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Diálogos en revolución

Posted on: septiembre 6th, 2015 by Laura Espinoza No Comments

 

—Apúrate. Averigüé y sí hay dólares.

 

—¿Hay mucha gente?

 

—Van por el 335 y yo soy el 428. Casi cien personas por delante.

 

—¡¿Cien personas?! ¿Y para qué quieres que me apure?

 

Igual me apuré. Nunca sabes cómo puede estar el tráfico hacia el centro de Caracas. Impresiona atravesar la avenida Bolívar y verla embutida de edificios de la Misión Vivienda. Su belleza original ha sido violentada. Uno se pregunta cuántos días faltarán para que la célebre y turbia Operación Liberación del Pueblo (OLP) allane esos edificios y, luego del remolino habitual, anuncie en rueda de prensa el hallazgo de armas largas, granadas, droga y toneladas de dinero mal habido. Darán cuenta de la recuperación de apartamentos invadidos por bandas criminales. Hablarán de dos o tres criminales fallecidos y decenas de personas detenidas. Hasta la próxima incursión en otro dulce paraje de la Misión Vivienda.

 

 

Llegué a la avenida Universidad y apenas entré a la sede central del Banco de Venezuela un vaho hirviente me arropó. No había aire acondicionado. El lugar estaba atestado de gente, ahogo y malestar. Mi rostro debió ser elocuente porque una señora me comentó con sorna:

 

 

—Esto está repleto de “patria”.

 

Alfonso, mi amigo, alzó la mano al fondo para hacerse notar.

 

—¡Ya vamos por el 350!

 

Su sonrisita de burla desafinaba con el hartazgo colectivo.

 

—¿No es igualito a un mercado municipal? —hincó la frase cuando me acerqué a él.

 

Las sillas se habían agotado temprano. La mayor parte de la gente estaba de pie. Arremolinada. Sacudiéndose el calor como si fuera una mosca excesiva y terca. Dos muchachas me juraron que estaban allí desde las 6 de la mañana. Venían de Mérida. Allá no hay divisas en ningún banco. Ni en Barquisimeto, ni en Maracaibo, ni en San Fernando de Apure. Así fue ilustrándome cada persona a mi alrededor. De todas las agencias del Banco de Venezuela diseminadas por el país, la sede central en Caracas resultó ser la única con divisas en efectivo. Si usted tiene un viaje planeado con sus hijos, le toca visitar este gigantesco peaje.

 

 

Es el centralismo en su versión más desatinada. Primero, concentran todas las operaciones de divisas del país en un solo banco. Luego, el banco las entuba en una sola agencia. Y, ya en el paroxismo, esa agencia dispone para tal fin apenas tres de las cincuenta taquillas que posee. A las 12 en punto una de las tres cajeras salió a almorzar. Las opciones quedaron reducidas a dos ventanillas. Una asfixiante estrategia urdida solo para la entrega de los modestos 500 dólares que el gobierno permite canjear para sufragar los gastos de tus hijos. La espera se expandió como una mancha de grasa.

 

 

En algún punto, paseé morosamente la mirada para ver si algún ministro, diputado o artista de la revolución estaba en el mismo penar que el resto de los venezolanos allí presentes, pero no, ningún rostro mediático del socialismo del siglo XXI tenía un numerito de espera en su mano.

 

 

Era lunes. En los países normales, los lunes son días de mucho trabajo. En Venezuela no, aquí la gente hace cola, hojea el periódico, contempla sus zapatos, hurga sus uñas, cabecea, chatea por el celular.

 

 

—Señor, no puede usar el celular dentro de las instalaciones.

 

 

El vigilante me increpó con hostilidad. Repitió el mal tono tres puestos más allá. Y más allá.

 

 

—¡Ni Candy Crush puede jugar uno! —resopló una joven morena que ya no sabía cómo terciar con su cansancio.

 

 

No puedes hacer llamadas, contestar correos, leer noticias en las redes sociales, ni juguetear con tu aparato. Abúrrete. Obstínate. Conviértete en ocio. O trae un libro. Los libros siempre salvan.

 

 

Un día de trabajo perdido. Hastío. Caras largas. Niños en brazos, empozados en su sudor. Todo eso gotea en la larga espera.

Un país en cámara lenta.

 

 

—Señor, ¡ya le dije que no usara el celular! ¡Si las comunicaciones se caen y no se pueden entregar más divisas, será por su culpa!

 

 

—¿No será más bien por culpa de Maduro? —alcancé a decir en vez de asumir mi delito. Alfonso reestrenaba la risita.

 

 

—Ser opresor es un vicio —sentenció un hombre a mi lado condenando el ladrido del vigilante y poniendo en contexto toda la situación.

 

 

—Como decía Mafalda: «Tenemos complejo de timbre, nos gusta estar oprimidos» —anexó la fanática de Candy Crush.

 

 

—¿No fue Libertad la que dijo eso?

 

 

Cinco horas después, finalizado el engorro, un vecino de la gran sala de espera me dijo:

 

 

—Póngase mosca, afuera hay mucho malandro que sabe que esta es la cuadra del país donde hay mas peatones con dólares en el bolsillo.

 

 

Esa palmadita de miedo y rutina que es la vida en Venezuela.

 

***

 

En el aeropuerto de Maiquetía, en la cola de inmigración, una pasajera me relata la anécdota de su compañero en el viaje anterior.

 

 

Lo interpeló un efectivo militar.

 

—¿Adónde viaja usted?

 

(—Héctor anda de mal humor desde hace más de quince años —me aclara ella).

 

—Adonde me de la gana.

 

El efectivo lo vio fijamente.

 

—¿Y qué va a hacer allí?

 

—¡Lo que me de la gana! —replicó, invariable, el pasajero.

 

 

—Ahh, tú te las das de alzao, ¿no? Te me sales de la cola y me acompañas.

 

 

La amiga pensó lo peor. Pasó tiempo. Mucho. Ya el avión estaba a punto de despegar y Héctor no aparecía. El piloto pidió disculpas por el retraso. Están esperando a un pasajero, explicó. Finalmente llegó, desencajado, la camisa por fuera, pintado de sudor.

 

 

—¿Qué pasó? —le preguntó ella, urgida de curiosidad.

 

 

—Me revisó hasta el alma. Me exigió los 2.000 dólares que tenía en efectivo para dejarme viajar. Le rogué que me dejara al menos 100, 200 dólares. Me dijo que no.

 

 

—¿Por qué?

 

 

—¡Porque le daba la gana!

 

 

***

 

Vuelta a la patria días después. El equipaje pasa por la máquina de rayos X. Un hombre de chaleco rojo me ordena llevarlo a la mesa contigua. Una empleada, más fastidiada que dispuesta, me pide que abra la maleta para su revisión. Está envuelta en plástico. Muchas vueltas de plástico. No es fácil. Le pido la tijera. Está amellada. No sirve. Finalmente abro la maleta con paciencia y dentelladas. Por curiosidad, le pregunto por qué me mandan a abrir el equipaje. Me responde con una pregunta:

 

 

—¿Por qué lleva tantos libros?

 

 

—Soy escritor. Por lo general, a los escritores nos gusta leer.

 

 

Me dedica una mirada insidiosa. Me deja ir, sin muchas ganas de dejarme ir. Pero más era el fastidio.

 

 

La vida como fastidio.

 

 

***

 

Le pregunto al taxista que me sube hacia Caracas la tarifa por su servicio.

 

—Son 3.200 bolívares.

 

—¿Tanto?

 

—Antes eso era mucho dinero, ahora sólo son muchos billetes.

 

 

Y comienza a quejarse de los 75.000 bolívares que cuesta cada caucho de su camioneta. Me dice que si cae en un hueco, de los miles que hay en el asfalto, tendrá que dejar de trabajar.

 

 

Se pone nostálgico.

 

 

—Yo trabajo en el aeropuerto desde la época de Luis Herrera. Antes del viernes negro. El Concord venía dos veces a la semana. Martes y viernes. Por lo menos 400 unidades subían llenos de pasajeros. Si la carrera era corta -por ejemplo, hasta Chacaíto- podías regresar y agarrar otro pasajero del mismo vuelo.

 

 

La mesa está servida para hablar de política. Elige los adjetivos con cautela. En breve lo advierto: es chavista. Discutimos cordialmente. Sus parlamentos parecen una réplica del noticiero de VTV, el canal del gobierno.

 

 

—¿Se acuerda cuando María Corina sacó aquel comunicado donde decía que no era posible que los pata en el suelo, los invertebrados, pudieran entrar a sus restaurantes, a su entorno, a su club?

 

 

—Amigo, ningún político de la oposición, en su sano juicio, va a dar una declaración de ese tipo. ¿En qué periódico leyó eso? ¿En VEA, en el Correo del Orinoco, en Últimas Noticias?

 

 

Acelera. Gira el volante. Contraataca.

 

 

—El bipartidismo tuvo todo en sus manos, pero si no hubiera sido tan malo no aparecía alguien como Chávez.

 

 

—Ya. Ahora, según el inventario que me hizo hace poco, usted reconoce que antes estábamos mejor. Aunque no se trata del pasado, ¿cierto?

 

 

Largo silencio.

 

 

—Este proyecto se jodió —dejó caer la frase como un escupitajo.

 

 

Y otra vez el silencio. Ominoso y largo, como el asfalto que recorremos. Lleno de huecos.

 

 

***

Chateo con una amiga. En el diálogo descubro que ya no vive en el país.

 

 

—¡¿Cuándo te fuiste?! —pregunto con sorpresa.

 

 

—La semana pasada. Mi esposo y yo tenemos un niño especial, y no sabes lo que he tenido que llorar en Locatel por un paquete de pañales. Desde hace tiempo no se consiguen los reactivos para su tratamiento. Fue muy doloroso escuchar a la doctora que lo chequeó aquí decir que era una pena que hubiese empeorado tanto, por estar mal medicado.

 

 

—Claro, entiendo. Imagínate —dibujo una pausa—. ¿Por qué no se despidieron?

 

 

—Me fue imposible. No lo quería hacer realidad. Me tocó contar en descenso las rayitas cinéticas de Maiquetía y grabarme con desesperación ese cielo.

 

 

Cierro el chat, conmovido. Otra vez el silencio como una nube de monóxido.

 

 

Hojeo la prensa, al desgaire. Me topo con una página con una foto enorme de Nicolás Maduro y un eslogan incomprensible: “Seguimos venciendo”.

 

 

Hay diálogos en este país que antes no habían ocurrido. Son exclusivos de los tiempos de revolución.

 

Leonardo Padrón

 

La casa grande

Posted on: julio 26th, 2015 by Laura Espinoza No Comments

 

Tiempo de tormenta. Turno de decisiones. Clima de borrasca y viento. Luz difícil.

 

 

Desde hace meses no dejo de recibir invitaciones a charlas, conversatorios y tertulias que gravitan alrededor del mismo tema: las razones para seguir apostando por el país, para quedarse y lidiar, para no irnos en desbandada. No es un tema fácil. Es complejo por inédito, por extraño a nuestro hábito, por subjetivo y personal. Es un tema espinoso por el espinoso país que hoy vivimos. Por el caos que nos rodea. Por la violencia de la marea que golpea nuestras certidumbres y ataduras.

 

 

Ahora bien, ocurre que habitualmente uno no anda explicando las razones que tiene para no irse de su casa. Uno, simplemente, está, permanece, hace hogar en ella. Construye familia. Teje su día a día. Come allí, duerme en ella, la pasea descalzo, se demora en sus ventanas, erige su biblioteca, pone su música, domestica su almohada, conoce sus ruidos y caprichos. Es el lugar donde pugnas con tus gripes, tus despechos o tus resacas. El espacio donde ocurren tus epifanías y descalabros. Donde más has celebrado la navidad, los pequeños triunfos y cada nuevo centímetro de altura de tus hijos.

 
Mi casa, si me pongo específico, limita al norte con la fiesta que es el Caribe, al sur con la selva fantástica de Brasil, al oeste con kilómetros de vallenato, cumbia y hermandad y al este con la vastedad del Atlántico y ese litigio histórico, otra vez de moda, que es Guyana. Mi casa tiene el techo azul casi todo el año. Mi casa es un clima de mangas cortas y risa fácil. Mi casa tiene un catálogo de playas irrepetibles. Y si la camino a fondo me topo con la belleza de sus abismos de agua, con la neblina a caballo de sus páramos, con sus árboles redondos, con su sol de tamarindo y papelón. Mi casa tiene 30 millones de habitantes. Tiene un océano de mujeres hermosas, nocturnas y sensuales. Mi casa es una geografía vehemente y delirante. La han llamado Tierra de Gracia, Pequeña Venecia, Norte del Sur, El Dorado, Crisol de Razas, Paraíso Perdido. En mi casa se baila en todas las esquinas, se toma cerveza sin piedad, se coleccionan abrazos, se hace el amor en cada vestíbulo, y se hace el humor hasta el amanecer.

 

 

En mi casa está mi infancia, mi ventana y mi lámpara, mi postre favorito, mi carro, mi lista de amigos, mi cine recurrente, mi ruta de librerías, mi estadio de beisbol, mi zona de costumbre y apegos. El sol nace y se pone en mi casa.

 

 

Resulta que mi razón de ser, lo que me explica y define,  limita por todas partes con mi casa. Este es el domicilio de mis entusiasmos y obsesiones.

 

 

Tengo una vida entera en ella. Y una vida entera es mucho tiempo. Es todo el tiempo. Una vida amueblada por mis años, mis logros y mis mejores fracasos.

 

 

Y sucede que a pesar de todo eso, tengo que explicar por qué no me quiero ir de mi casa.

 

 

***

 

Generalmente, cuando no llega el agua a mi casa averiguo, pregunto, resuelvo, compro, instalo un tanque. Cuando aparecen filtraciones busco, llamo, persigo al plomero. Cuando la basura se acumula en el depósito reclamo, toco la puerta, hablo con la junta de condominio. Cuando se agrietan sus paredes, cuando se colma de insectos, cuando la cubre el polvo, cuando se trastornan sus aparatos, cuando la polilla ataca, en todos esos casos, no suelo irme, no desisto, no salto por la ventana. Sencillamente, me ocupo. La lleno de atenciones. Busco prodigios que la sanen.

 

 

Sí, en estos tiempos las goteras se han vuelto absurdas, el techo se ha corrompido, el agua sale negra, la luz es escasa, el tronar de las armas eclipsa el bullicio de las guacamayas, la nevera se ha llenado de vacío y nostalgia, a los insectos se le han sumado alimañas impensables. Mi casa es hoy un tesoro arruinado, malbaratado, saqueado. Pero es mi casa. Me cuesta no atenderla. No procurar remedios. No aportar la cal de mis opiniones, la despensa de mis esmeros, el martillo de mi insistencia y su tanto de ética, perspectiva y confianza.

 

 

Mi casa está rota. Y yo me sumo a la reparación. No al adiós. Irme es un verbo posible. Tengo derecho a hacerlo. A veces me intoxico de ganas. Pero entiendo que en cualquier otro confín seré un extranjero. Un emigrante. Un nómada accidental.

 

 

Es una opción válida, legítima. En ciertos casos, emocionante, y en otros, atemorizante. Es irresponsable juzgar a quien se va. Irse posee el calibre de las desgarraduras. El exilio es una palabra llena de piedras. Quien parte intenta llevarse el peso existencial de la casa. Busca sostenerla desde la distancia. Toda mudanza es incertidumbre y desvelo. Es una acrobacia espiritual.

 

 

Hay vecinos que se han ido, otros que están haciendo maletas, ensayando un nuevo idioma, aprendiendo a usar un GPS. Mis hijos se despiden de sus mejores amigos. Mi pareja se despide de sus mejores amigos. Mis mejores amigos se despiden de sus enemigos.

 

 

Le pregunto a mi hija de 13 años por qué no se iría del país. Me suelta una ráfaga de sustantivos: la gente, el clima, el idioma, la comida, el paisaje, los amigos. Y agrega algo inesperado: “Me gustaría estar cuando se arreglen las cosas y ver el cambio”.

 

 

***

 

Hace poco leí en el blog de alguien un concepto interesante. Decía Daniel Pratt: “migrar es aceptar que tu lugar y tú no pueden continuar juntos, rendirse, asumir que no hay manera de arreglarlo. Tienes que divorciarte, perder, naufragar (…)  Desde el momento que partes eres extranjero siempre, hasta en tu propio país”.

 

 

Y, vamos a estar claros, hay mil razones para irse, y quizás solo diez para quedarse. Pero esas diez razones pueden justificar tu vida.

 

 

En estos tiempos los venezolanos estamos viviendo una experiencia inédita. En esta época de ideologías y militancias extremas, el desencanto ha hecho que el país esté advirtiendo el mayor de los éxodos de su historia. Me he topado con la conmovedora circunstancia de ver a una madre hacer todo lo posible por separar a su hijo de ella. Apurándolo para que se vaya a estudiar a Calgary. Lejísimo. Para salvarlo. Para saberlo seguro.

 

 

Y, ciertamente, las migraciones son tan antiguas como la especie humana. No debería alarmarnos tanto. Cada ser humano está obligado a vivir sus propios renacimientos.

 

 

Pero la casa no puede quedarse sola. Necesita la atención de sus propietarios. Este extrañamiento, este estupor colectivo, nos hace comprometernos aún más con el momento histórico que estamos viviendo.

 

 

***

 

 

¿Es este el fin del país? No. Los países no concluyen. Es este un episodio severo. Amargo. Ruinoso. Se habla de la inflación más alta del mundo. De la escasez más pavorosa que hemos vivido. Del corrimiento del sistema de valores. De una violencia sórdida y copiosa que ha convertido al mapa entero en sangre y luto. Así de grave está la casa, así de extrema la inundación. Sí, hacemos agua por todas partes. Los pronósticos del tiempo anuncian sólo noticias oscuras. Entonces, ¿desertamos?, ¿desmantelamos lo que queda? Es una opción, pero ¿realmente queremos renunciar a nuestra casa?

 

 

Si esta es la piedra fundacional de nuestros días, ¿qué estamos haciendo para detener su ruina? ¿Basta con el largo quejido que hoy somos? Si no nos involucramos, toca renunciar, incluso estando adentro.  Dejar que otros impongan la ruta de nuestros afanes.

 

 

Es fácil ser ciudadano de un país cuando el viento es benigno, cuando el subsuelo es oro, cuando el peatón ejerce la alegría como contraseña, cuando la comida abunda, cuando el mar es amable y no hay marea alta en el horizonte.

 

 

Pero también hay que ser ciudadano cuando el país está enfermo, acosado por la indolencia, atascado en un pantano de errores, cuando es víctima de sus propias contradicciones. El país, nuestra casa mayor, nos necesita en su adversidad, en sus fiebres, en la penuria y la borrasca. Querer a alguien es también lidiar con su infortunio. Si tu pareja se enferma de cáncer, ¿la abandonas?, si tu mejor amigo cae preso, ¿renuncias a visitarlo?; si tu hijo sucumbe a las drogas, ¿le das la espalda?, si tu madre comienza a sufrir de Alzheimer, ¿le sueltas la mano y dejas que camine sola hacia la locura? Supongo que no. Pasa igual con el país. Si los que aquí insistimos no nos comprometemos en buscarle cura a sus desvaríos, en otorgarle coherencia y sensatez, entonces no vale la pena quedarnos.

 

 

Los optimistas (dicen que es una raza en extinción en el territorio nacional) saben que toda crisis genera una mina de posibilidades. Repito a  Francois Guizot en su afirmación de que los optimistas son quienes transforman al mundo. La lección ante nuestros errores acumulados ha sido amarga. Pero es hora de responder. De apostar duro. De vivir cada día como construcción. De devolverle a esta tierra de gracia todo lo que nos ha dado, empezando por el derecho a existir y crecer en su aire, en su luz, en su maravilla, maravilla que vamos a devolverle con nuestras ganas de seguir perteneciendo a un gentilicio, de seguir viviendo en la casa grande de nuestra existencia.

 

Leonardo Padrón

 

Periodistas imposibles

Posted on: julio 14th, 2015 by Laura Espinoza No Comments

 

La cita con Jorge Ramos fue en Univisión, su lugar de trabajo desde 1986. Allí es el ancla estrella de las noticias. Dentro de dos horas debía transmitir el noticiero de la principal cadena hispana de televisión en los Estados Unidos. Parecía tiempo suficiente para conversar sobre el oficio del periodismo. Pero mi operador de audio estaba enfrascado en una feroz lucha con un aparato que no conocía. El tiempo avanzaba y Ramos podría aparecer en cualquier momento. Y lo hizo. El técnico comenzó a envejecer de angustia. Y yo con él. Si no lograba que el micrófono funcionara, la entrevista fracasaría sin haber nacido.

 

 

Entretuve a Jorge Ramos mientras de reojo vigilaba los afanes del operador. El tiempo daba zancadas sin piedad. Pronto entraríamos en cuenta regresiva. No tenía otro día para entrevistarlo. Decidí confesarle el inconveniente técnico. Ramos buscó ayuda, preguntó en uno y otro lado para resolver el escollo. Finalmente, el operador resolvió el problema luego de una llamada telefónica a Unión Radio en Caracas.

 

 

La entrevista para mi programa radial Los Imposibles pudo comenzar. A esas alturas, ya veinte canas nuevas reinaban en mi cabeza.

 

***

Jorge Ramos venía de unos días agitados. La revista Time lo acababa de seleccionar como una de las 100 personas más influyentes del mundo. Sus palabras dichas en la gala de la revista causaron revuelo. Allí acusó al presidente mexicano Peña Nieto de corrupto y le recordó que miles de mexicanos pedían su renuncia. Lo dijo en español y en inglés. También se refirió a Venezuela: “Nicolás Maduro, libere a Leopoldo López y todos los presos políticos. Sólo en las dictaduras hay presos políticos”.

 

 

La elección de Time se basa no sólo en su labor periodística, Jorge Ramos se ha convertido en voz de millones de inmigrantes que buscan salir del manto de invisibilidad que históricamente han sufrido. Se ha dedicado durante años a lidiar con firmeza para que el gobierno de Obama apruebe la reforma migratoria y para que se legalice la situación de toneladas de indocumentados que viven en los Estados Unidos. Usa dos palabras para definirse: periodista, inmigrante.

 

 

A Jorge Ramos le gusta interpelar al poder: “Cuando entrevistamos a alguien poderoso hay que hacerlo como si fuera la última vez”. Esta premisa le ha permitido confrontar al mismísimo Barack Obama y reclamarle el olvido de su promesa electoral sobre la reforma migratoria. Luego supo que el señalamiento incomodó al presidente de los Estados Unidos: “Pero no temo represalias del gobierno por mi pregunta. En este país eso no sucede”. Obama, a diferencia de otros mandatarios, le ha vuelto a dar entrevistas.

 

***

 

La única vez que logró acceder a Fidel Castro la entrevista duró 1 minuto y 6 segundos. Lo avistó saliendo de su cabaña con su tropa de escoltas en un hotel en Panamá en una cumbre de presidentes. Apuró al camarógrafo y abordó a Castro con el micrófono en ristre. A la primera pregunta Fidel le posó un brazo sobre sus hombros. Vio sus uñas largas y blancas al lado de su rostro. Con sutileza, Ramos se deshizo del abrazo. Entendió la estrategia en el acto. Fidel buscaba neutralizarlo. Invadirlo con su repentino afecto. Ramos lanzó una pregunta poco complaciente y Fidel repitió el gesto de rodear sus hombros. Ramos se escurrió de nuevo. Entonces intervinieron los escoltas. Se interpusieron entre ambos, sin dejar de caminar. Uno de ellos lo golpeó en el estómago, sin estridencias. Fidel se alejó saludando a sus admiradores. Fin de la entrevista. 1 minuto, 6 segundos.

 

***

 

A Chávez también lo entrevistó. Y también tuvo que lidiar con su intolerancia. Fue en 1999. Aún el país estaba de luna de miel con su victoria electoral. Ramos me relata las tres mentiras que Chávez le descolgó en la entrevista. A la pregunta “¿Usted está dispuesto a entregar el poder después de cinco años?”, Chávez respondió: “Claro que estoy dispuesto a entregarlo”. Ramos recuerda cómo Chávez procuró el cambio de la constitución para poder reelegirse. La segunda mentira fue cuando Chávez le garantizó que no pensaba nacionalizar ninguna empresa privada. Y la tercera fue “cuando le pregunté a Chávez si nacionalizaría algún medio de comunicación. Volvió a mentir. “No”, respondió. “Basta con el medio del estado. El estado tiene el canal 8, Venezolana de Televisión…(con) los demás canales yo tengo las mejores relaciones…deben seguir siendo privados”. Esa es la misma entrevista donde Chávez le afirmó que Cuba era una dictadura. Y es el mismo presidente que mintió sobre su salud para lanzarse a una tercera campaña electoral y ganarla sin confesarle al país la ruina que ya era su cuerpo.

 

 

Para Jorge Ramos el periodista tiene una función social: evitar el abuso de poder. “El periodista que come en la misma mesa que el poderoso se está tragando su credibilidad”, sostiene.

 

 

 

En uno de sus primeros libros, “Lo Que Vi, Experiencias de un periodista alrededor del mundo”, Ramos confiesa una estrategia para no intimidarse ante los dueños del poder: “Desarrollé la costumbre de imaginarme a los presidentes en sus detalles más comunes: en calzones y calcetines, con pelos en las orejas, dolor de espalda, diarreas, problemas conyugales…así los ponía bajo una dimensión más humana”. Vale la pena ver el video de una de sus entrevistas con Chávez. Este gruñía, se ponía estridente, insultante y Ramos proseguía imperturbable. Es parte de su firma. Interroga como si jugara póker.

 

 

Al final del encuentro, luego de despedirnos, volteé a ver al operador de audio y le pregunté, con inquietud: “Todo esto se grabó, ¿no?”.

 

***

 

Al día siguiente, tuve la oportunidad de entrevistar a Jaime Bayly en su casa en Key Biscayne. Nos recibió su esposa, Silvia Nuñez del Arco, una hermosa y joven escritora que parece combinar a la perfección con el desparpajo existencial de Bayly. Nos llevó al jardín de la casa y al instante apareció Bayly, enorme, desaliñado y con el sopor de quien viene del dentista. Llegó sin su pollina habitual, con sus cejas desmelenadas y una incesante oferta de café, dulce o vino. Ya nos conocíamos. Yo había tenido el honor de estar en su programa y había un primer puente de afecto mutuo.

 

 

 

Luego del primer intercambio de frases, volvió al interior de la casa y reapareció con dos gigantescos potes de insecticida en sus manos. Uno para cada quien. Garantizó que seríamos atacados en breve por una horda de mosquitos. Nos acercábamos al sol de las seis de la tarde. Mientras respondía con su habitual franqueza sobre temas espinosos como su bisexualidad o el estupor de la sociedad limeña ante su primer libro, “No se lo digas a nadie”, Bayly rociaba sus respuestas con fogonazos de insecticida. Resultó un guerrero empecinado. Al ver que un mosquito caía al suelo, aún vivo, se inclinaba y con su dedo pulgar lo aplastaba sin misericordia. Esto último mientras me hablaba de su memorable encuentro con Jorge Luis Borges.

 

***

 

El desenfado parece ser el principal ingrediente del ADN de Jaime Bayly. Con sorna, me habla de su “angustia” al pensar que ya se está quedando sin escándalos que ventilar en su profuso catálogo. Ha hecho de la televisión la plaza mayor de su irreverencia, pero en la conversación deja claro que su afán más preciado es la literatura. Le pregunto por el estigma de la televisión versus el prestigio literario. Bayly dice que le parece sospechoso que siempre los más enconados críticos de su obra suelen ser peruanos y pertenecientes a la misma generación literaria. Agradece la generosidad de Varga Llosa quien llevó su primer manuscrito a Seix Barral para que lo publicaran. Asegura que su obra no entrará al galpón de la inmortalidad, pero igual no deja de escribir incesantemente.

 

 

Fueron dos horas donde no apeló a su sonrisa socarrona, esa que usa en su programa de televisión para desarmar a los entrevistados arrogantes o insustanciales. La misma que usa también para interpelar al poder. Sus episodios con Alan García y Alejandro Toledo fueron notables en ese sentido. Le costaron la pérdida de su trabajo o el exilio. Jaime Bayly recuerda la entrevista hecha a un actor venezolano que se perturbó cuando le preguntó si era chavista. “No me gusta la gente jabonosa. ¿Cuál era el problema en reconocer su filiación política?”

 

 

Todavía el sol deambulaba risueño y eran las 7 de la noche en las arenas de Key Biscayne. Los mosquitos seguían cayendo derrotados por el ataque sin pausa de Jaime Bayly. Me acababa de conceder una entrevista plena de confesiones y desfachatez. No esperaba menos.

 

 

Me alejé de Miami con el gusto de haber entrevistado a dos periodistas de raza. Cada cual con un estilo muy personal. Ambos adictos a la verdad y alérgicos a las vilezas del poder.

 

 

***

 

 

Mientras convenzo al GPS de que me lleve a mi destino, pienso en los acosos que sufre el periodismo en Latinoamérica, en el cinismo del presidente de Conatel afirmando ante la ONU que en Venezuela no se ha cerrado ningún medio de comunicación, en José Vicente Rangel recibiendo el Premio Nacional de Periodismo y diciendo que “hoy se garantiza plenamente la libertad de expresión” en el país. Pienso en la encuesta de Medianálisis sobre el ejercicio del periodismo en Venezuela donde el 48% de los periodistas reconoce “recibir instrucciones significativas para modificar la forma y el contenido de informaciones ya verificadas”, y un 49% acepta haberse autocensurado. Pienso en la infinidad de periodistas que han perdido su trabajo o han tenido que exiliarse. Pienso en la asfixia económica, la amenaza y la intimidación cotidiana a los medios de comunicación de mi país.

 

 

¿Cuánto tiempo durarían Jorge Ramos o Jaime Bayly en un canal de televisión en Venezuela?

 

Leonardo Padrón

Lo que se escucha

Posted on: junio 14th, 2015 by Laura Espinoza No Comments

“Todo lo veo perfectamente borroso”

Javier Corcobado

 

Lo que se escucha en la calle es carne de asombro. Lo que se cuenta en los restaurantes abisma. Lo que se conversa en las oficinas indigna. El anecdotario de la corrupción es cada vez más profuso. No hablo de la corrupción que ha puesto en la fila palabras como Andorra, narcotráfico o FIFA. No la corrupción de grandes magnitudes. Sino la que ejercen funcionarios de menor cuantía, importantes pero no demasiado, revolucionarios pero gracias a los privilegios, enchufados mientras haya beneficios. Las historias se acumulan, unas tras otras. Todas huelen a exceso de dinero. El azufre circula con desparpajo por la geografía nacional.

 

Chávez llegó al poder ondeando la bandera de la lucha contra la corrupción. Simplemente era hora de cambiar a los dueños del saqueo.

***

Se cuenta que cierto artista de vehemencia revolucionaria, ahora ungido de lo que antes no, regala relojes de marca a sus amigos más cercanos, preferiblemente Rolex. No es cuestionable tanta generosidad, pero asombra la bonanza. Y no suena muy socialista el gesto, sino a pavoneo de jeque árabe, sobre todo en un país donde todo escasea. Lebron James, el basquetbolista estrella de la NBA, le regala AppleWatches a sus compañeros de equipo, pero se entiende el derroche: sólo el año pasado se ganó 62 millones de dólares.
Me detallan de otro artista, igual de camarada, que anda explorando —corredora de bienes mediante— el sureste de Caracas en busca de una casa que combine con la holgura de su nuevo quince y último. El chisme adquiere ribetes sólidos cuando la propia corredora tuvo a bien confesarle a una actriz el nombre del colega que quería adquirir el espacioso inmueble: “A lo mejor no te va a gustar cuando te diga quién quiere comprar tu casa”. La transacción no avanzó un centímetro más. La dignidad también existe.

 

Si visitas Galipan algunos te hablan de la mansión que se construye un diputado oficialista, muy afecto a las cámaras, por cierto. La gente lo ha visto sucesivas veces decidiendo un giro arquitectónico o apurando el avance de la obra. También lo han observado en televisión desaguando amenazas contra sus adversarios políticos, siempre en base a la inquebrantable ética de la revolución.

 

Los cuentos crecen, se multiplican, pero no mueren.

 

***

Hay ciertos personajes que la naturaleza de su oficio los torna esenciales pero invisibles. Se trata de los músicos, mesoneros, cocineros, escoltas, choferes o pilotos.

 

Son los silenciosos testigos del poder y la riqueza.

 

Así como han conocido los lujos de los millonarios de siempre y los dominios de los políticos también se han topado con el dispendio de los boliburgueses, el engreimiento de los nuevos ricos socialistas y la jactancia de los enchufados. Los mesoneros suelen escuchar fragmentos de conversaciones donde se fraguan decisiones, guisos o componendas. Una bandeja con hielo puede llegar justo cuando se menciona una cifra de ocho ceros para coronar una transacción; los tequeños pueden aparecer en el instante del dato político clave; el café expreso puede sobrevenir cuando se está ordenando el próximo allanamiento. Y así los otros personajes. Han oído infinidad de conversaciones llevando a sus jefes al aeropuerto, sirviéndoles el rissoto en pleno almuerzo de negocios, piloteando sus aviones, tocando standards de jazz o viejos merengues en sus festejos. Son reservorios de un costal de secretos e información altamente combustible.

 

Un tecladista amigo, que suele matar tigres en todo tipo de selva, me relataba que en una misma semana había tocado en el cumpleaños de un notable oficialista y días después en el aniversario de boda de un connotado opositor. Me insistió en su pasmo al ver la “mamarra de casa” que posee un diputado de verbo rojo que suele esgrimir frenéticos discursos contra “el flagelo de la corrupción”. Desgranó detalles sobre la ampulosidad de la piscina, el esplendor de los muebles, la profusión de obras de arte. Los músicos llegan, sin proponérselo, a zonas reservadas para el misterio y la especulación.

 

Nunca olvidaré cuando entrevisté al maestro Renato Capriles, el director de la popular Orquesta Los Melódicos, y me confesó que durante 16 años tocó para la mafia del narcotráfico en Colombia. Incluso, en una de esas ocasiones, compartió la tanda musical con Lola Flores y los Rolling Stones. Todo lo que vio fue para la perplejidad.

 

Los músicos hacen su música, mientras el resto de sus sentidos observa.

 

***

 

La guinda. Un ingeniero de sonido me cuenta que la noche anterior le escribió a su prima por whatsaap para consultarle un dato. Ella, azorada, le dijo que le escribía luego. Estaba en una fiesta en casa de otro artista de la revolución. Al día siguiente le contó un episodio revelador. En la reunión había tres ministros del gabinete de gobierno. Compartían tragos y música.

 

Ya en el tercer whisky hacían mofa del jefe de ellos, es decir, del presidente de la República. Incurrían en las mismas burlas que suelen poblar las redes sociales y las gargantas del humor nacional.

 

Cosas así se escuchan en la calle.

 

***

 

Ya es mucha la gente que ha oído lo que realmente piensan ciertos personeros del gobierno sobre el rumbo del país. Algunos lo asoman, en modo confidencia, al borde de un café. Otros confiesan que la guerra económica es sólo un argumento retórico para escamotear responsabilidades. La única batalla en curso es la terquedad del heredero versus la sensatez que exige el país. Hablan de su rigidez ideológica. Su patinar en el viejo lodo de la historia. Comentan también las otras batallas, esas que se dan puertas adentro del poder, y que cada vez son más notorias. Esas que complican aún más la maraña, el remolino.

 

Dicen, y bajan la voz, que el país es inviable. Lo asegura el académico marxista que alguna vez ocupó la escena pública. Lo susurra alguien vestido de verde olivo. Lo confirma un viejo gurú político en modo backstage. No les gusta el accionar del presidente, ni cómo se le atascan los gritos en la ineficacia.

 

Pero no se atreven a caer en desgracia. El poder no acepta sincericidios, así sean tardíos. Que lo digan los ex ministros Giordani, Hector Navarro y Ana Elisa Osorio o los miembros de Marea Socialista. Callar es más cómodo. Y más rentable.
Que se joda el país.

 

***

 

4 pm. Jueves. Centro Comercial Ciudad Tamanaco. Veo a una mujer madura que entra a una zapatería, se sienta en un mueble, no busca zapatos, no señala ningún modelo. Se pone a llorar. Los empleados de la tienda se paralizan. No saben qué hacer. Deciden no interrumpirla. Al minuto enjuga sus ojos. Se levanta y sigue su camino. No da explicaciones. Sólo necesitaba llorar sentada.

 
¿Cuánta gente llora el país así, de repente, en mitad de un jueves cualquiera?

 
***

 

Días trepidantes en el reino del absurdo.

 

Decenas de personas en huelga de hambre. Una madre y un niño son tragados por un hueco en una calle de Coro. Una turba oficialista lanza a un camarógrafo desde un segundo piso, sufre fractura craneal, pero no importa, es apenas una riña. Una banda criminal en la Cota 905 quema nueve motos de la policía y amenaza con derrumbar un helicóptero del Sebin, que huye espantado. Paro de transporte en ocho estados del país. Los útiles escolares diez veces más caros. La inflación llega a 108%. Detienen a ocho policías (PNB) por secuestro de un comerciante en Vargas. Las clínicas piden a los pacientes que importen sus insumos. Las reservas internacionales caen 49 millones de dólares diariamente. Los taxistas en Margarita colocan una urna en mitad de la calle y paralizan la isla en protesta por el asesinato de cuatro compañeros de trabajo en apenas 20 días.

 

Un cacique pemón se sienta, ataviado con sus galas milenarias, sobre la pista de aterrizaje del parque Canaima. Es un símbolo que protesta contra la minería ilegal que está acabando con una de las zonas más hermosas del mundo.

 

Mientras tanto algunos construyen sus palacetes.

 

En la calle se escucha que ya nadie aguanta.

 

***

 

La inseguridad expande su mancha de sangre a toda velocidad. No hay rincón a salvo. En la zona donde vivo ha habido una escalofriante sucesión de secuestros. La comunidad pidió reunirse con la policía.

 

Uno de los agentes hizo una confesión dramática: “No hay policías. Nadie quiere ser policía en este país”. Más allá de la desoladora sentencia se articularon varias medidas. Todos nos convertiremos en ojos, en espías de lo extraño, en alarma de lo sospechoso. Resulta inédito ver a vecinos que ni siquiera se conocen de vista reuniéndose, buscando soluciones, haciendo lo que no hace el gobierno.

 

Días después Maduro confiesa que su ingenuo llamado al hampa para deponer las armas no funcionó. Añade la extravagante tesis de que la oposición le paga con droga a las bandas criminales. ¿Necesitan los malandros y criminales que Voluntad Popular, Primero Justicia o Copei les consigan un alijo de cocaína o una panela de marihuana? ¿Por qué insultar tanto la inteligencia del venezolano? De nuevo en cadena nacional Maduro se empina para asegurar que a Bolívar y a Sucre los asesinó Santander. San-tan-der, dice así. Añade “sinónimos”: la oligarquía, la derecha.

 

Otra vez Bolívar vuelve a ser asesinado. Pero quien muere realmente aquí todos los días es la patria. Esa famosa patria que llena las arengas de la fracasada revolución bolivariana.

 

El régimen se ufana de sus patriotas cooperantes. Pero ya aquí todos somos testigos de todo.

 

Lo que se escucha es tan fuerte.

 

Leonardo Padrón

El hombre del papagayo

Posted on: mayo 31st, 2015 by Laura Espinoza 1 Comment

Hace ya diez años en una multitudinaria marcha en contra del gobierno de Hugo Chávez un hombre llamó la atención de todos. Portaba un inusual papagayo que llevaba escrita la palabra libertad. El hombre marchaba en silencio. El enorme papagayo hablaba por él. La gente le sonreía, le tomaba fotos, lo aplaudía. Desde entonces hasta el asfalto de hoy no hay concentración o marcha de la oposición donde Rafael Araujo y su papagayo no estén. Su ingenio ha transformado un emblema universal de la infancia en una herramienta de protesta y reflexión.

 

***
Papagayo 1: “Si Maduro es el presidente, yo soy el pájaro loco”
Rafael Araujo suele recorrer Caracas con la voz sediciosa de su papagayo. Es mejor que una pancarta, dice. La pancarta alcanza dos, tres metros. Un papagayo logra 30 metros de altura, o más, porque se eleva a través de las redes sociales y llega al resto del país.

 

Papagayo 2: “No dejaremos solos a los estudiantes”.
El papagayo refulge en mitad de la masa. Los colores son  vistosos. Tarda un día en hacerlo. Suele conservar la misma estructura, hasta que aguante. Lo demás es ingenio, calle  y tenacidad.

 

Papagayo 3: “Jueza Afiuni, perdóname por hacer tan poco”.
Caña amarga en las quebradas. Verada en los mercados populares. Papilo y papel de seda en la Plaza de San Jacinto. Papel bond muchas veces. A veces los niños le piden que les regale el papagayo. No puede. Sería quedarse mudo. Sin propósito.

Papagayo 4: “Guyana perforará nuestro Esequibo, ¿lo permitiremos?”.
La gente ya lo reclama, lo busca con la vista, posa con él para las fotos. En Quebrada Honda un indigente apenas lo vio le preguntó “¿Y el papagayo?”. Es un ícono ambulante de la ciudad.

 

Papagayo 5: “El pueblo se la/menta al gobierno en la cola”
Sus frases oscilan entre el humor, la solidaridad y el reclamo. No hay tema de la realidad nacional que le sea ajeno. El código de su protesta es tan pacífico como poderoso. Son diez años, más de 6 mil papagayos y los zapatos rotos de tanto caminar.

 

Papagayo 6: “Yo creí que esta corredera era porque había comida”
Rafael Araujo es un papagayo de 61 años.

 

***

 

El día de nuestro encuentro quise diseñar una coincidencia. Lo cité a un viejo café del Centro Comercial Chacaíto llamado “Papagayo”. Intenté un gesto lúdico. Pero la realidad impone sus reglas: el local abría a mediodía (eran las 10 am) y ahora tiene otro nombre. El gesto fracasó. En cinco minutos estábamos sentados en otro café.

 

Le sugerí que recostara el papagayo a una silla para que estuviera más cómodo. No quiso soltarlo: “Es mi lazarillo, ya no puedo estar sin él. Con el papagayo soy otra persona, me transformo. Sin él, soy un ser anónimo.  Cuando no lo cargo nadie me reconoce. Es como Clark Kent y Superman. Con lentes o con capa”. Durante la conversación saca a pasear su sentido del humor, y vuela alto.

 

Papagayo 7: “Los miércoles no puedo hacer un co… Me toca cola por el número de cédula”.

 

Un militar de boina roja se detiene y lee el papagayo. La frase cuestiona todo lo que él representa pero no puede evitar la sonrisa. Es uno de los méritos del papagayo: invariablemente, construye una sonrisa.

 

No pertenece a ningún partido político, a pesar de que se lo han propuesto. “Es mejor ser libre, y así estoy con todos”. Como el papagayo que lo acompaña.

 

***

Papagayo 8: “Franklin Brito por ti seguimos”.

 

“Hice el papagayo y se lo llevé a la OEA, donde estaba en huelga de hambre. Le gustó mucho. Después murió y yo no cambié el papagayo”. Para Araujo, el caso Franklin Brito, un agricultor de 49 años de edad que murió luego de sucesivas huelgas de hambre en protesta por la expropiación de sus tierras por parte del gobierno, concentraba el problema de Venezuela. “A él se le violaron todos los derechos: derecho a la propiedad, derecho a la protesta, al trabajo, a la familia, y por último, derecho a la vida”.

 

Dice Araujo: “Siempre hay algo fundamental en la vida de uno. Pueden ser los hijos, la familia. Para él era el amor a la tierra. O simplemente la dignidad. Sin dignidad para qué se vive”. Llegó a pensar que con la muerte de Franklin Brito el gobierno caería. Creyó que las calles explotarían de indignación. Pero nada pasó. O sí, todo sigue peor.

 

“Después de Franklin Brito comencé a hacer papagayos con otros mensajes, porque siempre hay problemas nuevos. Esto parece una guerra. Una guerra sin guerra y una revolución sin revolución”, sentencia.

 

***
Papagayo 9: “Dios proveerá y Marx multiplicará los panes”.

 

Rafael Araujo no sonríe en las fotos. Escasamente lo hace. Me recuerda la frase de Tabucchi: “Cuando sonríe parece triste”. Ha construido su propia forma de lucha. Sin micrófonos ni partidos políticos, sin trancar calles, sin incendiar la pradera. Su reclamo vuela más alto que cien tuits. Sabe titular con la eficacia de un periodista.

 

El hombre del papagayo parece rescatar el uso ancestral de “los pájaros del viento”, como se les llamaba en China hace dos mil años. Entonces era usado para el envío de señales durante las guerras. Hoy, Rafael Araujo, libra su propia guerra contra el régimen con una originalidad tal que remueve las aguas de nuestra infancia.

 

Un solitario de la resistencia luminosa.

 

***

 

La noche anterior vi la película “Good bye, Lenin!”. Pasa de nuevo frente a mis ojos la imagen de la estatua de Lenin sobrevolando Berlín colgada de un helicóptero, como un papagayo que se aleja del fracaso comunista.

 

Mientras tanto, en Venezuela, un anacrónico tren de gobierno dice “¡Hola, Lenin!”.

 

***

 

Papagayo 10: “Haré la cola como un pendejo para conseguir comida”.

 

Dice que ese ha sido el más exitoso. Todo el mundo se sintió reflejado. Piensa que la gente está más indignada que antes, pero ya no lo expresa. Hay miedo. “El miedo es parte de la vida”.

 

Hace poco pensó un nuevo letrero para su papagayo, pero  se autocensuró. Iba a decir:

 

Papagayo 11: “En Venezuela la corrupción es un Dios”.
Le pregunto por qué no lo hizo. “Lo que pasa es que ahorita esa gente está peligrosa”, dice y baja la voz.

 

***

 

Antes le decían loco. “Yo no sabía que en la calle había tantos psiquiatras, porque apenas de verlo a uno lo llaman loco. Qué talento tiene esa gente”

.

Ahora la frase que más le dicen es: “Dios lo bendiga”.

 

El hombre del papagayo nació en Timotes, estado Mérida. Hoy vive en La Candelaria. Estudió arte en la escuela Cristóbal Rojas. Cuando el profesor Petrovsky se jubiló, él se retiró. “Soy inconstante y necio. Cuadro que no me gusta, lo rompo. Siempre he estado en la búsqueda, y en la búsqueda me quedé. Entonces apareció el papagayo”.

 

Quizás ese era su destino, su razón de ser. Encarnar la voz de reclamo de buena parte del país en la tela de una cometa.

 

***

 

Papagayo 12: “Maduro ¿por qué destruiste el producto interno BRUTO?”

 

Otro de alto rating. Jura que no quiso insultarlo. “La palabra Bruto la puse más grande, porque me sobraba papel”, dice con picardía.

 

Luego se torna serio: “El desastre actual es negligencia. Chávez no podía poner a alguien más inteligente que él. Por ego”.

 

No asoma su papagayo en el municipio Libertador. Es prudencia, por incidentes previos. “Los chavistas me decían muchas groserías. Me han agredido buhoneros y policías”. Una vez, en la plaza Bolívar, un hombre le rompió el papagayo en pedazos. “Pero el chavismo ha bajado mucho. Ya el estómago es el que está opinando”.

 

***

 

Papagayo 13: “Conan Quintana, como a ti, los zapatos rotos no nos detendrán”.

 

Cuando se llevaron preso al periodista Carlos Julio Rojas todos pensaron que era él, porque son muy amigos desde hace seis años y a veces están juntos. Desde esa época conoció a Conan Quintana, el estudiante asesinado recientemente, un luchador de zapatos humildes.

 

Una vez los militares detuvieron a Araujo. Lo llevaron a La Carlota. Querían desnudarlo, golpearlo. Providencialmente no ocurrió.

 

“Yo no aguanto golpes, soy delgadito. Yo soy el propio escuálido”.

 

***

 

El hombre del papagayo es divorciado, pero hace colas para comprarle comida a su ex mujer. Se entera de las noticias por la radio y por Facebook.  Algunos le dicen: “Señor, usted solo hace más que los políticos”.

 

Su pintor favorito es Picasso. Cree en su famosa frase: “El arte es una mentira que nos acerca a la verdad”.

 

Habla de la letal combinación de arte y política: “El gobierno se tomó a un artista como César Rengifo para ellos. Ellos saben que nadie le puede preguntar a César Rengifo si es chavista o no porque está muerto. A Alí Primera tampoco le preguntaron si el socialismo que ellos representan es el que él buscaba”.

 
Ha ido guardando los papagayos. Podría hasta hacer un libro. O una exposición. No deja de pensarlo.

 

***

 

“Mi papagayo no es agresivo. Es frágil, sencillo y callejero. Anda de frente, con el viento”, dice como quien describe a su sombra, su perro.

 

Su protesta es un alarde de pacifismo, su imagen transmite bonhomía y paz.

 

“El gobierno trabaja con el odio. ‘Nada es más fuerte que el odio’, recuerde esa frase”, me insiste.

 

No tuvo la intención de ser el hombre del papagayo tanto tiempo. “Nunca pensé que esto iba a durar tanto”. Mientras, se ha convertido en un particular cronista de estos tiempos.

Está decidido a seguir expresando la indignación de la gente. Hasta que culmine la pesadilla. Entonces su papagayo descansará.

***

Al salir del café nos topamos con “Juana, la cubana”, una joven que pasó una temporada en la plaza Altamira, hasta que descubrió que había gente del Sebin infiltrada en el lugar. Conversan. Se ponen al día. Finalmente todos nos despedimos.

 

Lo veo alejarse con sus zapatos rotos y su sonrisa de triste, quizá pensando en la próxima frase que escribirá.

 

El hombre del papagayo dice cosas que se elevan, incluso en los días sin viento.

 

Mientras, el país oscuro continúa.

 

¿Cuántos papagayos de protesta necesita hoy el cielo venezolano?

 

Leonardo Padrón

Sin voz

Posted on: mayo 17th, 2015 by Laura Espinoza No Comments

Jengibre no sirve del todo. Ni clara de huevo. Miel no es suficiente. El ron es solo un mito. Además irrita. Evite el desfile de remedios caseros. Cuide su voz. En estos tiempos, es un acto de dignidad preservarla

 

Susy sale sola. En realidad, no sé quién es Susy y no me importa su vida afectiva. Pero esa es la frase que la foniatra me pide que repita varias veces mientras ausculta mi garganta con un telelaringoscopio. Insistir en que Susy sale sola es una manera de verificar si el velo del paladar se contrae y eleva suficientemente contra la pared faríngea. Trato de pensar en la soledad de Susy mientras la otorrino (trabaja en equipo con la foniatra) introduce en mis fosas nasales un intimidante aparato llamado nasofaringolariscopio. (Esa palabra, nombrarla, también debería servir para probar algo en la vida). Me siento invadido. Pero esta vez es imprescindible. Perdí la voz. Y me la están buscando.
***

La noche anterior, en una presentación en Valencia, me quedé afónico en la segunda frase que pronuncié ante un auditorio lleno de gente. Tuve que urgir a la actriz Tania Sarabia para que anticipara su entrada al escenario. Regresé a la tarima veinte minutos después y fue inútil. La voz se me deshilachaba a medida que atravesaba las cuerdas vocales. El público, en estos casos, suele ser generoso y te regala un aplauso que sirve como ungüento para aliviar la frustración. Pero igual no tuve más opción que replegarme el resto de la noche en un silencio ominoso. Hay una sensación de espanto cuando quieres expresarte y no puedes. Cuando cada intento de sílaba se estrella contra el silencio. Tus opiniones y pensamientos se convierten en un muro blanco.
El silencio es blanco. ¿O negro?

***

Casualmente, ese mismo día, dos periodistas de El Carabobeño que habían ido a entrevistarnos al hotel, cargaban en una cartulina la angustia de su inminente afonía. Allí habían escrito #YoSoyCarabobeño y nos inquirieron por una foto al lado de esa proclama. Los periodistas estaban en campaña. El periódico había entrado de nuevo en el quirófano de las emergencias. Una vez más sin papel. Las bobinas agonizando. Lo que queda alcanza sólo para un mes de vida. Trescientos trabajadores están en riesgo de perder su trabajo.
El Carabobeño, uno de los periódicos más importantes de la región central, tiene un defecto: es independiente. Desde hace más de ochenta años está acostumbrado a manejar su propia línea editorial. Nació en dictadura y desde entonces cuestiona al gobierno de turno cuando siente que debe hacerlo. Sus periodistas procuran hacer su trabajo normalmente. Pero, en este país, querer ser normales es un riesgo extremo, un pecado mortal. Tener voz propia es un delito. El régimen así lo ha decidido. A los medios de comunicación independientes les tuerce el cuello, les niega divisas, les obstruye el acceso al papel, les quita publicidad, los multa, los amenaza. Los más dúctiles y temerosos se aprestan a la autocensura. Abren sus piernas y cierran los ojos. Otros, prefieren vender hasta los enchufes y mutan en otro negocio. La afonía, quién lo duda, se expande como vértigo a lo largo y ancho del país.
Lugar sin voz.

***

Dos días después, el lunes 11 de mayo, El Impulso –un periódico centenario, emblema del estado Lara–  publica un editorial donde anuncia que reducirá su edición a un solo cuerpo de ocho exiguas páginas. El editorial advierte que “mientras la prensa independiente vive con un pie en el abismo, los medios oficialistas circulan sin apremios ni recortes”.
Semanas atrás, en un acto de arrojo, el Diario Tal Cual, resucitó con un semanario que promete ser imprescindible y con un editorial histórico contra su verdugo, el presidente de la Asamblea Nacional, Diosdado Cabello. El hombre del mazo, a su vez, logra que se le prohíba la salida del país a 22 directivos de los tres medios de comunicación nacionales que osaron replicar una noticia aparecida en un diario español.
No se muevan. Están en la mira.
Mientras tanto, pranes, luceros, sicarios, malandros y otras variantes circulan por nuestras calles, con sus caballos de hierro y sus armas en ristre, matando gente como en una mala película de vaqueros con exceso de sangre.
De hecho, si de verdad Susy sale sola, Susy está loca de bolas.

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Jengibre no sirve del todo. Ni clara de huevo. Miel no es suficiente. El ron es solo un mito. Además irrita. Evite el desfile de remedios caseros. Cuide su voz.
En estos tiempos, es un acto de dignidad preservarla.

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En apenas dos días viajo de Caracas a Valencia y luego a Maracaibo. Un intensivo de país que te restriega el catálogo de sus precariedades.
La Autopista Regional del Centro sigue incrementando su reputación de guillotina. Choques y lesionados es parte del menú diario. Te detienes en algún tarantín del camino. La dueña, cocinándose bajo un calor bochornoso, sin aire acondicionado y sin agua para vender, relata los tres atracos sufridos en el mes. Ya el establecimiento es otro, mucho más precario, gracias a los sucesivos desfalcos. Está al borde de la carretera, pero rodeada de vecinos. Todos saben quién la ha robado. Todos callan. El miedo los vuelve afónicos.

***

Regreso a Caracas. Antes de viajar a Maracaibo, busco mi voz en el consultorio de una especialista en San Bernardino. Entre otras prudencias, me receta un antialérgico para mi ya diagnosticada laringitis viral. En dos horas debo estar en el aeropuerto. Comienza la búsqueda frenética: corro a la farmacia Cajigal, nada; señor, dos cuadras más allá hay un Farmatodo; cola y escasez me sacan del sitio; vaya a Parque Caracas, ahí hay un Locatel; fracaso, vuelta a otro Farmatodo; de nuevo el gentío, la cola serpenteante, la mezcla de hartazgo y humillación en los rostros; la vendedora que te dice no hay y agrega: “sí, todo es muy triste”.  Sin voz no puedo ni protestar. Me resigno a viajar sin el remedio. Esa es otra forma de represión, pienso. Está censurada la salud de los venezolanos.

***

Ya en el aeropuerto, voy a la sala de embarque. Hay dos colas. Una, la oficial. Otra, la de los que se paran, así como al descuido, cerca de la puerta de acceso al túnel que te lleva al avión. Esos, una vez activado el embarque, se van infiltrando, graneaditos, de dos en uno, de tres en cuatro. Somos tan avispados. Tan pícaros. Tan que creemos que nos la estamos comiendo. Mientras mi cola se tarda más de lo debido veo una imagen extraña: el avión estacionado y una robusta mujer que asoma por la ventana del piloto. Parece a punto de caer.

 

 

No lo hace porque está atascada en un conflicto entre su abdomen y el estrecho agujero. Mientras, limpia con un  cepillo las otras ventanas del avión. Les echa agua con una botella grande de Minalba. El agua que no hay en el restaurant del aeropuerto. Ruego por la pulcritud del resultado. Que el piloto pueda luego avistar zamuros, tormentas y balizaje. Alguien graba la escena con su celular. Otros ríen. Todo suena tan precario. Tan bananero.

***

Aterrizo en Maracaibo. El aeropuerto es una estufa gigante. Pareciera faltar muy poco para el hervor de todo lo circundante. Un policía me confiesa: “Tenemos ya 9 meses sin aire acondicionado. Una desgracia”. El mal humor se hace expansivo. La gente apenas se mueve para no terminar de deshidratarse. Una modorra mortal cubre los pasillos sin ventilación. Un maracucho hace un chiste a propósito de la instrucción del ministro de Energía Eléctrica de ahorrar energía. Allí alguien tomó la medida 36 semanas atrás.
Ya en la ciudad, toda esa gente que no tiene voz pública comparte con ansiedad los avatares de este extraño país. Hablan, por ejemplo, del acuciante problema del contrabando de gasolina. Allí parece haber consenso. No hay quien no exprese que los verdaderos gerentes del bachaqueo de gasolina son los propios militares. Confirman que el negocio es multimillonario y hay muchas conciencias compradas en el camino. Mientras escucho el relato llego a una Maracaibo atiborrada de vallas con el rostro del gobernador Arias Cárdenas. La réplica exasperante de su imagen. Otra de las turbias herencias del “Venezolano-Más-Importante-De-Los-Últimos-Cien-Años”. El culto al ego.
Sin palabras.

***

A la periodista deportiva Geisha Torres la despidieron de su trabajo en el canal oficial TVES por una foto tomada con Henrique Capriles muchos años atrás. La persecución política viene con retroactivo. Tu pasado importa y no se perdona. La dejaron sin voz a los tres días de haber comenzado su trabajo. La periodista muestra otra foto de la misma época, esta vez con el presidente del canal, otrora animador de exótico vestuario, para demostrar la versatilidad ideológica de sus fotos. No funciona. Estás despedida. Sin micrófono.
La voz apagada.

***

Hoy aún me duele hablar. Las vocales me arañan la garganta. He sido conminado a no hacerlo durante largas horas. Juego a imaginar si la orden se hiciera extensiva a una semana, dos meses, tres años, la vida. Me da por pensar en RCTV, en tantas emisoras de radio extinguidas, en tantos periódicos y portales web borrados, en el sinfín de periodistas expulsados, en los que han tenido que emigrar o cambiar de ramo. Pienso en la afonía masiva que pretenden. En las consecuencias que trae en este país cada frase crítica que se descuelga de nuestros labios. En los líderes políticos que ya no tienen vitrina donde expresar sus propuestas. En la cárcel, que es otra forma de afonía. En los que ya están tan lejos que no se les oye la voz. En la gigantesca mordaza que nos va cubriendo.
El país mudo. Eso necesitan. Que no se escuche la queja, el reclamo, el hastío. Que sólo suene la voz oficial a través de una cadena que a su vez estrangula a las demás gargantas.
También pienso en esa voz tajante y multitudinaria que es el voto. La mejor opción contra la afonía. Mejor que el jengibre y la miel. Mejor que ese muro blanco, ¿o negro?, que es el silencio. El único antibiótico posible contra la epidemia de la sumisión.

 

  Leonardo Padrón

Mejores de lo que somos

Posted on: mayo 3rd, 2015 by Laura Espinoza No Comments

Cartagena, abril 2015. Más de 600 personas, mayormente directores de escuelas de Brasil, México y Colombia se reúnen convocados por Sistema Uno Internacional. Realizan un cónclave. Buscan una “decisión transformadora” para la educación en Latinoamérica. Me invitan en calidad de outsider.

 

 

El chofer que me traslada me da el primero de los muchos  pésames que recibiré a lo largo de cuatro días: “No se crea, a nosotros nos duele mucho lo que les está pasando a ustedes en Venezuela”.

 

 

Hablar de nuestra escasez de café rodeado de la profusa y célebre marca colombiana Juan Valdés es doloroso.

 

 

Un barman se permite el chiste: “Bienvenido a la tierra de Maduro”.

 

En fin.

 

***
La educación en nuestro continente ha sido un ruidoso fracaso. Todos los estudios arrojan el mismo resultado. Somos una sociedad cada vez más violenta y con menos cohesión familiar. Los niveles de deserción escolar son abrumadores. Una investigación realizada en Venezuela en el año 2014 reflejó que el 56% de los estudiantes abandonó los estudios entre los 15 y 19 años de edad. Tres millones de personas que se salieron del salón de clases para siempre. Más aun, el nivel formativo es precario, muy por debajo del rango de calidad de los países del primer mundo. El salón de clases del estudiante latinoamericano está en crisis.

 

Es la hora de las autopsias.¿Por qué fracasamos? ¿Se ha intoxicado el ámbito pedagógico de mitos inservibles?

 

Más allá de los argumentos económicos y sociales que impulsan la deserción, o del agravio mayor que es el sueldo de nuestros maestros, el indicio más nítido del fracaso de la escuela es el hastío de los estudiantes. Les aburre demoledoramente ir a clases. La escuela nunca ha sido un parque de diversiones para ningún niño. Pero hoy el bostezo es del tamaño de un Tyranosaurio Rex y está a punto de tragarse las mejores intenciones.

 

En una conversación con una alumna de 13 años le pregunté por qué le fastidiaban sus profesores.

 
–Porque dicen cosas que no sirven para la vida.

 
–¿Cómo sabes que no sirven?

 
–¿Dónde se supone que en la vida me va a servir cómo hacer una fracción generatriz?

 
Matemáticas aparte, le pregunté si había alguien cuya forma de dar clases le gustara particularmente. Me habló de un profesor de geografía de inaudita popularidad.

 
–¿Por qué te gustan sus clases?

 
–Siempre cuenta historias raras para atraer nuestra atención. Y justo cuando te tiene atrapado, te da la clase.

 
Igual piensan sus compañeros: es el de mayor rating porque cuenta historias. El único que vincula el programa curricular con la vida. Se sale del molde. Se quita de encima las telarañas del libro de texto. Construye una oralidad.
La joven hizo una aclaratoria.

 
–También es culpa del Ministerio de Educación.

 

 

Punto crucial. Sin duda, el contenido de los programas parece haberse atascado en los lodos del tiempo, sin indicios de seguirle el ritmo al siglo 21.

 

***

 

Un maestro, se supone, les explica el mundo a los estudiantes. Su herramienta es el lenguaje. De acuerdo a cómo se relacione con él, así la eficacia de su misión.

 

Pero, ¿cuánta importancia le damos al lenguaje?

 

El ser humano está permanentemente narrando su tránsito por el planeta. A través de pequeñas o grandes historias. En tono épico, simbólico o doméstico. Y, vaya paradoja, en la gigantesca aula de la educación latinoamericana no se narran historias. Se replican contenidos. Se atornillan estereotipos. Es como un aspersor de agua que nunca cambia su ritmo ni su rumbo. Se hace, por lo tanto, predecible, monótona, aburrida.

***

Siempre he acuñado la idea de que la NASA debería enviar al espacio no solo astronautas. También poetas, novelistas. Alguien que tenga una relación con el lenguaje tan eficaz que nos pueda transmitir lo que implica estar fuera del planeta, el tamaño del desasosiego, los hilos eléctricos del miedo y la emoción. Quizás no importe tanto la distancia entre la Tierra y Marte como los sentimientos que experimenta la especie humana en el confín del universo. Suelen lanzar al espacio a científicos, expertos en telecomunicaciones y electromecánica. Hollywood ha tenido que apelar a la imaginación de sus guionistas para construir el correlato emocional que nos falta.

 
El conocimiento merece ser transmitido de una manera más carismática. El aprendizaje se ha llenado de tedio. Todo se reduce a cumplir los objetivos programáticos. ¿Cuántas de esas clases tendrán un momento de revelación para los alumnos?¿Nos enseña la escuela a cultivar la sensibilidad? Aprender a leer, por ejemplo, no es solo manejar un código, es también una contraseña para entrar a la vida.
Pero sucede que la relación del alumno con la lectura es totalmente desaprensiva. ¿Desenlace? La juventud maneja un exiguo repertorio de palabras para expresarse. Según ciertos lingüistas el joven latinoamericano usa un promedio de 200 palabras en su vocabulario. Un rasgo de indigencia con respecto a la riqueza del idioma castellano.

 
Los estudiantes suelen ser indiferentes ante la aventura que un libro entraña. El sistema educativo ha colaborado con esa apatía a través de métodos que asesinan el placer de la lectura.

 
En rigor, ¿importa saber a qué movimiento literario perteneció Jorge Luis Borges? Importa más el destello que ocurre cuando leemos: “Del otro lado de la puerta un hombre/hecho de soledad, de amor, de tiempo/acaba de llorar en Buenos Aires/ todas las cosas”.A nadie le conciernen cuántas sílabas tienen esos versos. De César Vallejo me afecta y conmueve, no su clasificación en el sistema literario, sino el don para expresar la tristeza humana al decir: “Yo nací un día que Dios estuvo enfermo, grave”. Nos resulta más seductor entender que el lenguaje es capaz de expresar lo inexpresable cuando Browning dice: “Y precisamente cuando nos sentimos más seguros, llega una puesta de sol”.

 

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Creo en la eficacia de demostrarle al alumno lo que cabe en las 27 letras del alfabeto: la guerra y el amor de los hombres, el descubrimiento del fuego, la historia de Dios, la astronomía, todo Shakesperare, las aventuras de Harry Potter y Robinson Crusoe, el desierto, el humor, las epopeyas. Y lo que aún no se nos ha ocurrido. El lenguaje acepta todos los cruceros posibles.

 
El “había una vez” predispone favorablemente a los sentidos. Es el mismo señuelo que poseen las telenovelas, que han logrado imantar a millones de espectadores con el lenguaje de las emociones. O ese torrente verbal que todo caudillo latinoamericano esgrime para cautivar a la masa. Todo está construido en base a una narrativa. Y el lenguaje es el gran hechicero.

 
Mientras, la escuela no nos ofrece historias. ¿Acaso materias como la geografía o las matemáticas no tienen historias? ¿No es la vida secreta de las plantas un misterio que nos revela la biología?¿Importan las fechas de nacimientos de los próceres más que las oscuras razones humanas que generan las guerras?

 
Si se le otorga al salón de clases el formato de la aventura, se podrá competir contra esos grandes seductores que son la tecnología y los medios de comunicación. Que la imaginación y la osadía tomen por asalto el aula. Cada vez que un maestro se empina frente a sus alumnos tiene la posibilidad de cautivarlo o aburrirlo. Lo que allí ocurra determinará el resultado: un niño mejor educado o un indiferente crónico.

 
No huir del salón, sino hacia el salón, esa es la premisa. Asumir a los estudiantes como un público al que hay que convencer de que estar sentados frente al pizarrón es la mejor idea del día. El proceso pasa por reeducar al maestro.

 
Hacer de cada hora de clases una tertulia signada por el entusiasmo. Heidegger decía: “solo en la conversación alcanzamos nuestra humanidad”.

 

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Google a veces viste bata de doctor o psiquiatra, traje de agente turístico o historiador, y en muchas ocasiones, tiene sus dedos manchados de tiza. Google, hoy por hoy, es el maestro más solicitado del mundo. Es él, con su pizarrón abierto las 24 horas, sin arrogancia académica, quien capitaliza la atención de millones de estudiantes. Y a pesar de que no siempre es confiable ni riguroso, el profesor Google los atrapa siendo veloz, portátil, polifacético. Hay que aprender de sus estrategias. El reportaje del domingo pasado en Siete Días de El Nacional, “El futuro llega a las aulas”, dio cuenta de la revolución tecnológica en proceso en la última década.
El amor remoza sus códigos, la música se fusiona, la moda se reinventa, la gastronomía hace combinaciones inéditas, ¿y la educación?

 

La clase  exige convertirse en un ser vivo.

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Contaba José Ignacio Cabrunas en un artículo titulado “De cómo hacer para que la literatura repugne” de una amiga que cursaba el último año de bachillerato y le solicitaba asesoría para una tarea. Su mayor aspiración era “salir de ese espanto”. Cabrujas aclaraba: “El espanto de Elena Peralta es el bachillerato nacional, descrito por mi amiga como una desgracia vital, como el mismísimo muermo del alma”.

 
Y luego precisaba: “No la ayudé. Me mostré sarcástico y negativo al tratar de convencerla de que la única manera de estudiar bachillerato en Venezuela, Universidad incluida, es considerar el aula como un sitio social, un lugar de encuentro, donde prácticamente lo único importante, es encontrar a unos amigos capaces de crear un verdadero estudio subterráneo y alternativo, una conducta disidente, un compartir impresiones y regocijos, quejas y proyectos, galleticas Oreo y expectativas de qué voy a hacer cuando salga de esta vaina. Cualquier cosa, con tal de renegar del programa oficial, de la brutal medianía que el Ministerio de Educación ha diseñado en su afán persistente y denodado de estupidizar a nuestros jóvenes”.

 

 

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La autopsia debe completarse. Sin temblor en el pulso. Proponer una inflexión audaz. Salvar el presente para tener eso que llaman futuro. Está en juego la educación de un continente. Es decir, su salud. La posibilidad de ser un lugar de verdadero desarrollo y nosotros, sin duda, algo mejores de lo que somos.

 

Leonardo Padrón

Olvidados

Posted on: abril 12th, 2015 by Laura Espinoza No Comments

Salvador y Manuela ni sospechan que sus padres han tenido que pedir dinero en la calle para alimentarlos. Salvador tiene dos años y medio de vida. Su hermana, un año menos. No, sus padres no son indigentes. Son estudiantes venezolanos que viven en España para realizar una Maestría en Criminalística. Pero se quedaron sin divisas.

 

A finales del año 2014 los estudiantes venezolanos residentes en el exterior encontraron en su bandeja de correo una información escalofriante. El Cencoex (antiguo Cadivi), ente oficial encargado de otorgar las divisas para pagar sus estudios, les notificó que sus recursos no serían aprobados.

 

Debajo de la hojarasca verbal latía la sentencia: no tenemos más dólares para ustedes. Una multitud de estudiantes fue arrojada al limbo económico. El efecto de la medida ha sido devastador.

 

Mónica, la madre de los niños, dice que hasta se le acabaron las lágrimas.  Miguel Angel, el padre, da los detalles: “Ya no pudimos pagar más la universidad, el seguro médico, ni los servicios básicos. Estamos hasta el cuello de deudas. Para  pagar la renta de febrero tuve que vender mi laptop y mi celular. Para pagar marzo vendimos la cuna de mi hija y su ropa usada. El dueño del apartamento me dice que aún no me ha botado por los niños”. Este itinerario de la humillación lo cuentan con miedo. “Tememos las represalias por habernos atrevido a alzar la voz. Ya mi familia ha sido objeto de amenazas”, remata Miguel Angel. Salvador y Manuela, sus hijos, aún no entienden lo que pasa a su alrededor. Menos mal. No merecen ser salpicados por la indolencia de la revolución bolivariana.

 

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Son más de 25 mil estudiantes venezolanos en el mundo. Diez mil de ellos en los Estados Unidos. Cuatro mil en la tierra de Cervantes. El resto esparcido por Europa y Latinoamérica. Se estima que 80% está a la deriva. Sin dinero para continuar sus estudios. Parecen náufragos. Sobrevivientes en proceso.

 

Estudiantes que salieron del país a ser mejores, a formarse académicamente, a profesionalizar su vocación. No pidieron becas ni dádivas. Iban a pagar sus estudios con sus propios recursos. Pero estamos en un país extraño. No somos libres para disponer del dinero propio a nuestro antojo y albedrío. El socialismo construyó una alcabala para controlar nuestras divisas. El tema exhibe ribetes de agravio superlativo cuando hablamos de educación. Según la lluvia de testimonios, la realidad ha alcanzado cotas de drama y crisis humanitaria.

 

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Andrea Balzan intentaba un Master en Dirección y Planificación de Turismo. El Cencoex ha hecho que su maestría se convierta ­vaya paradoja­ en un doloroso turismo laboral: lavar platos en una cafetería, cuidar a una señora mayor, pasar horas en la calle entregando volantes bajo el frío invernal.

 

“Con lo que te pagan, te da a duras penas para comer tres días”, precisa. Ya fue dada de baja en la universidad por incumplimiento de pago. Un sueño en escombros. Otros estudiantes han tenido más suerte en sus universidades. Les amplían el lapso de espera, hacen eventos benéficos, son compasivos. Ya saben de la situación venezolana. Tratan de no apagarles el último bombillo en la sala de espera.

 

Son miles los estudiantes que están a punto de perder su estatus migratorio y, peor aún, su carrera, su tiempo invertido, su dinero. Andan aferrados a ese hilo cada vez más delgado que algunos llaman esperanza.

 

 

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Una estudiante me confiesa que tuvo que vender las dos últimas prendas de oro de su madre para alimentarse. Algunos han tenido que pasar noches en el Metro de Madrid, dormir en un McDonald¹s, recibir el año en una plaza pública. El inventario es abrumador: ser desalojado de tu casa, vivir de la caridad de amigos y desconocidos, ir a centros de acopio de ropa, vender lo que tengas en Venezuela para intentar resistir, chequear el correo cada media hora esperando la reconsideración del Cencoex, buscar trabajos ilegales, ser rechazado por estar sobrecalificado, recibir una miseria por ser extranjero, limpiar baños, lavar carros, pedir ayuda en las calles.

 

Mendicidad en unos casos, temple en todos, dignidad en muchos, agobio y entereza en partes iguales. Más de una muchacha ha llegado a decir que lo único que le falta es prostituirse. La desesperación tiene muchos rostros.

 

 

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Le han escrito cartas a Insulza, a Maduro, al director del Cencoex, al Defensor del Pueblo. Este último habla de solicitudes fraudulentas (aquí alude al ya antiguo caso de los cursos de idiomas en Colegios de Irlanda, caso ya cerrado, por cierto), jura que mediará, que instalará comisiones de enlace. Juega con las cifras. Dice que son sólo 18 mil estudiantes. Que  83% lo que hace es estudiar idiomas (¿Los 4 mil estudiantes venezolanos que residen en España estarán tratando de aprender el idioma?). Que 60% no vuelve al país. En fin, habla como un fiscal que investiga a una red de delincuentes. Su tono es tan enfático que se vuelve sesgado, tendencioso.

 

Una vez más, Tarek William Saab demuestra su vehemencia para defender al gobierno, no precisamente al pueblo. Porque los estudiantes también son pueblo, ¿o no?

 

Mientras tanto, la crisis está allí. Los estudiantes se han organizado, han protestado por las redes, han procurado todas las formas posibles para exponer el abandono en el que están. Se sienten varados. Anclados. Olvidados.

 

Estudiantes que, sin querer, han arruinado a sus padres por tratar de cubrir sus gastos con el excesivo dólar negro. Estudiantes que no tienen cómo comprar el pasaje de regreso. ¿Se merecen tanta humillación unos ciudadanos que sólo aspiran a cultivarse académicamente? Vale insistir: el dinero que esperan no es del gobierno. Son sus ahorros, sus bienes. Pero así es el socialismo venezolano. Así de irresponsable.

 

 

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El letal artículo 8 de la Providencia 116 del Cencoex establece que el otorgamiento de divisas está sujeto a la disponibilidad del Banco Central de Venezuela y a las prioridades que establezca el gobierno venezolano. Ya hemos visto que una carta de Maduro en The New York Times es prioridad. Una campaña multimillonaria para recoger 10 millones de firmas contra Obama también. O una ostentosa fiesta en Madrid para celebrar los logros de la revolución. Pero la salud hospitalaria no es prioridad. Ni la inseguridad.

 

Y, por supuesto, tampoco la educación. Aquí la única prioridad es el poder.

 

Mantener el poder a como de lugar.

 

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Laura Díaz tiene apenas 23 años de edad, los estudios interrumpidos y una deuda de 30 mil dólares: “Vendimos los cuatro corotos que teníamos, la cama, la televisión, y una mesa que habíamos encontrado en la basura. Pasamos de estudiar en una de las mejores universidades del mundo a limpiar los carros de otras personas. Nos arruinaron la vida emocionalmente y, patrimonialmente, nos dejaron en la calle”.

 

Yenai Avendaño es la coordinadora de los estudiantes de la Universidad de Texas. Destila rabia: “Hemos sido víctimas del escarnio y la descalificación. Hemos tenido que ahogar nuestras frustraciones agrupándonos y exigiendo una respuesta. La respuesta ha llegado pero con sarcasmo, cinismo y con el firme propósito de anular la importancia que un estudiante tiene para un país en vías de desarrollo”.

 

Esta penuria colectiva viene antecedida por “la más dura experiencia de senderismo que jamás me pude imaginar”. Así resume en una frase Irene Trequattrini, una odontóloga que aplicó para un Master en Murcia, España.

 

Alude al vía crucis del papeleo para estudiar en el exterior. Legalizar y apostillar títulos, notas, programas de estudio, colas ­en la siniestra madrugada caraqueña ­ a las puertas del Ministerio de Relaciones Interiores y la Cancillería, esperar la carta de aceptación, pedir la aprobación de divisas, comprar el boleto aéreo (aquí cabe una carcajada o un insulto, da igual), demostrar que se tiene suficiente dinero para costear los estudios en el exterior y un etcétera fatigante. Casi siempre los estudiantes terminan viajando sin aún recibir las divisas. Casi nunca las reciben a tiempo. Comienzan a endeudarse con la universidad, con el casero, con la vida. Vertiginosamente.

 

A la travesía se le agrega ahora la funesta disposición del artículo 8. Las divisas ya no van a llegar. Piden reconsideración. Esperan. Preguntan. El Cencoex los ubica en un estatus que llaman “EA” (En Análisis), durante meses, y así van corriendo la arruga de su negligencia, mientras los estudiantes llegan al borde de sus posibilidades.

 

 

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Hablo con Laura Ortiz. Representa a los estudiantes venezolanos en Barcelona: “No sé si aguante más, no puedo concentrarme en los estudios, es insoportable esta situación”. Aun así, es la depositaria de las angustias de los estudiantes de su comarca. La llaman a cada hora. Piden su consejo, su asesoría, su optimismo. Le dicen: “Me van a sacar del piso, Laura, ¿qué hago?”; “dónde puedo buscar comida el lunes, Laura”; “nos han convocado a la escuela para que expliquemos por qué dormimos los cuatro en una habitación”; “se me enfermó el chamo de lechina y la seguridad social no me atiende”; “no podemos usar la calefacción porque la luz es cara, así que debemos pasar frío”; “salgo a vender cuchillos de colores todo el día y nadie me compra, qué frustrante, yo un administrador de empresa”; “me dijeron en la universidad que si no pago, que no vuelva, Laura”; “me puse en la puerta del Consulado de Venezuela a pedir dinero porque no podía asumir la enfermedad de mi hija”.

 

Se le caen los ejemplos de la boca. Me habla de sus lunes en  colas para buscar la comida que le dan en un Banco de Alimentación. De la degradación.

 

Y, entonces, se le quiebra la voz. Nos callamos los dos. Baja la mirada. No puede más. Pero tendrá que poder. Porque el resto de los estudiantes confía en ella, en su temple. Igual que en el de Carlos Moreno quien, desde Utah, es el coordinador general de la Organización de Estudiantes Venezolanos en el Exterior: “Tengo 1 año y 5 meses buscando respuestas, no solo para mí, sino para los más de 20 mil estudiantes que están igual o peor que yo”. El mismo afán lo tiene Henrry Narveiz, el coordinador de los estudiantes residentes en España y quien no admite hundirse en la derrota.

 

Todos esperan que algo ocurra. Que el gobierno venezolano asuma su compromiso. Que dejen de ser los olvidados.

 

Mientras tanto, la indignación no cabe en el idioma.

 

 

Leonardo Padrón

 

Bandidos de un solo brazo

Posted on: marzo 22nd, 2015 by Laura Espinoza No Comments

 

A veces uno se encuentra las historias en los paradores de carretera. En el Km. 25 de la vía Caracas-Valencia son muchos los conductores que suelen detenerse en Maitana, un típico merendero de la ruta. Allí me encontraba una mañana desayunando. El lugar estaba repleto. El rumor de los comensales cubría cada rincón. De pronto, un ladrido estentóreo, gigantesco, paralizó a la clientela. El ladrido provenía del baño de caballeros. Todos fijaron la vista en la pequeña puerta. Un hombre surgió, con cara de espanto, y alertó que adentro había un perro. Un perro furioso, sin duda. Se forjó un silencio expectante, temeroso. Hasta que un grupo de hombres rompió en carcajadas cómplices celebrando la actuación del compañero surgido del baño. Todos tenían algo en común: les faltaba un brazo. Al imitador del perro también. Ese hombre respondía al nombre de José Longa y es el miembro estrella de los Bandidos de un Solo Brazo.

 

La travesura la ha replicado en distintas ciudades del mundo. En un restaurante de Japón la gente salió corriendo despavorida ante lo que parecía el ataque de un perro rabioso. Aclarado el “equívoco”, le rogaron –celulares listos para grabar- que repitiera la asombrosa imitación del ladrido que, dado el calibre de su garganta, pareciera provenir de un animal de gran magnitud. Las visitas a esas ciudades las ha hecho con el equipo de softbol al que pertenece. Eso me cuenta Longa, un impresionante shortstop de 42 años que posee un solo brazo y 11 guantes de oro.
Ese día, en Maitana, nos estrechamos la mano y comencé a conocer su historia.

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José Longa ha vivido siempre en la UD-3 de Caricuao, una populosa zona del oeste caraqueño. Allí nació, sin mano izquierda. Cuenta que su madre parece haber ingerido un medicamento contraindicado para mujeres en estado de gestación. Ni modo. Su padre, entonces, lo llenó de beisbol. Tuvo la intuición de que ese sería el antídoto contra los obstáculos de la ruta. Lo paraba frente a una pared y lanzaba la pelota contra la superficie. Tantas veces como fuera posible. Fueron muchas las ocasiones en que la pelota lo golpeó en el rostro. Y el pequeño Longa lloraba. Pero cada día lograba atajar más rebotes. Por arriba, a los lados, rastreros. Así aprendió una acrobacia clave: sacarse el guante a toda velocidad para lanzar la pelota con la misma mano. La única mano posible.
En su parroquia, jugar beisbol era más importante que tener dos manos. “El que no hace deporte en Caricuao se tiene que mudar de ahí”, me comenta con orgullo en las vocales.
Su infancia fue una zona de caimaneras incesantes, de partidas con chapitas, con peloticas de goma, mucho bateo y corrido, mucha cancha de básquet y mucho voleibol. Cuando los niños lo veían lo subestimaban, algunos lo llamaban “el mocho”. Hasta que comenzaba a batear durísimo, atajar rollings como nadie y lanzar perfecto a la primera base. Entonces empezaron a pedirlo en cada equipo callejero y a llamarlo por su apellido, Longa. Con respeto. Con aplauso en la voz.
A los cinco años ya jugaba con los Criollitos de Venezuela. Y comenzaría a tejerse su destino para luego ser el mejor campocorto en la historia de los Bandidos de un Solo Brazo.

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A principios de 1994, un neoyorquino llamado Victor Rosario se dirigía a su trabajo en el departamento de seguridad del Jackson Memorial Hospital, en Miami. Victor sufría de movilidad reducida. Ese día reparó en la gran cantidad de personas con discapacidad que acudían a terapia. Gente que había perdido los dedos, la mano completa, el antebrazo o toda la extremidad. Algunos en un accidente de tránsito, por una herida de bala, una caída estrepitosa o en una maquina de moler carne. Una idea comenzó a circular por su mente. Armar un equipo de pelota con gente de la misma condición.
Días después fue a un casino a probar suerte. Se sentó frente a una máquina tragamonedas. Bajaba la palanca del costado, veía los cilindros dar vueltas, los símbolos buscando repetirse, la suerte en lidia. Sintió alguna similitud entre él y la tragamonedas. Recordó entonces el antiguo nombre que tenían esas máquinas: Bandidos de un solo brazo. Una frase que resumía un aspecto y una noción: tragaperras con una palanca lateral (el brazo) y una notable habilidad para despojar de su dinero al jugador. Bingo. Ese sería el nombre del equipo de softbol que quería conformar. Los jugadores, en su caso, le robarían la partida a la adversidad. Bandidos, a su manera.

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Una mañana de 1996 los parques y las estaciones del metro de Caracas amanecieron llenas de pendones que decían: “Se solicitan atletas con un solo brazo para organizar el primer equipo de Venezuela de softbol de personas con discapacidad. Interesados llamar al número…”. Un abogado venezolano, Oswaldo Flores Jr., había decidido replicar la experiencia norteamericana. Todo el mundo le habló de Longa y su prodigiosa habilidad. Fue muy fácil hallarlo.
Longa aceptó. Venía de una dolorosa frustración. Un día tenía una cita con los scouts de los Atléticos de Oakland. Les habían referido al muchacho que, con un solo brazo, era ambidiestro en el bateo e insuperable en el campocorto. Era la cita más importante de su vida. Pero justo en la víspera se lesionó la rodilla jugando básquetbol. Una pequeña tragedia. Quizás ese día se truncó su posibilidad de llegar a las Grandes Ligas. Ahora lo llamaban para conformar un equipo singular, distinto a todos. Eso cambió su destino.

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Bandidos de un solo brazo, capítulo Venezuela, es el segundo equipo fundado en el mundo. Ya han participado en 14 campeonatos mundiales, de los cuales han ganado 8, y en 4 han sido subcampeones. Las cifras lo dicen: son un equipazo. Su mayor rival en los torneos es República Dominicana en una liga donde también están Colombia, Nicaragua, Puerto Rico, Estados Unidos, Corea, China Taipéi y Japón. El próximo mundial será justo en Dominicana, julio mediante.
El nombre del equipo ha sido cuestionado por potenciales patrocinantes. La involuntaria alusión al mundo del hampa confunde a los desprevenidos. En un país donde el delito es rutina, hay metáforas que pueden resultar inconvenientes. Aún así han preferido ser fieles a sus raíces. Oswaldo Guillen y Ugeth Urbina los han ayudado a financiar sus giras, amén del respaldo del Instituto Nacional de Deportes y de su primer patrocinante, SITSSA, una empresa estatal de transporte terrestre.
En Venezuela hay cuatro equipos más de softbol de personas con discapacidad. Es el único país en el mundo con esa abundancia de equipos. Son ramificaciones de los Bandidos: Gigantes de Anzoátegui, Estrellas de Una Sola Mano, Potencia de Aragua y Bandidos de Lara. Se están multiplicando.
Longa me habla de “ese décimo pelotero que es Dios”. Los Bandidos poseen un lema: “Cuando los deseos son más fuertes que las limitaciones”. Es su mantra.

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Longa acaricia su muñón mientras habla. Me relata una de las mayores humillaciones que ha vivido. Un día, recién graduado de bachiller, fue a buscar trabajo en una popular tienda. Llevó los requisitos. Llenó la planilla. Todo encajaba en el perfil. Menos algo que no habían advertido: su ausencia de mano izquierda. Lo rechazaron en el acto. Bañado en llanto se fue caminando por el hombrillo de la autopista, desde La Trinidad hasta Chacaíto. Decidió concentrarse en lo que mejor sabía hacer: jugar pelota.
La familia de Longa es una raza de shortstops. “Remigio Longa, mi papá, jugó con Luis Aparicio. Él es campocorto, como mi tío, Anibal Longa, que jugó con Los Tigres de Aragua en 1965. Y como mi hijo Abraham”.
Longa hace las jugadas de rutina con alardes circenses. Hay que verlo. Cómo cubre los huecos en el campo, su alcance, su brazo para fusilar corredores en primera base. “Siempre he tenido buen brazo”, me dice. La frase parece una paradoja cuando quien la dice tiene un solo brazo.
“Cada vez que jugamos contra un equipo convencional nos ven y dicen ‘Ay, pobrecitos’. Se les nota en la cara. Cuando les vamos ganando por más de 4 carreras empiezan a respetarnos y entienden que no deben subestimar a nadie”. Es la lección que dejan a cada sitio que van.

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Un día tuvo la oportunidad de participar en un juego con Hugo Chávez, quien solía refrescar su popularidad en caimaneras, casi siempre televisadas. Esa mañana, en el dugout, vistiéndose para el juego, le pidió a Chávez el favor de que le amarrara los zapatos. Chávez se desconcertó y le dijo que se lo hiciera él mismo. No había advertido su discapacidad. Longa le dijo que no se preocupara y con un gesto le reveló “sin querer” su condición. Chávez saltó de un brinco. Le amarró los zapatos. Longa, entonces, con pasmosa destreza, los desató y los ató de nuevo, sin ayuda. El presidente no pudo más que sonreír: “Me jodiste”.

***

José Longa posee un solo brazo, una esposa, tres hijos, y once guantes de oro. Es profesor de educación física y ha fundado una organización con su nombre: “Los niños con discapacidad tienen que vivir lo que yo he vivido. A mí me han pasado doscientas cosas buenas y tres malas”. Está buscando a algún cineasta que se detenga en la historia de su equipo.
Su oficio natural es dar jonrones y capturar pelotas imposibles. Ser una estrella cuando tenía la planilla llena para ser un hombre frustrado. En realidad, su principal oficio es ganarle la partida a la adversidad todos los días.
Justamente el mismo oficio que nos toca hoy a todos los venezolanos.

 

Leonardo Padrón

 

Noticias del mar revuelto

Posted on: marzo 8th, 2015 by Laura Espinoza No Comments

El viento anda de visita en la isla de Margarita.

 
Es su costumbre en marzo.

 

 
Un niño intenta armar un papagayos con una bolsa de plástico rota, un hilo rojo y varillas de bambú. Es lunes. No está en el colegio. Su padre prepara un jugo de papelón con limón para los pocos clientes que ese día buscan una dosis de gastronomía criolla en “El Rincón de las Empanadas” en Pampatar. El niño está concentrado en la faena. Muerde su lengua mientras su chola izquierda, rasgada y vieja, se balancea al son de su pie. Su padre lo azuza a moverse de sitio. El niño sale disparado con su precario papagayo y trata de convencer al viento. Al fondo, la madre ofrece empanadas reposadas o hirvientes, con carne mechada o molida, la Ricky Martin o la de cazón. Es lunes y hay un niño fuera de la escuela y uno se llena de preguntas que nadie responde.

 

 

***

 

 

Cualquier pretexto sirve para viajar a Margarita. Allí, los males que nos aquejan parecen menores. Quizás es efecto de los aires yodados del Caribe. Con los pies en la arena, las noticias sobre un rocambolesco golpe de estado se las lleva la resaca. La crisis-país no combina con palmeras. El hastío de las cadenas presidenciales parece no alcanzarte. Es una sensación fugaz. Un espejismo. Solo eso.

 

 

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A la isla llegan las tribulaciones de tierra firme. Pero Margarita sabe generar sus propios titulares. Los pescadores de Juan Griego hablan de la inseguridad del mar. No se refieren a corrientes traicioneras. Cuentan de gente que los asalta en alta mar y les roba los motores de sus lanchas. Esas que usan para pescar. Para ganarse la vida. Los llaman piratas. Malandros de agua salada.

 
Si hablas con un vendedor de ostras te contará de la devastación ocurrida en Playa El Agua: “Eso ahora es un peladero de chivo”. En los primeros días de febrero, efectivamente, el gobierno llegó con maquinaria de demolición, unos cuantos guardias nacionales y no dejó un solo establecimiento en pie. “A ese gente no le dejaron ni recoger sus peroles”, te cuentan. Ese restaurant donde usted  alguna vez pasó el día y fue atendido a la orilla de la playa, bajo un toldo y sobre unas tumbonas, ya no existe. Muchos de esos locales tenían más de 15 años de existencia. Pero llegaron las palas mecánicas, las armas largas y el grito tronante de un militar. Mucha gente se agolpó para defender las instalaciones. En una de ellas, el militar a mando se llevó al dueño del local a un rincón: “Si hay un herido, te imputamos como a Leopoldo López y vas preso”. Así de directo. El hombre no tuvo más remedio que decirle a su gente que nada malo iba a pasar. Se fueron. Y comenzaron a caer los pedazos de pared, las vigas, el techo, los desvelos, los sacrificios, los ahorros de una vida.

 

 
Todo en aras de un supuesto plan turístico de alto calibre. Quienes han visto la maqueta quedan boquiabiertos. Quienes conocen la realidad confiesan que ya no hay dinero y que todo corre el riesgo de quedarse en escombros. Algunos hablan de desastre social y ecocidio. Otros dicen que lo que allí ocurrirá será la envidia de las islas vecinas. Cuentan de un proyecto que convertirá a Playa El Agua en otra Miami Beach. Y uno no puede menos que recordar a la revolución –luego del deslave de 1998- prometiendo convertir al litoral central en un Cancún caribeño.

 
“Estamos de acuerdo con el plan de reordenamiento de este sector, pero el gobierno nos excluyó dejándonos en la indigencia y el abandono”, comenta uno de los afectados.

 
La realidad y la ensoñación se sumergen en el mar revuelto de la incertidumbre. Lo único cierto es que hoy más de 2.500 personas se quedaron en la calle y que ya nada es como antes.

 
En facebook hay un video que muestra cómo una grúa con su pala dentada y furiosa derrumba una palmera. ¿También las palmeras?

 

¿En serio?

 

 

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Pero también hay buenas noticias en el mar oriental del país.

 
En Porlamar acaba de nacer la primera Feria Internacional del Libro del Caribe (FILCAR). Como toda primera vez, al principio hubo susto y vacilación por parte de editores, patrocinantes y de los propios escritores. Trasladar a Margarita grandes lotes de libros y personas pasa por la zozobra de los pasajes, los fletes y la inflación. Aquí toda escasez se convierte en abundancia de problemas. Pero, a contravía de los pronósticos, la feria nació con excelente salud. Durante seis días, en una isla marcada por las tribulaciones económicas, algo tan pequeño y poderoso como el libro se convirtió en una buena noticia.

 

 

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Desde el día de la inauguración, el número de visitantes fue la primera sorpresa. El pregonero elegido fue Francisco Suniaga, un escritor que ha sabido ejercer con lustre su origen insular. Suniaga dejó claro que hoy la isla es menos isla que hace 40 años, y enfatizó que, a pesar de tanta calamidad nacional, el nacimiento de la feria era “la representación fáctica de la isla del futuro”. Ese país que siempre podemos ser. Antonio López Ortega, epicentro de esta iniciativa junto con Pedro Augusto Beauperthuy, rector de la Universidad de Margarita (UNIMAR), supo contextualizar el milagro: “Más allá de la fiesta o la celebración, no podríamos ocultar que el libro, y en general toda la industria gráfica en Venezuela, vive momentos apremiantes.

 

 

Los signos de depresión se han agravado, sin que haya mediado ninguna respuesta. Es suficientemente notoria la escasez de papel periódico, la imposibilidad de importar libros, la ausencia de preferencias, bonificaciones o tratamientos especiales. No hay papel para imprimir, ni tintas, ni repuestos para las imprentas, ni planchas. Y, sin embargo, al menos tres ferias hechas con mucho esfuerzo –la FILU de Mérida, la FILUC de Valencia y el Festival de la Lectura de Plaza Altamira en Caracas– cumplieron sus propósitos en 2014 y se mantienen vivas pese a dificultades de todo orden. Se me dirá que no deja de ser una extrañeza organizar ferias en estos tiempos tan adversos, pero eso habla también de la necesidad de mantener el espacio edificante de la lectura contra todos los maleficios y condenas que lo rodean”.

 

 
Es así. El libro y su poder, a pesar de la mediocridad que nos circunda. El libro como isla. Y nosotros, sus provechosos náufragos.

 

 

Desde la terraza del hotel contemplo una vista de 360 grados de Porlamar. Un amigo me señala distintas edificaciones paralizadas. Un horizonte de elefantes blancos. Y siempre el mismo latiguillo que restalla en la mente: “Margarita podría ser tanto”.

 

 

***

 

 

Me topo en la feria con Eduardo Liendo, quien acaba de publicar su novela Contigo en la distancia, un viaje a la nostalgia en autobús.
–¿Cómo estás, Eduardo?

 
–Apartando lo malo, bien.

 

 

 
Una respuesta digna de estos tiempos. Metros más allá está otra gran novelista, Ana Teresa Torres. Diómedes Cordero aparece con la cabeza llena de relámpagos blancos. Una de nuestras mejores poetas, Yolanda Pantin, revisa algunos stands. El programa de la Feria es versátil, ambicioso. Sergio Dahbar dicta un taller de periodismo. Sumito Estévez presenta un nuevo libro de cocina. Roland Carreño su libro de modales. Lugar Común vende unas estupendas rarezas. Menena Cottin se rodea de niños. El Nacional bautiza sus libros. Milagros Socorro deja establecido su poder histriónico en una charla. Más allá, vemos llegar a Rafael Cadenas. Faltaron editoriales, autores,  novedades, sí, pero todo lo que ocurrió fue importante, necesario.

 

 

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No dejó de suceder lo típico: el académico insigne que se queda dormido en las charlas; el que confunde el nombre de los escritores; el que levanta la mano y hace una pregunta de diez minutos; la muchacha que te entrega su manuscrito llena de pudor; el que solo está interesado en saber a qué hora es el brindis.

 
Pero sobre todo hay abundancia de esa raza, tan esquiva a veces, tan urgente siempre: lectores.

 

 

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Algo peculiar ocurrió en muchos de los foros: la política  asomó su rostro. Si se trataba de un tributo a Zapata, era ineludible hablar sobre el agravio que Chávez le infligió. Si la tertulia iba sobre libros y música, alguien invocaba un saludo a los presos políticos. Si se hablaba con Luis Chataing del libro escrito por Laura Helena Castillo sobre su documental “Fuera del Aire”, era inevitable debatir sobre censura y libertad de expresión. En los pasillos, unos estudiantes relataban la Operación Morrocoy implementada por el CNE en La Asunción el último día de inscripción de los nuevos votantes. Más allá, otros jóvenes buscaban firmas para respaldar el polémico documento de la transición. En mitad de un saludo, nos llegaba la noticia de las hilarantes medidas de Nicolás Maduro contra USA o el cierre de los teatros donde se presentarían Laureano Márquez y Emilio Lovera (el clásico miedo de los regímenes al humor).  Hoy cualquier evento literario, gastronómico, o meramente social, cualquier conversación sobre semáforos, quesillos o bromelias, tiene un desenlace agotador por recurrente: la política nacional. Estamos seriamente intoxicados.

 
Por eso la urgencia de fabricar buenas noticias  apelando al país sano, activo y creador que subsiste bajo el pantano de las corruptelas, la ineptitud y el autoritarismo. La Feria del Libro ocurrida en Margarita es una buena, gran, luminosa noticia.

 

 

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El mismo día que regreso de la isla, la prensa de Porlamar reseña el cierre de 159 comercios por problemas económicos. Las malas noticias no dan tregua.

 
Pero el viento insiste.

 

 

Cerca del mar revuelto, un niño lee la primera página de un libro que su padre adquirió en la feria. Un libro que será su papagayo personal. Su país posible.

 

 

Leonardo Padrón

 

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