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La secta

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La secta

Ya culminó la gran instalación que se quiere definitiva. América Latina sólo recuerda algo parecido en el gigantesco funeral de Eva Perón en la Buenos Aires de los ’50. Como entonces, la secta chavista acompañó la larga enfermedad de su Profeta fundador y ahora se esmera por transformar su desaparición física en vida eterna.

 

Si por un momento dejamos de lado el secretismo que se instaló desde que el mismo Chávez hizo pública su enfermedad terminal, y todo el amateurismo que mostrado en su post mortem (si sabían del ineluctable desenlace, ¿cómo es posible que no previesen todo el asunto del embalsamamiento a la Lenin que pretendían ejecutar?), parece evidente que estamos viviendo un momento estelar en la configuración de la secta.

 

Este concepto -la secta- ha tenido muy buena fortuna desde que nació, para comprender el frondoso fenómeno que por doquier brotaba en Europa y Norteamérica. Por esa razón, su aplicabilidad se confinaba al mundo religioso, donde logró explicarnos los porqué de su aparición en singulares momentos históricos.

 

Más tarde, ya entrado el siglo XIX, su primitiva acepción: el grupo minoritario de «puros» que se apartaban de las vetustas Iglesias históricas, con el propósito de ensayar, ellos solos, una radical fidelidad a los mandatos de Cristo -expresamente huyendo del «crecimiento» como de la peste- dio paso a sectas que se caracterizarían por una febril actividad proselitista. Aquí, la prueba de que Dios era su guía no residía en la «pureza incontaminada» de sus seguidores, sino en el crecimiento numérico de sus fieles. Había llegado el tiempo de Mormones y Testigos de Jehová, cuyo singularidad sería convertirse en emblemas de Norteamérica.

 

Ese mismo siglo, tan convulso, contempló otro brote peculiar: el de las sectas políticas. Por toda Europa aparecieron grupos que se adueñaron de toda la parafernalia religiosa, justo cuando abominaban de cualquier conexión con Dios. Su peligro, pronto se vería, estribaba en que querían el paraíso en esta vida, no en la otra, cuya existencia negaban expresamente.

 

Sería el atormentado siglo X, empero, el que contemplaría algo inimaginable en los precedentes: el acceso y total control del poder por la secta y para sus exclusivos -y excluyentes- propósitos: había llegado el tiempo del fascismo, el nazismo y todos los retoños del marxismo-leninismo. En efecto, si este era el momento de la organización -como Lenin vio con claridad- nadie estaba mejor preparado para lograr sus fines que una minoría decidida y organizada.

 

Que Lenin se solazase con las ventajas de la «organización» le impidió advertir sus nefastos daños colaterales. Si las sectas religiosas generan un purismo a ultranza, ¿por qué no lo harían las políticas? Cuando ello sucediese se instalaría una tensión permanente entre perturbadores puristas y los ya instalados. Que esos instalados insistiesen en legitimarse con baño de masas votantes complicaría las cosas.

 

Toda secta, además, crea su verdad, excluyendo cualquier otra. El mundo es, y se comporta tal como la secta lo enseña. Ni más ni menos. Por esa razón, nada la desquicia más que la libertad de pensamiento y su siamesa, la libertad de expresión. Acallar y perseguir a los no creyentes, entonces, está en su esencia.

 

Pero nada tan brutal como el tratamiento de los disidentes. Ellos constituyen una amenaza que debe ser extirpada, si es que la secta quiere mantener su imagen intacta. Al mismo tiempo, la secta mima a quienes permanecen fieles y les colma de beneficios corruptores.

 

Rápido su «cultura» se va tornando hermética, al tiempo que se vuelve autosuficiente. Lo que es suyo es bueno, bello y útil y no requiere de nada que, desde afuera, la valide. Por lo mismo, cualquier crítica externa es respondida con dureza y rechazo. Igual procede cuando «los otros» no se suman complacidos a sus ritos y efemérides.

 

Constantemente la secta celebra sus logros -que siempre son la prueba definitiva de su verdad y corrección- sin aceptar que desde afuera pongan en duda la naturaleza y veracidad de tales logros. Lleva con celo sus propias estadísticas.

 

Creo que ha llegado el momento de no concentrarnos en la creación, desde el gobierno, de la mitología del Chávez profeta, porque quizás resulte útil focalizar nuestra atención en la secta que pretende constituirse ante nosotros, no solo para ejercer el culto al héroe-profeta, sino algo más importante, para con su respaldo instalarse definitivamente en el poder depredador: su verdadero propósito.

 

antave38@yahoo.com

 

Fuente: EU

Por Antonio Cova Maduro

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