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Hacia la tercera Europa

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Hacia la tercera Europa

Fotomontaje de Sergey Larenkov que superpone escenas al mariscal de la URSS Georgi Zhúkov, bajando por las escaleras del Reichstag, antiguo parlamento alemán, situado en Berlín durante la Segunda Guerra Mundial y, a su lado, turistas suben para ver el monumento en la actualidad. Para ver más de la serie Link to the past de este autor, haga click en la imagen

 

 
¿Qué tiene en común la avanzada rusa en Ucrania con la permanencia de Grecia en la UE y con los partidos y gobiernos racistas surgidos frente a oleadas migratorias procedentes del Oriente Medio y de la región balcánica? Aparentemente nada. Se trata, a través de una primera mirada, de acontecimientos que deben ser analizados en su singularidad.

 

 

Pero desde una perspectiva historiográfica no podemos contentarnos con una primera mirada. Tarea del historiador no es sólo analizar “la verdad de los hechos” sino investigar hasta que punto existen vinculaciones entre ellos. Si es así, estamos frente a un proceso, entendiendo por proceso la articulación de dos o más hechos orientados hacia una misma dirección.

 

 

Y bien, una segunda mirada lleva a percibir que a pesar de ser muy diferentes esos hechos tienen un nexo: todos apuntan en contra de la posibilidad de una Europa política y económicamente unida. Estamos —ese es el problema— frente a un proyecto reaccionario destinado a impedir la unificación de Europa.

 

 

En el discurso político aparece como tópico de referencia la distinción entre “la vieja” y la  “nueva” Europa. La primera fue la Europa militarista, confesional, autoritaria y monárquica, extendida desde su formación medieval hasta llegar al siglo diecinueve desde donde, a partir de la Revolución Francesa, comenzó a nacer otra Europa: laicista y racionalista en lo cultural, republicana en lo político.

 

 

Durante el siglo XX la Europa de post-guerra ha llegado a ser, además, liberal y democrática.

 

 

La adopción del Estado social impulsado por movimientos socialistas y socialdemócratas, el abandono de la política colonialista y la configuración de una economía social de mercado, son hitos que condujeron hacia la Europa que todos conocemos. Sobre la base de esa segunda Europa ha comenzado a tomar forma el proyecto de una Europa Unida, una que no termina con la UE (más bien comienza con ella). Esa es la razón por la cual los enemigos declarados de esa tercera Europa tienen como objetivo dinamitar a la UE. Sin la UE no habrá una tercera Europa.

 

 

¿Cómo será esa tercera Europa? Algunas de sus características ya han emergido. Será cosmopolita, multicultural, multireligiosa, y sobre todo, confederada y unitaria. Ciertos idiomas nacionales pasarán a ser dialectos y muchos dialectos desaparecerán para siempre.

 

 

Evidentemente la tercera Europa no será un paraíso. Su historia estará marcada por duros conflictos sociales y culturales, incluso raciales. Los emigrantes portan signos de un futuro que ya es presente. Sus descendientes lo configurarán a su medida. Ellos impregnarán a la nueva cultura, pero a la vez, muchos serán impregnados —a esa posibilidad hay que apostar— por los valores democráticos que surgieron en la segunda Europa.

 

 

Las crecientes oleadas migratorias desatarán consecuencias que, sin querer abusar del término, podríamos caracterizar como revolucionarias. La mayoría de los emigrados formarán nuevos contingentes de trabajadores. Una parte será integrada en los circuitos formales de la economía social. Otra engrosará el espacio, ya de por sí muy grande, de la economía informal uno de cuyos segmentos está formado por actividades delictivas. Pequeños y medianos comerciantes convertirán apacibles avenidas en verdaderos bazares. La vida cotidiana será más dinámica, más multitudinaria, más alegre, más gastronómica, más global, más erótica. Pero también, más peligrosa.

 

 

La movilidad social alcanzará ritmos vertiginosos. La violencia y la creciente criminalidad obligarán a reforzar sistemas de vigilancia. La lucha de clases será sustituida por la lucha de calles. Tendencias racistas se convertirán, como de hecho está ocurriendo, en partidos políticos e incluso formarán gobiernos ultra-nacionalistas y neo-fascistas.

 

 

El tránsito de la primera a la segunda Europa fue brutal. Desde la Santa Alianza, pasando por los fascismos, los regímenes religiosos integristas y los estalinismos, el camino ha sido escabroso. El tránsito de la segunda a la tercera Europa no será menos difícil. Ya están siendo levantados nuevos muros (Hungría) destinados a sustituir al siniestro muro de Berlín. La Rusia neo-zarista de Putin espera su “momento histórico” y polacos y lituanos si no lo saben, lo pre-sienten.

 

 

La tercera Europa surgirá de una revolución, pero de una revolución sin revolucionarios. Por contrapartida han aparecido muchos militantes contrarrevolucionarios. Detrás del discurso orientado a impedir el advenimiento de la tercera Europa, una contrarrevolución en marcha defiende los valores de la vieja Europa. En nombre de la lucha en contra de la tercera Europa, han emergido sectores cuyo objetivo es demoler los valores que dieron forma y razón de ser a la segunda Europa.

 

 

La tarea política de los demócratas pasa, en consecuencias, por la defensa de la segunda Europa. Solo sobre la base de su existencia podrá ser construida una tercera Europa que no lleve a la desintegración de la segunda. O dicho a la inversa: Sin esa segunda, la de nuestro tiempo, no habrá una tercera, solo habrá una primera Europa.

 

 

Si alguien tiene dudas, lea los programas y discursos de los movimientos y partidos neo-fascistas. Ya sea el FN en Francia, ya sea el Partido de la Libertad en Holanda, Aurora Dorada en Grecia, el BNP en Inglaterra, los movimientos autonomistas de España e Italia, los neo-nazis alemanes y escandinavos, y muchas otras apariciones similares —a las que debemos sumar los gobiernos integristas de Hungría, Turquía y Rusia— tienen como objetivo común el regreso al estatismo nacionalista y la recuperación de valores pre-democráticos como el patriotismo, la virilidad, la familia tradicional y, en algunos casos, el Estado confesional.

 

 

La resistencia en contra de la Revolución Francesa de 1789 continúa vigente, pero esta vez en nombre de la lucha en contra de los emigrantes. Sin embargo, los bárbaros no son los emigrantes. Tarde o temprano ellos pasarán a formar parte de una nueva ciudadanía europea. Los verdaderos bárbaros estaban escondidos en Europa. Hoy solo han salido de sus madrigueras.

 

 

La protección física y la integración de los emigrantes no podrá ser llevada a cabo por cada estado nacional por separado. Hoy más que nunca Europa precisa de una autoridad supra-nacional como la EU, destinada a regular y asegurar el tránsito pacífico hacia la Europa del futuro.

 

 

La conservación de la EU —pese a sus taras burocráticas— es condición existencial para Europa. Algunos estadistas ya lo han entendido. Solo así se explica la lucha que libraron Merkel y Hollande a favor de la permanencia de Grecia en la EU. La salida de Grecia habría significado el comienzo de la desintegración de la EU. Si así hubiera sucedido, Europa estaría hoy más cerca de la vieja que de la nueva Europa.

 

 

El periodo que data desde el fin de la Guerra Mundial hasta la caída del Muro de Berlín ha sido solo una breve calma entre grandes tempestades. Europa, por lo visto, nunca vivirá en paz consigo misma.

 

 

Fernando Mires

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