nuestra economía. Desde un punto de vista formal, suena bien. Y sin duda sería una posición correcta si partiéramos de la premisa de que se trata solo de ayudar a un país caído en desgracia frente a un brutal invasor. Sin embargo, esa, como han advertido con vehemencia tres miembros del partido Verde –Anton Hofreiter, Marieluise Beck y Ralf Fücks- es una falsa premisa.

 

 

No se trata de que la hecha a Ucrania sea una agresión a un país europeo que no es miembro de la NATO ni de la UE, sino a todo el Occidente político, como no ha tratado de ocultarlo el mismo Putin. En otras palabras, en Ucrania está teniendo lugar en estos momentos una guerra en contra de toda la Europa democrática. Los ucranianos están defendiendo a su país, pero también a todos los acuerdos y leyes nacionales e internacionales que hicieron posible a la Europa de hoy. Como dijo claramente Zelenski en un mensaje dirigido a los gobiernos europeos: “nosotros estamos conteniendo a un enemigo mortal para que ustedes vivan en paz. La ayuda que exigimos no es solo para nosotros, es también para ustedes”.

 

 

En fin, estamos hablando de una guerra que no solo compromete a Ucrania, las instituciones y gobiernos europeos, sino a todo el mundo democrático.

 

 

No es casualidad que los gobiernos que apoyan a Putin sean todos autocráticos o dictatoriales. La Rusia de Putin es la vanguardia mundial de una contrarrevolución antidemocrática que tiene lugar en diferentes puntos del planeta. Dentro de Rusia, también. No deja de llamar la atención de que mucho mejor que Alemania lo entendió un país tan alejado de Europa como Australia que, sin ser  miembro de la NATO, supo lo que estaba en juego y no vaciló en enviar armas a Ucrania.

 

 

Ucrania está situada en la primera línea de una batalla internacional, hay que decirlo de una vez. Son generales ucranianos, no alemanes, los que deben determinar cuales y cuantas son las armas que necesitan para combatir al enemigo invasor. Toda Europa democrática debe ponerse a su disposición e incluso, si es necesario, bajo sus ordenes. Incluso desde el punto de vista de la pura razón económica, la que parece ser dominante en la política alemana, los gobiernos europeos deberían calcular que gastar el máximo posible en la defensa de Ucrania puede ser un buen precio comparado con lo que toda Europa tendría que pagar en caso de que Putin logre hacerse de Ucrania. Putin, que nadie lo dude, apuntará a Moldavia, Rumania, Polonia, Bosnia y Herzegovina, Finlandia, Estonia, Lituania y Letonia.

 

 

La disociación entre política y moral sobre la que alertaba Kant, ha sido llevada por Putin hacia sus máximos extremos. Putin ya es la persona más odiada del mundo. Pero eso no le interesa, mientras sea la más temida. Putin ha perdido todas sus batallas políticas. Eso tampoco le interesa: su único objetivo es ganar las batallas militares y de ellas, las más decisivas, tienen lugar en Ucrania.

 

 

De nada servirá a Occidente un triunfo moral y político si pierde la guerra militar. La libertad se defiende, y en este momento con armas y en Ucrania. Ese y no otro fue el llamado de atención que quiso estatuir Zelenski: Sacar a Alemania de su abulia burocrática y economicista para hacerla regresar al mundo real que en estos momentos no es el de la paz sino el de la guerra.

 

 

Al no aceptar la presencia del presidente alemán en Kiev, Zelenski tuvo sus razones. Alemania debe cerrar de una vez por todas la brecha entre política y moral (o atar el nudo desatado entre política y moral, para usar la expresión de Kant) y romper así con la costra anti-política formada bajo la sombra de Angela Merkel.

 

 

Al fin y al cabo, Immanuel Kant era alemán (prusiano). La ciudad en la que nació y vivió toda su vida, Könisberg, fue anexada por el imperio ruso en 1946 y hoy lleva el nombre de Kaliningrado. Ucrania

 

 

 

Fernando Mires

Después de la invasión, una nueva línea divisoria

Posted on: abril 10th, 2022 by Laura Espinoza No Comments

 

Los resultados que llevaron a suspender a Rusia del Consejo de Derechos Humanos de las ONU (07.04) tienen una importancia que va más allá del hecho. En cierta medida pueden ser considerados como un test que mide la correlación internacional de fuerzas a favor o en contra de la democracia como forma predominante de gobierno. Las 24 naciones que votaron en contra de la suspensión de Rusia son en su mayoría, si no todas, regidas por autocracias y-o dictaduras.

 

 

Interesante es consignar que algunos gobiernos a los que difícilmente podemos llamar democráticos, decidieron abstenerse, aunque no todos aduciendo las mismas razones. Algunos son clientes económicos de países democráticos, otros tal vez pensaron en términos de Real Politik, a saber, que era mejor mantener a Rusia bajo presión internacional dentro y no fuera de las instituciones.

 

 

La abstención fue grande (58). Pero lo esencial fue cumplido. Una consistente mayoría (90) votó a favor de la suspensión, y eso significa: si bien las naciones democráticas no son mayoría en la ONU, hay una mayoría orientada a votar a favor del cumplimiento y preservación de los derechos humanos. El ideal democrático puede no ser mayoritario pero mantiene una línea ascendente.

 

 

Esas 90 naciones conforman, para así expresarlo, una mayoría hegemónica. Decirlo es importante. Si la contradicción fundamental de nuestro tiempo es, como dijo Biden, entre democracias y autocracias, la suspensión de Rusia puede ser entendida como un voto a favor, si no de las democracias, del ideal democrático. En palabras llanas: 90 naciones votaron en contra de un gobierno criminal que, en una guerra invasora, no ha vacilado en convertir a la población civil en un objeto de exterminio.

 

 

Conocidos los resultados, queda claro que en la ONU hay un bloque democrático, un bloque autocrático y, en el medio, un espacio poblado por gobiernos indecisos. Que esas naciones puedan definirse hacia uno u otro bloque, dependerá en gran medida de los resultados de una confrontación que tiene lugar en distintos niveles (culturales, económicos, y en el caso de Rusia, militares)

 

 

Situando el problema en términos macro-históricos, he de repetir una tesis ya formulada en otros artículos. La invasión de la Rusia de Putin a Ucrania es parte de una contrarrevolución antidemocrática surgida como reacción frente a una gran ola democrática que en la segunda mitad del siglo XX llevó a tres grandes victorias internacionales: la democratización de Europa del Sur (España Portugal y Grecia), el fin de las dictaduras militares del cono sur latinoamericano (la argentina, la uruguaya y la chilena) y, sobre todo: la gran revolución democrática que puso fin a las dictaduras comunistas de Europa Central y del Este.

 

 

Con relación al avance democratizador, la invasión de Putin a Ucrania puede ser evaluada como un intento para contrarrestar la gran ola democrática del siglo XX. Un verdadero reflujo histórico. En ese marco, la invasión a Ucrania ha sido entendida por la mayoría de las naciones democráticas como una declaración de guerra a Occidente, formulada abierta y radicalmente por Vladimir Putin quien intenta de paso convertirse en líder de una contrarrevolución mundial, autocrática y antioccidental. En ese contexto, la invasión a Ucrania sería el peldaño inicial de una escala cuyo objetivo es alterar el orden político mundial en contra de las democracias y a favor de las dictaduras y autocracias. Todo hace presumir entonces que, más allá de Ucrania, tendrá lugar una lucha discontinua en planos políticos y militares, o en los dos a la vez.

 

 

La guerra a Ucrania es en estos momentos el centro de gravitación de una lucha mundial que conecta a su alrededor confrontaciones políticas que se resolverán intermitentemente a favor o en contra de uno u otro bloque: el democrático y el antidemocrático. Para ejemplificar, en solo una semana ambos bloques lograron adjudicarse sendas victorias políticas. La elecciones que otorgaron un triunfo al anti-liberal (anti-democrático) Viktor Orban en Hungría -más allá de las razones que llevaron a la ciudadanía húngara a apoyar a Orban– significaron un gran triunfo para Putin y el putinismo. A la inversa, los políticos de Finlandia reafirmaron por unanimidad sus intenciones de ingresar a la OTAN. La solicitud oficial será cursada en mayo. Termina con esta decisión la “finlandización de Finlandia”

 

 

Si es verdad que una de las razones que llevaron al autócrata ruso a invadir Ucrania fue evitar que la OTAN continuara expandiéndose, ha logrado exactamente lo contrario. Al ingreso de Finlandia a la OTAN puede suceder el de Suecia. La OTAN continuará expandiéndose no solo en contra, sino también gracias a Putin.

 

 

No está excluido, por supuesto, que en esa guerra militar y política a la vez, Putin continúe, después de Hungría, adjudicándose éxitos electorales en diversos países. Si Le Pen logra hacerse del poder -como nunca esta vez sus opciones han sido tan favorables– sería una victoria estruendosa para Putin, una que podría llevar incluso a destruir internamente a la UE y a desarticular a la OTAN.

 

 

El mundo democrático debe estar preparado para aceptar derrotas inevitables aunque no irreversibles. En la historia no existe ningún Juicio Final y sus procesos pueden ser muy largos y zigzagueantes. No obstante, más allá de lo que pase en Europa y en el mundo, lo decisivo en un corto plazo es evitar que Putin gane la guerra en Ucrania.

 

 

Para decirlo con una imagen: el bloque antidemocrático comandado por Putin semeja un pulpo con una cabeza y muchos tentáculos, entre ellos los movimientos y gobiernos nacional- populistas de Europa y América Latina. La cabeza del pulpo es el gobierno de Putin, hoy depositada sobre los hombros de Ucrania. Si Rusia pierde esa guerra (perder significa que Ucrania siga siendo una nación-estado soberana e independiente, reconocida por la UE y la ONU) puede que no sea un golpe mortal para Putin, pero sí lo suficientemente duro para que el bloque democrático pueda cantar victoria durante un largo tiempo.

 

 

En Ucrania tiene lugar una lucha decisiva, una cuyo resultado cambiará el curso de la historia de la humanidad. Al proyecto Putin, y quizás al mismo Putin, se le va la vida política en Ucrania. Por eso la guerra en Ucrania -hay que decirlo de una vez- es y seguirá siendo una de las más despiadadas que ha habido en Europa.

 

 

La votación de la ONU reveló también algunos detalles importantes con relación a las transformaciones experimentadas en el espectro político latinoamericano, hasta ahora con muy poca presencia en las confrotaciones internacionales. En efecto, la mayoría de los países latinoamericanos votó a favor de la suspensión de Rusia de la Comisión de Derechos Humanos. En contra votaron Cuba, Nicaragua y Bolivia (el cuarto del cuarteto, Venezuela, no ha pagado sus cuotas) y tres se abstuvieron: Brasil, México y El Salvador.

 

 

Pero hay un dato aún más significativo: cuatro gobiernos de izquierda: Argentina, Chile, Perú y Honduras, votaron en contra de Rusia. ¿Qué nos dicen esos votos? Algo importante: en América Latina están siendo configurados tres segmentos políticos: un nacional-populismo de derecha (Bolsonaro, Bukele) o simplemente populista (López Obrador), un nacional-populismo con ideología prestada de izquierda, y una izquierda social pero democrática y a la vez anti-autocrática.

 

 

Con expectación esperábamos el voto argentino. Algunos observadores suponían que, dadas las posibles afinidades del cristinismo con el putinismo, más el muy criticado “viaje económico” de Fernández a Rusia, el gobierno iba a votar por Putin o al menos abstenerse. Al parecer pudo más la unidad estratégica de Fernández con Boric, este último, un presidente que levanta como consigna terminar con el doble standard de los comunistas chilenos quienes diferencian entre dictaduras buenas (entre ellas las de Rusia y Corea del Norte) y dictaduras malas. Ambos, Fernández y Boric, se encuentran, además, en actitud de espera ante los probables triunfos de Lula en Brasil y Petro en Colombia, para así trabajar todos juntos en la construcción de una izquierda democrática continental que desplace a la izquierda anti-democrática y anti-occidental. Honduras, por su parte, votó no solo en contra de Putin sino también de Ortega. Y no por último, el gobierno de Castillo probó una vez más que no es una réplica peruana del evismo boliviano.

 

 

Aparte de Putin, en América Latina los grandes perdedores fueron los nacional- populismos autocráticos de extrema derecha y de extrema izquierda, en su adhesion a Putin, más unidos que nunca. El continente de los golpes militares y de los populismos irredentos parece haber emprendido un lento viaje hacia el Occidente político. Al fin. Ya era hora.Después de la invasión

 

Fernando Mires

Ucrania: Lo inédito

Posted on: abril 2nd, 2022 by Laura Espinoza No Comments

Para quien circula en Twitter -esa ágora virtual de la sociedad de masas- le será fácil encontrar opiniones que condenan a las masacres cometidas por el gobierno ruso en Ucrania (la enorme mayoría), algunas que las defienden o justifican (casi todos exponentes de alguna izquierda trasnochada), y otros que simplemente las relativizan. Estos últimos pueden ser divididos a su vez en dos grupos. Los que intentan convertir a las víctimas en agresores, justificando las muertes como consecuencia de una supuesta expansión de la OTAN, y otro grupo que, insistentemente, intenta disminuir el impacto de las horribles escenas que nos brindan los medios, con otras aparentemente parecidas, llevadas a cabo por EE UU en otras fechas y en otros territorios.

 

 

A los exponentes del primer grupo me he referido extensamente en otros artículos. Entre ellos, el lector puede consultar a dos de los más recientes

 

 

Esta vez me concentraré en los exponentes del segundo grupo. Me refiero a los que al realizar la macabra operación de comparar masacres, destacan que las de Putin son solo unas entre tantas. En contra de esa afirmación cabe decir que ninguna de las por ellos nombradas es igual a otra, o que ninguna es comparable y que, si bien todas son condenables -no conozco a nadie que esté a favor de las guerras, o que diga estarlo– obedecen a distintos contextos históricos. Dicho en términos más coloquiales, no podemos meterlas a todas dentro de un mismo saco.

 

 

Nada más absurdo sería hacer una competencia que mida cual invasión es peor. O ponerse a contar cadáveres para justificar a unas en contra de otras. Pues, convengamos: en cada guerra hay por lo menos dos países o dos bloques de países y las razones que legitiman a cada enemigo nunca pueden ser las mismas que las usadas para entender a otras guerras con otros actores y en otros tiempos. En ese punto, sé muy bien de qué estoy hablando.

 

 

Quien escribe proviene de una generación en la que muchos nos socializamos políticamente protestando en contra de la guerra de Vietnam. Una generación global, podríamos decir. Tanto en Europa como en Japón, tanto en América del Norte como en América del Sur, los estudiantes salíamos a las calles a protestar con nuestras consignas y pancartas en contra de la guerra de EE UU en suelo vietnamita primero, y en todo el Sudeste asiático, después. Podría afirmar que las manifestaciones en contra de los desmanes de las tropas americanas en Vietnam forjaron una nueva cultura política. Las canciones de Joan Baez, Bob Dylan, las primeras de los Beatles, tararean aún en nuestros recuerdos.

 

 

Luego vinieron otras guerras y otras invasiones. Así pude comprobar que los que íbamos a las primeras no eran los mismos que fuimos a las segundas. Algunos, por ejemplo, rompimos con las directivas de los partidos, e íbamos también a protestar en contra de la invasión soviética que aplastó a la primavera de Praga. Lentamente comencé a entender que para muchos había invasiones justificables y otras condenables, invasiones buenas e invasiones malas.

 

 

Cada tiempo -eso lo percibí mucho después- tiene sus razones, sus éticas, sus ideas e ideologías. Ahora sabemos, por ejemplo, que los regímenes que apoyábamos en Vietnam o en Camboya o en Laos eran dictaduras espantosas. Películas como Apocalipsis Now de Francis Ford Coppola, o The Deer Hunter, de Michel Cimino, terminaron por abrirnos los ojos. Nuestros héroes vietnameses o camboyanos eran, seguro, los mismos que defendían feroces regímenes opresivos. Y, sin embargo, sigo pensando que, de acuerdo a las coordenadas de tiempo en las que nos desenvolvíamos, nuestras protestas fueron justas y necesarias.

 

 

El tiempo ha seguido la ruta trazada. Ya maduros, algunos, aún emprendiendo la ruta del regreso, apoyamos a los sandinistas de Nicaragua, aunque, he de decirlo, con ciertas reticencias. No queríamos una segunda Cuba. Y si hubiéramos sabido que la gesta nicaragüense iba a culminar en una dictadura como la de Ortega, no habríamos apoyado nunca a los sandinistas, ni a los de la primera ni a los de la segunda hora. Después, profesionales y más centrados, dimos algunos nuestro apoyo a Walesa de Polonia e incluso salimos a protestar en contra del golpe del general Jarzuzelsky (solo después entendimos que el general había dado el golpe para proteger a su país de una invasión soviética).

 

 

Ya en el otoño de mi vida no había muchas razones para protestar, ni en las calles, ni en otras partes. Tampoco para las nuevas generaciones. Naturalmente, los excesos de los militares norteamericanos en Irak eran condenables. También los de Afganistán. Pero ¿quién en su sano juicio iba a salir a la calle en defensa de Saddam Hussein? ¿o de los siniestros Talibanes? ¿Íbamos a justificar a Bin Laden y al 11 de septiembre en aras de la paz? También seguramente podíamos estar en desacuerdo con las avanzadas de Israel en zonas palestinas, pero ¿íbamos por eso a apoyar al terrorismo de Hammas?

 

 

No hay invasiones buenas ni invasiones malas, pero sí hay invasiones distintas. Hoy, ahora, ya en el invierno de mi vida, parece ser más que evidente. Esa es la razón por la cual, junto con otros políticos, pensadores y analistas, me he posicionado abierta y radicalmente en contra de la invasión rusa en Ucrania, quizás con la misma furia como cuando protestaba en nombre de los muertos de Vietnam. Y sí: sigo pensando, aún después de tanto tiempo, que la defensa que hicieron los vietnameses de su territorio, más allá de toda justificación ideológica, era legítima y justa porque ese territorio era suyo, de ellos, y de nadie más. Pero también veo las diferencias.

 

 

Los vietnameses pertenecen a una cultura muy lejana a la que, si he de ser franco, todavía no entiendo. No así los ucranianos. Los ucranianos pertenecen al mismo Occidente al que uno pertenece. Las diferencias culturales pueden ser, no lo dudo, enormes. Pero en este momento los ucranianos defienden no solo a su territorio, sino a un estado de derecho, a una Constitución, a un régimen político competitivo, a la libertad de opinión y de prensa, a las libertades sexuales, a los derechos humanos, en fin a todo lo que para Putin es decadente, débil o enfermizo. En pocas palabras: defienden a Occidente y a su siempre imperfecta democracia. Ahí reside la unicidad de la resistencia ucraniana. Eso es inédito.

 

 

Cuando EE UU llevaba a cabo crueldades en Vietnam, las cometía en contra del género humano representado en los aldeanos de Vietnam. Pero cuando la Rusia de Putin comete las mismas en Ucrania, las comete en contra de nosotros mismos, o en contra de los que, queramos o no, somos o nos definimos como occidentales. No es nuestra sangre, no es nuestra cultura, religión, civilización o tradición lo que nos une con los ucranianos; es nuestra pertenencia a un orden político basado en constituciones y leyes. Las mismas constituciones y leyes con las que ha roto Putin al pasarse todos los acuerdos bi-laterales con Ucrania y con Europa, por el forro. Eso es inédito.

 

 

A EE UU no lo unía ningún contrato ni acuerdo bilateral con Vietnam, tampoco ningún pacto de no agresión. Mucho menos con monstruos antipolíticos como fueron Hussein, Gaddafi o como hoy, al- Asad. En cambio Putin ha atentado, como el mismo escribió en su artículo sobre Ucrania, en contra de su propio pueblo. Ucrania, lo dice Putin, es parte inalienable de la cultura rusa, y (solo) en ese sentido cultural, Ucrania y Rusia pertenecen al mismo pueblo. Pero a la vez, y eso es lo que no puede entender Putin ni su ideológico perro faldero, Alexander Dugin, pueblo y nación son dos conceptos distintos. Putin ha masacrado al pueblo ucraniano y al mismo tiempo ha encarcelado al pueblo ruso. A sus dos pueblos que, según él, son uno solo.

 

 

¿Tengo que contar a los relativistas que las demostraciones más grandes en contra de la guerra de Vietnam tuvieron lugar en los propios EE UU? ¿Tengo que decirles que el fin de la guerra del Vietnam no lo lograron los vietnameses sino miles, tal vez millones de jóvenes occidentales, muchos de ellos norteamericanos, gente que hizo uso de su legítimo derecho a protestar, sabiendo que nadie los iba a enviar a un campo de concentración como hoy ocurre en la Rusia de Putin? EE UU ha tenido al igual que Rusia presidentes nefastos. Pero los norteamericanos han debido pagar ante la opinión pública sus desmanes. ¿Cuántos casos Watergate se cometen todos los días en Rusia en absoluta impunidad?

 

 

¿Habrá que decir a los relativistas que una agresión militar a un país no puede compararse con una guerra de anexión territorial? Estamos hablando, entiéndase, de un tipo de guerra que estaba en extinción después de la Segunda Guerra Mundial. Y sobre todo ¿decirles que esta es la primera guerra, después de las de Hitler, cuyos objetivos previstos y calculados, no son militares sino civiles?

 

 

Por cierto, en todas las guerras se producen daños terribles a la población civil. Pero elegir como blanco directo a los hospitales, a los mercados, a las guarderías infantiles, a los barrios residenciales, a todo recinto donde haya seres humanos, es algo que rompe con todas las normas vistas y quizás por ver. Eso es inédito. Tan inédito, que un comentarista televisivo se permitió una broma muy cruel: “hoy las bombas rusas han producido grandes daños en los establecimientos civiles, y también algunos leves “daños colaterales” en los militares”. La broma es siniestra, pero lo es porque no solo es una broma. Es la verdad. Basta mirar las ruinas de Mariupolis. Ahí no quedó nada en pie, ahí no se ve un solo rastro de vida. Eso es inédito.

 

 

Como inédita es la amenaza de utilizar armamento nuclear no solo en contra de las naciones de la OTAN en caso de que estas intenten ayudar directamente a los patriotas ucranianos, sino también en contra de Ucrania. “Si os acercáis, volaremos todo por los aires”, había sido hasta ahora una frase que pronunciaban los criminales enloquecidos de las series de la TV. Putin ha roto así no solo con las leyes de su país y de Ucrania, con los tratados y con las convenciones internacionales. También lo ha hecho con los tabúes que hacen posible la convivencia humana sobre un mismo planeta. Eso es lo inédito.

 

 

Eso, la infinita maldad de ese maldito ser humano llamado Putin, eso es lo inédito.Ucrania

 

 

 Fernando Mires 

El Occidente de Vladimir Putin

Posted on: marzo 27th, 2022 by Maria Andrea No Comments

 

Dijo Vladimir Putin en su ya legendario discurso pronunciado en el estadio olímpico Luzhniki de Moscú (18.03.2022): Occidente está intentando dividir a nuestra sociedad, está especulando con nuestras bajas (en la guerra) y las consecuencias socioeconómicas de las sanciones, y está provocando una confrontación civil en Rusia y utilizando a esa quinta columna para conseguir ese objetivo. Y hay un solo objetivo, del que ya he hablado, la destrucción de Rusia.

 

 

Pero cualquiera, y en especial el pueblo ruso, podrá distinguir a los auténticos patriotas de la chusma y los traidores, y simplemente los escupirá como si fueran una mosca que ha entrado en la boca.

 

 

Estoy convencido de que esa necesaria y natural autopurificación de la sociedad fortalecerá a nuestro país, nuestra solidaridad, nuestra cohesión y nuestra capacidad para responder a cualquier desafío“.

 

 

Pocas veces las palabras han sido tan reveladoras. Con ellas, Putin ha cavado una zanja. Su guerra a Ucrania no es a Ucrania, lo dice el mismo, sino a Occidente. Ucrania, en su lenguaje alucinado, es solo una representación de Occidente. Luego, la invasión a Ucrania no tiene mucho que ver con el avance de la OTAN –Zelenski ha dicho varias veces que Ucrania no pertenecerá a la OTAN- sino por que en ese país ha tenido lugar un proceso de occidentalización. No la OTAN sino las democracias que cobija militarmente la OTAN es lo que está en proceso de expansión. Como dice Putin, emulando al repertorio de Hitler, su lucha es “por la necesaria y natural autopurificación de la sociedad”. Purificación lo traduce como desnazificación, palabra inventada por su consejero de cabecera, Alexandr Dugin. Quiere decir: des- occidentalización.

 

 

Occidente, según la visión putinista, es impuro. La sangre derramada en Ucrania lavará las impurezas occidentalistas que la contagian. La de Putin –según el cavernario patriarca Kiril- adquiere las características de una guerra santa, de una cruzada, de una Yihad de la ortodoxia asiática.

 

 

¿Por qué odia Putin a Occidente? Pregunta que solo puede ser respondida con otra: ¿Qué es Occidente? Occidente no es el Oriente, pero eso no nos dice nada. Pronunciado en lenguaje político, tampoco es un punto geográfico.

 

 

Occidente, lo sabemos todos, ha llegado a ser el significante de muchas naciones que han hecho suyos determinados principios, entre ellos, un estado de derecho, la independencia de los poderes públicos, libertades como las de opinión, de culto, de prensa y de movimiento, elecciones libres y democráticas, parlamentos que procesan el debate público.

 

 

¿Occidente es entonces la democracia? En gran medida lo es, pero Occidente es algo más que la democracia. En términos escuetos: todas las naciones democráticas son occidentales y todas las naciones occidentales son democráticas. Pero Occidente es más que la suma y síntesis de todas las naciones que lo constituyen. Occidente es más bien una tautología: Occidente es la historia de Occidente, y eso quiere decir: Occidente es lo que ha llegado a ser Occidente y, más aún: lo que puede llegar a ser en el curso de su historia. La nación occidental, dicho con uno de los fundadores de la socialdemocracia austriaca, Otto Bauer, es una “comunidad de destino”. “Una idea”, agregaría a su modo, Ortega y Gasset:

 

 

Efectivamente, la historia de Occidente no es una historia en sí, sino la historia de las naciones en las que la occidentalidad anida. Ahí reside la diferencia entre una nación occidental y otra que no lo es. La segunda, la nación no occidental, ha sido entendida por Putin de acuerdo a las lecciones que le inculcara el oscurantista filósofo del anti-democratismo ruso, Alexandr Dogin: una unidad territorial cuyos habitantes están vinculados por un lenguaje, una tradición, una cultura y una religión común. En cambio, la nación occidental se define fundamentalmente por otras propiedades, entre ellas: el territorio, un estado constitucional, un historia común y su acreditación en las Naciones Unidas.

 

 

De acuerdo a la concepción arcaica y etnológica de Putin, Ucrania es una simple prolongación natural de Rusia, un territorio puesto a disposición de su imperio. Así lo dice con fe ciega: Permítanme enfatizar una vez más que Ucrania para nosotros no es solo un país vecino. Es una parte integral de nuestra propia historia, cultura, espacio espiritual (discurso 21.02 2022)

 

 

Y en su largo artículo La Unidad histórica de Rusos y Ucranianos (2021), escribía el gobernante: Confío en que la verdadera soberanía de Ucrania sólo es posible en asociación con Rusia. Nuestros lazos espirituales, humanos y civilizatorios se formaron durante siglos y tienen sus orígenes en las mismas fuentes, se han endurecido por pruebas, logros y victorias comunes. Nuestro parentesco se ha transmitido de generación en generación. Está en los corazones y la memoria de las personas que viven en la Rusia moderna y Ucrania, en los lazos de sangre que unen a millones de nuestras familias. Juntos siempre hemos sido y seremos muchas veces más fuertes y exitosos. Porque somos un solo pueblo.

 

 

Sin embargo, de acuerdo a una concepción moderna, a la que apela el mismo Putin, Ucrania como nación nunca podría definirse “por lazos humanos, espirituales, civilizatorios”, ni mucho menos por “lazos de sangre”. Lo que caracteriza a una nación moderna es una Constitución, la existencia de partidos políticos, la práctica de elecciones libres de acuerdo al principio de la alternancia en el poder, y la mantención de una -aunque sea breve- historia forjada por revoluciones y elecciones. Y no por último, hay que subrayarlo siempre, el reconocimiento internacional a través de inbstituciones como la UE y la ONU. Esa es una nación política a diferencia de una nación cultural o pre-política, como es la de Putin. Las credenciales de Ucrania son y serán la de una nación independiente de Rusia.

 

 

Por lo demás, la propia invasión rusa ha terminado por crear lo que Putin niega a Ucrania: un sentimiento de nacionalidad muy profundo. Así como el sentimiento de pertenencia nacional fue creado en el pueblo judío por las constantes persecuciones a que ha sido sometido, la guerra y la invasión a Ucrania ha creado una idea de nacionalidad cuya principal afirmación es su negación a Rusia, una radicalmente opuesta al asiatismo despótico representado por Putin. Quiero decir: aunque Putin logre someter a Ucrania, nunca los ucranianos se sentirán miembros de Rusia. Cultural y emocionalmente su población se ha constituido como un pueblo, el pueblo en ciudadanía y la ciudadanía, en nación.

 

 

La Rusia de Putin es y será para los ucranianos; representación de la barbarie. Y el mundo occidental, representación de la civilización. No ser rusos ha pasado a ser, después de la sangrienta invasión, un sinónimo de ser ucraniano, y ucraniano, una forma de ser occidental. Putin, digamos con descaro, ha fundado con su maldita guerra, a la nueva nación ucraniana.

 

 

Putin, como Stalin ayer, ve en Occidente un peligro existencial. De acuerdo a su mentor ideológico, Dogin –quien iniciara su carrera política como miembro fundador del “partido nacional-bolchevique” (variante semántica del nacional-socialismo pre-hitleriano)- Occidente simboliza a la decadencia. La tesis no es nueva.

 

 

De acuerdo al libro clásico de Oswald Spengler, La Decadencia de Occidente (1923), Occidente ha entrado a su fase de decadencia. La misma opinión sustentará otro clásico, Arnold Toymbee en su famoso A Study of History (1934-1961) para quien las culturas, también la occidental, están destinadas a perecer cuando no se encuentran en condiciones de responder a los desafíos de la historia. De dos autores eslavófilos, Ivan Illyn, y más recientemente, el ya citado Dogin, se nutre la tesis del naturalismo histórico cultural del anti-occidentalismo ruso. Según la fundamentación de esa tesis, las culturas son cuerpos colectivos sometidos a las mismas leyes que los cuerpos biológicos: nacen, se desarrollan, pasan por la juventud, alcanzan la madurez y, al final, decaen, mueren, o son absorbidas por otras culturas. Por lo tanto, las culturas se encuentran en permanente conflicto consigo mismas y por eso, con otras culturas. Afirmación popularizada por el ya también clásico Samuel Hungtinton (The Clash of Civilizations, 1996). No obstante, la afirmación de Hungtinton sería correcta solo si aceptamos que Occidente es “una” cultura. Y bien, justamente ahí yace la diferencia entre Occidente y las demás culturas: Occidente, si es una cultura, es y será una cultura solo si permite en su seno la existencia de otras culturas.

 

 

Occidente nunca ha sido monocultural: nació de un cruce entre diversas vertientes religiosas y culturales: la religión del los judíos, la prédica anticanónica de Jesús y Paulo, la filosofía griega (sobre todo la platónica-socrática) y el derecho romano desde donde tomó forma y figura el principio del estado secular, hoy hegemónico en el mundo occidental. Visto entonces el tema en contra de la perspectiva de Spengler, no se trata de que Occidente esté en decadencia, sino de todo lo contrario: la decadencia es una forma de ser de Occidente.

 

 

Occidente, desde Atenas hasta ahora, ha caído y decaído muchas veces. Pero la llama de la luz ateniense continúa ardiendo no solo al exterior sino también al interior de las naciones occidentales e incluso de las no occidentales. En cada lucha democrática nace un proyecto de Occidente. Bajo cada dictadura, despotía, o simplemente autocracia, decae Occidente. Como en Ucrania: cuando sus habitantes luchan por sobrevivir físicamente, libran, desde una visión macro-histórica, una guerra desgarradora entre la democracia occidental y la barbarie rusa que busca imponer Putin.

 

 

No deja de ser notorio: mientras menos democrática es una nación, menos occidental será. En ese mismo orden, mientras menos democrática, mayores serán las posibilidades del imperio ruso para expandir su poder mundial. Eso quiere decir que la contradicción política de nuestro tiempo, la que avistara a nivel mundial el presidente Joe Biden, entre democracia y autocracia, tiene lugar no solo entre naciones sino al interior de cada una de ellas. Allí donde late nuestro deseo de ser libres, comienza a nacer Occidente. Allí donde emerge la autorepresión, la culpa y el castigo, brota el no-Occidente. Allí donde prima el principio de muerte crece la anti-occidentalidad. Allí donde triunfa el de la vida -para decirlo en el sentido teológico de Paulo de Tarso- muere la muerte.

 

 

En el fondo de nuestros corazones, muchos somos hoy ucranianos.

 

 

Fernando Mires

 

Las tres grandes mentiras del putinidno

Posted on: marzo 17th, 2022 by Super Confirmado No Comments

La mentira, no lo vamos a descubrir ahora, es un arte de la guerra. Al enemigo para derrotarlo hay que sorprenderlo y, por lo mismo, engañarlo. Pero no es a esas mentiras a las que me referiré en este texto sino a otras. Las llamaré, siguiendo como tantas veces a Hannah Arendt, pero esta vez en contraposición a ella, mentiras de opinión (Arendt hablaba de verdades de opinión y de verdades de hecho). También podríamos llamarlas, mentiras legitimatorias. No son mentiras de guerra, sino mentiras sobre la guerra. Son las que pretenden justificar a una guerra sobre la base de algunas verdades, pero encapsuladas en grandes mentiras. De esas mentiras he elegido a tres que parecen ser predominantes.

 

 

1. La primera gran mentira afirma que la guerra a Ucrania es realizada por el gobierno de Putin para evitar que Ucrania ingrese a la OTAN y con ello ponga en riesgo la seguridad interior y exterior de Rusia.

 

 

Esa es también la tesis oficial del gobierno Putin. Ha tenido incluso acogida en personas y grupos que no pueden ser calificados como acólitos de Putin. Para la gran mayoría de quienes la sustentan –algunos por reflejos condicionados originados en la Guera Fría- la OTAN es una institución expansiva al servicio de los intereses del -por el movimiento comunista así denominado- imperialismo norteamericano. Quienes alcanzamos a convivir bajo el influjo de las ideologías de ese periodo recordaremos que en los círculos de izquierda, sobre todo en los pro-soviéticos, el carácter imperialista de la OTAN estaba fuera de toda discusión. La verdad, sin embargo, dice otra cosa.

 

 

La OTAN comenzó a ser forjada desde 1947 a solicitud de los gobiernos democráticos de Europa a los EE UU cuando Stalin no ocultaba sus propósitos de enfilar hacia Turquía y Grecia. Fue entonces cuando el presidente Truman, a petición de Churchill, lanzó su legendaria advertencia a Stalin: “ni un paso más”. Así nació la OTAN, institución destinada a contener militarmente el avance soviético. De esos hechos se deducen tres consecuencias.

 

 

Primero: la OTAN nació como institución militar antimperialista (en contra del imperio de la URSS) En 1952, Grecia y Turquía ingresaron a la OTAN y con ello, la puerta del avance stalinista hacia el sur de Europa fue cerrada con candado. Si no hubiera sido por la OTAN, alguno países del sur europeo, incluida Italia donde un 40% votaba por los comunistas, habrían pasado a formar parte del imperio soviético.

 

 

Segundo: la OTAN nació como institución esencialmente defensiva y no expansiva.

 

 

Tercero: el objetivo de la OTAN de acuerdo al artículo 51 de su reglamento interno, no era proteger a todas las naciones europeas sino a las de carácter democrático. Hoy, tal vez con la excepción de la Turquía de Erdogan (no dictatorial, pero sí autoritaria) todos los países de la OTAN son democráticos.

 

 

Considerar la composición democrática de la OTAN es fundamental para contrarrestar la tesis putinista de la expansión de la OTAN en menoscabo de Rusia. En efecto, no es la OTAN la que se ha expandido, sino el número de los países democráticos europeos, los que al serlo, han solicitado su ingreso a la OTAN. Eso quiere decir desde un punto de vista historiogáfico que la tesis de la amenaza de la expansión de la OTAN debe ser puesta en orden secuencial pues al aumentar la expansión democrática en Europa aumentó el radio de acción de la OTAN, y no al revés. La conclusión es: Putin no invadió Ucrania porque podía ser miembro de la OTAN, sino porque Ucrania llegó a ser un país democrático. Un país que, por lo mismo, mantiene un régimen político alternativo y antagónico al que impera en Rusia. En otra frase: un país que es una amenaza política pero en ningún caso militar para Rusia.

 

 

 

 

El origen de la segunda expansión de la OTAN sucedió como consecuencia de la liberación nacional de los países europeos que formaban parte del área de dominación soviética, inmediatamente después de las revoluciones democráticas de 1989-1990. En todos esos acontecimientos, ni la OTAN, ni los países democráticos de Europa, movieron un solo dedo. La liberación de los países sometidos a la URSS fue pacífica, electoral y nunca militar. Luego, otra vez hay que secuenciar: primero vino la revolución democrática y después, la admisión de los países liberados, en la OTAN. No al revés. Si en Europa del Este y Central ha habido alguna expansión no ha sido la de la OTAN sino la de las democracias. La OTAN solo ha prestado cobertura militar a las democracias post-soviéticas después que estas se habían constituido.

 

 

La Ucrania de Zelenski, al solicitar su ingreso a la OTAN, no ha hecho nada distinto a lo que hicieron en el pasado reciente los gobiernos de la ex Checoeslovaquia, Polonia y Hungría, entre varios. Una Ucrania en la OTAN nunca habría sido un peligro militar para Rusia, aunque Rusia sí era un peligro para una Ucrania sin OTAN. Por lo demás, los derechos reclamados por Putin para anexar a Ucrania, todos formulados en su extenso artículo “Sobre la unidad histórica de rusos y ucranianos” (puede ser hallado en Google), no menciona a la eventual pertenencia a la OTAN como razón de reclamo, sino a los elementos míticos que, según su arcaica ideología, conforman a una nación (lenguaje, carácter, y sobre todo, “espacio vital”). De acuerdo al tenor de ese artículo, Ucrania pertenece a Rusia “por naturaleza” (idea de origen netamente fascista).

 

 

Hemos dicho que la democracia es expansiva. Desde las “revoluciones madres” de la modernidad, la norteameriana y la francesa, la democracia como forma política hegemónica no ha cesado su expansión. Con cierta razón Claude Lefort entendía a la democracia como una revolución permanente. No solo se profundiza hacia adentro sino, ademas, crece hacia afuera. Revolución democrática que avanza en forma de olas –en ese punto tiene plena razón Samuel Hungtinton-.

 

 

Una gran ola apareció en los tres últimos decenios del siglo XX. Primero con las revoluciones democráticas europeas en Europa del sur: Grecia, Portugal y España. Luego con la gran revolución democrática que puso fin al comunismo y a la dominación rusa en los países de Europa Central y del Este y, finalmente, el declive de las dictaduras militares del Cono Sur en Latinoamérica. Hoy en cambio  asistimos a la aparición de una fuerte ola antidemocrática, encabezada por la Rusia de Putin y seguida por una gran cantidad de gobiernos autoritarios y autocráticos en Europa, en el Oriente Medio y en América Latina. Víctima de esa contrarrevolución ha sido Ucrania, como ayer lo fueron Georgia y Chechenia.

 

 

Para poner las cosas en orden: el gran error de la OTAN no fue haber dado protección a Ucrania sino no haberlo hecho a su debido tiempo, cuando Ucrania lo solicitó. Hoy ya es tarde. Hacer ingresar en estos momentos a Ucrania a la OTAN, llevaría a una tercera guerra mundial de carácter atómico. Esa es la amenaza pronunciada por Putin. De tal modo que la renuncia a ser miembro de la OTAN planteada por Zelenski puede ser considerada como una capitulación parcial y necesaria, pero en ningún caso como el reconocimiento de un error.

 

 

Ucrania, si no hubiera mediado la amenaza atómica, habría pasado a formar parte de la OTAN. Puede ser anexada por Putin, pero -y en eso están de acuerdo la mayoría de los observadores– por derecho, por su formación política y por su reciente historia, Ucrania debe pertenecer y probablemente pertenecerá algún día a la OTAN o a una organización continental similar que la suceda. Cuando el virus de la democracia contagia a una nación, nunca se va de ella.

 

 

El ingreso a la OTAN no conducirá a ninguna nación europea a la democracia, pero el ingreso a la democracia sí debe conducir a la OTAN. Es no lo quieren entender los putinistas debido a una razón muy simple: afirmar que Putin arrasa con Ucrania para evitar la expansión de la OTAN, confiere al horroroso genocidio que hoy se está cometiendo en Ucrania, un aparente carácter defensivo y no ofensivo. No Ucrania, sino la Rusia de Putin sería la víctima. Luego, la guerra de Putin,es justa. Los anti- OTAN, sobre todo los de la “izquierda jurásica”, asumen el discurso criminal de Putin como propio.

 

 

2. La segunda gran mentira afirma que Ucrania fue impulsada por los países miembros de la OTAN y por la UE a la guerra, para luego dejarla abandonada a su suerte.

 

 

El objetivo de esa afirmación no puede ser más venenoso. La intención es hacer aparecer al gobierno de Zelenski como una marioneta de la OTAN, de los EE UU y de la UE. Precisamente lo que busca Putin. Pero esa mentira pasa por alto el hecho de que la lucha por la independencia de Ucrania no ha comenzado ahora. Por el contrario, es una historia de larga data. Comenzó antes de que apareciera Putin, desde la disgregación de la URSS.

 

 

La independencia de Ucrania fue confirmada en diversos tratados, entre otros en el artículo 2.4 de la Carta de Naciones Unidas, en el Acta de Helsinki de 1975, en los compromisos contraídos por Moscú con Ucrania sobre su integridad territorial, en el Tratado de Minsk que formaliza la disolución de la URSS en diciembre de 1991; en el Memorándum de Budapest de 1994 por el que Ucrania entregó sus armas nucleares a Rusia a cambio de una garantía de seguridad; y el Tratado de Amistad entre Rusia y Ucrania de 1997.

 

 

Naturalmente, Occidente y sus instituciones han prestado colaboración a cada uno de los acuerdos nombrados. En ese sentido ha continuado la línea política que mantuvo con los movimientos democráticos de la Europa comunista, línea que se puede definir en una frase: apoyo sin intervención. Así fue como Occidente apoyó al Solidarnosc de Lech Walesa, a Charta 77 de Vaklav Havel, y a muchos otros movimientos, pero nunca de modo directo. Recordemos que cuando se produjo el golpe de estado en Polonia en 1981, la OTAN tampoco acudió en defensa de Solidarnosc, haciendo oídos sordos ante quienes lo pedían. Ya antes, en 1956, cuando la rebelión húngara fuera destrozada por las fuerzas represivas de la URSS, la OTAN tampoco intervino, ni militar ni políticamente. Lo mismo en 1968, cuando los tanques rusos entraron a Praga. Y mucho más recientemente, cuando Lukashenko ha llevado a cabo en Bielorusia una brutal persecución a todo lo que parezca oposición, Europa y la OTAN no movilizaron a ninguna fuerza en su contra.

 

 

Tampoco Occidente ha intervenido en contra de las espantosas masacres llevadas a cabo por Putin en Georgia y en Chechenia. Y cuando el dictador ruso ocupó Crimea en 2014, Occidente dejó que los propios ucranianos resolvieran sus problemas con Rusia.

 

 

La mentirosa tesis de Putin y sus seguidores, relativas a que los patriotas ucranianos son conducidos por Occidente y la OTAN solo busca reforzar la afirmación de que Ucrania no es una nación independiente. Pero la realidad muestra exactamente lo contrario. Las luchas por la independencia nacional en Ucrania han resultado de complejas confrontaciones internas. La llamada “revolución naranja” del 2004, los avances de los grupos dirigidos por Víctor Jutschtschenko, el fracaso del pro-ruso Víctor Yanukovitsch, la ascensión de Petro Poroschenko y recientemente de Volodimir Zelenski, todo eso nos habla de una nación que ha ido formando su personalidad política en interesante y apasionada conflictividad. Ucrania, dicho en breve, posee su propia historia. Es una nación política. En virtud de los tratados firmados por los propios gobiernos rusos, es una nación jurídica. Y por su pertenencia a la ONU, es una nación independiente y soberana. Una nación que nunca ha agredido a otra y cuyo objetivo ha sido buscar un lugar en el mundo, más cerca de Europa que de Rusia, a la que aún anexada, nunca más pertenecerá.

 

 

No, Occidente no ha movilizado a Ucrania en contra de Rusia ni tampoco la ha dejado abandonada como afirman los sofistas del putinismo internacional. Pero sí ha respetado sus derechos y en su lucha por la independencia la apoya con solidaridad, dinero, ayuda a los millones de refugiados y provisión de materiales bélicos. Quizás pueda y debería hacer algo más. No hay que olvidar que Ucrania es un país que cumple con todos los requisitos para ingresar a la UE. Hasta ahora, los políticos miedosos y los burócratas de la letra chica, lo han impedido. A pesar de todo, Ucrania no está sola.

 

 

3. La tercera gran mentira es la que busca nivelar a la sangrienta invasión a Ucrania con las cometidas por EE UU y otros países occidentales en otras latitudes.

 

 

Nadie lo va a negar. Las invasiones dirigidas por Washington a Vietnam, a Irak, a Afganistán, o a otras regiones, son en muchos aspectos condenables. Así como los excesos de las tropas de Israel en Palestina. O las persecuciones al pueblo kurdo llevadas a cabo desde Estambul. Todos eso, y muchos más, no son hechos que enorgullecen la historia de esos países. Podríamos incluso seguir enumerando episodios luctuosos en donde han actuado naciones democráticas, no solo en el pasado colonial, también en nuestros días.

 

 

Nadie dice que los gobernantes y los partidos políticos de los países occidentales son ángeles de la paz. Probablemente hay algunos tan canallas como el mismo Putin. No obstante, el solo hecho de que los putinistas se sientan obligados a legitimar masacres con otras masacres – frente a las que muchos de ellos nunca protestaron en el momento en que se produjeron- solo nos muestra una perversión mayor: la de relativizar crímenes con crímenes.

 

 

Más allá de la sangre derramada, y sin intentar disculpar a nadie, parece ser necesario poner el acento en algunos puntos que confieren a la invasión y a las consecuentes masacres inducidas por el régimen de Putin en Ucrania, como un hecho  inédito y mucho más peligroso que las guerras propiciadas o ejecutadas desde o por Occidente en el pasado reciente.

 

 

Un punto dice que todas las guerras de Occidente han tenido lugar en contra de dictaduras. Nunca, ningún país democrático ha ido a la guerra contra otro país democrático. No queremos decir con esto que las naciones democráticas sean poseedoras de un pasaporte de inmunidad militar. El problema es otro, y no es moral. Tal vez ni siquiera es político. Lo que se intenta destacar es que los países dominados por dictaduras carecen de medios comunicativos para resolver de modo político los conflictos que se presentan entre ellos o con otros países, sean estos democráticos o no. Esos mismos gobiernos actúan en un estado de guerra permanente en contra de su propia ciudadanía. El caso de Putin es paradigmático. El presidente ruso debe ser el gobernante que más opositores ha envenenado. Cada opositor es un enemigo. Los procedimientos en contra de Navalny así lo demuestran. Cada vez que tiene problemas, Putin aumenta los años de prisión al líder. Putin y la mayoría de los tiranos que asolan el mundo no saben, ni quieren, y tal vez ni pueden, resolver diferencias en términos políticos pues las estructuras de dominación de sus países no son políticas.

 

 

Otro punto es que los gobernantes de democracias que llevan a cabo desmanes en otras latitudes, están sujetos a vigilancia, sea parlamentaria, sea de la prensa o de sus propios partidos. No son en fin, personas políticas autónomas. Alguien puede criticarlos a fondo como ocurrió a Nixon en EE UU y después al mismo Bush jr., sin temor a ser encerrado en una cárcel. Más aún, son revocables y con ello, sus políticas también lo son. No ocurre lo mismo con dictadores como Putin. La guerra a Ucrania continuará hasta donde él, consultando a su almohada, decida mantenerla.

 

 

Hay también un tercer punto, y probablemente el mas importante. Ese punto constata que nunca un país democrático ha amenazado a otra nación en término atómicos como lo ha venido haciendo Putin, incluyendo a naciones no involucradas en el conflicto.

 

 

4. Y una reflexión final ……

 

 

La conclusión no puede ser más deplorable. Ucrania solo será una nación definitivamente libre cuando en Rusia imperen relaciones democráticas, o por lo menos, cuando se vaya Putin. Algo que por ahora solo nos está permitido soñar, porque de eso estamos lejos. Lo que sí presentimos es que debe haber millones de seres en esta tierra que pensamos lo mismo: en que el mundo sería más habitable si Putin nunca hubiera nacido.

 

 

Y así y todo lo dudamos: nunca sabremos por ejemplo si el nazismo fue una creación de Hitler o si Hitler fue un producto del nazismo. Lo mismo sucede con Putin. Más todavía cuando en este tiempo hemos observado a cantidades de personas con predisposiciones putinistas, sea en la política, en los gobiernos, en los medios de comunicación, en las redes. Seres que buscan legitimar el crimen cometido a Ucrania con sofismas o simplemente mentiras. Oportunistas que intentan desviar la atención hacia problemas secundarios. Jueces improvisados que reparten puntos para lado y lado como si la invasión a Ucrania fuese un juego de boxeo. Algunos publican su indignación porque a un director de orquesta le fue solicitado distanciarse de la guerra a Ucrania, pero callan sobre los mártires de Mariopolis y Kiev. No faltan los hipócritas que repiten “toda las guerras son malas”, como si se tratara de otra epidemia. Y aún hay peores: los que convierten a las víctimas en hechores, a los asesinados en culpables y a los perseguidos en perseguidores.

 

 

Si algo ha mostrado con claridad la guerra a Ucrania es la enorme cantidad de lacra que yace esparcida sobre el mundo. El problema es que esa lacra es humana. Los asesinos y sus seguidores viven entre nosotros. Con esa verdad tenemos que confrontarnos. La democracia no tiene seguro de vida. La democracia, al fin y al cabo, es un plebiscito cotidiano.

 

 
Fernando Mires

 

La Ruleta Rusa

Posted on: marzo 16th, 2022 by Laura Espinoza No Comments

 

 

Para ser realistas hay que partir de una premisa. Lo peor puede suceder porque lo peor ya ha sucedido en otras ocasiones. Nadie imaginó por ejemplo, que de una escaramuza regional entre Serbia y la unidad austro-hungara iba a tener lugar la primera guerra mundial con una secuela de millones y millones de muertos. Tampoco nadie imaginó que ese grotesco payaso que se hizo del gobierno alemán iba a cumplir las barbaridades escritas en Mein Kampf, incendiar a toda Europa, e intentar hacer desaparecer de la faz de la tierra a un pueblo bíblico. Lo peor ha sucedido y lo peor puede suceder, aunque después los historiadores no se atrevan a explicar por qué sucedió. Lo peor puede suceder y ha sucedido cuando del poder humano se apodera la radicalidad del mal en toda su inconcebible dimensión.

 

 

La radicalidad del mal fue un concepto elaborado y afinado por Kant en diversos textos. Según el filósofo, en el humano existen predisposiciones hacia el bien, condicionadas por esa sociabilidad política natural que descubrió Aristóteles en nuestra especie. De allí viene la noción moral, después la religión, después la razón, después la ley civil, después la Constitución. En ese orden. Hasta la llegada de la fase constitucional, el ser humano no está constituido como ente político.

 

 

Continuamente aclaraba Kant (Metafísica de las Costumbres) que el mal no viene del desconocimiento a la ley sino de su conocimiento, en el mismo sentido como Jesús no consideraba pecadores a quienes no conocían el pecado (“perdónalos Señor, no sabe lo que hacen”) La radicalidad del mal proviene de la negación de la ley, la que para ser negada debe ser conocida. El mal es transgresión a la ley: a la ley moral, a la ley religiosa y a la ley política. El mal radical va más allá: es la destrucción intencional de la ley. De acuerdo al dictamen kantiano, Vladimir Putin sería uno de los exponentes máximos de la radicalidad del mal. Solo comparable con Hitler.

 

 

No se trata de construir analogías. Pero hay un punto en el que la comparación Hitler-Putin es innegable. Para ambos, el derecho, ya sea nacional o internacional, está subordinado a una instancia, si se quiere, a una ratio superior. Esa no es otra que la ratio del pueblo mítico, en el caso de Hitler el germano, y en el caso de Putin el eslavo. La Germania de Hitler es un equivalente a la Eurasia de Putin, concepto tomado por Putin de los fanáticos eslavistas Ivan Illyn y Aleksandr Dugin. Bajo el influjo de ambos escribió Putin un artículo (2021) en donde postula la imposibilidad de Ucrania para ser nación debido a su pertenencia “natural” a la Gran Rusia.

 

 

A Putin no importaba, por supuesto, que Ucrania hubiera sido reconocida como nación independiente y soberana por el gobierno de Yelsin, por su propio gobierno, por la UE y no por último, por la ONU. De acuerdo con José Ignacio Torreblanca: “Con la invasión de Ucrania y el vigente intento de anexión o sumisión, Rusia no sólo ha incumplido todos los compromisos de respeto de la integridad territorial de sus vecinos asumidos en el marco internacional (en concreto el artículo 2.4 de la Carta de Naciones Unidas) y europeo (Acta de Helsinki de 1975) sino los específicamente contraídos por Moscú con Ucrania respecto a la salvaguarda de su integridad territorial: el Tratado de Minsk que formaliza la disolución de la URSS en diciembre de 1991; el Memorándum de Budapest de 1994 por el que Ucrania entregó sus armas nucleares a Rusia a cambio, otra vez, de una garantía de seguridad; y el Tratado de Amistad entre Rusia y Ucrania de 1997, donde ambas partes reiteraron dicho compromiso”. En breve, con toda la legislación vigente a escala internacional.

 

 

El hecho de que la concepción geopolítica del gobierno ruso no se encuentre ajustada al derecho internacional sino a una concepción mitológica de la historia, dificulta enormemente la posibilidad para que las naciones occidentales puedan establecer con el régimen ruso una comunicación diplomática. Para Putin, las leyes, los reglamentos o los acuerdos son bagatelas comparadas con los principios supralegales en los que él cree con fervor religioso. Peor todavía si pensamos en que los principios en los cuales cree Putin, al ser míticos, no son transables y, al no serlos, tampoco son politizables.

 

 

Lo mismo que con Putin sucedía con Hitler. El caudillo nazi no se dejaba regir por ninguna ley o acuerdo. Para él todos los tratados podían ser desconocidos si una razón superior -de la cual el creía ser su voz depositaria- lo ameritaba. Así se explica por qué la ruptura del pacto de no agresión entre Alemania y Rusia fue considerada por Stalin como una traición mientras que para Hitler era una simple estratagema al servicio del mito germánico. En ese punto Putin se encuentra más cerca de Hitler que de Stalin. Como Hitler con relación a Alemania, Putin cree en el destino manifiesto de la gran nación rusa.

 

 

Podría pensarse que lo que más diferencia a Hitler de Putin es el furioso antisemitismo profesado por el primero. Probablemente Putin no es antisemita, pero sí es algo muy parecido: es anti-occidental. Y eso lo acerca demasiado al antisemitismo hitleriano. Para Hitler, no hay que olvidarlo, los judíos no eran tanto miembros de una religión sino el pueblo que más y mejor había llegado a representar a los “decadentes” valores occidentales, sobre todo en los campos de las artes, de las ciencias, de las letras, del comercio y de la economía. Los judíos eran la representación simbólica y real del anti-occidentalismo de Hitler. En cambio, para Putin, su anti-occidentalismo es directo y puro y no necesita representación. Occidente es lo que hay que destruir y los que siguen a Occidente también. Con toda seguridad, Zelenski y los suyos son para Putin traidores occidentalistas de la Madre Rusia y por lo mismo han de ser ser liquidados. Lo mimo el pueblo ucraniano que, por no recibir a sus “libertadores” rusos con los brazos abiertos, deberá ser castigado, sometido a un escarmiento infernal. La guerra a Ucrania es la expiación de sus habitantes.

 

 

Estas son razones que llevan a pensar qué durante y después del episodio de Ucrania, Occidente debe estar preparado para vivir lo peor. Putin ha descubierto la fórmula para paralizar a sus enemigos. Nos referimos a la amenaza nuclear. Esa es la particularidad de la actual guerra en Ucrania. Putin ha arrasado con todos los acuerdos y tratados relativos a la reglamentación de las armas nucleares y amenaza con convertirse en el violador del que, después de Hiroschima y Nagasaki fuera denominado, “pacto nuclear”, respetado durante todo el periodo de la Guerra Fría por los dos bloques en contienda. Eso, más que la magnitud de la masacre cometida en Ucrania, es lo absolutamente inédito en la guerra pre-mundial desatada por Putin. Eso es también lo que no logra entender una corriente relativista que ha calado hondo entre algunos sectores políticos occidentales para quienes los crímenes de Putin están justificados a priori por las invasiones armadas cometidas por EE UU en diversos puntos del globo (otros agregan las de Israel y de Turquía). Lo que no divisan esos sectores –por lo general militantes o clientes de alguna izquierda- es que en esos conflictos militares del pasado ninguna nación amenazó con poner en juego el destino de toda la humanidad mediante una operación nuclear. Ahí, justo en ese punto, yace el hueso de la maldad radical de Putin. El poseso dictador ha amenazado con que, si las naciones occidentales prestan ayuda directa a Ucrania, pulsará botones nucleares. Solo con esa declaración Putin ha roto el tabú que hacía posible la convivencia mundial, aún entre naciones enemigas, después de la segunda guerra mundial. Definitivamente, ha traspasado todos los límites. O lo dejan hacer en Ucrania lo que él quiera, o se acaba la, o una parte de, la humanidad.

 

 

Una amenaza hábil, dirán entre sí los putinistas (antioccidentalistas) admirando a su ídolo, aunque seguramente en el fondo piensen que Putin no va a cumplir con lo que dice. Putin se hace el loco, afirman algunos, no con menos admiración. No obstante, nadie está muy seguro. Pues si continuamos comparando al jerarca ruso con su par, Hitler, podríamos llegar a formular una terrible pregunta. ¿Creen ustedes de verdad que, si hubiese tenido acceso a la energía atómica, al saberse derrotado en su bunker, Hitler habría vacilado en apretar el botón del mundicidio? Entre una Alemania derrotada, humillada y ofendida, o entre pasar a la historia como pasó a ser, un monstruo ¿por qué no elegir a la nada? Recordemos que Hitler asesinó a su esposa Eva Braum antes de suicidarse. Recordemos que Joseph Goebbels asesinó a sus seis hijos mientras su mujer, Magda, decía «En la Alemania que viene no hay lugar para mis hijos».

 

 

No creo que Putin sea muy distinto a Hitler. Los dos grandes asesinos tienen algo en común: sus decisiones no están controladas por nada ni por nadie. Putin, como Hitler ayer, se ha autonomizado de toda directriz colectiva. Encerrado en sus mansiones digitalizadas, no tiene necesidad de dar cuenta a nadie. Pudiera ser incluso que Putin no va a apretar el botón nuclear como creen muchos. Pero el solo hecho de depender todos de la buena o mala voluntad de un tirano, es espeluznante. Tampoco nadie puede decir que el holocausto nuclear sea una absoluta imposibilidad. Irse de esta vida llevándose consigo, si no al mundo, a la perversa y decadente Europa, es, guste o no, algo perfectamente imaginable. Estamos siendo chantajeados por un maleante internacional. Esa es la irrefutable verdad de la guerra a Ucrania.

 

 

Para los cómodos putinistas de Occidente es muy fácil culpabilizar a las naciones democráticas y a la que en su repertorio ideológico es la “causa”de todos los males de este mundo, la OTAN. Han llegado al descaro de afirmar que la UE y los EE UU arrojan a Ucrania a la hoguera para después dejarla abandonada, haciendo aparecer así a Zelenski y a todos los que luchan por la independencia de su país, como simples títeres de los EE UU y de la UE. En otras palabras, han asumido el discurso de Putin como propio. Sospechosamente son los mismos miserables que se oponen al envío de armas a Ucrania y a las sanciones al gobierno de Rusia. Es por eso que la lucha en contra del putinismo no solo debe tener lugar en contra del gobierno de Rusia, sino al interior de cada nación. Basta ver las redes y comprobar como Putin cuenta con fans, con partidos organizados, incluso con gobiernos, sean de ultraderecha en Europa o de ultraizquierda en América Latina. Putin, lo hemos dicho otras veces, es el líder de la contrarevolución antidemocrática de nuestro tiempo.

 

 

Es cierto que Putin encontró en Ucrania una resistencia que no esperaba. Es cierto que los gobiernos de Europa han sabido unirse entre sí a pesar de no contar con instituciones que representen esa unión (la UE es una institución financiera y burocrática y no fue creada para enfrentar una guerra) Es cierto que el clamor en contra de la agresión a Putin es planetario, expresado en 141 votos contados en la ONU. Es cierto que China de aliada de Putin ha pasado a posicionarse de un modo algo neutral. Todo eso es cierto. No obstante nadie puede ni debe sacar cuentas alegres. Ni tampoco dejarse llevar por raptos de entusiasmo y repetir con Yuval Harari que “Rusia puede ganar muchas batallas y perder la guerra”. No: en la guerra no hay victorias morales. En la guerra solo hay victorias y derrotas militares.

 

 

No estamos seguros si ya hemos entrado a través de las puertas que llevan a la tercera guerra mundial. Lo único que sabemos es que en la ruleta rusa de Putin no solo está en juego el destino de la admirable y valiente Ucrania. Hay mucho más puesto en la ruleta de esa guerra. Está en juego, entre otras cosas, el derecho internacional y la jurisdicción destinada a proteger la autodeterminación de las naciones. Están en juego todos los acuerdos de posguerra, entre ellos los de la protección a la población civil. Están en juego todos los reglamentos contraídos por las potencias atómicas, incluyendo a la misma Rusia. Están en juego Polonia, los países bálticos, Finlandia e incluso Suecia. Está en juego el orden de seguridad mundial. Y no por último, y dicho sin ningún dramatismo, pero con todas sus letras, está en juego el destino de la humanidad.

 

 

Fernando Mires

Putin: Hegemonía y dominación

Posted on: marzo 10th, 2022 by Laura Espinoza No Comments

 

 

“Nosotros estamos luchando en esta guerra porque no queremos perder lo que tenemos; no queremos perder nuestro país” (Wolodymyr Zelenski)

 

 

Si vamos a utilizar el concepto de hegemonía en lenguaje político no podemos hacerlo sin nombrar a Antonio Gramsci. Es su concepto central, el eje donde articula toda su concepción de la política. La hegemonía, en sentido gramsciano, no puede a su vez ser explicada sin utilizarse la palabra “consenso” el que, para serlo, tiene que surgir de las diferencias. No puede haber hegemonía sin diferencias y eso es lo que enlaza al concepto de hegemonía con la política.

 

1.

La política es lucha por el poder. En ese punto tuvieron razón, cada uno por su lado, Max Weber y Carl Schmitt. Pero a los dos les faltó agregar las dos palabras claves: poder hegemónico. Sin apelación a lo hegemónico, la lucha por el poder deja de ser política. Mucho más cerca de Gramsci que de los dos autores citados, Hannah Arendt hizo la diferencia entre poder -un concepto para ella político- y violencia -un concepto anti-político-. Según Arendt, allí donde impera la violencia no hay lucha por el poder.

 

 

El uso de la violencia -e inevitablemente estamos pensando en el ser más violento de nuestra era: Vladimir Putin– supone la negación de la política. Expresado en vocablos gramscianos, en la lucha por el poder prima una lucha hegemónica entre la política y la violencia. Allí donde reina la violencia, desaparece la política. Así lo subrayó Arendt.

 

 

De lo que se trata, según Gramsci, es oponer el poder de la política por sobre el poder de la violencia. Razón que llevo a Ernesto Laclau a disertar sobre el carácter impuro (difuso, opaco) de la hegemonía. Para ser hegemónica, o dirigente, la política necesita ser orquestada, y su musicalidad ha de surgir de diversos instrumentos. Sin heterogeneidad y antagonismo, no hay política. La democracia, mirada desde esa perspectiva, es el campo de encuentro y confrontación entre diversas demandas, intereses e ideales, y para que tenga lugar, precisa de instituciones, entre ellas las de los representantes y las de los representados. Quiere decir: La política, aún sin parlamentos, debe ser parlamentada (hablada, discurseada, gramatizada). Fue así como Gramsci nos llevó a pensar sobre la diferencia entre clase dirigente y clase dominante. La política democrática sería la lucha por obtener la dirigencia (hegemonía) y no la dominación. La primera es el objetivo de lo político, lo segundo, de lo militar.

 

 

2.

 

La lucha social, entendida por Gramsci, no es una confrontación brutal sino, sobre todo, una lucha cultural. Sin hegemonía cultural no puede haber hegemonía política, así puede ser resumido su dictamen. No obstante, como no vivió en la era de la globalidad, sus referencias solo apuntaban a las políticas internas de cada nación. Fue un politólogo y político norteamericano, Joseph Nye jr., asesor de Clinton y Obama, quien intentaría de modo explícito extender el concepto gramsciano de hegemonía hacia el plano de las confrontaciones internacionales.

 

 

Nye desarrolló su conocida teoría del “poder blando”, en contraposición al poder “duro” basado en la dominación militar. De más está quizás decir que los escritos de Nye fueron alertas y después consecuencias de las atrocidades militares y anti-políticas cometidas por Bush jr., sobre todo en Irak. Gracias a Bush jr. EE UU perdió un enorme poder hegemónico (disuasivo) en extensas áreas del globo. Hoy intenta recuperarlo, a duras penas, Joe Biden.

 

 

En su libro mas popular The future of Power” (2011) Joseph Nye postula que el poder blando (o hegemónico) es un instrumento complicado: primero, muchos de sus recursos vitales están fuera del control de los gobiernos y, segundo, tiende a “trabajar indirectamente formando el entorno para la política, y algunas veces toma años para producir resultados esperados”. El libro identifica tres amplias categorías de poder blando: “cultura”, “valores” y “políticas”. Atendiendo al primer punto, el de la cultura, Nye contradice a Samuel Huntington quien ve entre las culturas solo un choque o colisión. Según Nye, la lucha cultural –ahí recurre a Gramsci– se da por medio de la persuasión, del argumento, y del convencimiento.

 

 

Como Gramsci, Nye intenta devolver la política internacional a su concepción griega originaria: el antagonismo verbal, ya no en la plaza pública sino en el espacio de la polis global, virtual y real a la vez. La política debe ser convincente, si no para todos, para la mayoría. En ese sentido, las 141 naciones que en la ONU condenaron la agresión a Ucrania infligieron a Putin una de las más estruendosas derrotas políticas que haya experimentado gobernante alguno en toda la historia de la política internacional. Derrota política que no ha menguado la furia del déspota sobre el martirizado pueblo ucraniano. Más bien parece haberla incentivado. Esa es la razón por la que se ha escrito tantas veces que no pese, sino gracias a la probable victoria militar que logrará Putin en Ucrania, solo obtendrá una derrota moral, cultural y política cuyas enormes consecuencias son todavía difíciles de mencionar.

 

 

No sería esa por cierto la primera vez que una victoria de la dominación por sobre la hegemonía se traduce en una fuerte derrota política. En las guerras de Esparta contra Atenas, Esparta aniquiló a Atenas. Pero, ¿quién habla de Esparta hoy día? Las ideas de Atenas, en cambio, iluminan el horizonte cultural de todos los tiempos.

 

 

Joseph Nye, descubrió donde reside la principal fuerza de Occidente: en su capacidad de hegemonizar. Lo prueban las mismas oleadas migratorias que avanzan hacia Europa. ¿Cuál emigrante quiere irse a Rusia? Naturalmente, a la gran mayoría los guía la posibilidad de prosperar, pero entre hacerlo con libertad o sin ella, eligen lo primero. Occidente sigue siendo, quiera o no, un faro luminoso que atrae a jóvenes musulmanes, chinos, rusos y de otras latitudes. Por eso Occidente es un peligro para las autocracias y las dictaduras. Como también lo fue Alemania Occidental para Alemania Oriental. Como era y es la democrática y próspera Ucrania, frente a la militarizada y despótica Rusia.

 

 

3.

 

China o Rusia no temen a la economía, ni siquiera a los ejércitos de Occidente, pero sí temen a la promesa de libertad que ofrece Occidente. A ese Occidente que en términos políticos no es un punto geográfico sino el significante que vincula a todas las naciones en donde impera la pluralidad política, la libertad de pensamiento, la división de los poderes públicos, y el estado de derecho. En breve: la democracia.

 

 

La democracia, para criminales como Putin –en eso concuerda con las tendencias más fundamentalistas del Islam- es obscena. En ese punto, fiel creyente del cristianismo más conservador, el de la iglesia ortodoxa rusa, Putin ha iniciado una cruzada antidemocrática en contra de Occidente. Ucrania debe ser castigada por su occidentalidad, o lo que es igual, por no querer ser rusa sino por querer ser occidental.

 

 

Putin ha llegado a convertirse en el portaestandarte de la contrarrevolución antidemocrática de nuestro tiempo. Pudo incluso haberse convertido en el núcleo hegemónico de esa contrarrevolución. Pero ya ni eso puede ser. Pues Putin, al recurrir a la violencia sin política en contra del pueblo ucraniano, ha renunciado a ejercer hegemonía, aún entre los países que lo siguen. Entre la hegemonía y la dominación, eligió definitivamente la dominación.

 

 

La particularidad de la dominación putinista había sido, antes de la guerra a Ucrania, la de un poder híbrido. Por cierto, Putin falsificaba resultados electorales, perseguía o asesinaba a disidentes, prohibía partidos, y a pesar de eso, conservaba algunas formas de una república democrática. Pero la guerra emprendida en contra del pueblo ucraniano, ha determinado la derrota política de Putin.

 

 

La violencia hacia afuera no ha tardado en convertirse en violencia hacia dentro. Las cárceles de Rusia están llenas de presos políticos. Ya no existe libertad ni de opinión ni de prensa. Hay palabras como “guerra” o “invasión” que han sido proscritas. En Rusia hubo un autogolpe de estado y nadie lo quiere decir.

 

 

La imposibilidad de ejercer hegemonía hacia el exterior ha invalidado el poder hegemónico de Putin hacia el interior. Antes de la invasión a Ucrania, el dilema de Rusia era el de ser una autocracia o una democracia. Después de la invasión el dilema ruso es: o caer bajo una dictadura militar o bajo una dominación totalitaria. Lo más probable es que sea más lo primero que lo segundo. En tiempos digitales será muy difícil ejercer el control total sobre las mentes como en la Rusia de Stalin. Ni siquiera Putin cuenta con una ideología integrista como fue el marxismo leninismo. Sus mentores ideológicos, como ayer Iván Ilyín y hoy Aleksandr Dugin, son defensores de un eslavismo atávico, racista, patriarcal y decimonónico que a nadie, excluyendo a fascistas (o putinistas, hoy son lo mismo) atrae en Occidente. En fin, todo indica que solo una nueva revolución democrática podría salvar a la Rusia de Putin. Pero esa alternativa es por ahora un deseo. No hablemos más de ella.

 

 

Lo que sí interesa remarcar es que la invasión de Putin a Ucrania ha marcado con líneas profundas los tres poderes geopolíticos que determinarán la historia del siglo XXl. China, como representante del poder económico tecnológico y militar. Rusia, como un poder militar. Occidente, como un poder político hegemónico que no renuncia a lo militar. La constante entre esos tres poderes es “lo militar”.

 

 

No sabemos si ya estamos dentro de la tercera guerra mundial, como afirma Noam Chomsky. Hasta el momento Rusia ha perdido la guerra política frente a Occidente y Putin, con una bomba atómica en cada mano, intenta vencer, mediante chantaje, en la guerra militar. Occidente, bajo esas condiciones, no puede renunciar, más aún, debe incrementar la atracción de su poder hegemónico. Pero este, por muy importante y decisivo que sea, no puede excluir su defensa militar. Las atenas de hoy no deben dejase avasallar por las espartas que lo acosan. La hegemonía que propusieron ayer Gramsci y ahora Nye, debe ser también defendida con armas. La frase de Unamuno, “venceréis pero no convenceréis” no sirve en medio de la guerra que Putin ha declarado a Occidente con su invasión a Ucrania. Hoy no se trata solo de con-vencer sino de vencer.

 

 

Expliquémoslo: Hemos dicho que hay dos tipos de lucha, la lucha por la hegemonía y la lucha por la dominación. En Occidente prima la primera. Pero eso no impide que en la lucha en contra de potencias anti-democráticas, sobre todo frente a un sanguinario ultranacionalista como Putin, un canalla que excluye los medios políticos de lucha, no hay que defenderse en contra de la dominación. Todo lo contrario. Como dice el Eclesiastés (3.8) “hay un tiempo para la paz, y hay un tiempo para la guerra”. Lo importante es no confundir los tiempos. Hoy vivimos en tiempos de guerra.

 

 

4

La democracia liberal no puede ser liberal con sus enemigos cuando estos, como Putin, se han convertido en enemigos existenciales. Para vencer cuenta Occidente, además del militar, con un poder económico que Putin no tiene y con un poder político hegemónico que nunca tendrá. Ahora bien, debido al predominio de lo político por sobre lo anti-político, Occidente está en condiciones de concordar ocasionalmente con naciones no democráticas. Y es evidente que ahora hablamos de China, propietaria de un inmenso poder económico y militar, pero con una baja intensidad hegemónica y/o política.

 

 

La concordancia puntual entre Occidente y China es una alternativa que no puede ser perdida de vista. Tanto China como Occidente tienen mucho que perder en una tercera guerra mundial. Nunca seremos aliados perpetuos de China, con eso hay que contar, y es bueno que así sea. Pero el arte político, que los chinos también conocen a escala internacional, podría y debería llevar a Putin al total aislamiento mundial. Por el bien de la hoy inmolada Ucrania. Por el bien de China y Occidente. Por el bien de la misma Rusia. Y sobre todo, por el bien de todos los habitantes de esta tierra.

 

 

Para decirlo de modo gramsciano, se trata de asegurar la hegemonía de la paz política por sobre la de la guerra, sin que esta última desaparezca como posibilidad. La guerra –la frase de Clausewitz está todavía vigente- es la continuación (pero también el origen) de la política bajo otras formas. Pero lo es en el mismo sentido como la muerte es la continuación de la vida bajo otras formas. Y este mundo, no debemos olvidarlo, pertenece a los vivos.

 

 

Fernando Mires

La contrarrevolución antidemocrática de Vladimir Putin

Posted on: febrero 17th, 2022 by Laura Espinoza No Comments

 

Hasta el cansancio ha sido repetida aquella verdad que dice que Putin intenta restaurar el edificio geopolítico de la URSS. Hay quienes sin embargo difieren y sostienen que lo que intenta restaurar es el antiguo imperio zarista. No vamos a entrar aquí en esa más bien académica y políticamente infructuosa discusión. Lo que interesa decir por el momento es que efectivamente Putin es un restaurador, un expansionista, un imperialista e incluso un colonialista, pero sobre todo, como ha destacado recientemente Anne Appelbaum en un emotivo artículo dedicado a analizar a Putin, un antidemócrata. Pero el problema no termina ahí. Putin, además, es el representante máximo de una enorme ola antidemocrática que avanza primero hacia la por él considerada “periferia rusa”, su utópica “Eurasia” religiosa y cultural, equivalente a la “Germania” con la que soñaba ese monstruo llamado Adolf Hitler.

 

 

No hay revolución sin contrarrevolución. Desde la Santa Alianza, pasando por los totalitarismos nazi y stalinistas, hasta llegar a nuestros días, han habido diversas olas antidemocráticas, surgidas como reacción a las por Samuel Hungtinton llamadas “olas de democratización”.

 

 

La última gran ola fue la que puso término al imperio soviético durante 1989-1990. Putin, desde esa perspectiva macro-histórica, representaría una reacción en contra de la revolución democrática, rusa y europea. En ese sentido es el anti-Gorbachov. Pero no está solo. Putin es solo una parte, quizás la principal, de la contrarrevolución antidemocrática de nuestro tiempo.

 

 

Como Stalin ayer, Putin mantiene fuertes enclaves en el Occidente político. Mas, a diferencias de la era Stalin, no se trata de organizaciones doctrinarias como fueron los partidos comunistas pro-soviéticos, sino de una gama de diversos movimientos y gobiernos abiertamente anti-democráticos. Los principales por ahora son los movimientos y partidos antidemocráticos de Europa.

 

 

Entre esos gobiernos nos referimos a las autocracias europeas, sobre todo a ese trío representado por Erdogan en Turquía, Orban en Hungría, Kaczinski en Polonia.

 

 

Parecerá raro quizás incluir al tercero en la triada pro-Putin dado que Kacszinski, como la mayoría de la ciudadanía polaca, teme a que Putin, en su no oculto proyecto por restaurar la geografía soviética, intente ocupar Polonia. No obstante, Kacszinski, en su visión anti-UE es el mejor aliado de Orban. Y Orban es el más estrecho aliado europeo de Putin.

 

 

Al jerarca ruso, a diferencias de Stalin, no importan las convicciones doctrinarias. Pero sí le interesa que sus aliados objetivos de Europa mantengan un desacuerdo vital con la UE y con la OTAN. En ese sentido Kaczinski, como sus homólogos húngaro y turco, comparten con Putin similares convicciones. Los tres son partidarios de un gobierno fuerte y autoritario representado en un líder que encarne la tradición mítica de sus naciones. Los tres se entienden como restauradores del orden familiar, sexual, patriótico y religioso (no importa cual religión). Los tres son enemigos declarados de la democracia parlamentaria. Los tres creen en “el principio del caudillo”. Los tres consideran a la democracia occidental como un producto de la decadencia de Europa.

 

 

I-liberalismo llama Viktor Orban al conjunto de ideas y creencias compartidas con sus homólogos. Pero ese i-liberalismo es solo una media verdad. Desde el punto de vista económico los aliados de Putin son radicalmente liberales. Y desde el político, el enemigo no es la ideología liberal sino las instituciones de las democracias europeas. Naturalmente, ellos dicen, y probablemente creen, ser democráticos. Y en sentido literal lo son pues su ideal político está basado en una comunicación directa entre pueblo y caudillo. La democracia que ellos enaltecen no está basada en instituciones ni en constituciones sino en el “principio del líder”, tal como lo formulara el jurista alemán Carl Schmitt al que los nuevos autócratas probablemente no han leído pero, visto objetivamente, han llegado a ser sus mejores discípulos. El odio que en los autócratas despierta lo que ellos llaman “democracia liberal” está, como todo odio, basado en un miedo, en este caso, el miedo a que el control unipersonal del poder sea cuestionado. Como bien observara el historiador polaco Adam Mischnick: “Es posible que Putin no pueda implementar cada escenario, pero ha concentrado el poder político incluso más que Stalin. Stalin, al menos formalmente, estaba limitado por su “politburó”, un organismo político que en principio podía decirle que no, aunque por supuesto no lo hizo. Putin no tiene politburó, es todopoderoso, un monarca absoluto, un César”.

 

 

Naturalmente, en su reciente aventura ucraniana, Putin ha contado, si no con el apoyo directo, con el consentimiento indirecto de las tres autocracias mencionadas. Puede que pronto aparezcan más. Los movimientos de la ultraderecha avanzan de modo zigzagueante en todos los países de Europa. La Liga Norte de Salvini ha sido temporariamente desplazada en Italia pero ahora avanza el Vox español que, si bien no se ha declarado miembro del putinismo, comparte con este sus valores esenciales. Las elecciones presidenciales en Francia decidirán sobre el futuro inmediato de Europa. Le Pen es abiertamente putinista y Zemmour puede llegar a serlo sin problemas. Todos son partidarios de una Europa des-unida. Eso al fin es lo que cuenta para Putin. Por si fuera poco, a la derecha nacional-populista europea habría que agregar algunos remedos de la izquierda del pasado. Podemos de España se declara “pacifista” y anti-OTAN. Lo mismo ocurre con los socialistas de Melenchon en Francia y “Die Linke” en Alemania.

 

 

Al igual que la antigua URSS, el imperio Putin tiene importantes aliados extra-continentales. Gracias a la vacilaciones de Obama logró convertir a Siria y parte de Irak en un condominio ruso. Irán puede contarse entre sus aliados estratégicos. Los ayatollahs han descubierto que comparten con Putin las mismas obsesiones anti-occidentalistas. Para el ruso como para la camarilla teocrática persa, Occidente es un mundo degenerado. En no pocos puntos, las ideologías teocráticas de los países del Oriente Medio son compatibles con las visiones integristas de la iglesia ortodoxa rusa que ve en Putin un paladín de la cristiandad, cabalgando en contra de los demonios lujuriosos y ateos que acosan Occidente. Sin necesidad de recurrir a Max Weber podríamos afirmar que Putin encabeza una rebelión de la tradición en contra de la modernidad. Pero solamente en contra de la modernidad cultural. No así con respecto a la modernidad tecnológica, la que en sus formas digitales y nucleares pone al servicio de la expansión territorial de su país.

 

 

La gran ventaja de Putin es que sabe que al interior de la mayoría de los países occidentales existen multitudes anti-democráticas y que en no pocos de esos países la democracia se encuentra en muy precaria condición. La gran revelación para Putin fue no tanto la presidencia de Trump, la que mal que mal debió ajustar su práctica a las férreas instituciones norteamericanas, sino el carácter del movimiento que encabeza Trump. Por cierto, el ex presidente nunca ha sido un modelo democrático. Su personalismo, su autoritarismo, sus convicciones patriarcales, su escaso respeto por los valores que han permitido forjar a su nación y, no por último, su radical anti-europeísmo, no hablan bien de sus convicciones democráticas. Pero mucho menos democráticos que Trump son los trumpistas. Quizás en este caso habría que invertir la relación entre líder y masas. No es, en el caso de Trump, el líder el que ha producido un fuerte movimiento radical antidemocrático en los EE UU, sino estos últimos son los que han producido el fenómeno Trump. El asalto al Capitolio, por ejemplo, fue una muestra de como la contrarrevolución anti-democrática ha logrado apoderarse, si no del corazón, por lo menos del sistema nervioso de la democracia más antigua de la modernidad. En otras palabras, Putin ha visto en Trump a uno de los suyos.

 

 

En donde las instituciones democráticas son débiles o precarias, donde surgen caudillos que enamoran y enardecen a sus pueblos, donde las masas son organizadas desde el estado, donde no hay sociedad civil, y sobre todo, donde los canales de comunicación política se encuentran obstruidos, allí está el campo abonado para que el imperio ruso reclute contingentes. Hay una alianza perfecta entre los movimientos y gobiernos nacional-populistas y el proyecto antidemocrático mundial del cual Putin ha pasado a convertirse en su máximo líder.

 

 

Casi no hay dictadura o autocracia en el mundo que no cultive relaciones con el gobierno Putin. Se quiera o no, Putin ha logrado articular en su torno a una internacional de gobiernos y movimientos anti-democráticos. No es casualidad que las tres anti-democracias latinoamericanas, la autocracia mafiosa de Maduro, la dictadura neosomocista de Ortega y la dictadura poscastrista de Díaz Canel, se declaren partidarios incondicionales de Putin.

 

 

El proyecto inmediato de Putin es convertir a Rusia en un poder mundial. En el hecho ya lo es. Pero para que este sea más sólido, Putin requiere asegurar su dominación en el que considera espacio vital de Rusia. Ucrania representaría, simbólica y fácticamente, el último bastión que hay que derribar para dar inicio a esa locura distópica llamada por el ideólogo del putinismo, Alexandr Dogin, “Eurasia”. Eso es precisamente lo que no han entendido algunos gobiernos europeos, particularmente el alemán. Si Occidente no opone a través de su diplomacia y de sus ejércitos un decidido “no pasarán” a Putin en Ucrania, Rusia puede, definitivamente, destruir la paz mundial.

 

 

Puede ser, así opinan muchos comentaristas, que por el momento Putin decida no invadir a Ucrania. De acuerdo a una relación costo-beneficios, el precio podría ser muy alto, piensan algunos. No obstante, aún sin invadir a Ucrania, Putin ha logrado mostrar al mundo que el bloque occidental se encuentra políticamente dividido a la hora de enfrentar a un enemigo común. Con esa victoria probablemente no contaba Putin antes de enviar a sus cien mil soldados a los límites con Ucrania.

 

 

La deserción (sí, objetivamente fue deserción) de Alemania, ha debilitado, se quiera o no, la hegemonía militar y política de los EE UU en Europa. Peor aún, ha debilitado al eje Francia-Alemania y con ello ha dejado a Occidente sin conducción unitaria. Logrado ese objetivo, la invasión a Ucrania –a la que Putin nunca renunciará- puede esperar un tiempo más.

 

 

La negativa del gobierno alemán a enviar armas a Ucrania tiene un enorme significado político-simbólico. Significa, lisa y llanamente, que la principal potencia económica europea disiente de las resoluciones de la OTAN negándose con ello a aceptar la hegemonía norteamericana en la región. Para los observadores bienpensantes, Alemania ha llegado a perfilarse como un adalid de la paz. Pero las apariencias engañan.

 

 

Si bien en Alemania existen fuertes tendencias pacifistas, no podemos obviar que estas no fueron absolutamente determinantes en la política de Scholz. Hay, se quiera o no, un espacio de decisión que corresponde solo al gobierno. En ese sentido, las razones de la negativa alemana a plegarse a las decisiones confrontativas de la OTAN hay que buscarlas más bien en Olaf Scholz y en su partido. Y aquí hay que nombrar dos hechos que se cruzan entre sí. Uno es que al interior de la socialdemocracia alemana, amparada en los negocios del gas, ha cristalizado una suerte de conexión con el putinismo, vale decir, políticos profesionales que de una u otra manera consideran legítimas las pretensiones territoriales de Putin en Ucrania. Probablemente piensan –y tal vez no les falten razones– que Putin tarde o temprano terminará por construir su imperio euroasiático y con ese imperio habrá que coexistir pacíficamente en el futuro. Ahora bien, si a esas tendencias derrotistas sumamos el fuerte anti-americanismo que prima al interior de sectores de la socialdemocracia alemana y del partido Verde, la mesa estará servida para las ambiciones inmediatas de Putin. No vale la pena, en fin, morir por Ucrania– eso es lo que piensa y no dicen, no solo alemanes sino también algunos políticos europeos-.

 

 

Sobre el papel, la idea podría parecer formalmente correcta. Pero la realidad no es un papel. Lo que probablemente no entienden los nuevos estrategas de la geopolítica alemana es que, al mostrar divisiones hacia afuera, Putin ha descubierto que, si anexa a Ucrania -lo dijo el ex minitro del exterior alemán Joschka Fischer- la puerta para apoderarse de los países bálticos sería abierta de par en par. Entonces muchos harán la pregunta que el conocido historiador escocés Neal Ascherson ya formuló irónicamente. ¿Valdrá la pena después morir por Estonia? Y así sucesivamente.

 

 

Sin embargo, el problema alemán, como todo problema, tiene dos caras. A la negativa alemana de sumarse a las disposiciones de los EEUU mostrando al mundo la debilidad de liderazgo del gobierno norteamericano, hay que mencionar que, con o sin esa negativa militar, esa debilidad de liderazgo precedió a la negativa alemana. Los europeos, entre otras cosas, recuerdan muy bien que en la caída del imperio soviético EE UU tuvo muy poco que ver.

 

 

Digamos de una vez: Desde Bush jr. hasta llegar a Biden pasando por Obama y Trump, los EE UU han descapitalizado su liderazgo mundial. La guerra desatada a Irak por Bush jr. pasará a la historia como uno de los grandes crímenes a la humanidad, más aún que la guerra de Vietnam, donde al fin y al cabo EE UU intentaba frenar la expansión soviética en el sudeste asiático. El invento de las armas de destrucción masiva denunciado por el general Powell es una mancha demasiado sangrienta sobre la historia norteamericana. La reacción anti-Bush de Obama, al ceder prácticamente el espacio sirio al colonialismo ruso, permitió la entrada de la Rusia imperial de Putin en la región islámica. El deterioro de la OTAN y el descrédito que llevó Trump a la UE terminarían por exacerbar los deseos expansionistas de Putin. Si hoy gobernara Trump, Ucrania sería rusa, quizás sin necesidad de una invasión. La retirada caótica de las tropas norteamericanas de Afganistán, no mostró precisamente la cualidades estratégicas del gobierno Biden.

 

 

Los latinoamericanos ya sabemos como los intentos norteamericanos, al apoyar a dudosos grupos políticos y económicos -ayer en Cuba y hoy en Venezuela- para derribar a gobiernos anti-democráticos, han bordeado el límite de lo grotesco. En otras palabras, por su poderío económico, militar y cultural, la nación mejor condicionada para ejercer el rol hegemónico en defensa de las democracias de Occidente, no ha sabido o no ha podido cumplir su papel histórico.

 

 

Sea porque EE UU ya no tiene pretensiones territoriales en ningún lugar del mundo, sea porque no posee una doctrina internacional supra-estatal, sea simplemente porque sus gobernantes han sido políticamente deficitarios, hay que constatar que en este momento Occidente padece de una seria crisis de liderazgo. Cómo y cuándo será superada esa crisis (seguramente lo será) nadie puede saberlo. Lo que sí sabemos es que en estos momentos, esa crisis –con o sin invasión a Ucrania- favorece a los planes de Putin. Y Putin lo sabe.

 

 

Cierto, no hemos hablado de China todavía. Ya lo haremos. Cada cosa a su tiempo.La contrarrevolución

 

 

Fernando Mires

En Ucrania Alemania navega entre dos aguas

Posted on: febrero 12th, 2022 by Laura Espinoza No Comments

 

“Fue el encuentro entre un resoluto Joe Biden y un indeciso Olaf Scholz”. Así tituló el periódico Frankfurter Runschau (08.02.2022) al intercambio de opiniones entre ambos dignatarios. Los periódicos alemanes más adictos al gobierno resaltaron en cambio la unidad a toda prueba que existe entre los EE UU y Alemania. Más incisivo aún que el Rundschau fue la descripción del periódico TAZ (Tageszeitung) al publicar un comentario bajo el título: “Forzada unidad entre Alemania y los EE UU”. ¿Significa que Biden tuvo que presionar a Scholz para que hiciera concesiones a favor de la actitud a tomar frente a una eventual invasión de Rusia a Ucrania? Cito a TAZ: “el nuevo gobierno alemán ha esperado demasiado para que muchos observadores en los EE. UU. usen Nord Stream 2 como moneda de cambio contra Rusia y el presidente Vladimir Putin. Ahora fue el propio presidente de los Estados Unidos quien pronunció una palabra de poder sobre el polémico oleoducto (…..) “Si Rusia inicia una invasión, es decir, cruza la frontera de Ucrania nuevamente con tanques o tropas, entonces no habrá más Nord Stream 2. Nos ocuparemos de eso”, dijo Biden.

 

 

Esas, las que pronunció Biden, fueron palabras que debería haber pronunciado Scholz, pues si no hay más Nord Stream 2. el país más afectado sería Alemania y no los EE UU. Que las hubiera dicho Biden habría mostrado la presión que ejerció Biden sobre su atribulado interlocutor. Scholz tendría la excusa de haber sido obligado a hacer concesiones a su colega en aras de la unidad de la Alianza Atlántica. Pero ¿una excusa ante quién? En esta pregunta yace el tema clave del problema.

 

 

Para buscar una respuesta hay que tener en cuenta que Scholz es el canciller de una coalición. Y bien, precisamente esa coalición no tiene una opinión positiva con relación a un compromiso más intenso de Alemania ante una eventual agresión de Rusia a Ucrania. A diferencias del ex Canciller Helmuth Kohl quien dictó los 10 puntos de la reunificación sin consultar a ningún partido político, incluyendo al suyo, o a diferencias de Merkel, quien cuando interactuaba con Obama, Trump o Putin emitía la opinión suya y de su gobierno -la SPD no podía más que acatar–, Scholz solo emite la opinión predominante de la coalición de la que su partido forma parte.

 

 

Quizás nunca vamos a saber lo que piensa Scholz. La política internacional de Alemania durante Scholz es la política de la coalición, y esa política a su vez, un resultado de la correlación de fuerzas a nivel nacional.

 

 

Por supuesto, en todos los países existe una relación entre política interna y externa. Al mismo Macron lo vemos haciendo política internacional con Rusia y a la vez tratando de perfilarse como líder de Europa frente a sus electores. El problema es que en la actual Alemania esa relación es demasiado estrecha. Y lo es hasta el punto de que podríamos afirmar que la política alemana hacia afuera es una prolongación de la política hacia dentro. Una política interna no solo sometida a las líneas de tres partidos, sino, sobre todo, a los vaivenes de la opinión pública, medida esta por semanales encuestas.

 

 

El pueblo alemán es soberano, y justamente porque quiere vivir en paz, no quiere, además de la pandemia, una guerra. Así de simple. Olaf Scholz acata la voluntad general en un sentido casi roussoniano. Ese no era el caso de Merkel. La canciller, cuando lo consideraba necesario, aún al precio de perder popularidad, no vacilaba en contradecir la voluntad general. Recordemos que cuando estalló la crisis migratoria, en lugar de cercar al país con alambradas como hicieron otros gobiernos, abrió las puertas de Alemania bajo la consigna, “lo lograremos”. Gracias a esa inolvidable acción, Merkel fue aclamada por el mundo entero. No así en Alemania donde fue criticada por la mayoría de los partidos, sobre todo por el suyo, la CDU. Eso es precisamente lo que no puede, o no quiere, o no sabe hacer Scholz. El nuevo canciller -dicho metafóricamente– es un prisionero político de la coalición que encabeza.

 

 

Cuando socialistas, liberales y verdes formaron la “coalición semáforo”, casi todo el mundo la saludó con optimismo y alegría. No era para menos. Las tres principales tendencias de la posmodernidad política -liberalismo económico, izquierdismo democrático y ecologismo social- se hacían cargo del gobierno del país más poderoso de Europa. Los socialcristianos pasaban a la oposición y con ello el centro político sería ocupado por cuatro partidos centristas. Qué mejor. Afuera del espectro hegemónico, los partidos extremos, la Linke y AfD. Solo había un obstáculo. Esa coalición era para gobernar en tiempos normales y pacíficos. Pero para tiempos anormales y no muy pacíficos –son los que estamos viviendo– no lo es tanto.

 

 

Gobernar en tiempos normales supone lograr acuerdos destinados a administrar la economía y la vida social de un país. En tiempos anormales, en cambio, sobre todos en aquellos en los cuales se cierne el peligro de amenaza externa, las decisiones deben ser rápidas y en directa consonancia con las instituciones supranacionales (la UE, la NATO, entre otras). Esto es justamente lo que no se está dando hoy en Alemania. Las instituciones nacionales (parlamento, partidos, organizaciones civiles, iglesias) tienen más peso en las decisiones externas que las instituciones internacionales.

 

 

Alemania está enfrentanda a la más grande crisis internacional vivida por Europa desde la caída del muro, utilizando criterios nacionales. Scholz queda así situado en la situación más incómoda para un gobernante: entre una Europa que está dispuesta a enfrentar unida, y si se diera el caso, militarmente, a las pretensiones imperiales de Putin, y una coalición de gobierno que ya decidió no prestar ayuda militar a Ucrania. Así se explica por qué Scholz hace en estos momentos lo que mejor sabe hacer: callar. Callar hasta tal punto que una decisión tan radical como la de amenazar a Putin con la posibilidad del cierre del Nord Stream 2, debió ser dicha por el gobierno de los EE UU., y en los EE UU. Insólito.

 

 

Scholz es el representante de una coalición predominantemente pacifista. En tiempos de paz, estupendo. En tiempos de guerra (o pre-guerra), un desastre. Por cierto, el pacifismo de los liberales no es el de los verdes, pero ambos partidos, situados en aceras ideológicas opuestas, han manifestado su oposición a embarcarse en defensa de Ucrania. La ayuda alemana deberá ser -ese es el consenso partidario- financiera, sanitaria, no militar y, sobre todo, simbólica, como enviar cascos a Ucrania o resaltar el hecho de que se envíen, a guisa de relevo, algunos soldados a Lituania donde no hay posibilidades inmediatas de lucha. Medidas que serían cómicas si las amenazas rusas a Ucrania no fueran trágicas.

 

 

El hecho es que la no participación de Alemania está abriendo una fisura peligrosa. “La Europa Unida no está tan unida como dice estarlo”, debe haber anotado Putin en su libreta. Pero al parecer Scholz no se da, o no quiere darse cuenta, de la magnitud del problema que ocasiona no ayudar militarmente a Ucrania. Nadie le ha dicho todavía que deponer las armas frente a un enemigo monolítico acelera las posibilidades de una guerra. Scholz y su coalición no han aprendido nada de la historia de Europa. Ahí reside la miseria del pacifismo alemán.

 

 

De los liberales Scholz no puede esperar apoyo a una política pro-NATO. Los liberales alemanes son liberales más económicos que políticos. En gran medida, FDP es el partido de los empresarios y banqueros. Desde la perspectiva de FDP, toda guerra es anti-económica. Y tiene cierta razón. El problema es que el conflicto con Rusia no es solo económico.

 

 

De la socialdemocracia tampoco hay que esperar una política favorable a la OTAN. Especulando con la posibilidad de una política socialdemócrata con respecto a Ucrania, Scholz viajó a Madrid a entrevistarse con Pedro Sánchez. Parece que no le fue muy bien. Regresó sin dar un solo comentario. España, sin hacer caso al “pacifista” Podemos, se ha alineado con la NATO.

 

 

La socialdemocracia alemana, ya está claro, no es la de los tiempos de Willy Brandt, cuando todavía podía presentarse como el partido de los trabajadores organizados. En materia internacional no está alineada con ninguna tendencia mundial. Al interior del partido coexisten diversas fracciones, desde una izquierda nostálgica, hasta una burocracia más administrativa que política, formada por gestores y burócratas. A ese último grupo pertenece Olaf Scholz. Putin ha logrado, además, cooptar a políticos socialdemócratas, a los que podríamos calificar lisa y llanamente como “putinistas”. Representante de ese grupo es nada menos que el ex canciller Gerhard Schroeder (Textual:“Putin es un demócrata mirado hasta con lupa”) miembro del directorio del consorcio ruso Gazprom. Al escándalo Schroeder habría que agregar entre varios, el caso de la presidenta del parlamento de Mecklenburgo-Pommerania, Manuela Schwessig, quien no se cansa de hacer propaganda a los pipelines de Putin.

 

 

Si de liberales y socialdemócratas no puede Scholz esperar una línea europeísta, mucho menos puede extraerla del Partido Verde. Como es sabido, los Verdes alemanes no solo representan a grupos ecológicos. Son también el partido de las identidades post-modernas, entre ellas, las feministas y, sobre todo, las pacifistas. Estas últimas pesan fuerte. La razón es que el pacifismo de los verdes dista de ser pragmático como el de los liberales. Por el contrario, es un pacifismo ideológico, ritualizado, con taras anti-norteamericanas y profundamente anti-político. Para colmo, la cartera del exterior está ocupada por la ex dirigente Annalena Baerbock, quien no posee experiencia en materias internacionales y por lo mismo se encuentra bajo influencia de los viejos mentores de su partido, entre ellos el dogmático Jürgen Trittin. Así se explica por qué Baerbock viaja a través de Europa repitiendo la misma frase de los pacifistas de ayer: “Hay que dar una oportunidad a la diplomacia”. Solo el actual líder del partido, Robert Habeck, deja deslizar de vez en cuando opiniones antagónicas a Putin, pero estas no pasan de eso: simples opiniones personales. Robert Habeck, hay que decirlo, no es Joschka Fischer, el único líder que ha logrado quebrar el rígido pacifismo de los Verdes.

 

 

En mayo de 1999, en el congreso del Partido Verde, Joschka Fischer pidió apoyo para declarar la guerra en contra del genocida de Serbia, Slobodan Milosovic. Sus palabras son consideradas como el mejor discurso político pronunciado en Alemania. Pleno de ideas, pero también de emociones, aún después de haber sido agredido físicamente, Joschka “dió vuelta a la asamblea”. Aún se recuerdan sus palabras. Cito un párrafo: “Y cuando dicen: ¡Dale una oportunidad a la diplomacia! Se hizo todo lo posible para llegar a un acuerdo a través de medios diplomáticos […] Milosevic en su brutalidad, Milosevic en su radicalismo, Milosevic en su determinación de llevar a cabo la guerra étnica sin tener en cuenta a la población civil, para llevar esta guerra étnica a un fin… [ …] Les digo: Esta política es criminal en dos sentidos: tomar como objetivo de guerra a todo un pueblo, expulsarlo mediante el terror, mediante la opresión, mediante la violación, mediante el asesinato y al mismo tiempo desestabilizando los estados vecinos – yo llamo a esto, una política criminal…”

 

 

Hoy, desde su retiro, Fischer ha vuelto a dirigirse a los verdes en un texto en contra de Putin tan emotivo como su discurso sobre Milosevic. Pero esta vez pasó casi desapercibido. El derrotado pacifismo de ayer se ha vengado en contra suya.

 

 

Visto así, Olaf Scholz no tiene más alternativa que navegar entre dos aguas, las de los partidos de su coalición y las de las instituciones europeas y transatlánticas. Ni de los primeros ni de las segundas puede prescindir. Sin embargo, Alemania necesita de Europa más que Europa de Alemania. Puede que en algún momento Scholz se vea obligado a decidir. Deberá hacerlo a favor de Europa y de Occidente. Repetir monótonamente «tenemos toda las opciones sobre la mesa» sin nombrar a ninguna, no lo podrá seguir haciendo durante mucho tiempo.

 

 

Hasta ahora Scholz se ha comportado como un simple gobernante local. Pero el momento histórico requiere de un estadista continental. Hay, en efecto, un margen en el que le está permitido prescindir de sus ligazones partidarias. Si no usa ese margen terminará por ayudar objetivamente a Putin, sumando otro desprestigio más a la mancillada historia de su país. Y para eso no fue elegido.

 

 

Navegar entre dos aguas -como experimentado político Scholz debería saberlo- solo se puede hacer durante un breve tiempo. A la larga, conduce al naufragio.

 

Fernando Mires

Rusia. Ucrania y un artículo sobre otro artículo

Posted on: febrero 4th, 2022 by Super Confirmado No Comments

Es difícil hablar de la condición humana, entre otras cosas porque no sabemos muy bien como es. Más bien parece que en vez de ser un “es”, es un “hacerse”. No lo digo solo porque estamos sometidos a las leyes de la evolución, como toda las especies animadas lo están. Lo digo porque estamos obligados a cambiar nuestros modos de ser en el curso del tiempo, so pena de vivir bajo una tradición perpetua.

 

 

No estamos regulados por nuestros instintos. La filosofía lacaniana (sí, filosofía) diría: lo estamos por nuestros deseos. Pero no es lo mismo. Nuestros deseos no siempre están determinados por instintos. Hay deseos que vienen de la razón. Desear leer a Quevedo o Neruda no es instintivo, es un deseo adquirido desde la razón comunicativa (Habermas). Lo que sabemos, porque así lo hemos constatado, es que a diferencia de la gran mayoría de los seres animados, la condición humana carece, para bien o para mal -más bien creo que para mal- de ese atributo que los biólogos llaman “solidaridad de especie”.

 

 

Los humanos matan a humanos. Luego, el hombre no es el lobo del hombre -como dictaminó Hobbes- pues los lobos no matan lobos. En cambio nosotros, desde Caín hasta nuestros días, no hemos dejado de matarnos unos a otros. Nunca han faltado razones: ya sea por el honor, por el amor, por la familia, por la patria, por la revolución, por dios o los dioses, por la libertad y la democracia, matamos.

 

 

Creo que fue Hannah Arendt quien dijo que siempre hacemos la guerra para alcanzar la paz pero nunca hacemos la paz para alcanzar la guerra. La paz, en efecto, no requiere de ninguna fundamentación. En cambio la guerra siempre debe ser fundamentada. Y aquí topamos con una segunda característica de la supuesta condición humana. Me refiero a nuestra capacidad de fundamentar. ¿Por qué fundamentamos a las guerras? La respuesta es sencilla: porque no hay guerras sin muertos, y no matar es la primera ley de la civilización humana.

 

 

Las guerras son asesinatos colectivos y para cometerlos debemos buscar muchas razones pues esas muertes colisionan con los mandamientos de todas las religiones y con la letra de todas las constituciones. Matar es un acto pre-religioso y pre-constitucional. Podríamos agregar también, pre-político. La guerra es una regresión a los orígenes de nuestra especie. Por lo mismo, la guerra, para ser fundamentada, requiere ser presentada como acto “civilizado”.

 

 

No faltan incluso quienes han escrito sobre el “arte de la guerra” (Sun Tzu es considerado un clásico). Otros, como Clausewitz, la han convertido en ciencia. Está claro: el arte y la ciencia son disciplinas post-civilizatorias. ¿Qué mejor entonces que una guerra artística o una guerra científica? Solo los que viven las guerras (¿habrá que leer de nuevoSin Novedad en el Frente de Erich María Remarque?) saben que destripar a un ser humano es el acto menos artístico y menos científico que podemos imaginar. La hipocresía –una característica muy propia a la condición humana– parece no tener límites.

 

 

¿Por qué estoy escribiendo estas líneas? Puede que alguien se pregunte eso, pues yo mismo me lo estoy peguntando. La razón es la siguiente: Ella está conectada con un artículo del ex ministro de relaciones exteriores de Alemania, Joschka Fischer (a mi juicio, el más brillante que ha tenido Alemania en toda su historia) donde nos dicesin anestesia una verdad que no queremos ver ni oír, la de que, independientemente a que haya guerra o no, estamos al borde de una guerra de connotaciones continentales y tal vez mundiales.

 

 

Cito a Fischer: “Todavía no lo sabemos, pero los hechos apuntan de manera abrumadora a una guerra inminente. Si eso llegara a ocurrir, las consecuencias para Europa serían profundas, cuestionando el orden y los principios europeos – renuncia a la violencia, a la autodeterminación, la inviolabilidad de las fronteras y la integridad territorial-sobre los que se ha basado desde el fin de la Segunda Guerra Mundial”. Y agrega, más adelante: “El centro de la crisis actual se encuentra en el hecho de que la Rusia de Putin se ha convertido en una potencia revisionista. No solo ya no le interesa mantener el statu quo, sino que está dispuesta a amenazar e incluso usar la fuerza milita para cambiarlo a su favor”.

 

 

Joschka Fischer no vacila en personalizar: la causa y el origen de la agresión que se cierne sobre Europa, tiene un nombre: Vladimir Putin. “Putin quiere que la OTAN abandone su política de puertas abiertas, no solo en Europa del Este sino también en Escandinavia”. Europa, en síntesis, está amenazada por Putin. Se trata, dice Fischer, de una“amenaza existencial”. Según el ex ministro, lo que hoy está en juego es el destino de un estado soberano,Ucrania, miembro de las Naciones Unidas y del Consejo de Europa. Si Rusia anexa a Ucrania, mañana lo hará con los estados post-soviéticos (cuando escribo estas líneas el autócrata húngaro, Viktor Orban, se encuentra junto a Putin en Moscú) ¿“Qué más tiene que pasar para que los europeos despierten ante los hechos”? – pregunta Fischerangustiado.

 

 

¿Joschka Fischer desea una guerra? De ningún modo. Todo lo contrario. Lo que está exigiendo a Europa es la disposición de oponerse al proyecto bélico de Putin sin dilaciones, arriesgando, si fuera necesario, un conflicto armado.

 

 

Fischer conoce a Putin. Lo conoce personalmente. Sabe lo que Putin también sabe: que Rusia no puede jamás ocupar un lugar hegemónico sin recurrir a la violencia. El poder que quiere alcanzar Putin no es el de la hegemonía cultural, o el del convencimiento, sobre los gobiernos europeos. Tampoco es el poder de los argumentos. El de Putin es un poder asociado al uso de la violencia. Por ese motivo, Fischer está convencido de que Putin nunca va abandonar sus proyectos de dominación mediante la vía diplomática, como no se cansa de repetir la, a todas luces inexperta, ministro de relaciones exteriores de Alemania, Annalena Baerbock.

 

 

Putin no entiende la fuerza de la razón. Solo entiende la razón de la fuerza. Por eso, piensa Fischer, Alemania debe revisar todos los proyectos energéticos que le permitan a Putin ejercer chantaje sobre ese país. Alemania debe armarse, lo dice sin dilaciones. “Considerando la magnitud de las amenazas actuales ¿de verdad sigue siendo un problema la promesa del gobierno alemán saliente de destinar al menos un 2% del PIB a la defensa? ¿O es ahora más importante que el gobierno alemán haga un anuncio claro y preciso acerca de su compromiso con el apoyo a Ucrania y la defensa de los propios europeos? Eso enviaría un mensaje del que el Kemlim no se podría desentender. Pero el tiempo se acaba”

 

 

Sobre el defätismus (derrotismo) de la política exterior alemana puede ser que escriba otro artículo. Por el momento solo cabe consignar que las palabras de Joschka Fischer no se prestan a muchas interpretaciones. Para que no ocurra una guerra hay que hacer retroceder a Putin, punto. En ese tema el ex ministro es consciente de que no pocas veces la historia está decidida por una o muy pocas personas. Desde mi visión de los procesos históricos, pienso que tiene razón. ¿Habría estallado la segunda guerra mundial si no hubiera existido Adolf Hitler? Esa es una pregunta hecha en tiempo condicional y por lo mismo no puede ser respondida por nadie. Pero no por eso es menos pertinente.

 

 

La Segunda Guerra Mundial no fue el producto de una “necesidad histórica”. Si ocurrió, con todas sus funestas consecuencias, fue porque un grupo de hombres, con Hitler a la cabeza, decidió que ocurriera. Entiéndase bien: no estamos comparando a Putin con Hitler. No queremos hacer tampoco ninguna analogía histórica -todas son falsas-. El tiempo, las circunstancias, las personas del ayer, son realidades muy distintas a las de nuestros días. Sin embargo, para volver al comienzo del presente artículo, tampoco podemos dejar de pensar sobre una situación inquietante; y ella nos dice: Putin no está sometido a ninguna ley. Solo conoce el poder de la fuerza. Todo lo demás, frente a ese poder, es subalterno.

 

 

Sin leyes que rijan nuestra conducta, los humanos podemos ser el más salvaje animal de la naturaleza, decía Kant. Las leyes, ordenadas en una constitución, constituyen (en sentido literal) a las disposiciones de la moral natural, pensaba el gran filósofo. Las necesitamos para vivir con los unos y con los otros. Basta observar que los maleantes, aún viviendo fuera de la ley, se ven obligados a inventar códigos de honor para reglamentar y ordenar su oprobiosa vida. Fuera de la ley está la locura, la que por ser locura, siempre será transgresora. La posibilidad inquietante, y es la que observa Fischer en Putin, es que un dictador o un autócrata, al estar situado por encima de las leyes, puede alcanzar el punto en que su palabra se convierta en ley como sucedió en el pasado con Hitler y con Stalin. ¿Pertenece Putin a ese siniestro linaje? Al menos, en el interior de su país, sí. La larga lista de asesinados por “razones de estado”, es una prueba entre tantas. Que la ausencia de ley la haga extensiva Putin fuera de sus fronteras, dependerá de la resistencia de las naciones democráticas, sobre todo las representadas en la NATO. Esa es la opinión terminante de Joschka Fischer.

 

 

Debemos tener en cuenta, además, que Putin no es un gobernante aislado. En la práctica no hay dictador o autócrata en el mundo que no le dé su apoyo. Eso lleva a pensar que luchar en contra de gobernantes anti-democráticos también es luchar en contra de Putin. Por lo mismo, luchar en contra de Putin es luchar en contra de esos gobernantes. Los límites que separan a la política internacional de la nacional son mucho más traspasables de lo que generalmente se piensa.

 

 

Las naciones democráticas de Europa han vivido mucho tiempo sin guerras. Tanto, que ya muchos europeos no conciben un mundo con guerras. Europa, por lo menos a nivel continental, creía haber realizado el ideal kantiano de “la paz perpetua”. Pero mantener ese ideal, he aquí la enorme paradoja, hay que mostrar una abierta disposición a defender esa paz. No vivimos todavía -es la cruel deducción– en una era post- bélica. Los fantasmas del sangriento pasado continúan vivos. Putin es uno de ellos. Su visión de la historia y de la vida, es arcaica, pero a la vez muy actual.

 

 

Para decirlo con las palabras de un gran revolucionario ruso, Leo Trotzki, “el desarrollo histórico es desigual y combinado”. Desigual, porque no se da en todas las naciones a la vez. Combinado, porque hasta las naciones teconológicamente más desarrolladas –Rusia es una de ellas– arrastran consigo rémoras de un pasado histórico que no quiera ser pasado.

 

 

Putin viene del más oscuro pasado de Rusia, pero a la vez, de un pasado que es presente. A ese pasado, nos alerta Joschka Fischer, no hay que dejarlo avanzar para que no se convierta en futuro. A Putin hay que frenarlo. Ha llegado el momento.

 

 

Para leer el artículo de Joschka Fischer:  https://polisfmires.blogspot.com/2022/02/joschka-fischer-ucrania-y-el-futuro-de.html