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Los paraguas de Buenos Aires

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Los paraguas de Buenos Aires

 

La respuesta de la sociedad civil, acompañada por aquellos medios todavía libres de la siniestra tutela del Estado, ha de haber conmovido a quienes se creen dueños de la opinión pública y piensan que amedrentando, acechando y asesinando podrán detener el curso de la historia. Los paraguas de Buenos Aires demostraron no estar dispuestos a permitir la infamia. Un día de gloria para el honor de un gran país, cansado de tanto abuso, tanta humillación y tanto escarnio.

 

 

Un año del encarcelamiento de Leopoldo López, un mes del asesinato del fiscal Alberto Nisman. Una sola fecha, emblemática de dos crímenes de Estado, que han encontrado el repudio universal. Uno en Caracas, en donde vuelve a jugarse el destino de la región. Otro en Buenos Aires, que vuelve a dos siglos de distancia, a alinearse con los anhelos libertarios que se esfuerzan por romper las cadenas desde los hombros de América. Para usar un símil tristemente célebre, debido a un argentino famoso que conmoviera al mundo hace 47 años: hoy la humanidad ha dicho basta y ha echado a andar.

 

 

Bastaba ver el talante de los manifestantes, templados y serenos, silenciosos y acongojados, sin la euforia tamborilera del peronismo –provocativo, rufianesco, amatonado como la figura femenina que hoy lo representa a cabalidad, doña Cristina la orillera– para comprender que un río de callada y contenida indignación ha sacudido hasta lo más profundo el alma de la sociedad civil argentina.

 

 

Sin banderías ni partidos, sin consignas precocidas ni desafíos irritantes, cientos de miles de bonaerenses desfilaron en orden sacramental y en profundo silencio bajo un temporal que no respetó sombreros ni paraguas. Pero que a pesar de su porte diluviano no amedrentó a un pueblo de gente mayor y decidida. Todos, jóvenes y viejos, hombres y mujeres, familias enteras desfilaron en un ritmo de una lentitud casi exasperante, paso a paso y deteniéndose a menudo para poder controlar el inmenso caudal asistente. Sin escabullir el torrencial aguacero.

 

 

Encabezados todos por la serena vanguardia de fiscales, presentes para exigir del Poder Ejecutivo un elemental respeto por un trabajo que demanda y requiere de una absoluta y total independencia. Algo impensable en una sociedad cuyo aparato de Estado ha sido secuestrado por el peronismo, carcomida por la criminalidad policial y gangrenada por los aparatos de seguridad y espionaje, las luchas de pandillas y las mafias, en el más puro estilo de la tradición fascista. “La historia del fascismo –escribió el pensador judío alemán Theodor Adorno en 1940, desde el destierro en California– es la historia de las luchas entre bandas, pandillas y grupos delictivos”.

 

 

En la cima de esos enfrentamientos pandillescos y voraces, montaron su imperio los Kichner, Néstor y Cristina. Aquel poder que de pronto se vio acechado por un fiscal corajudo, lúcido y tenaz, que decidió arrancarle la careta y mostrarlo en su sanguinaria y corrupta desnudez. Como que a cambio de algunos miles de millones de dólares ofrecidos por el integrismo musulmán hecho fuerte en Irán la heredera en el poder decidió encubrir el horrendo asesinado de 152 ciudadanos argentinos de origen judío. Un clásico cambalache discepolino que deja al desnudo la criminalidad que empapa a la política argentina degradada a estado autocrático.

 

 

La chapuza de una justicia acorralada y una fiscalía quebrantada por las amenazas rompió los sellos del secreto con un turbio precedente: sacar del juego a un fiscal que sabía demasiado y no parecía retroceder ante su decisión de enjuiciar a los responsables del siniestro encubrimiento: la propia presidenta de la República, su canciller –judío, para vergüenza de su estirpe– y un par de matones de los bajos fondos del Estado.

 

 

La respuesta de la sociedad civil, acompañada por aquellos medios todavía libres de la tutela del Estado, ha de haber conmovido a quienes se creen dueños de la opinión pública y piensan que amedrentando, acechando y asesinando podrán detener el curso de la historia. Los paraguas de Buenos Aires demostraron no estar dispuestos a permitir la infamia. Un día de gloria para el honor de un gran país, cansado de tanta humillación, tanto abuso y tanto escarnio.

 

 

Antonio Sánchez Gaecía

@sangarccs

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