Cómo prepararnos para ir presos
septiembre 16, 2015 4:53 am

 

Éste puede que llegue a ser el capítulo de una novela que estoy intentando escribir. No lo sé. Falta, con suerte, un par de años para terminarla. Ciertas reglas sagradas ordenan silencio y secreto durante el proceso, pero no he resistido la tentación de compartir este fragmento y, a través de sus líneas, manifestar mi dolor por un venezolano que ha entregado su cuerpo a la lucha por una Venezuela digna de llamarse Venezuela —y pronunciar con orgullo esa palabra que tiene tanto de madre y de padre—, mientras su alma se mantiene más llena de fe que las nuestras, las de quienes creemos estar libres.

 

 

En este capítulo mi personaje revisa sus sentimientos antes de entregarse a una justicia que ya ha redactado su sentencia.

 

 

Cómo prepararnos para ir presos; por Federico Vegas 640

 

¿Cómo prepararnos para pasar un tiempo en prisión?

 

 

Utilizo esta expresión que suena a vacación turística porque encierra en su ironía una posible redención.

 

 

Puedo asegurarle a los futuros prisioneros venezolanos que no hay manera de imaginar lo que se nos viene encima. Nos convertimos en seres biológicamente distintos, una condición que se nota alrededor de unas pupilas cada vez más opacas, unos párpados de cocodrilo y una piel como alquilada. Dicen que incluso los que ya han estado presos, y volverán a estarlo, no son capaces de imaginar cuánto más van a sufrir.

 

 

En los días de mis inútiles preparativos, al despertar y caminar turulato hacia la blanca luz del baño en mi casa, trancaba la puerta tras de mi y, mirándome al espejo, me decía como si fuera un experimento:

 

 

— Deberías pasar aquí un tiempo encerrado para irte acostumbrando.

 

 

Me refería a un “máximo” de media hora, y no lo lograba.

 

 

Se trata de un ejercicio sumamente peligroso, pues resulta —yo no lo sabía— que el baño es el lugar más purificador del hogar. Entiendo que la palabra “hogar” viene del fuego que nos da calor, pero, para quienes vivimos en tierras calurosas, el agua que nos limpia y da frescura es un elemento aún más sagrado.

 

 

En el baño encontramos tres de las más grandes invenciones del hombre: la poceta, en vez del cagadero al fondo de un patio; la ducha, en vez de una totuma en el río; y el espejo, en vez del rostro reflejado en el agua de una ponchera. Son facilidades tan universales que nos cuesta aceptar cuánto llegamos a personalizarlas, hasta el día en que nos condenan a utilizar una cloaca infernal para quebrarnos. Solo entonces descubrimos que el nuestro, ungido por nuestras propias abluciones y aromas, es el recinto que más añoramos de nuestra casa. Incluso más que el lecho nupcial.

 

 

Nunca imaginé que la peor de las sorpresas sería enfrentar un nuevo espejo en las mañanas, si es que alguna vez llegas a encontrarlo. ¿Crees acaso que toda superficie guarda siempre la misma buena disposición hacia tu persona? Si consigues reflejarte en un espejo medianamente confiable, vas a descubrir cuánto te quería y comprendía aquel habituado a tus virtudes y defectos, donde solías contemplarte al despertar. El de tu baño es el tuyo, el propio, y es por eso que parece reconocerte con tanta amabilidad. En los que te aguardan en la prisión, aunque tu rostro siga siendo básicamente el mismo, habrán pequeñas diferencias, algunas indescifrables, que van a atormentarte. Prepárate a descubrir en tu cara amanecida, ese rostro que regresa de noches que parecen siglos, un ceño de hundimiento que, en el espejo de siempre, con la familiaridad de su marco y de su entorno, hubiese sido más digerible y llevadero.

 

 

Si insistes en realizar estos ejercicios preparatorios encerrado en tu baño, aprovecha el tiempo para despedirte con franqueza, aceptando sin tapujos que estás jodido desde el día que decidiste no huir. ¿Te sientes desesperado? Grita contra unos perseguidores que aún no te escuchan e insúltalos con palabras y muecas grotescas. Pero se breve, no abuses. Al terminar la sesión, ríete un poco y acepta lo inexorable de tu situación. No eres el primero ni serás el último. Puedes también implorar por una tormenta de tal magnitud que revuelva todos los papeles del mundo y se olviden de tu caso, y entonces puedas salir como un espectro al que habían negado toda inocencia. Esas quimeras hay que expresarlas para dejar atrás una mínima parte de la realidad que tienes por delante.

 

 

También puedes irte al extremo opuesto y hablar serenamente, pronunciando con dulzura una y otra vez los nombres de tus seres queridos, como si fuera una oración, pues sí lo es, y lo será. Al final, mientras hablas contigo mismo exigiéndote entereza y coraje, agradécele a tu fraternal espejo la tierna y fiel compañía que tanto vas a extrañar. Y, de paso, asegúrale que pronto estarás de vuelta. Pues es muy posible, por esa natural tendencia a simpatizar con lo que se imita, que a esa superficie donde quizás permanece el aura de tu imagen, también le preocupe tu ausencia.

 

 

¡Jamás le pidas a tu esposa que te acompañe en estas contemplaciones! No es justo exigirle más de la cuenta a un reflejo que se supone sea devoto e imparcial. Esa romántica pose de pareja desnuda y entrelazada, unida contra el mundo y ya bajo el peso de una extrema despedida, te impedirá luego, mientras dura tu viaje al infierno, contemplarte en otros espejos y comportarte con un mínimo de compostura. Si lo haces, llegara la mañana en que te preguntarás confundido:

 

— ¿Cuál de esas dos mujeres, que hoy me resultan igual de intensas y difusas, es la que en verdad me espera.

 

 

Y ya no sabrás quién te aguarda, si la que se adhería a tu cuerpo o la que recuerdas reflejada, ambas envueltas en tus recuerdos por el manto de un mismo abrazo cariñoso. Y será como si compitieran una contra la otra en confiabilidad, pues habrá un momento en que la pura imagen duplicada, fría y bidimensional, parecerá estar más dispuesta a resistir tanta separación, a soportar esas devastadoras angustias que la ausencia genera al impedirnos cumplir con los sagrados y enloquecidos requerimientos de un verdadero amor.

 

 

Ahora entiendo por qué mis primeras añoranzas de los primeros meses en prisión se referían tan solo al simple placer de caminar bajo la lluvia. No quería ni asomarme al recuerdo de los fríos pozos en las montañas de Choroní, a mecerme en las olas de las playas de Manzanillo, o a esa vez que me duché con ella por última vez en el baño de nuestro apartamento, y fuimos convocados por nuestro espejo para, sin saberlo, decirnos el adiós que estaba por confirmarse.

 

 

Otro preparativo muy conveniente es preguntarse: “¿Realmente voy a ir preso o será solo una amenaza?”.

 

 

El temor y los vaivenes que genera esta duda es ya una forma de presidio. La incertidumbre constituye una celda sin límites que todo lo abarca, lo contamina, lo sofoca o lo invierte, porque lo mejor se convierte en lo que nos trae las peores premoniciones. Estás en la cama con tu esposa y no quieres salir de entre las sábanas, ni siquiera mover las manos hacia ella, pues sientes que equivale a acelerar el tiempo y a tentar los maleficios del destino. Juegas con tus hijos y, de pronto, quieres contarles detalles de tu próxima derrota en una contienda cuyas reglas no logras explicar. Y no llegas a decir una sola palabra, por más que lo intentes, pues no tiene ningún sentido hablarle a tus niños sobre tu irremediable condición ante una marea tan poderosa, tan arbitraria, tan desquiciada e inútil, que vas a dejar que te lleve con la esperanza de que, alguna vez, te devuelva a la orilla.

 

 

Y así llegamos a una pregunta imposible de contestar, que va a perseguirte cada vez con más saña: “¿Qué sentido tiene enfrentar una justicia servil y orgullosa de su crueldad?”. Podrás decir que develar esa misma servidumbre y envilecimiento es ya un propósito y un logro, pero sabes que la verdadera razón es otra: “No sabes huir y dejar atrás a tus compañeros”. Si esa es tu verdad, aférrate a ella como a una balsa en un océano constantemente embravecido. Puede que sea una limitación y no una virtud, y hubo momentos en que me hice sin piedad ese reclamo: “¿De qué te sirve ser inocente?”. ¡Cuidado! Nadie puede ser más cruel e insistente que uno con uno mismo, y uno menos uno es cero. Hasta que tu perseverancia te haga más libre que nunca, y entonces sabrás que siempre lo fuiste, y conocerás la libertad y la dicha de haber cumplido con tu palabra.

 

Blog de Federico Vegas