La ética de la derrota
diciembre 7, 2015 6:35 am

En la esencia de la democracia también está la ética de la derrota. Como dice Felipe González, la aceptación de la derrota. Cuando luego de 14 años brillantes en el gobierno español perdió la elección por unos poquitos votos, pese a que se esperaba una paliza, lo llamé y le dije: «Perdiste, pero con sabor a victoria». Felipe González me respondió: «El tema es que perdimos y lo importante es la aceptación, asumir con normalidad y de buen talante el pronunciamiento ciudadano que no nos quita del escenario político, sino que apenas nos cambia de lugar».

 

 

Esto conlleva, de inmediato, organizar la continuidad del Estado. Los gobernantes son administradores circunstanciales, a término, de una organización permanente que es el Estado. El deber de quienes salen es asegurar la continuidad, especialmente en aquellos sectores sensibles que hacen a la estabilidad.

 

 
En Uruguay así ha ocurrido siempre, hasta con la dictadura militar, cuando nos tocó sustituirla por el voto popular y sus jerarcas se ofrecieron a coordinar las acciones. Especialmente, con una gran reserva en algunos aspectos financieros que estaban en verdadera crisis y debían manejarse con un enorme tacto.

 

 

Todo viene a cuento del momento argentino. La actitud de la Presidenta argentina, al no disponerse a organizar una transición cuando el país vive situaciones tan delicadas como la que sufre con sus reservas internacionales, es, por decir lo menos, irresponsable.

 

 
Desde esta ribera del Plata, miramos el proceso argentino con una enorme y esperanzada expectativa. El período Kirchner ha sido de pésimas relaciones en lo comercial, en lo político y hasta en lo personal, porque es notorio que nuestro actual presidente, en su primer mandato, ni siquiera se saludaba con Néstor.

 

 

El presidente Mujica intentó corregir la situación con la señora; no ocultaba su simpatía por su retórica populista e ingenuamente apostó al compadrazgo político, a las palmoteadas y a los asaditos. Nada mejoró, pero con cierto masoquismo él y sus seguidores continuaban prefiriéndola a Mauricio Macri. Tanto es así que, en una reciente audición en que le desea suerte al presidente electo, a renglón seguido llega a decir que está preocupado por la «estabilidad institucional de la República Argentina». De ese modo, no sólo agravia a un país que termina de hacer una ejemplar elección sino a un gobierno electo de convicción democrática y a la propia oposición, a la que estaría ubicando desde ya en una actitud conspirativa.

 

 
Fuera de ese grupo político, todo el resto del mundo político uruguayo, en el que incluyo al propio presidente, Tabaré Vázquez, y a su canciller, hemos visto con simpatía y, en mis caso, con entusiasmo, este resultado electoral.

 

 

La crispación kirchnerista ya era irresistible. La Argentina no podía seguir peleada con el mundo, la «construcción del enemigo» (llámese «buitres», Clarín, Nisman o «los años 90») estaba agotada. Como lo está todo el populismo sudamericano del Atlántico, con una Venezuela destruida y un Brasil viviendo la crisis moral más profunda de un gobierno democrático (a la distancia, lo de Collor es una metáfora folclórica).

 

 

Por cierto, sin mayoría parlamentaria clara y con finanzas corrompidas, nada le será fácil a Macri. Pero él es un cumplido ejemplo de que no es fatalidad ineluctable el viejo dicho de que «gobierna el peronismo o no gobierna nadie». Él sufrió el ataque constante del gobierno nacional y, sin embargo, pudo cumplir una gran gestión en la Capital, que lo ha catapultado hasta la máxima dignidad. Por otra parte, la dirigencia peronista se ha ido renovando y aun los veteranos (Duhalde, De la Sota) son hoy expresión de una modernización que se transmite a los más jóvenes, como Massa, Redrado, Urtubey y Randazzo, que aunque ubicados en sectores diversos, distan mucho del primitivismo populista de estos años.

 

 

El gabinete de Macri no puede ser mejor. Es gente joven y capaz, tanto la de su propio grupo como la que viene de otros orígenes. Da una impresión de homogeneidad, que será el desafío del presidente preservar y proyectar en la acción del Estado. Sus primeros pasos serán muy difíciles. Todo está envenenado: desde las reservas internacionales hasta los precios públicos, desde la burocracia hasta los servicios de seguridad. Se precisará mucha templanza para salir de ese pantano pero, paso a paso, podrán irse encaminando las cosas. Lo importante es que en ese esfuerzo, inevitablemente gradual, no se pierda el rumbo. Como decía Lucio Anneo Séneca: «No hay buen viento para el navegante que no tiene claro su lugar de destino».

 

 

Felizmente, Macri llega con las cosas claras. Lo ha demostrado en su inteligentísima campaña. Sus líneas de orientación son las que hoy necesita el país. Se trata ahora de que la política las haga viables, que la gente entienda el desastre que hereda, que pueda encontrar los interlocutores parlamentarios que ayuden a la gobernabilidad y que él mismo logre mantener la dirección en medio de los inevitables zigzagueos que le impondrá la realidad.

 

 

Ha llegado a la Argentina un nuevo tiempo. También, una nueva generación. Y ha quedado detrás, esperemos que para siempre, ese populismo arcaico que ha dilapidado la década de mayor bonanza del comercio internacional que hayamos podido registrar nunca.

 

Al gran pueblo argentino, salud.

 

Julio María Sanguinetti

Ex presidente de Uruguay