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Un lago llamado Mediterráneo

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Un lago llamado Mediterráneo

Nada ajeno se alza en las coyunturas de la piel si expreso deseo de los recuerdos, esos espacios que de una manera u otra vuelven siempre, siendo los dramaturgos de estas letras que van ensamblando frases y con ellas, al final, unas cuartillas que pudieran llamarse de cualquier signo de runa, menos literatura.

 
Al comienzo de esta semana que finaliza, sobrevolando sus aguas al encuentro de una cita en Rabat -más con el rito del Ramadán que con la ciudad en sí- contemplamos nuevamente ese piélago convertido en un lago interior de nombre “Mare Nostrum”, en sentido de la pertenencia que le daba la Roma de los césares a sus rompientes.

 
No soy muy apegado a sus flujos: mistral es llamado unas veces, tramontana otras, aunque siempre cambiante igual a siroco encrespado. De ese charco azul bruñido, me atrae la soledad inmensa de su horizonte, el sonido de las olas al romper en la playa, o el vuelo bajo de las gaviotas intentado conseguir pequeños pescados saltimbanquis.

 
He venido al planeta en una ciudad con rompeolas furiosos en el Cantábrico del norte iracundo de Hispania, y aún así nos vemos muy de tarde en tarde. Cruzar las dos Castillas del trigo, las vides y el vino añejo de las ventas, comienza a adormecer el espíritu andariego.

 
En estos años del otoño tornasolado de la supervivencia he varado en la comunidad valenciana, frente al charco de las civilizaciones. La ciudad y mi persona nada tenemos que decirnos, entiendo poco y mal la perenne discrepancia del españolito de murga y pandero contra todo lo que se ha ido deshaciendo con los años. Lo debería saber con creces. Ha sido imposible acoplarme y menos entenderlo. Siempre hay dos Españas, y cada una está poseída de la otra. Lo expresaba el poeta de la barbacana heredad: “Una de las dos iracundas ha de helarnos el corazón”. ¡Lo sabía el bardo de los olmos a orilla del río Duero! quien murió al cruzar unos cortos metros de soledad cuando en el año 1939 se exilaba en Francia.

 
Camino hacia las dunas en la Albufera, en este corto recorrido trashumante de los recuerdos furtivos.

 
La vista marina que mis ojos contemplaban en esa hora en que el sol se alzaba sobre el horizonte desde la ventanilla del avión, era placentera. Ya muy cerca quedaba la costa de África. A lo lejos, allá en la inmensidad, en alguna parte, una brisa movía las ramas del carrasco, en estos cauces de pinares y palmitos.
A la derecha la bien recordada Tánger. Esas aguas brillando al fondo, detrás de esos árboles de Argán y algún enebro, son parte de añejas nostalgias. Y las especies. Las tierras ocres y la cocina marroquí, las cubrieron de un sabor agridulce: Alcaparras, almizcle, comino, canela, té verde, hierbabuena, hinojo y… ámbar amarillo, esa resina vegetal con olor a incienso.

 
Detrás dejábamos, en la huerta levantina disímiles afinidades. Entre las dunas de El Saler, saltando sobre nidos de ánades, patos y cercetas de la laguna, uno supo que las hembras hermosas renacen en los primeros días de junio en el arenal de Malvarrosa y desaparecen, como la baja niebla, a finales de diciembre.

 
Son los ciclos de amor, esos hádelos permanentemente cambiantes, protegidos de Neptuno y escondidos por Minerva.

 
A eso jugábamos en aquella edad temprana. A ser hombres enamorados sin descanso, con miedo de que todo fuera un sueño y se hiciera ceniza.

 
La poesía era por ese entonces, no un arte apalabrado, sino cierto ramalazo del alma, un hervir de la sangre, una forma de transformar la saliva desde el fondo de las entrañas y amasar con ella palabras tan potentes como la luminiscencia y las noches cerradas en lluvia.

 
Entremezclábamos exclamaciones sin miedo ni auroras -ése llegaría después y nos destrozaría a zarpazos en piñones- para probarnos a nosotros mismos y sentir a la fogosidad correr con la furia de una catarata amazónica. José Hierro, poeta inacabable de acero y melaza, nos lo predijo con una claridad de espanto:

 
“Esto de ahora es doloroso; / pero el dolor nos hace hombres, / alto fue el precio que pagamos: / miseria y llanto en los ojos, / nuestros mejores años verdes / y nuestros sueños más hermosos”.

 
Ostentaba prudencia, y cuando lo supimos de manera seria, era ya demasiado tarde. Habíamos subido igualmente todos los soñadores de entonces al último tranvía de la ciudad que moría en el puerto.

 
Levantaba chirridos partiendo del casco viejo de la Valencia del Cid en un vaho de naranjales, mientras nos acercaba a Malvarrosa, la playa de los afectos adheridos a la piel aderezada de sandunga juvenil. Allí nos depositaba frente a la inmensidad de ese lago que baña las costas de Capri, Creta, Ítaca y los desnudos arenales de Alhucemas.

 
El martes nos esperaba en Rabat, capital de reino Alauita, la primera noche del Ramadán. Su fervor religioso, causas, y efectos, es la razón de otra historia.

 

 
rnaranco@hotmail.com

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