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Unidad como legitimidad… sin remordimiento

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Unidad como legitimidad… sin remordimiento

 

 

 

“El remordimiento crónico, y en ello están acordes todos los moralistas, es un sentimiento sumamente indeseable. Si has obrado mal, arrepiéntete, enmienda tus yerros en lo posible y encamina tus esfuerzos a la tarea de comportarte mejor la próxima vez. Pero en ningún caso debes entregarte a una morosa meditación sobre tus faltas. Revolcarse en el fango no es la mejor manera de limpiarse”.

Aldous Huxley

 

 

 

Cuán difícil es comprender al ser humano en la perspectiva que se abre entre el conocimiento de uno mismo y en el de los demás. ¿Quiénes somos realmente? Aristóteles respondía preciso que “Somos lo que hacemos”. De su lado, vuelvo a recordar y a reiterar aquello del manco de Lepanto: “Nadie es mejor que otro si no hace más que otro”.

 

 

 

Lo cierto es que los compatriotas que se oponen u opusieron al funesto chavismo y derrotados resultaron, entraron en el peor de los mundos: el del resentimiento, remordimiento, desconfianza, odio, desesperanza. No recuerdan nada bueno de los demás correligionarios y mucho menos se atribuyen, una partecita de la responsabilidad del fiasco.

 

 

 

Cada uno sabe, sin embargo, que los buenos momentos que tuvimos y las cruzadas que ganamos se hicieron realidad porque fuimos unidos a la confrontación o, al menos razonablemente, consensuados fuimos a ella. Decir o pensar otra cosa es una mezcla de torpeza y estupidez. Siendo así, conscientes como estamos de la aguda, critica, crucial situación que viven los venezolanos, es menester hacer lo debido, al costo que haya que pagar.

 

 

 

La legitimidad de la unidad no está en duda en el sentimiento del común cuando teoriza, pero se extravía en la ligereza de la amargura, envidia y vanidad de otros que se mueven y se anulan al hacerlo, engreídos e inútiles.

 

 

 

Las encuestas evidencian que los venezolanos no creen en partidos políticos y las muy escasas figuras conocidas, o relativamente vigentes, lucen separadísimas las unas de las otras y nadie de por sí se muestra consistente. Esta constatación nos exhibe, especialmente débiles, y conforta al gobierno y a los dignatarios del mal que lo dirigen.

 

 

 

Las redes sociales derivaron en un pandemónium; sus partícipes se esmeraron en hacer blanco en los otros opositores y naturalmente aflojaron en su tarea ciudadana de controlar socialmente el poder, evaluando políticas y proponiendo aquellas que proceden. Asumieron que el esfuerzo era tiempo perdido y la sangre, el sudor, las lágrimas derramadas, debían ser reclamables a los conciudadanos como ellos disidentes y no a aquellos que las originaron.

 

 

 

La Mesa de la Unidad Democrática no es infalible y nadie lo es. A veces acertó y a veces no, pero desollarla, escalparla, llenar de denuestos a sus actores, suturarles a todos sus dirigentes los peores epítetos para despojarlos del más elemental respeto, no fue ni inteligente ni efectivo. Lo que ha surgido para reemplazarla no pareció a la fecha ni creíble ni efectivo. Tal vez mejoren, pero no se les ha notado superior semblante.

 

 

 

Entretanto, el chavismo madurismo castrocomunismo, como el verdugo español que operó el garrote vil, continúa moviendo la barra, el tornillo y estrangulando al reo que, en este caso, es ese pueblo inocentón, medroso, flácido, que luce entregado y tal vez convencido de que ya no quedan muchas razones para luchar y tampoco para vivir. El dispositivo se articula con hambre, sed, enfermedad, frustración, desaliento, con convencimiento del inexorable destino de pseudoesclavitud y mediocridad.

 

 

 

Ante ese espectáculo patético, digno de algún capítulo del Dante Alighieri y su Divina Comedia, cabe preguntarse si puede pedirse una reacción al cuerpo ciudadano y cómo se podría lograr la susodicha.

 

 

 

Antes de ensayar una respuesta, procede evocar algunas experiencias de los pueblos que, por valientes, dejaron su sangre para escribir con ella una página, una épica en la historia de la humanidad. ¿Massada o Numancia? No pretendo que emulemos ni a esos corajudos y fanatizados que deslumbran por su temeridad ni a otros que pudiéramos invocar, pero ¿no es acaso una causa justa como la nuestra, de naturaleza a reunirnos y sumar esfuerzos para colorear una epopeya por la libertad?

 

 

 

Es cierto que la ambición pesa y algo de razón tenía Nietzsche cuando insistía en que el poder era la motivación más poderosa para el ser humano, pero, si de eso se tratara, unirse es el punto de apoyo para mover esa mole de violencia y penuria que nos asfixia, impuesta y sostenida por la mentira y el cinismo de un discurso demagógico, populista, militarista que pernicioso nos lo quita todo. Es un tema de supervivencia y entonces debemos quitarnos, pues, de encima a esa piara insolente e incompetente.

 

 

 

Apartemos entonces lo que nos divide. Miremos a otro lado y no a nuestras apetencias. No actuemos para nosotros sino para todos que incluye también a los que a empujones siguen como rebaño a esos mamelucos, sicarios, zafios que se hacen llamar dirigentes de izquierda y acaso fraguan para la revolución de todos los fracasos.

 

 

 

Si alguno aún permanece en la caverna de sus mezquindades y persiste en su solipsismo, debemos esperar por él, pero no detenernos ante el evento mayor que nos asedia. Nada puede ser tan importante como para que obviemos la faena que nos reclama. La unidad es, y por ella sola, el chance que le queda a la República.

 

 

 

Viene a mi memoria una refriega que tuvo lugar al término de la Segunda Guerra Mundial y que vio a un pequeño puñado de soldados alemanes y sus pares americanos unirse para salvar la vida de un lote de prisioneros franceses oponiéndosele a un centenar de bien armados efectivos de la 17ª División de Granaderos Panzer de las Waffen-SS. La llamada batalla de Ittur evidenció que ni siquiera la guerra y el miedo prevalecen sobre la ética y el deber de la solidaridad ante los congéneres y que los que se asumían como enemigos, ante un propósito mayor, devienen fraternos prestos a luchar y morir por una buena razón.

 

 

 

A mi modo de ver, la unidad es tan valiosa como la dignidad misma y, para los que aún no ceden su alma ni su espíritu, es el bien común a tutelar.

 

 

 

Nelson Chitty La Roche

nchittylaroche@hotmail.com

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