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Meditación en Atenas

Posted on: julio 23rd, 2017 by Laura Espinoza No Comments

Las democracias son mortales y la antigua Grecia nos lo demuestra. Paseando por sus ruinas no podemos olvidar que la demagogia subvirtió la democracia desde dentro. Cuando la segunda fue abolida, ningún discurso fue recordado

 

 

El Pnyx, donde en un paréntesis de la historia (de 507 a 322 a. C.) se reunió la Asamblea Popular para dar vida a la democracia ateniense, es un lugar silencioso. De difícil acceso, vacío de atractivos artísticos —templos, columnas, estelas—, semeja un paisaje lunar. Se trata de una inmensa área semicircular de roca caliza contenida por un tosco contrafuerte, un pequeño estrado, denominado Bema, desde donde hablaban los oradores frente a 6.000 ciudadanos, y los vestigios de unas escalinatas. Nada más. Acompañados de mi sobrina Sofía y sus hijas Alpha y Zoe —mitad mexicanas, mitad griegas—, Andrea y yo lo visitamos una mañana de junio y permanecimos varias horas.

 

 

Por la tarde, en una librería de viejo, compramos Greece: Pictorial, Descriptive, and Historical, precioso libro ilustrado de Christopher Wordsworth —maestro de Trinity College, sobrino del gran poeta—. Basado sobre todo en las crónicas de Pausanias —geógrafo griego del siglo II—, y publicado por primera vez en 1839, recrea líricamente el trance del orador en aquel espacio abierto al este de la Acrópolis. “A poca distancia bajo el orador, el Ágora, llena de estatuas, altares y templos. Más allá el Areópago, el más antiguo y venerable tribunal de Grecia. Por encima, la Acrópolis, presentando a sus ojos las alas, el pórtico y el frontón de los nobles propileos. Y alzando aún más la vista, el coloso de bronce de Minerva y el Partenón”. A los costados del Pnyx, el sabio distingue las veredas que conducen a los oráculos de Eleusis y la colina donde Jerjes contempló la batalla. Y a espaldas del recinto, el Pireo y el mar, navíos y flotas que llegaban hasta los confines del mundo.

 

 

La imaginación romántica de Wordsworth atribuye la inspiración del orador ateniense a aquel escenario que lo circunda:

 

 

“Estos son los objetos que lo rodean al subirse a su Bema. Ante esa presencia habla. Son las alas que lo empujan hacia la gloria. Son también, si se puede decir, las palancas con las que eleva a su audiencia, en tanto que avivan sus corazones de la misma manera que el suyo. No cabe duda, por eso, de que en una tierra como ésta la elocuencia floreciera con un vigor desconocido en otros lugares”.

 

 

 

Hermosa evocación, pero quizá lo inverso sea más cierto: buena parte de ese escenario (artístico, histórico, mitológico), y las obras que se produjeron en esa corta época (tragedias, comedias, historias, tratados filosóficos), era producto de la vida áspera, incierta, valerosa, igualitaria y, ante todo, deliberativa que eligieron los atenienses. Eran producto de la democracia.

 

 

 

Debemos honrar las voces de aquel pasado y defender la palabra libre ante la tiranía

 

 

En una reseña sobre The Athenian Democracy in the Age of Demosthenes: Structure, Principles, and Ideology, del historiador danés Mogens Herman Hansen —obra suprema, no traducida que sepamos al español—, mi amigo el filósofo y poeta Julio Hubard escribió no hace mucho en Letras Libres: “La democracia es una estructura no de piedras sino de palabras. El secreto es la voz en el espacio público. Un polités ateniense tiene la obligación de hablar entre sus pares y hacerlo claramente: las ambigüedades eran consideradas defecto moral”. Según Hansen, los oradores razonaban desde la Bema, unos a favor, otros en contra, y la asamblea —reunida no menos de 40 veces al año— deliberaba y votaba a mano alzada. A diferencia de Roma, no los movía la obediencia a una autoridad superior, la excitativa del Estado o el afán de divertirse. Ni pan ni circo. Los movía la alta vocación de participar en la vida en común y decidir el destino de la polis. En el Pnyx se tomaron decisiones trascendentales, muchas benéficas, otras desastrosas: declaraciones de guerra, tratados de paz, decretos justos e injustos de ostracismo y muerte. A juzgar por sus obras, acertó más veces de las que erró. Según Herodoto, aun así el éxito militar de Atenas se debía a la democracia. Golpeada por las plagas, acosada por los enemigos, deturpada por los oligarcas, la democracia usó la persuasión, alentó la crítica —aun la más feroz, contra ella misma—, y resistió hasta sucumbir por dos causas principales: la fuerza externa —la conquista— y la mentira interna —la demagogia—.

 

 

En el Museo de la Stoa, en el Ágora, vimos una estela con la figura de una joven honrando a un anciano en su trono. La joven era la democracia —elevada al rango de diosa en 404 a. C.— coronando al venerable Demos, el pueblo. “Si alguien se levanta contra la democracia y contra el Demos buscando establecer la tiranía —rezaba la inscripción inferior— quien lo mate, no tendrá culpa”. La fecha de la estela (337/6) coincide con la súbita muerte de Filipo II —vencedor de los atenienses dos años antes, en Queronea— y el ascenso de su hijo Alejandro Magno, que culminó con la conquista de Grecia. Al morir súbitamente Alejandro, un torvo sucesor culminó la destrucción: “No hay —escribe Hansen— un solo discurso posterior a la abolición de la democracia, llevada a cabo por Antípatro en 322 a. C.”. Antes que vivir en servidumbre, Demóstenes, el orador supremo, el crítico de Filipo y Alejandro, se quitó la vida. Y el Pnyx guardó silencio desde entonces.

 

 

 

Casi un siglo antes, una enemiga más sutil —la demagogia— había comenzado a insinuarse en el cuerpo de la democracia para minarla y subvertirla desde dentro, mediante el uso torcido, falaz e interesado de la palabra. A fines del siglo V Aristófanes y Tucídides la denunciaron por su nombre. Lo mismo —copiosamente— Platón y Aristóteles, en el IV. Los filósofos no eran amigos de la democracia, pero comprendieron que la demagogia era a la democracia lo que la sofística a la filosofía: una adulteración letal de la verdad, un culto cínico al éxito a través de la mentira.

 

 

 

En la misma librería de viejo compré un grabado de Le Roi —segunda mitad del siglo XVIII— con una vista del Pnyx en tiempos de la dominación turca. Unos hombres con turbante conversan animadamente al pie del Areópago; otros ascienden por sus escaleras; y, en las ruinas del antiguo Odeón, otro más reza mirando hacia La Meca. Ninguno sospecha ni remotamente lo que significa ese escenario, el tesoro que resguarda, hecho de palabras antes que de piedras. Nosotros no podemos caer en esa amnesia. Advertidos de que las democracias son mortales, debemos honrar las voces de aquel pasado y defender la palabra libre, razonada, transparente y veraz, ante la tiranía y la demagogia.

 

 

Enrique Krauze es escritor y director de la revista Letras Libres.

Mensaje al bravo pueblo

Posted on: mayo 16th, 2017 by Laura Espinoza No Comments

 
Día tras día recorro en Twitter las imágenes de Venezuela. Siento una indignación infinita acompañada de un sentimiento no menos abismal de impotencia. El criminal régimen de Maduro (con sus narcomilitares y sus socios cubanos) somete a la población a una guerra de desgaste, terror y plomo: los mata lentamente de hambre, desnutrición, insalubridad, desabasto, inflación, miseria; los priva de sus libertades; los reprime sin tregua, los acosa, encarcela y asesina. Y, por si fuera poc baila en sus tumbas. Frente a esa agresión directa, cínica y deliberada, la inmensa mayoría de los venezolanos se ha levantado, pero no con granadas en la mano, sino en una marcha incesante y pacífica cuyo arrojo –estoy seguro– no tiene precedente en la historia latinoamericana. Saben que no hay opción. Deben hacerlo día tras día: les va la vida, la presente y la de las futuras generaciones.

 

 

 

En muchos episodios trágicos de la historia (genocidios, matanzas, guerras), solo unas voces levantaron su protesta. Los gobiernos que pudieron intervenir se alzaron de hombros. No les faltaba información, les faltaba voluntad. Al terminar los conflictos, el mundo comenzó a tomar conciencia de la dimensión y la naturaleza de los crímenes. Pero siempre tarde. Ningún pueblo salva a otro. Ningún hombre salva a un pueblo. Ningún hombre salva a un hombre. Los pueblos y los hombres solo se salvan a sí mismos.

 

 

 

Si estuviera en sus manos, el régimen venezolano establecería campos de concentración y exterminio. Su desprecio frente a los que no están con ellos (que ahora son legión) es el mismo que el de los nazis o los estalinistas: los “otros” no son realmente humanos, son “escuálidos”, palabra atroz que denota ya una voluntad de hambrearlos hasta la muerte.

 

 

 

Por fortuna, la OEA (encabezada por el valeroso Luis Almagro) levanta la voz. Por fortuna hay gobiernos como el peruano, el argentino o el brasileño que han llamado a las cosas por su nombre: Venezuela es una sangrienta dictadura frente a la cual el bravo pueblo (nunca más digno de la letra de su Himno Nacional) ha decidido rebelarse sin armas. Solo con las armas de la razón y el derecho. Y con un solo fin: restablecer la democracia, celebrar elecciones, liberar a los presos, reconciliar a la familia venezolana.

 

 

 

Es una decepción que los gobiernos restantes de América (no me refiero a los satélites de Cuba y de la propia Venezuela) no se pronuncien de manera mucho más enfática. Es una vergüenza que un sector influyente de la izquierda latinoamericana y europea cierre hipócritamente los ojos ante esta tragedia e incluso apoye a Maduro: por lo visto, una dictadura de izquierda merece ser vitalicia. Y es una paradoja cruel que el primer papa latinoamericano, papa Francisco, repita (con su distraída tibieza o su tácita complicidad) la historia de Pío XII y otros pontífices que fueron indulgentes con oprobiosos regímenes dictatoriales.

 

 

 

Impotencia y rabia, es lo que sentimos los amigos de la democracia venezolana. Pero también admiración por el bravo pueblo (sus mujeres, sus ancianos, sus jóvenes heroicos) que se juega la vida en las calles. Aunque escribí un libro sobre el delirio del poder chavista, aunque me acerqué a Venezuela como una segunda patria (acaso la más sufrida de la patria grande latinoamericana) no tengo recetas que dar a mis amigos venezolanos, a los que conozco, admiro y quiero, y a los que no conozco pero también quiero y admiro.

 

 

 

Mi única reflexión es esta: piensen en la luz al final del camino. Fijen la mirada en aquel futuro en el que Leopoldo López esté libre, cuando la democracia se restablezca. Entonces –les aseguro– su ejemplo heroico concitará la adhesión de muchos pueblos (que ahora viven, como el mexicano, sumidos en sus propios y abismales problemas). Millones de personas que se precipitarán a apoyarlos y alentarlos en la tarea de reconstrucción. Y, lo más importante, cuando llegue el día, ustedes habrán conquistado la libertad responsable que les permitirá cuidar y explotar los recursos providenciales de su país en un marco de civilidad y paz, completamente inmune a los demagogos y dictadores.

 

 

 

Muchos pueblos masacrados en la historia no tuvieron mañana. Ustedes sí.

 

 

Enrique Krauze

@EnriqueKrauze

Vida en libertad

Posted on: marzo 26th, 2017 by Laura Espinoza No Comments

Muchas veces he creído ver en el rostro de Mario Vargas Llosa una expresión de tristeza ante el macabro espectáculo del mundo. Pero enseguida responde con imaginación, ironía e inteligencia. Y con humor. El 28 cumple 81 años: ¡Felicidades!

 

 

En la cena de Pascua que año tras año, desde hace milenios, se celebra en la tradición judía, hay un canto fascinante. Se titula Nos bastaría.Data del siglo IX y es una concatenación de expresiones de gratitud por los prodigios sucesivos que el pueblo de Israel recibió en su éxodo de cuarenta años hacia la tierra prometida. Extraído de su contexto religioso, el canto suena más natural y permanente. Puede expresar, por ejemplo, la gratitud acumulativa de hijos a padres, de discípulos a maestros. En ocasión de su cumpleaños 81, quiero recurrir a esa antigua fórmula para expresar a Mario Vargas Llosa mi gratitud de lector, de intelectual, de liberal y de amigo.

 

 

 

Si solo hubiera leído su obra de ficción, me bastaría. Cuántas aventuras e historias me han hecho vivir vicariamente esos libros, con su vaivén de temas amorosos, políticos y sociales. Cuánto agradezco el anclaje de sus novelas en la mejor tradición realista del siglo XIX, las sorpresas de su técnica faulkneriana, las emociones de sus tramas, sus personajes inolvidables, su magnífica arquitectura, su estilo preciso, claro y penetrante, tan alejado de nuestros funestos ismos: barroquismo, regionalismo, sentimentalismo.

 

 

 

Pensando solo en algunos títulos que he reseñado, recuerdo Historia de Mayta. Todo lo que hay que decir del fanatismo guerrillero en América Latina está ahí: fue una torcida religiosidad católica radicalizada hacia el marxismo y enamorada de su autoproclamada virtud, que llenó de muerte la región para luego volver la vista atrás sin verdadera conciencia o memoria de su responsabilidad en la tragedia. Años después leí La fiesta del Chivo, ese retrato alucinante y definitivo del dictador latinoamericano que también lo es de la sociedad y el entorno que lo reclama y aplaude, y que, finalmente, en un raro grito de libertad, a veces, lo exorciza. Nada más remoto a Vargas Losa que la fascinación del poder (tan característica en nuestra cultura y nuestra literatura). Pero lo notable es su capacidad de canalizar su repulsión hacia la recreación puntual, quirúrgica de la maldad. La literatura se vuelve así la mejor venganza. Y, sin embargo, no basta la venganza: es preciso soñar con un mundo mejor, con un mundo perfecto, y ese fue el motivo de otra novela que leí con avidez: el retrato casi titánico de Flora Tristán, tan ligada a la historia peruana, a la historia del arte y a la historia de una idea que obsesiona a Vargas Llosa como obsesionó a la humanidad desde la Ilustración, y que nuestro tiempo, quizá, ha sepultado: la idea de la utopía.

 

 

 

Si Mario Vargas Llosa solo me hubiera dado, como lector, su obra de ficción, me bastaría. Pero me ha dado también una extraordinaria obra monográfica de no ficción. La utopía arcaica, por ejemplo. Publicado en 1996, no conozco análisis histórico y antropológico más exhaustivo y riguroso sobre el indigenismo. Proviniendo de Perú, con su omnipresente herencia indígena, Vargas Llosa logra comprender (antes que criticar) el pensamiento y la obra de autores notables (como José María Arguedas) que creyeron en la restauración de una Arcadia incaica tan imaginaria como imposible. En 1993 Mario publicó otra obra memorable, El pez en el agua (su autobiografía), exorcismo de una campaña presidencial que viví de cerca. Ese ajuste de cuentas de Mario consigo mismo me permitió asomarme, como biógrafo, a la vida temprana de Vargas Llosa y me ayudó a comprender los límites de la acción política para un intelectual.

 

 

 

Lo notable es su arte para canalizar su repulsión hacia la recreación quirúrgica de la maldad

 

 
Si Vargas Llosa solo nos hubiera dado sus novelas y sus monografías y no hubiera escrito ensayos, reportajes o artículos, nos bastaría. Pero ocurre que también nos ha dado (y sigue dando) una obra vasta y aguda en esos géneros. Sus ensayos no son académicos ni teóricos: son ensayos narrados, llenos de color y vivacidad. Y de combatividad moral. Cuando comencé a leerlo en Plural,comprendí que Mario era una especie de cruzado de la libertad. Su adhesión a la revolución cubana no fue un acto de sumisión ideológica: fue un acto de fe en una causa liberadora que pronto reveló su cara autoritaria. En aquellos años setenta, Mario transitó de la liberación a la libertad, de Sartre a Camus, del universo racionalista y revolucionario francés al universo empírico y liberal inglés. Sus autores fueron los míos. Fue entonces cuando lo conocí en Lima. Estábamos en la antesala de la década de los ochenta, en la que Vuelta se enfrentó a las dictaduras de derecha y las revoluciones de izquierda. Mario dio buena parte de esa batalla en la revista de Octavio Paz. Sus causas eran las nuestras. Fue un decenio decisivo en su vida, con la publicación de La guerra del fin del mundo(esa obra maestra en la tradición tolstoiana), sus desgarradores reportajes como La matanza de Uchuraccay y sus textos sobre la alternativa democrática y liberal para América Latina. Mario no piensa ya como Sartre pero encarna puntualmente al “intelectual comprometido” con su tiempo. Toda injusticia, todo conflicto, todo extremo lo incita a escribir, a reportear, como un joven impetuoso en busca del peligro, en Irak, en Oriente Próximo, en Venezuela.

 

 

 

Si Mario nos hubiera legado su obra de ficción, sus monografías y ensayos, sus artículos y reportajes, pero no hubiera desplegado ningún esfuerzo político directo, obviamente nos bastaría. Pero también ha desplegado ese esfuerzo. Su campaña presidencial, vilipendiada en su tiempo, fue la semilla de los cambios democráticos que, desde entonces, no sin recaídas lamentables, ha vivido la región. En 1990 (¿cómo olvidarlo?) sentenció al sistema político mexicano con dos palabras: “dictadura perfecta”. Años más tarde creó la Fundación para la Libertad, que ha congregado al pensamiento liberal ofreciendo soluciones prácticas a los problemas de la región. He acompañado a Mario en varios encuentros de la Fundación pero ninguno se compara al que tuvo lugar en Venezuela, cuando Hugo Chávez, en una de sus típicas bravuconadas, lo retó a un debate público. Aquella noche en el hotel rodeamos a Mario como un equipo en torno a un boxeador que la mañana siguiente libraría una pelea por el campeonato mundial. A última hora Chávez reculó: él solo debatía con presidentes, no con escritores.

 

 

 

 

Sus ensayos no son académicos ni teóricos: son ensayos narrados, llenos de color y vivacidad

 

 

 
Si a lo largo de más de medio siglo de actividad literaria e intelectual nuestros caminos no se hubieran cruzado, le estaría obviamente agradecido. Pero para mi fortuna nuestros caminos se cruzaron. Nuestra amistad se construyó alrededor de las revistas Vuelta y Letras Libres. Y hemos sido compañeros de una larga travesía liberal en la cual yo he aprendido mucho. No cesa de admirarme su combatividad, su energía, su capacidad para reinventarse. ¿De dónde provienen?

 

 

 

Muchas veces he creído ver en el rostro de Mario una expresión de tristeza o lástima ante el macabro espectáculo del mundo. Pero de pronto, con naturalidad, aparece una sonrisa. Hay un estoico en el fondo de Mario, pero un estoico que responde con imaginación, ironía e inteligencia. Y con humor. El trabajador espartano se divierte y reencuentra el amor. Por eso, en momentos de desfallecimiento o duda, me basta hablar con él por teléfono para recobrar la alegría.

 

 

 

Gracias, Mario. No llegaremos a la Tierra Prometida. No existe la Tierra Prometida. La Tierra Prometida es la literatura: vida en libertad.

 

 

 

Enrique Krauze es escritor y director de la revista Letras libres.

 

 

 

El desengaño americano

Posted on: febrero 7th, 2017 by Laura Espinoza No Comments

Un fascista ha llegado a la Casa Blanca; nadie sabe cuánta sangre, sudor y lágrimas acarreará su demencial ascenso. Estados Unidos posee cualidades prodigiosas, pero nos olvidamos el núcleo fundamentalista, irracional e histérico del alma americana

 

 

Ocurrió con el ascenso de Hitler. ¿Cómo es posible —se dijo— que Alemania, la tierra de Goethe y Schiller, de Bach y Beethoven, de Kant y Hegel, haya descendido a la barbarie? Parecía impensable, imposible. Pero ocurrió, se prolongó por 12 años, cobró cien millones de vidas y provocó una devastación sin precedente en la historia universal. La reconquista de la libertad, la razón, la más elemental decencia y solidaridad, costó “sangre, sudor y lágrimas”. Ahora, como entonces, lo imposible e impensable ha vuelto a ocurrir. Un fascista ha llegado a la Casa Blanca. Nadie sabe cuánta sangre, sudor y lágrimas acarreará su demencial ascenso. ¿Será posible detenerlo? Por lo pronto, en unos cuantos días, ha envenenado a su país, al mundo y a las relaciones de su país con el mundo. Así de inmenso es el daño que un solo hombre, dotado de un poder casi absoluto y encarnando a su vez el “mal absoluto” (Hannah Arendt), puede causar en la frágil humanidad.

 

 

Ante todo, asumamos el desengaño. Muchos quisimos creer que Estados Unidos era ya, eternamente, la tierra de la libertad. Redujimos mentalmente su territorio a las costas del Pacífico y el Atlántico, y a sus grandes ciudades (Nueva York, Los Ángeles, San Francisco), capitales de la cultura, referentes del melting pot, puertos de arribo para los perseguidos del mundo, laboratorios de incesante creatividad. Nos equivocamos: el centro y el sur de Estados Unidos también existen y son el hogar del fascismo americano.

 

 

 

Confiamos en que aquel país había dejado atrás la infame lacra de la esclavitud. Pensamos que afirmando la igualdad natural de los hombres y los derechos civiles, mostrando su crueldad en películas memorables, purgaba para siempre esa monstruosa culpa. Mantuvimos una nostalgia indulgente viendo sus wésterns, sin notar en ellos la esencia del racismo americano (como aquella escena de Centauros del desierto, 1956, en la que John Wayne, tras una búsqueda extenuante, encuentra por fin a su sobrina, la pequeña Debbie —Natalie Wood—, secuestrada años atrás por los comanches, y, al advertirla convertida en india, desenfunda su pistola y está a punto de matarla). Nos equivocamos: el trasfondo racista, siempre latente, ha resurgido con ferocidad.

 

 

 

Saludamos prematuramente (gracias a la elección y a las dos presidencias de Obama) el fin de la arrogancia imperial y creímos entrever el ocaso del antiamericanismo. Relegamos a los libros de texto la invasión contra México (con sus masacres y atrocidades, sus decenas de miles de muertos y la anexión forzada de la mitad de nuestro territorio). Recordamos con amargura (como algo del pasado) la secuela de intervenciones estadounidenses en Latinoamérica, desde la guerra del 98: decenas de “pequeñas espléndidas guerras” para ampliar su mediterráneo natural (el golfo de México) y, a partir de ahí, hacer ondear la bandera de las barras y las estrellas hasta la Patagonia. Respirábamos al verlos curados de esa paranoia que los llevó a la sangrienta aventura de Vietnam y a tantas otras guerras imperiales, inútiles e insensatas. Nos equivocamos: ahora Trump ejerce el imperialismo hacia dentro (contra las minorías étnicas y religiosas) y hacia fuera (tratando de humillar y cercar a México, su chivo expiatorio).

 

 

 

Las expresiones violentas son quizá el ‘mainstream’; representan a cerca de la mitad de su población

 

 
Imaginamos que el autismo estadounidense (su provincianismo, su abismal ignorancia del mundo) daba paso al paulatino descubrimiento de los otros. Reímos de su obsesión con ser the number one, su ridícula Serie Mundialde béisbol, su visión binaria de ganadores y perdedores, hasta su invocación a Dios bendiciendo a “América”: las vimos como resabios culturales, arcaicos y tontos. Leímos a Samuel Huntington como el último y falso profeta del supremacismo yanqui, el predominio insostenible de los blancos, protestantes y anglosajones. Conjeturamos que la violencia en las escuelas, el culto de las pistolas, los asesinatos de la policía contra la población indefensa (afroamericana, en su mayoría) eran episodios parciales, minoritarios, un síntoma alarmante pero corregible de una sociedad que resistiría los embates de la barbarie. Nos equivocamos: las expresiones narcisistas, nativistas y violentas son quizá el mainstream, representan a cerca de la mitad de su población.

 

 

 

Con todo y nuestras críticas, quisimos dar por sentado el predominio de la razón, la ciencia, la verdad objetiva, como conquistas irrevocables en un país repleto de premios Nobel. Dimos por descontado su involucramiento con las mejores causas de la salud pública en el mundo y su compromiso con la preservación del medio ambiente. Relegamos el oscurantismo americano al siglo XVII, con sus cacerías de brujas, o cuando mucho al macartismo. Consideramos los brotes de fanatismo religioso (el suicidio colectivo de Waco) como manchones en una página de civilidad y respeto a la vida. Es obvio que Estados Unidos posee cualidades prodigiosas, pero nos equivocamos al soslayar el núcleo duro, nativista, sexista, fundamentalista, reaccionario, irracional e histérico del alma americana.

 

 

 

Abrigamos la convicción de que la democracia americana era una “ciudad en la montaña” y que sus 240 años de solidez (punteados por una Guerra Civil y dos guerras mundiales que no la destruyeron) la hacían invulnerable. Quisimos verla inmune a las dictaduras. Desgraciadamente, nos equivocamos. Un tirano ha llegado a la Casa Blanca y amenaza con derruir la obra de los Padres Fundadores.

 

 

 

En esta lucha por la libertad, a los países de habla hispana les toca un lugar en el frente

 

 
Nos equivocamos, en suma, no porque no exista la cara luminosa de Estados Unidos sino porque la otra cara oscura existe también, y no la quisimos ver. Esa cara oscura ha encarnado en Donald Trump.

 

 

 

¿Desatará una nueva conflagración? Ha abierto tantos frentes que alguno puede estallar. Él mismo puede estallar y desplomarse desde dentro. Confiemos sobre todo en los límites y balances internos: legislaturas, jueces, Estados. También en la crítica de los diarios, los medios, las redes sociales, y en la movilización de los ciudadanos, las mujeres agraviadas, las minorías étnicas y religiosas. Todos libran ya una batalla épica. Por su parte Europa, encabezada (¿quién lo diría?) por Alemania, desempeñará un papel clave en la defensa de la democracia liberal.

 

 

 

En esta lucha por la libertad, a los países de habla hispana les toca un lugar en el frente. Una de nuestras armas de persuasión proviene de nuestra historia milenaria y nuestra cultura. A través de sus diversas expresiones —arte, cine, televisión, literatura— debemos mostrar al americano bueno que no está solo. Y al otro, al cerrado y cerril, mostrarle que (con todas nuestras miserias e injusticias) nuestros pueblos tienen mucho que enseñarle en términos de valores y humanidad.

 

 

El País

Enrique Krauze es escritor y director de la revista Letras libres.

Trump amenaza a un buen vecino

Posted on: enero 20th, 2017 by Laura Espinoza No Comments

 

 

“México, el único país al que le hemos hecho verdadero daño, es ahora el único que reza por nosotros y por nuestro triunfo, con oración genuina. ¿No es realmente extraño?”.
Walt Whitman, 1864

 

 

Estados Unidos ha sido un vecino difícil, a veces violento, casi siempre arrogante, casi nunca respetuoso y pocas veces cooperativo. México, en cambio, ha sido el vecino ideal. A cada agravio respondimos, no con la otra mejilla, pero sí con un gesto de resignada nobleza, una salida práctica y un ánimo conciliador. Aunque hemos tenido episodios trágicos y épocas de tensión, nuestra buena disposición nos ha permitido convivir por casi doscientos años en un clima general de paz que muy pocos países fronterizos pueden presumir. Ahora un millón de personas cruzan legalmente la frontera todos los días y nuestro comercio anual equivale a un millón de dólares por minuto. Los diez estados que integran la frontera de ambas naciones no solo representan, en conjunto, la cuarta economía del mundo sino que también son un vibrante laboratorio social y cultural.

 
De pronto, para nuestra sorpresa y desagrado, vimos a Donald Trump desplegar en su campaña una agenda rabiosamente antimexicana. Tras haber sido electo, mostró su disposición a cumplirla. Y la está cumpliendo ya, de hecho, con acosos y acciones proteccionistas, como es el caso de Carrier y Ford. Su amenaza más reciente ocurrió en la conferencia de prensa de hace una semana, cuando advirtió una vez más que México pagará por el muro que él quiere construir. Por eso, para México, tal vez ha llegado la hora de cambiar la posición conciliatoria que utilizó para amortiguar el daño de sus agravios históricos.

 

 

 

El primer agravio fue, por supuesto, la invasión de Estados Unidos de 1846 y 1847. En ella, México perdió más de la mitad de su territorio. Fue tan traumática que es el tema de nuestro himno nacional. James Polk, el presidente estadounidense que la provocó, era un próspero terrateniente cuyo cordero sacrificial fue México. Tenía una idea ridícula de los mexicanos, a quienes creía racialmente inferiores. Había que provocar la guerra para acrecentar la supremacía blanca y la causa esclavista. Al son de “Yankee Doodle” la guerra contra México desató una euforia nacionalista sin precedentes en Estados Unidos.

 

 

 

De los cerca de 75.000 estadounidenses que participaron, murieron 13.768, una proporción mayor de la que cayó en Vietnam. El número de muertos mexicanos nunca se ha precisado, pero fue mucho mayor en términos absolutos y relativos. La referencia a Vietnam no es gratuita. Según testimonios periodísticos y epistolares de la época, en Estados Unidos las tropas estadounidenses cometieron numerosas masacres y atrocidades. Winfield Scott bombardeó Veracruz con un saldo de seiscientos civiles muertos, entre ellos un gran número de mujeres, ancianos y niños. Los estadounidenses que se habían hecho una idea napoleónica del enemigo se toparon con tropas valientes pero improvisadas, descalzas y mal armadas. “No creo que haya habido una guerra más perversa que la que emprendió Estados Unidos contra México”, escribió Ulysses S. Grant en sus memorias.

 

 

 

Y, sin embargo, México asimiló la derrota: apoyó a la Unión en la Guerra de Secesión y desde 1876 abrió las puertas a la inversión estadounidense en ferrocarriles, minas, deuda pública, explotaciones agrícolas, ganaderas y forestales, servicios públicos, industria, bancos y petróleo. En 1910 la inversión de Estados Unidos en México era mayor que la de todos los otros países en su conjunto.

 

 

 

El segundo agravio ocurrió en febrero de 1913. En las primeras elecciones plenamente democráticas de nuestra historia había llegado al poder Francisco I. Madero, educado en California, admirador de Estados Unidos y a quien se conocía como el Apóstol de la Democracia. Pero al embajador Henry Lane Wilson le preocupaba que las políticas de Madero afectaran los intereses de las empresas estadounidenses.

 

 

En la propia sede de la embajada y con la tácita indulgencia del secretario de Estado de Taft, Wilson fraguó con los altos militares mexicanos un golpe de Estado que desembocó en el asesinato del presidente y el vicepresidente. El país se precipitó de inmediato en una espantosa guerra civil con un saldo de cientos de miles de muertos. Y México pospuso por casi noventa años la democracia.

 

 

Y, sin embargo, en 1917 cuando en el Telegrama Zimmermann, Alemania le propuso a México una alianza contra Estados Unidos con la promesa de devolverle los territorios perdidos en 1847, el presidente Venustiano Carranza se negó.

 

 

 
De izquierda a derecha: Álvaro Obregón, Pancho Villa y John J. Pershing se reunieron en Nogales, Arizona, en 1916, meses antes de que Pershing persiguiera a Villa. CreditAssociated Press
El tercer agravio fue una prolongada hostilidad. En 1914, los marines ocuparon Veracruz. En 1916, las tropas de Estados Unidos penetraron por el norte en busca de Pancho Villa, quien había atacado el pueblo de Columbus, Nuevo México. Frecuentes “noticias falsas” publicadas por la prensa de Hearst y apoyadas por las empresas petroleras buscaban desatar una nueva guerra y estuvieron a punto de lograrlo en 1927, cuando el presidente Coolidge creyó que su vecino del sur se volvería Soviet Mexico. La presión del congreso la evitó, pero tras la nacionalización petrolera de 1938 las relaciones se tensaron nuevamente. Hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial, México nunca dejó de temer una invasión estadounidense.

 

 

 

Sin embargo, el país nunca rompió con Estados Unidos. Por el contrario: honró sus deudas y compromisos, acogió e inspiró a sus escritores y artistas, promovió la inversión estadounidense, cooperó con Roosevelt en su “Good Neighbour Policy”, le declaró la guerra al Eje en 1942 y mandó un escuadrón aéreo a la guerra del Pacífico. En 1947 se abrió una etapa de cooperación que el reportero de The New York Times Alan Riding bautizó como la era de los “vecinos distantes”.

 
Esta etapa culminó en 1994, cuando nos volvimos vecinos cercanos, socios y hasta amigos. Juntos logramos que nuestro comercio bilateral creciera 556 por ciento y esperábamos conseguir que la zona de Norteamérica se fortaleciera aún más. Por desgracia, la llegada de Donald Trump ha cambiado todas las reglas. Con respecto a México, 2016 fue el preludio de una nueva confrontación entre los dos países, no militar (aunque en un discurso, tácitamente, no la descartó), pero sí comercial, diplomática, estratégica, social y étnica.

 

 

 

Por eso, México necesita cambiar la fórmula de apaciguamiento empleada hasta ahora. El congreso mexicano debe darle al mundo un ejemplo de dignidad exigiendo al próximo presidente de Estados Unidos que ofrezca una disculpa pública por haber dicho que los mexicanos somos “violadores” y “criminales”. Esta declaración sería la mejor señal de que las negociaciones, por duras que sean, se realizarán en un marco de respeto mutuo y buena fe. Otro punto no negociable es el muro. El gobierno mexicano debe dejar absolutamente claro que, por supuesto, México no pagará pagar nunca, en forma alguna, por el muro. Si esas dos condiciones no se cumplen, no existen bases para negociar.

 

 

 

La prioridad del gobierno de Peña Nieto debe ser preservar las ventajas objetivas de nuestro comercio bilateral. En cuanto a las deportaciones masivas, México debe oponerse firmemente. No solo serían lesivas para ambas economías sino que atizarían aún más el odio racial, cuyo resurgimiento es indigno de la gran historia democrática de Estados Unidos. Finalmente, hay que advertir que una aguda crisis económica en México provocada por las políticas de Trump, ocasionaría una inestabilidad sin precedentes en la frontera y una inevitable ola migratoria que ningún muro podría detener.

 

 

 

La amistad entre dos naciones modernas es una relación de mutuo beneficio cuya armonía vale la pena preservar. Debe evitarse la confrontación. Pero México no es el país indefenso de 1846. En caso de conflicto, cuenta con recursos legales para responder en el ámbito comercial, migratorio, diplomático, de seguridad, etcétera. Y no está solo, porque encontrará el respaldo de actores claves en la política, la economía y la opinión pública de Estados Unidos y el mundo. De su éxito depende el bienestar de decenas de millones de personas. Y esta es una batalla de un alto significado ético que vale la pena librar.

 

Enrique Krauze es historiador, director de la revista Letras Libres y autor de «Redentores. Ideas y poder en Latinoamérica» y «La presencia del pasado», entre otros libros.

 

New York Times

No aprendemos en cabeza ajena

Posted on: noviembre 23rd, 2016 by Laura Espinoza No Comments

Trump hará lo que ha dicho que hará. Sólo la realidad, una vez que sus acciones tengan consecuencias previsibles, minará su prestigio. El voto latino y afroamericano, o la la movilización ciudadana influirán también en los resultados electorales futuros

 

¿Cómo se curan los pueblos del hechizo de un demagogo? ¿Cómo salen de la hipnosis? La única vía, por desgracia, es la experiencia. “Nadie aprende en cabeza ajena”, dice el sabio refrán, que penosamente confirma la historia de los hombres y los pueblos.

 

 
Donald Trump llegó a la Casa Blanca debido a Donald Trump. Las causas generales (económicas, sociales, demográficas, étnicas, etc.) que se han aducido no son, a mi juicio, las decisivas. Lo decisivo ha sido la hipnosis que ejerció en un sector muy amplio del electorado estadounidense.

 

 
Trump declaró, famosamente, que si asesinara a una persona en la Quinta Avenida, nadie se lo reclamaría. Es verdad. Los medios exhibieron sus probables delitos, su cínica evasión de impuestos, sus múltiples bancarrotas, sus copiosas e inagotables mentiras, sus desdén absoluto por los datos objetivos y los hechos comprobados, su desprecio por la dignidad de las mujeres, su burla de los minusválidos, su odio racial a los mexicanos y su intolerancia radical a los musulmanes, su crudo nativismo, sus amenazas contra la libertad de expresión, su mofa de las instituciones, su inconmensurable y peligrosísima ignorancia del mundo. Fue inútil. Todo se le resbaló. Todo se le perdonó.

 

 

 

“Algo extraordinario está ocurriendo”, decía Trump una y otra vez. A eso precisamente se refería, a su total impunidad, al delirio por su persona, por su personaje. Su reality show se había escapado mágicamente de la pantalla hasta ocupar todo el territorio del país a lo largo de más de un año. Ahora podía llevar su exitoso programa The Apprentice a la Casa Blanca y despedir a quien se le viniera en gana: you’re fired. Sesenta millones de estadounidenses querían tomarse un selfie colectivo con Trump en actos de histeria reminiscentes a los de todos, absolutamente todos, los dictadores de la historia que llegaron al poder por la vía de su carisma, expresado sobre todo a través de la palabra.

 

 

 

Desde ese endiosamiento podrá decir o hacer, por un tiempo, lo que le venga en gana. Gobernará por Twitter. Su destino manifiesto es recobrar el pasado de grandeza (supuestamente) perdido: Make America Great Again. Y no cejará en perseguir ese empeño de acuerdo a las pautas que ha trazado. Quienes crean que hay un Donald Trump anterior al fatídico martes 8 de noviembre y otro después se equivocan. Trump hará lo que ha dicho que hará y solo la realidad, una vez que sus acciones tengan las consecuencias previsibles, minará lentamente su prestigio. Pero ni aun en esa circunstancia se dará por vencido. No está en su carácter, en su psicopatología, en su biografía. Si ocurre culpará a las fuerzas del mal anteriores a él o contemporáneas, responsabilizará a la prensa y los medios liberales, hablará de un complot, fustigará a propios y extraños: hará de su presidencia una campaña permanente, un interminable orgasmo con la multitud que lo adora.

 

 

 

La inmensa mayoría del pueblo alemán rehusó ver de frente el horror que representaba Hitler

 

 
La inmensa mayoría del pueblo alemán —ejemplo paradigmático— rehusó ver de frente el horror que representaba Hitler y el abismo al que lo precipitaría. Pudiendo detenerlo a tiempo dejó que creciera y culminara su obra de destrucción. Solo después, al contemplar las ciudades arrasadas, al hacer el recuento de los daños, de los muertos, el humo comenzó lentamente a disiparse de la mirada.

 

 

 

Solo con el paso del tiempo el alud irrebatible de los hechos convenció al ciudadano alemán del horror sin precedente que habían alentado. Y décadas más tarde, asumiendo con valentía la culpa histórica de sus antepasados, las generaciones posteriores se han vacunado contra el terrible mal. Hoy Alemania se ha convertido, paradójicamente, en la vanguardia de la libertad occidental.

 

 

 

En América Latina tampoco aprendemos en cabeza ajena. ¿Cuántos años le ha tomado a Argentina comenzar a calibrar, lenta y penosamente, el engaño histórico del peronismo? No sé si cuando mueran Fidel y Raúl Castro el pueblo cubano reaccionará con el rechazo y la desilusión que merece su fallida y opresiva utopía. Dependerá de la supervivencia de la Nomenclatura militar y política cubana, que muy bien podría prolongar el mito de la Revolución hasta la eternidad.

 

 

 

Pero no tengo duda de que el drama espantoso de Venezuela ha convencido ya a la mayoría de la población del origen de su tragedia. ¿Cómo es posible que siendo el país más rico del mundo en reservas petroleras Venezuela haya descendido a niveles casi haitianos de miseria? No hay más explicación que el carácter dictatorial del régimen, resultado natural de entregar todo el poder a un demagogo.

 

 

 

El populismo es la demagogia en el poder; y la demagogia es la tumba de la democracia

 

 
En México no hemos vivido el populismo. El sistema político mexicano que predominó en el siglo XX era inherentemente corrupto (sus herederos lo siguen siendo) pero no era populista porque el poder presidencial estaba acotado a seis años y recaía en la institución presidencial, no en el carisma del presidente. Eso podría cambiar en 2018: los pueblos no aprenden en cabeza ajena.

 

 

 

Después de sufrir una terrible guerra civil y una larguísima dictadura, España logró una ejemplar transición política hacia la democracia. Ese pacto de civilidad y tolerancia fue la inspiración de las transiciones latinoamericanas a la democracia. ¿Cómo es posible que algunos españoles crean ahora en Podemos, el partido populista que trabajó abiertamente para ese sepulturero de la democracia venezolana que fue Chávez? Por la misma razón: ningún pueblo aprende en cabeza ajena.

 

 

 

¿Despertará el ciudadano estadounidense de la hipnosis de Trump? Los pesos y contrapesos, las libertades individuales y, sobre todo, los medios tradicionales de comunicación, en particular los periódicos, harán su parte. Durante la campaña tuvieron un desempeño heroico y ahora (por si no enfrentaran suficientes problemas de supervivencia) les va la vida en hacerlo. Pero si esos medios fueron insuficientes durante la campaña podrían serlo durante los cuatro u ocho años de la presidencia de Trump. El voto latino y afroamericano así como la movilización ciudadana podrían incidir también en los resultados electorales futuros. La presión mundial (en el caso de que cumpla casi cualquiera de sus amenazas) obrará en su contra.

 

 

 

Pero a fin de cuentas solo la constatación del desastre convencerá a los votantes y los librará de la hipnosis. Y llevará tiempo, quizá mucho tiempo. El populismo es la demagogia en el poder. La demagogia es la tumba de la democracia. Nos espera —parafraseando a Eugene O’Neill— un largo viaje hacia la noche.

 

 

 

Enrique Krauze es escritor y director de la revista Letras libres.

Mexico y EEUU; ¿Vecinos distantes de nuevo?

Posted on: noviembre 10th, 2016 by Laura Espinoza No Comments

“Pobre México, tan lejos de Dios, tan cerca de los Estados Unidos”, la frase, atribuida al presidente Porfirio Díaz, pocas veces correspondió a la realidad… hasta el día de ayer. La fe en un dios amoroso y próximo siempre ha impregnado la vida cotidiana de los mexicanos. Y a pesar de los agravios infligidos por Estados Unidos en casi doscientos años de historia (la injusta guerra de 1847, la subsiguiente mutilación del territorio y la activa participación en el derrocamiento de nuestro primer gobierno democrático en 1913) los mexicanos no hemos resentido la cercanía con Estados Unidos, ni albergado violentas pasiones nacionalistas. Todo lo contrario: de pueblo a pueblo nuestra relación ha sido fructífera, estable, cordial.

 

 

 

Eso se acabó. Ahora, con el arribo de Donald Trump a la presidencia, todo mexicano tendrá razones para encomendarse más estrechamente a Dios (o a la Virgen de Guadalupe) y prepararse para una nueva guerra, no militar desde luego, pero sí comercial, económica, étnica, estratégica, diplomática.

 

 

 

Comercial, por la posibilidad de que Estados Unidos abandone el Tratado de Libre Comercio (que en 2014 llevó el comercio bilateral a los 534 billones de dólares) o imponga altos aranceles a nuestras exportaciones, frente a lo cual México buscará reaccionar de igual forma. Económica, por el secuestro que Trump ha anunciado que impondrá de las remesas (nuestra principal fuente de divisas) ante el cual México podrá invocar que se trata de una práctica discriminatoria que tendría que aplicarse también a chinos, filipinos, indios y demás inmigrantes. Étnica, por el previsible encono que desataría la política de deportación masiva de indocumentados, desgarrando familias, enfrentando vecinos, atizando las diferencias de identidad hasta en las escuelas. Estratégica, por la disrupción de la vida en la frontera que provocaría la construcción, así sea parcial, del muro.

 

 

 

Frente a un gobierno a tal grado hostil, México podría verse tentado a incumplir convenios que han funcionado razonablemente bien como los de cooperación en materia de seguridad, flujos migratorios de centroamericanos o tratados de provisión de aguas. Una tensión diplomática sin precedente en al menos 90 años acompañará al alud de demandas que individuos, grupos, empresas y asociaciones mexicanas —públicas y privadas— someterán ante las cortes de los dos países e instancias internacionales para defender sus intereses.

 

 

 

Para México y Estados Unidos, la llegada de Trump al poder es una tragedia. Más allá de los gobiernos, los mexicanos y los estadounidenses hemos sido muy buenos vecinos. Alguna vez escuché a Shimon Peres: “Qué daría Israel por un Tratado de Libre Comercio como el de ustedes”. No solo Israel. Millones de personas y vehículos atraviesan libre, ordenada y pacíficamente cada año la frontera en 57 cruces. Pocas fronteras en el mundo han sostenido una normalidad semejante por tantos años. Claro que hay problemas como el contrabando y el tráfico de armas, pero el tránsito legal y normal es mucho más importante. Ha sido una inadvertida bendición y, si se disloca, la extrañaremos mucho.

 

 

 

Entre las miles de mentiras que profirió Trump en su campaña, pocas más infames que esta, que agravió profundamente a muchos mexicanos: “Cuando México nos manda a su gente, no manda a los mejores… Nos traen drogas. Nos traen crimen. Son violadores. Aunque algunos, supongo, son buenas personas”. Las estadísticas del crimen lo desmienten. Y aunque la ola migratoria desde México ha cesado, en los años en que existió la verdad es que les mandamos a los mejores.

 

 

 

No me refiero solo a artistas, directores de cine, académicos, profesionistas, científicos, empresarios pequeños y grandes (que invierten en Estados Unidos y producen seis millones de empleos) sino a ese casi imperceptible hormigueo humano: el que te entrega la pizza, el que limpia las albercas, el que levanta las cosechas, el que corta la madera, la que extrae las vísceras de los pollos, la que recoge los platos en el restaurante, la que cuida a la anciana o a los niños, el que lava los pisos en los edificios de Trump. Gente de paz que busca una vía (así sea lenta y difícil) hacia una reforma migratoria que les permita alimentar a sus familias en un marco de legalidad-

 

 

 

En cuanto a las drogas y el crimen, son los estadounidenses quienes consumen las drogas y exportan las armas que han provocado, en una alta proporción, cien mil muertos en México. La administración de Trump, por supuesto, no tendrá el menor interés de modificar la legislación de venta de armas de alto poder.

 

 

 

Ante el ascenso de Trump, el mexicano promedio abriga temores fundados sobre el efecto brutal que ese gobierno puede provocar en la economía de México, segundo socio comercial de Estados Unidos y cuya endeble paz social puede sufrir un colapso. En las elecciones presidenciales de 2018 buscará entregar el poder a un líder carismático de cualquier signo que lo defienda del irascible vecino. Las viejas y olvidadas heridas históricas, asombrosamente, se abrirán con una intensidad imprevisible.

 

 

 

En lo personal, me siento triste y perplejo ante la llegada de un fascista a la presidencia de Estados Unidos. Espero que las instituciones republicanas resistan y lo resistan, y que el ejercicio de la libertad de expresión le impida hacer más daño del que ya ha hecho. Los griegos sabían que las democracias mortales. Ojalá la democracia de Estados Unidos, ejemplo del mundo por 240 años, sobreviva a Donald Trump.

 

 

 

Enrique Krauze es historiador, director de la revista Letras Libres y autor de Redentores. Ideas y poder en Latinoamérica y La presencia del pasado, entre otros libros.

 

 

 

El necesario escrutinio del poder

Posted on: agosto 25th, 2016 by Laura Espinoza No Comments

En una democracia, es fundamental el escrutinio biográfico de quienes ejercen el poder así como de quienes aspiran a ejercerlo.

 

 

 

Bajo ese criterio, he revisado someramente la tesis de Peña Nieto, con los señalamientos de plagio que se desprenden del reportaje de Carmen Aristegui. Se trata, en efecto, de un trabajo hecho con irresponsabilidad académica, en el que se entreveran líneas y páginas extraídas de autores diversos, debidamente citados, con otras páginas y líneas que carecen de la necesaria adjudicación, ya sea mediante un entrecomillado con una cita a pie de página, o una mención explícita en el cuerpo mismo del texto. La proporción de estas últimas es considerable e inadmisible.

 

 

 

En mi caso, el libro Plutarco Elías Calles: Reformar desde el origen aparece citado en la bibliografía pero no en el texto, que toma diez líneas de manera literal sin citar la procedencia.

 

 

La práctica de utilizar las ideas de otros sin citarlos ha sido muy extendida en México. EnLetras Libres la hemos denunciado repetidas veces. En el pasado, cuando no existía Google ni otros instrumentos de verificación, este vicio podía pasar oculto. Más aún, cuando los directores de tesis, los sinodales o las propias autoridades académicas tomaban estos textos como un mero trámite. Es de esperarse que ahora las cosas sean distintas.

 

 

 

El caso confirma un axioma que todos los políticos deben recordar: su biografía, aún la más remota, no pasará desapercibida. La verdad, tarde o temprano, se abre paso.

 

 

 

Enrique Krauze

Podemos, cómplice de Maduro

Posted on: junio 12th, 2016 by Laura Espinoza No Comments

 

Para “entender Podemos” no hay que verlo como lo que dice ser sino como lo que es. No es un núcleo de pensamiento crítico sino un núcleo de narcisismo universitario (típicamente latinoamericano) como el que ha estudiado desde hace cuarenta años el mexicano Gabriel Zaid. EnDe los libros al poder escribe: la universidad otorga credenciales de saber para escalar en la pirámide del poder. A veces ese asalto al poder ha sido pacífico, otras no. En América Latina, a partir de la construcción imaginaria de la universidad como nueva iglesia, varias generaciones de universitarios buscaron imponer a la realidad la maqueta ideal de la sociedad perfecta. La guerrilla latinoamericana (en Perú, Centroamérica) no fue campesina, ni obrera ni popular: la encabezaron profesores y estudiantes. Si la realidad no se ajustaba a sus teorías, peor para la realidad. Para nuestros países, el costo histórico de la guerrilla universitaria ha sido inmenso.

 

 

 

Podemos es la versión española de la caracterización de Zaid. La confirmación está en el texto “Entender Podemos”, publicado por Pablo Iglesias en la revista inglesa New Left Review (julio/agosto de 2015). Se trata de una vaporosa teoría de la historia universal que desemboca en… Podemos. Ante la “derrota de la izquierda en el siglo XX –informaba Iglesias– el pensamiento crítico quedó reducido al trabajo de universitarios”. Sólo en el claustro universitario podía surgir la “producción teórica” que hiciera posible una “izquierda realista”. Al sobrevenir la crisis financiera global, el “vaciamiento” de las soberanías estatales europeas y la indignación social por los casos de corrupción en las elites políticas, España tuvo la fortuna de contar con “el conocido grupo de docentes e investigadores de la Universidad Complutense de Madrid”, que integraría Podemos.

 

 

 

El objetivo de ese “núcleo” de “pensamiento crítico” era “agregar” las nuevas demandas derivadas de la crisis en torno a un “liderazgo mediático” capaz de “dicotomizar” el espacio público. ¿Cómo lograrlo? Volteando a “las experiencias acontecidas en América Latina”, ricas en “instrumentos teóricos para interpretar la realidad española”. De hecho –imaginaba Iglesias–, Europa toda se hallaba en un “proceso de latinoamericanización, entendido como la apertura de una estructura política”. Por un lado, había que absorber la obra del filósofo Ernesto Laclau (principal teórico del populismo en Latinoamérica). Por otro, había que “pensar políticamente en clave televisiva”, objetivo que se logró con los programas La Tuerka y Fort Apache, nuevos “partidos”que trasladaron la política del parlamento a la televisión. Esos programas –revelaba Iglesias– fueron la escuela que “nos formó para el asesoramiento en comunicación política que desarrollamos paralelamente en España y América Latina”. Pero para superar “ciertos estilos” (que Iglesias, enemigo del castellano pero amigo del oxímoron, llamaba “movimientistas paralizantes”) se requería algo más: “usar mi protagonismo mediático”. Era necesario “identificar al pueblo de la televisión con un nosotros nuevo”. Así fue como la “representación de las víctimas de la crisis” encarnó en su propia persona: “el fenómeno televisivo”, el “tertuliano-referente”, “el significante” “Pablo Iglesias/El profesor de la coleta”.

 

 

 

Para los huérfanos de “pensamiento crítico”, estas ideas seminales no son fácilmente comprensibles. Por eso, en beneficio de los legos, a mediados de 2014 el tertuliano/referente y significante concedió en Venezuela una entrevista para un programa de televisión donde se le ve escuchando a Hugo Chávez: “Aquí va Venezuela –y aquí va América Latina, aquí va Mercosur, aquí va Suramérica. Una revolución está en marcha aquí en este continente. La revolución avanza, la patria avanza –decía el comandante, en 2012–. Esto sólo es posible en socialismo, sólo es posible con un gobierno que coloque en primer lugar al hombre, al humano, a la mujer, a la niña, al niño”. Visiblemente conmovido, Iglesias reacciona en “clave televisiva”:

 

 

 

Pues reconozco que me habéis emocionado con ese video, me emociona escuchar al comandante. Se le echa mucho de menos, cuántas verdades nos ha dicho este hombre. Hay una cosa crucial en lo que está diciendo y que tiene consecuencias políticas muy precisas. Hablaba de la crisis en Europa, y eso quiere decir que lo que ha ocurrido en Venezuela, que lo que está ocurriendo en América Latina, que lo que va a seguir ocurriendo, es una referencia fundamental para los ciudadanos del sur de Europa. Lo que está ocurriendo aquí es una demostración de que sí hay alternativa, de que la única manera de gobernar no es gobernar para una minoría de privilegiados y contra las mayorías sociales. Ese es el ejemplo de América Latina y eso, ahora mismo y en estos momentos, mucho más que hace cinco años, mucho más que hace diez años, se convierte en … una alternativa para los ciudadanos europeos.

 

 

 

El mensaje era el mismo para lector de la New Left Review y el “pueblo de la televisión”: el futuro de España y de Europa era y debía ser (historia y norma, poder y deber, hermanados) la revolución bolivariana encabezada por su respectivo caudillo mediático.

 

 

 

Para refutar a Iglesias, alguien señaló lo mucho que Laclau debe a Carl Schmitt, teórico del nazismo, experto en la “dicotomización”, que veía la historia como el escenario de dos fuerzas: “amigo” y “enemigo”. (Traducción para España: por un lado “el pueblo”, representado por Podemos, representado por Iglesias; por otro el “no pueblo”, representado por todas las otras formaciones políticas.) Por otra parte, en aquel número de la New Left Review, los propios editores criticaban a Iglesias por “abordar escasamente la dinámica capitalista” y le reclamaban su obsesión por “las cuestiones discursivas” y no “con los hechos como tales”. Pero a estas alturas esos reparos intelectuales son lo de menos. Ahora la mejor refutación de la teoría de Podemos está en la espantosa realidad en la que viven “el hombre, el humano, la mujer, la niña, el niño” en la Venezuela creada por el chavismo, una devastación sin precedente en América Latina, comparable a la provocada en Zimbabue por Robert Mugabe.

 

 

 

El profesor Iglesias, por supuesto, no admitirá nunca esa realidad. Y se entiende: Podemos tiene intereses creados en creer lo que cree o dice creer. Esos 7 millones de euros no se cobraron en vano. Lo que no está claro es el sentido de esa operación de “asesoramiento en comunicación pública”. ¿Cobraron por un servicio prestado al chavismo o cobraron por el honor de ser asesorados por Hugo Chávez, el mayor experto mundial en “dicotomizar” a la sociedad, “pensar políticamente en clave televisiva” y construir un “liderazgo mediático”?

 

 

 

Sobre el peso relativo de la teoría y la práctica en su “doble rol” de “secretario general y politólogo”, Iglesias confiesa: “Sin el segundo el primero no habría sido posible”. Lo cual supone que la universidad prepara a las personas para la vida. ¿Es así? Zaid llegó a la conclusión de que la mitología universitaria es responsable de ese y otros equívocos, que impiden un progreso que sirva a la vida. Cualquier profesional responsable sabe que la experiencia práctica, con sus errores inevitables, es la verdadera maestra. No obstante, en una extraña vuelta al platonismo, hay quien piensa que la teoría prepara para la práctica y en cierta medida la supera. Y que para ser político nada mejor que ser politólogo.

 

 

 

Los líderes de Podemos han escalado el poder con credenciales del saber. Son capitalistas curriculares. Son guerrilleros de salón. Desde los peligrosos cañaverales de la Complutense, construyeron teorías contra el poder democrático financiados por el poder revolucionario. Del ciudadano español depende desenmascarar su inanidad teórica, su inexperiencia práctica, su vasta mentira, su mala fe.

 

 

Enrique Krauze

 

El narcisismo de Podemos

Posted on: abril 25th, 2016 by Laura Espinoza No Comments

Los líderes del partido emergente han escalado el poder con credenciales del saber. Están convencidos de que, desde el claustro universitario, pueden imponer su maqueta de sociedad perfecta. Son capitalistas curriculares y guerrilleros de salón

 

 

Para “entender Podemos” no hay que verlo como lo que dice ser, sino como lo que es. No es un núcleo de pensamiento crítico, sino un núcleo de narcisismo universitario (típicamente latinoamericano) como el que ha estudiado desde hace cuarenta años el mexicano Gabriel Zaid. En De los libros al poder escribe: la universidad otorga credenciales de saber para escalar en la pirámide del poder. A veces, ese asalto al poder ha sido pacífico, otras no. En América Latina, a partir de la construcción imaginaria de la universidad como nueva iglesia, varias generaciones de universitarios buscaron imponer a la realidad la maqueta ideal de la sociedad perfecta. La guerrilla latinoamericana (en Perú, Centroamérica) no fue campesina, ni obrera ni popular: la encabezaron profesores y estudiantes. Si la realidad no se ajustaba a sus teorías, peor para la realidad. Para nuestros países, el costo histórico de la guerrilla universitaria ha sido inmenso.

 

 

 

Podemos es la versión española de la caracterización de Zaid. La confirmación está en el texto Entender Podemos, publicado por Pablo Iglesias en la revista inglesa New Left Review (julio/agosto de 2015). Se trata de una vaporosa teoría de la historia universal que desemboca en… Podemos. Ante la “derrota de la izquierda en el siglo XX [informaba Iglesias], el pensamiento crítico quedó reducido al trabajo de universitarios”. Solo en el claustro universitario podía surgir la “producción teórica” que hiciera posible una “izquierda realista”. Al sobrevenir la crisis financiera global, el “vaciamiento” de las soberanías estatales europeas y la indignación social por los casos de corrupción en las elites políticas, España tuvo la fortuna de contar con “el conocido grupo de docentes e investigadores de la Universidad Complutense de Madrid”, que integraría Podemos.

 

 

 

El objetivo de ese “núcleo” de “pensamiento crítico” era “agregar” las nuevas demandas derivadas de la crisis en torno a un “liderazgo mediático” capaz de “dicotomizar” el espacio público. ¿Cómo lograrlo? Volteando a “las experiencias acontecidas en América Latina”, ricas en “instrumentos teóricos para interpretar la realidad española”. De hecho —imaginaba Iglesias—, Europa toda se hallaba en un “proceso de latinoamericanización, entendido como la apertura de una estructura política”. Por un lado, había que absorber la obra del filósofo Ernesto Laclau (principal teórico del populismo en Latinoamérica). Por otro, había que “pensar políticamente en clave televisiva”, objetivo que se logró con los programas La Tuerka y Fort Apache, nuevos “partidos” que trasladaron la política del Parlamento a la televisión. Esos programas —revelaba Iglesias— fueron la escuela que “nos formó para el asesoramiento en comunicación política que desarrollamos paralelamente en España y América Latina”. Pero, para superar “ciertos estilos” (que Iglesias, enemigo del castellano pero amigo del oxímoron, llamaba “movimientistas paralizantes”), se requería algo más: “Usar mi protagonismo mediático”. Era necesario “identificar al pueblo de la televisión con un nosotros nuevo”. Así fue como la “representación de las víctimas de la crisis” encarnó en su propia persona: “El fenómeno televisivo”, el “tertuliano-referente”, “el significante”, “Pablo Iglesias/el profesor de la coleta”.

 

 

 

Hay quien piensa que para ser político no hay nada mejor que ser politólogo

 

 
Para los huérfanos de “pensamiento crítico”, estas ideas seminales no son fácilmente comprensibles. Por eso, en beneficio de los legos, a mediados de 2014 el tertuliano/referente y significante concedió en Venezuela una entrevista para un programa de televisión donde se le ve escuchando a Hugo Chávez: “La revolución avanza, la patria avanza [decía el Comandante en 2012]. Esto solo es posible en socialismo, solo es posible con un Gobierno que coloque en primer lugar al hombre, al humano, a la mujer, a la niña, al niño”. Visiblemente conmovido, Iglesias reacciona en “clave televisiva”: “…Cuántas verdades nos ha dicho este hombre… Lo que está ocurriendo aquí es una demostración de que sí hay alternativa, de que la única manera de gobernar no es gobernar para una minoría de privilegiados y contra las mayorías sociales. Ese es el ejemplo de América Latina… una alternativa para los ciudadanos europeos”.

 

 

 

El mensaje era el mismo para el lector de la New Left Review y el “pueblo de la televisión”: el futuro de España y de Europa era y debía ser (historia y norma, poder y deber, hermanados) la Revolución Bolivariana encabezada por su respectivo caudillo mediático.

 

 

 

Para refutar a Iglesias, alguien señaló lo mucho que Laclau debe a Carl Schmitt, teórico del nazismo, experto en la “dicotomización”, que veía la historia como el escenario de dos fuerzas: “Amigo” y “enemigo”. (Traducción para España: por un lado “el pueblo”, representado por Podemos, representado por Iglesias; por otro el “no pueblo”, representado por todas las otras formaciones políticas). Pero a estas alturas esos reparos intelectuales son lo de menos. Ahora, la mejor refutación de la teoría de Podemos está en la espantosa realidad en la que viven “el hombre, el humano, la mujer, la niña, el niño” en la Venezuela creada por el chavismo, una devastación sin precedente en América Latina, comparable a la provocada en Zimbabue por Robert Mugabe.

 

 

 

La mejor refutación de sus  teorías está en la espantosa realidad que viven los venezolanos

 

 
El profesor Iglesias, por supuesto, no admitirá nunca esa realidad. Y se entiende: Podemos tiene intereses creados en creer lo que cree o dice creer. Esos siete millones de euros no se cobraron en vano. Lo que no está claro es el sentido de esa operación de “asesoramiento en comunicación pública”. ¿Cobraron por un servicio prestado al chavismo o cobraron por el honor de ser asesorados por Hugo Chávez, el mayor experto mundial en “dicotomizar” a la sociedad, “pensar políticamente en clave televisiva” y construir un “liderazgo mediático”?

 

 

 

Sobre el peso relativo de la teoría y la práctica en su doble rol de Secretario General yPolitólogo, Iglesias confiesa: “Sin el segundo, el primero no habría sido posible”. Lo cual supone que la universidad prepara a las personas para la vida. ¿Es así? Zaid llegó a la conclusión de que la mitología universitaria es responsable de ese y otros equívocos, que impiden un progreso que sirva a la vida. Cualquier profesionista responsable sabe que la experiencia práctica, con sus errores inevitables, es la verdadera maestra. No obstante, en una extraña vuelta al platonismo, hay quien piensa que la teoría prepara para la práctica y en cierta medida la supera. Y que para ser político nada mejor que ser politólogo.

 

 

 

Los líderes de Podemos han escalado el poder con credenciales del saber. Son capitalistas curriculares. Son guerrilleros de salón. Desde los peligrosos cañaverales de la Complutense, construyeron teorías contra el poder democrático financiados por el poder revolucionario. Del ciudadano español depende desenmascarar su inanidad teórica, su inexperiencia práctica, su vasta mentira, su mala fe.

El narcisismo de Podemos

 

Enrique Krauze es escritor y director de la revista Letras libres.

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