Con los movimientos insurrecionales, complots, conspiraciones, golpes de Estado o como quiera que se les denomine ocurre algo muy curioso: antes de que ocurran, los gobernantes que van a ser víctimas se niegan a admitir que existan; una vez que ocurren o que son descubiertos y abortados, quienes se niegan a aceptar que existieron son los opositores.
A fin de cuentas, un golpe de Estado termina siendo una cuestión parecida a la fe religiosa: el que decide creer cree aunque no le presenten una prueba; el que decide no creer no cree ni que se le aparezca el propio Cristo y le muestre las heridas de la crucifixión.
Nuestra historia está cargada de episodios así, en los que quienes no creían tuvieron que creer por la fuerza de los hechos. No nos remontemos a épocas demasiado remotas, como cuando los generales orientales de la Independencia se le alzaron al doctor Vargas porque no tenía un par de charreteras y tuvo que salir Páez (que sí las tenía) a poner de nuevo al médico en su cargo. Tampoco hablemos de cuando el presunto padre de la democracia, Rómulo Betancourt, le arrebató el poder a un general (gomecista, pero buena gente) de la mano de unos jóvenes y ambiciosos militares, entre ellos un tal Pérez Jiménez. Acerquémonos más en la historia y rememoremos cómo fue que Carlos Andrés Pérez no quiso creer en la asonada del 4 de febrero hasta que le silbaron los tiros en la calva y no tuvo más remedio que gritarle al jefe de su Casa Militar (según un genial libretista de Radio Rochela y la no menos genial interpretación de Cayito Aponte): «¡Corre tú, Carratú, que después corro yo!».
También podemos recordar lo que le pasó a Hugo Chávez, a pesar de su probada experiencia conspirativa y aunque algunos dicen que todos sus movimientos de abril de 2002 estaban fríamente calculados. El comandante, por solo mencionar uno de sus excesos de confianza en los amigotes (lo digo, en este caso por lo gordo), siguió creyendo que el general Rosendo era un revolucionario de peso completo hasta la tarde del 11 cuando comprendió que el tipo comía hacía rato en el plato del enemigo.
En el caso del 11A la controversia sobre si fue o no fue o qué fue se prolongará eternamente, entre otras razones por la fértil imaginación y amplios recursos poéticos de los magistrados del Tribunal Supremo de Justicia, que convirtieron el festín de Carmona en un vacío de poder, y a los gorilas de cartón piedra que estuvieron en la comparsa los trastocaron en generales preñados de buenas intenciones.
Hoy estamos frente a un nuevo episodio de nuestra azarosa vida cívico-militar. Según lo ha contado el propio presidente Nicolás Maduro, luego de un primer movimiento extraño en 2014, tanto el alto mando como él mismo desestimaron las andanzas de un grupo de oficiales y hasta «mandaron al líder para su casa». Obviamente, no creyeron que fuese una cosa seria o tal vez prefirieron seguir pensando que toda la Fuerza Armada es bolivariana, revolucionaria, antiimperialista y profundamente chavista, tal como lo proclaman, tapizados de condecoraciones, los oficiales que comandan los desfiles y las paradas. Ahora, cuando el gobierno ha informado que desmontó un intento de golpe, con bombardeo aéreo y todo, está ocurriendo lo de siempre: quienes quieren creer creen, cierran filas y exigen que, como cruel castigo, a Julio Borges lo encierren en la misma celda donde está Leopoldo López. En tanto, la gente que no quiere creer no ha creído y no va a creer -ya ustedes saben- ni que les muestren los clavos con el ADN de Cristo.
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