Una lectura de López Obrador

Posted on: julio 20th, 2018 by Laura Espinoza No Comments

Las metas de la revolución mexicana siguen vigentes, pero el presidente electo debería levantar diques institucionales a su propio poder, sobre todo en materia de no reelección y en el nombramiento de un fiscal independiente del Ejecutivo

 

 

La obra del historiador, editor y ensayista mexicano Daniel Cosío Villegas (1898-1976) influyó en varias generaciones de lectores. Uno de ellos es Andrés Manuel López Obrador. En diversas ocasiones ha mencionado la huella de un célebre ensayo de Cosío Villegas en su vocación política. Se trata de La crisis de México, que apareció en la revista Cuadernos Americanosa principios de 1947.

 

 

Para mi generación intelectual, el magisterio de don Daniel —como todos le decíamos— fue decisivo. En mi juventud, tuve la suerte de ser su discípulo, tener acceso a su archivo y escribir su biografía. Alrededor de la obra de aquel eminente intelectual se entienden mejor mis simpatías y diferencias con el líder a quien una mayoría de mexicanos ha elegido para ser nuestro próximo presidente.

 

 

 

Como buena parte de los intelectuales de la época, Cosío Villegas colaboró con inmenso entusiasmo en la obra revolucionaria. No obstante, en La crisis de México se atrevió a sostener que los sucesivos Gobiernos emanados de la revolución mexicana habían terminado por abandonar sus grandes metas (la democratización y la libertad política, la justicia social y el progreso económico de los campesinos y obreros, la consolidación material y cultural de la nacionalidad mexicana) debido a una falla de origen: “Todos los hombres de la revolución mexicana, sin exceptuar a ninguno, han resultado inferiores a las exigencias de ella”. Su pecado mayor había sido de orden moral: “Ha sido la deshonestidad de los gobernantes revolucionarios, más que ninguna otra causa, la que ha tronchado la vida misma de la revolución mexicana”. Concluyó: “El único rayo de esperanza —bien pálido y distante, por cierto— es que de la propia revolución salga una reafirmación de principios y una depuración de hombres”.

 

 

 

No tengo duda de que López Obrador se ve a sí mismo —y así es visto por treinta millones de votantes— como el líder llamado a lograr esa “reafirmación de principios” y “depuración de hombres”. Su programa parte de la premisa central del régimen de la revolución que en los años treinta nacionalizó el petróleo, repartió más de 17 millones de hectáreas a campesinos e introdujo una vigorosa legislación laboral. Esa premisa daba al Estado (y, en particular, al presidente) un papel central como fuente de control político, energía social, actividad económica y defensa de la nacionalidad.

 

 

 

 

AMLO se inspiró en la obra de Cosío Villegas, pero este dudó luego de la centralidad del Estado
El propósito de AMLO es volver a esa premisa y, a partir de ella, promover el necesario rescate del campo, extendiéndolo ahora a la protección de los ancianos y los jóvenes desfavorecidos y al fomento de las zonas del sur de México, las más atrasadas y pobres. El corazón de su proyecto es “regenerar” la vida misma de la revolución erradicando la corrupción con un liderazgo honesto. Por eso, al referirse a sí mismo, utilizó por muchos años la figura del “rayo de esperanza”.

 

 

 

Ese es el Cosío Villegas que inspiró a López Obrador. Pero hay uno posterior, distinto del primero, que al paso del tiempo fue dudando de aquella centralidad del Estado, de su capacidad para pasar de los ideales a la práctica y beneficiar a la sociedad. En las tres décadas siguientes hasta su muerte en 1976 ocurrió en él un tránsito del estatismo al liberalismo que se explica por tres motivos: el entorno de la Guerra Fría, su propia biografía intelectual y los estragos crecientes del poder presidencial en México.

 

 

 

En varios ensayos,escritos en los años cincuenta, Cosío Villegas criticó al sistema soviético y declaró su abierta preferencia por la democracia liberal en Occidente.

 

 

 

Ya en La crisis de México había defendido la libertad individual, “inocente tesis”, decía, por cuya defensa habían muerto millones de hombres en la Segunda Guerra Mundial. A partir de entonces, Cosío Villegas se dedicó a estudiar la breve aurora democrática llamada “la República Restaurada” (1867-1876). Y conforme se adentraba en el mundo político e intelectual de los liberales, sintiéndose parte de él, llegó a la convicción de que en el siglo XX el Estado había desplazado indebidamente al individuo, privándolo de iniciativa y libertad, y no pocas veces oprimiéndolo a extremos nunca vistos.

 

 

 

El historiador creyó que había que volver al liberalismo político frente al Estado opresor
Lo cautivaba el temple de los liberales: “Eran fiera, altanera, insensata, irracionalmente independientes”. Habían redactado la Constitución de 1857, que consagraba las garantías y los derechos individuales, establecía la división de poderes (debilitando, de hecho, al Ejecutivo) y colocaba la libertad en el centro de la vida nacional. No eran insensibles a los problemas sociales, pero para resolverlos no privilegiaban al Estado por encima del individuo. El Estado para ellos tenía funciones esenciales (educación, salud, seguridad, fomento económico) pero debía proceder con apego estricto al orden legal y democrático. Lo mismo pensaba Cosío Villegas en 1968: había que volver al liberalismo político, sobre todo frente a un Estado represor.

 

 

 

Cuando estalló aquel año el movimiento estudiantil cuyo desenlace fue la matanza de Tlatelolco, don Daniel decidió jubilarse del servicio público y dio inicio a una extraordinaria labor crítica. Su vejez no fue serena. Fue ferozmente combativa. En artículos semanales y libros breves que se vendían como pan, criticó el populismo económico del presidente Echeverría. Nada le parecía más importante que “poner diques” al poder presidencial. Fue él quien describió al sistema político mexicano como una “monarquía, absoluta, sexenal, hereditaria por vía transversal”.

 

 

 

Las metas de la revolución mexicana siguen vigentes. Allí, en retomarlas, están mis simpatías con AMLO. Pero para alcanzar esas metas específicas —y ahí radican mis diferencias concretas, vertidas en mis ensayos— es preciso considerar las vastas diferencias de contexto mundial entre aquella época y la nuestra. Un Estado recto, sensible y eficaz no tiene por qué asemejarse al antiguo régimen, menos aún si lo encabeza un líder carismático que ha consentido el culto de la personalidad y ha apelado a la religiosidad popular para fines políticos.

 

 

 

En todo lugar y tiempo, la experiencia histórica demuestra que el poder absoluto tiende a acotar las libertades y a minar la democracia. ¿Querrá AMLO evitar ese desenlace? En caso afirmativo, el primer paso debería ser levantar diques institucionales y aun constitucionales a su propio poder, sobre todo en materia de no reelección y en la elección de un fiscal independiente del Ejecutivo. Al mismo tiempo, debería alentar la cultura de la pluralidad, la tolerancia, el diálogo, el debate y respetar escrupulosamente la libertad de expresión y la crítica. Sobre todo, debe vertebrar un Estado de derecho. Ese fue el sueño de aquel “liberal de museo”, puro pero no anacrónico, a quien los mexicanos admiramos.

 

 

 

Enrique Krauze es escritor y director de la revista Letras Libres.

Enrique Krauze: La destrucción de Venezuela

Posted on: marzo 3rd, 2018 by Laura Espinoza No Comments

Por cien días que apenas conmovieron al mundo, los venezolanos desplegaron la mayor manifestación democrática del siglo XXI. Entre abril y julio de 2017, centenares de miles de personas recorrieron las ciudades del país para protestar contra el autogolpe de Estado del Tribunal Superior de Justicia (brazo ejecutor del presidente Nicolás Maduro), que desconoció a la Asamblea Nacional electa el 6 de diciembre de 2015, único poder independiente, de mayoría opositora, que queda en Venezuela.

 

 

 

Por Enrique Krauze en Letras Libres

A pesar de la represión de la Guardia Nacional Bolivariana (muy difundida en redes sociales, y en la que hubo ciento veinte muertos, cientos de heridos, presos y casos documentados de tortura), los manifestantes culminaron su protesta con un plebiscito en el que más de 7,5 millones de personas (el 40% del total de electores, el 25% de la población) pidieron la renovación constitucional de los poderes públicos y rechazaron la convocatoria del Consejo Nacional Electoral (otro órgano obediente a Maduro) para votar una Asamblea Nacional Constituyente paralela, al gusto del Ejecutivo.

 

 

Su esfuerzo fue en vano. Tras una votación a todas luces fraudulenta,1 la Asamblea espuria se estableció. Con todos los poderes en sus manos, en el marco de las más severas limitaciones a la libertad de expresión, con una oposición dividida y desmoralizada (que ha anunciado que no participará en las próximas elecciones presidenciales porque considera que carecen de condiciones democráticas), Maduro está cerca de realizar el sueño del hombre que llamó su mesías, Hugo Chávez: eternizar la “Revolución bolivariana”.

 

 

En los barrios pobres de Caracas, las redes sociales recogieron otro drama: mujeres que pelean por una barra de mantequilla; madres sin leche que comprar, dando inútilmente las tetas a sus niños; gente buscando comida en la basura; anaqueles vacíos de alimentos y medicinas; hospitales sin camillas, insumos, medicamentos o condiciones mínimas de higiene; médicos del Hospital Universitario de Maracaibo operando a una paciente con la luz de un celular; madres que dan a luz fuera del sanatorio. Al concluir el ciclo de protestas, se volvió peligroso subir imágenes a las redes. La Asamblea paralela –cuyos miembros han incitado al odio por veinte años– aprobó una “ley contra el odio” que sancionará con prisión de hasta veinte años a quien lo “fomente, promueva o incite”.

 

 

Las imágenes de la penuria coinciden con las estadísticas. El de Venezuela es “un colapso sin precedentes”, al menos en el mundo occidental, escribe Ricardo Hausmann, antiguo ministro venezolano de Planificación y actual director del Center for International Development en la Universidad de Harvard. En su estudio reciente, “Background and recent economic trends”,2 Hausmann demuestra que el descenso del pib y el pib per cápita entre 2013 y 2017 (el 35% y el 40%, respectivamente) es más agudo que en la depresión estadounidense de 1929 a 1933, y aun en la rusa, la cubana o la albana posteriores a la caída del Muro de Berlín. La dimensión de la crisis se aprecia en los indicadores sociales. En mayo de 2017, el salario mínimo (cuyo valor ha caído un 75% en cinco años) podía comprar solo el 11,6% de la canasta de bienes básicos, cinco veces menos que en la vecina Colombia. Más grave aún, durante el mismo periodo, ese salario mínimo (medido en unidades calóricas de los alimentos más baratos que puede comprar) cayó un 86%.3 En 2016, de acuerdo con una encuesta de 6.500 hogares, el 74% de la población perdió cerca de nueve kilos en promedio. Según el organismo venezolano de la salud, la mortalidad de los pacientes atendidos en hospitales se multiplicó diez veces en el país y la de los recién nacidos en hospitales creció un 100%. Mientras enfermedades largamente erradicadas como la malaria y aun la difteria han reaparecido, aumentan los males emergentes como chikunguña, zika y dengue. Para colmo, Caracas es la ciudad más peligrosa del mundo.

 

 

Se trata de una crisis humanitaria de enormes proporciones, documentada detalladamente en hogares y hospitales por instituciones civiles venezolanas e internacionales.4 Según Feliciano Reyna, activista de Codevida, una de esas organizaciones, la información servirá en el futuro para procesar al gobierno de Maduro en el Tribunal Internacional de La Haya. “Lo que está pasando es deliberado”, sostiene Reyna, apuntando a la negativa del gobierno a establecer un canal neutral para la entrada de alimentos y medicinas. A sabiendas de que el salario mínimo mensual es apenas suficiente para comprar cinco kilos de carne y nada más, en sus apariciones públicas (y a veces bailando salsa) Maduro ha sugerido la cría de conejos como remedio. Pero su solución para paliar el hambre es aún más ingeniosa, porque liga la alimentación con la política.

 

 

Cerca del 70% de la población depende de las bolsas de alimentos importados llamadas clap, siglas del Comité Local de Abastecimiento y Producción encargado de distribuirlas conforme a un sistema de tarjetas.5 En las elecciones para la Asamblea paralela, el gobierno discurrió una renovación de las tarjetas que coincidía en tiempo y espacio con los sitios de la votación, logrando el efecto deseado de intimidar al votante que sentía que podía perder su tarjeta si no votaba por los candidatos oficiales.

 

 

La paradoja es que esto le ocurre a la nación con las mayores reservas petroleras del mundo. Pero es justo ahí, en el petróleo, donde se localiza el epicentro del terremoto infligido por el régimen a pdvsa, la empresa petrolera del Estado venezolano que concentra el 96% de las exportaciones del país. El colapso y la caída del sector petrolero venezolano ofrece un detallado diagnóstico del caso.6 Sus autores, Ramón Espinasa y Carlos Sucre, especialistas afiliados a la Universidad de Georgetown, parten de 1998, cuando tras un largo proceso de profesionalización administrativa y técnica, actuando con autonomía gerencial y remitiendo por ley sus utilidades al Banco Central, pdvsa producía 3,4 millones de barriles diarios (mmbd) con una planta de cuarenta mil trabajadores y empleados. Las proyecciones para la primera década del siglo xxi eran de 4,4 mmbd, pero, al llegar al poder, Hugo Chávez tenía otros planes.

 

 

Desde el principio, Chávez intervino en la empresa designando personal por motivos políticos, no técnicos, y comenzó a suministrar petróleo subsidiado a países del Caribe políticamente afines con el régimen. En diciembre de 2002, el personal de pdvsa inició una huelga que derivó en la pérdida de autonomía de gestión, el desmantelamiento de los sistemas de control financiero y el despido de 17.500 empleados, dos terceras partes de ellos técnicos y profesionales. En los años siguientes pdvsa desvirtuó aún más su sentido, convirtiéndose en un superministerio que distribuía alimentos, construía viviendas, administraba las empresas nacionalizadas y expropiadas (incluidas las vinculadas al petróleo) que después de 2007 abarcarían el grueso de la infraestructura productiva: siderúrgicas, cementeras, bancos, telefónicas, supermercados, fabricantes de alimentos, semillas, fertilizantes, almacenes. En total, el régimen nacionalizó 1.400 empresas.

 

 

 

Durante el periodo de Chávez (1999-2013) la producción de pdvsa cayó de 3,7 a 2,7 mmbd con una planta de 120.000 personas, el triple de 1998. Pero en la etapa de Maduro, con la misma planta, la producción anda ya muy por debajo de los dos millones de barriles diarios y disminuye mes a mes.7 Esta caída cercana al 40% permaneció parcialmente oculta por el llamado “superciclo” de los precios entre 2002 y 2014 (en julio de 2008 el barril llegó a los 147 dólares), pero también estos fueron desaprovechados por el régimen. En 2008, el ministro de Economía Alí Rodríguez Araque sostenía que el barril llegaría a los 250 dólares. Esta fe en el alto precio del petróleo era una apuesta desorbitada que el régimen perdió. Los efectos del colapso habrían sido menores si el gobierno hubiera invertido de manera productiva y ahorrado al menos una parte de sus ingresos, como dictaban la reglas originales de pdvsa. (Según estudios, ese ahorro pudo ser de 223.000 millones de dólares.8) No solo no lo hizo, sino que sextuplicó su deuda externa, lo que convirtió al país en el más endeudado del mundo en proporción al pib: 172.000 millones de dólares que representan el 152% del pib.

 

 

Además de esa deuda, ¿cuánto dinero ingresó en realidad a Venezuela por la venta de petróleo entre 1998 y 2017? Sin subsidios internos y externos, el ingreso total habría sido de 1,01 billones. Si se toma en cuenta que la gasolina prácticamente se regala en Venezuela (provocando un jugoso negocio de contrabando) y si se restan las ventas subsidiadas a Cuba y los países del Caribe más las que amortizan la deuda con China, el ingreso neto del periodo fue de 635.000 millones de dólares.9 ¿Dónde quedaron todos esos ingresos (suma del ingreso neto y la deuda) que en conjunto rondan los 800.000 millones? La pregunta torturará a generaciones de venezolanos.

 

 

Un exministro de Chávez, Jorge Giordani, ha proporcionado parte de la respuesta: estima que 300.000 millones de dólares simplemente fueron robados. Otra parte se despilfarró en proyectos faraónicos e inconclusos, opacas entidades públicas, expropiaciones costosas e improductivas, importaciones masivas que compensaban la falta de producción interna o meramente suntuarias (500.000 autos solo en 2006), crecimiento desbordado del empleo público, subsidios de toda clase, etcétera. Entre 1998 y 2013 –dato clave– el consumo creció un 60% pero la producción solo aumentó un 14%. La conclusión es clara: el verdadero drama de Venezuela no proviene de la caída del precio del petróleo sino del derrumbe histórico de la producción de pdvsa, cuyo patrón de deterioro y desmantelamiento se transfirió intacto a las empresas nacionalizadas y expropiadas. Un ejemplo entre cientos: en 2007 Venezuela exportaba el 85% del cemento que producía; hoy lo importa. Algo similar ocurre en otros ramos: acero, teléfonos, supermercados, granjas de toda índole, productoras de semillas, fertilizantes, ganadería, pesca, transporte, construcción.

 

 

En una decisión al mismo tiempo asesina y suicida, en lugar de revertir el estatismo de la Revolución bolivariana para compensar la caída de ingresos petroleros, Maduro optó por imprimir billetes (la inflación acumulada en 2017 fue de un 2.616%) y seguir atendiendo la deuda (cuyo monto con respecto a las exportaciones es también el más alto del mundo, además del más caro), estrangulando las importaciones per cápita de bienes y servicios, que entre 2013 y 2017 cayeron un 75,6% (otro desplome sin precedentes a nivel mundial desde 1960). El peso mayor de esta contracción ha recaído sobre los sectores manufacturero, de construcción, comercio y transporte, pero el ahogo al sector privado es generalizado y ha provocado la desinversión y el éxodo masivo: entre 1996 y 2016 el número de empresas privadas descendió de 12.000 a 4.000.

 

 

En la versión oficial, la crisis se debe a una “guerra económica” incitada por el imperio yanqui. Pero Estados Unidos ha sido siempre el principal comprador de petróleo venezolano y prácticamente el único que ahora paga en divisas: 477.000 millones de dólares de 1998 a la fecha. No hay culpables externos del fracaso. El único responsable ha sido el régimen chavista, que en la era de Chávez recibió una lluvia de recursos (inédita en la historia latinoamericana y solo comparable con los productores del Medio Oriente)10 y los despilfarró en una fiesta interminable. Maduro no es el desdichado heredero de Chávez. Su gobierno es la conclusión natural del chavismo, la cruda después de la fiesta. En palabras de Feliciano Reyna, el régimen no es más que “un proyecto militarista, exorbitantemente corrupto, cuyo objetivo es el control político de la población venezolana a la que se está infligiendo un inmenso daño”.

 

 

Nada de esto estaba en el horizonte a fines de 2007 cuando comencé a visitar con frecuencia Venezuela. Caracas era la nueva meca de la izquierda europea, latinoamericana y estadounidense que a lo largo del siglo xx había puesto sus esperanzas utópicas en la urss, China, Cuba, Yugoslavia, Nicaragua y ahora ponía su fe en la Revolución bolivariana. Medios de prestigio11 publicaban reportajes favorables a Chávez. Algunos mencionaban el riesgo del culto a la personalidad, pero sucumbían a él. En sus apariciones públicas –escribió Alma Guillermoprieto, de modo sucinto– Chávez “es indudablemente fascinante y por momentos entrañable”. A pesar de las limitaciones crecientes a la libertad de expresión y la reciente expropiación de Radio Caracas Televisión (la antigua estación independiente), autores reconocidos como Tariq Ali y Noam Chomsky declaraban que Venezuela era el país más democrático de América Latina –aunque Chomsky sí condenó posteriormente el régimen y el caudillismo–. Siendo ellos mismos indulgentes con Cuba, no objetaban la deriva de Venezuela hacia el modelo cubano. Celebraban, con razón, el descenso en los niveles de pobreza que el régimen había logrado con su política redistributiva, pero no veían el daño que el gobierno causaba a pdvsa y a toda la planta productiva que Chávez estaba en vías de destruir, sentando desde entonces las bases del inmenso menoscabo que hoy padece la población, en particular la más pobre. Esta buena prensa internacional desdeñó las voces críticas (maestros y estudiantes de universidades públicas, antiguos guerrilleros, periodistas, empresarios, líderes religiosos y sindicales, académicos, militares retirados) que advertían lo que vendría. Una de esas voces era la de Ramón Espinasa, que a mediados de 2008 me advirtió: “el derrumbe viene aun si el precio no baja de manera sustancial, porque la inercia de gastar más y más es indetenible. La situación actual es esa: los precios caerán hasta cierto nivel, el gobierno no podrá parar el gasto y la producción no se recuperará: su caída es inexorable. De modo que es cuestión de tiempo: la tormenta perfecta viene”. Pero todavía quedaban cuatro años de bonanza, y Chávez los usaría para gastar más que nunca, llevando los déficits públicos a un 10%. Luego del colapso de los precios y con Maduro en la presidencia, entre 2013 y 2015 los déficits llegaron al 20%.12

 

 

Chávez era el alma de la fiesta. Basado en su inmensa popularidad, convocó un referéndum que se llevaría a cabo el 2 de diciembre de 2007, en el que proponía decenas de modificaciones constitucionales para consolidar el Estado socialista venezolano: reelegirse de forma indefinida, acotar la propiedad privada, introducir una “nueva geometría política” (un gerrymandering, en el término estadounidense), consolidar a su alrededor un ejército paralelo, suprimir la autonomía del Banco Central, manejar desde la presidencia (de modo directo y discrecional) las reservas internacionales, establecer un “poder popular” basado en comunas. Era sí o no a todo, pero para su sorpresa los votantes dijeron no. “Disfruten su victoria de mierda”, dijo, prometiendo sacar adelante su proyecto por la vía de decretos. Punto por punto, a lo largo de nueve años, su gobierno y el de su sucesor han cumplido esa promesa.

 

 

Se trataba de crear un país federado con Cuba. Desde su juventud Chávez había vivido intoxicado por la versión heroica de la historia (su clásico era El papel del individuo en la historia, de Plejánov) aplicada a Venezuela, y a sí mismo. Se sentía el heredero histórico de Bolívar. Pero su meca era Cuba y su “padre espiritual”, Castro. Tras un viaje a la isla, antes de ser electo presidente, declaró su admiración: “Fidel es como el todo.” En una conferencia de 1999 en la Universidad de La Habana, Chávez profetizó: “Venezuela va […] hacia el mismo mar hacia donde va el pueblo cubano, mar de felicidad, de verdadera justicia social, de paz.” Al enfermar Castro en 2006, contra la opinión de sus asesores más experimentados, Chávez aceleró su proyecto revolucionario.

 

 

Para Cuba, que desde 1959 había codiciado el acceso preferencial al petróleo venezolano, la sociedad con Chávez resultó de un beneficio económico inobjetable. En su mejor momento, en 2013, Venezuela tenía el 44% del intercambio comercial de bienes de Cuba, financiaba el 45% del déficit de dicho comercio, compraba alrededor de siete mil millones de dólares en servicios profesionales cubanos (lo cual encubría un fuerte subsidio), suministraba el 65% de las necesidades de petróleo de la isla, así como crudo para refinar en la planta de Cienfuegos construida con inversiones de Caracas; en su totalidad, la relación económica con Venezuela representaba alrededor del 15% del pib de Cuba.13 Aconsejado por Castro, en una especie de transferencia de la estructura educativa y de salud cubana, en 2003 Chávez instituyó las “misiones” educativas y de salud, confiándolas a cuarenta mil cubanos que atendían directamente a la población pobre. Los críticos señalaban el abandono de la estructura hospitalaria (centenares de hospitales y miles de puestos de atención ambulantes), el reparto demagógico de títulos, la competencia desleal a los productores y, desde luego, el carácter político de la operación porque, con las misiones, Chávez cobraba su munificencia con sometimiento. Ahora las misiones son un membrete, pero permanece intacto el aparato de inteligencia cubano.

 

 

Para convertirse en el líder del socialismo del siglo xxi, para heredar a Castro y ser él mismo “como un todo”, Chávez necesitaba permanecer en el poder hasta 2030, en el doscientos aniversario de la muerte de Bolívar. Pero se trataba de una apuesta más, y la perdió. Afectado de cáncer, tras largos y misteriosos tratamientos en La Habana, Chávez murió en Caracas el 5 de marzo de 2013, poco antes del derrumbe de los precios petroleros que arrastraría también el proyecto confiado al hombre elegido por él para heredarlo, Nicolás Maduro.

 

 

Patria o muerte, la novela de Alberto Barrera Tyszka,14 es el perfecto testimonio del gozne entre el chavismo y el madurismo. Transcurre mientras el comandante agoniza. Su título proviene del saludo obligatorio instituido por Chávez a las fuerzas armadas en 2007: “Patria, socialismo o muerte”. Por quince años –rasgo esencial del populismo– nadie en Venezuela hablaba más que de Chávez: su última ocurrencia, declaración o medida. Su enfermedad alimentó aún más esa omnipresencia. Desde la incertidumbre de aquellos meses, los atribulados personajes de la novela apenas tienen vida interior. Uno de ellos, el oncólogo retirado Miguel Sanabria, “creía que la política los había intoxicado y que todos, de alguna manera, estaban contaminados, condenados a la intensidad de tomar partido, de vivir en la urgencia de estar a favor o en contra de un gobierno”. En cambio, para su hermano Antonio, “la Revolución era una droga dura, una suerte de estimulante ideológico, una manera de regresar a la juventud”.

 

 

Autor de una excelente biografía de Chávez y experimentado guionista, Barrera ha escrito su novela con el suspenso y ritmo de una serie televisiva. Miguel recibe de su sobrino Vladimir (hijo de Antonio, que ha acompañado a Chávez en La Habana) una caja con un teléfono que debe resguardar sin ver los videos que contiene. Pero más que el terror de ser descubierto por los cubanos, la tortura para Miguel es el diálogo de sordos con Antonio. El contrapunto entre los hermanos representa la polarización de Venezuela, producto del odio ideológico (y casi teológico) sembrado a toda hora por Chávez y sus voceros en los medios e internet. Miguel pone frente a Antonio un cúmulo de datos objetivos: los alimentos que se pudren en los puertos, las ligas de los políticos con el narco, la resurrección del viejo militarismo. Nada lo convence. Los males son herencia del capitalismo, obra de los gringos y la oligarquía. La conciliación es imposible porque para Antonio la Revolución es impermeable a la crítica, una fe cuyas promesas siempre podrán cumplirse en un futuro prorrogable. Descreer de esa fe era ser un “escuálido”, epíteto acuñado por Chávez para descalificar a sus críticos. Miguel era un “escuálido”.

 

 

Cuba es el Big Brother del libro: “en un acto de sorprendente sumisión –dice el narrador– el gobierno había cedido a funcionarios cubanos el manejo del sistema nacional de identificación, así como la administración y el control de los registros mercantiles y de las notarías públicas. Se decía […] que en casi todos los ministerios, incluyendo la Fuerza Armada, se contaba también con la presencia de asesores cubanos”. Así lo comprobaría otro personaje, Fredy Lecuna, un periodista que toma riesgos inverosímiles para escribir una novela sobre la agonía de Chávez, solo para terminar escribiendo el libro que los espías cubanos (que lo han seguido de principio a fin) le ordenan y pagan.

 

 

Las mejores páginas exploran los sentimientos colectivos de gratitud hacia Chávez. Una mujer humilde le explica a Madeleine, una periodista estadounidense experta en Max Weber, que ha ido a Venezuela a estudiar in situ el carisma:

 

 

Chávez me cambió la vida […] pero de acá, de la cabeza. Me cambió la forma de pensar, de mirar, de mirarme a mí misma. ¿Que qué me ha dado? Tú dices, ¿en concreto? Cómo te digo. Es que nosotros no teníamos nada, no éramos nadie; o mejor dicho: nosotros sentíamos que no éramos nadie, que no teníamos valor, que no importábamos. Y eso fue lo que cambió Chávez. Eso fue lo que nos dio.

 

 

El comandante era uno de ellos, hablaba con ellos y por ellos. “Chávez me enseñó a ser yo y a no tener vergüenza.”

 

 

Pero el vínculo tenía también una evidente intención política: apelaba a la religiosidad natural de un pueblo proclive a la fe, la magia y la santería, para manipularlo. Chávez había llevado a extremos escatológicos su identificación con Bolívar al grado de abrir su sarcófago, descubrir su huesos, ordenar un retrato a partir del adn, y revelar a un Bolívar no criollo sino mulato, como Chávez. Pero, en su agonía, la identificación con el prócer histórico era insuficiente. Había que apuntar más alto.

 

 

Madeleine lograría ver a Chávez de lejos, en la última visita del líder a Sabaneta, su pueblo natal. Ahí comprobaría que el carisma es inseparable de lo que Barrera llama “los carismados”, que escuchan arrobados a un Chávez moribundo en quien ven al redentor reencarnado: “Dame vida, Cristo, dame tu corona, dame tu cruz, dame tus espinas, yo sangro pero dame vida, no me lleves todavía porque tengo muchas cosas por hacer.”

 

 

Finalmente, el oncólogo Sanabria se atreve a ver las imágenes del celular que resguarda. Son imágenes de Chávez llorando, pidiendo que no lo dejen morir. ¿Por qué la secrecía?, le pregunta Madeleine. “Porque los dioses no tienen cuerpo. Los dioses no gritan de dolor, no sangran por el culo, no lloran. Los dioses no suplican que los salven. Los dioses nunca agonizan.”

 

 

El encargado de que el dios no muriera nunca ha sido Nicolás Maduro. “Sacerdote del chavismo”, lo llama el periodista venezolano Roger Santodomingo, autor de una breve biografía –más bien un reportaje– publicada en 2013 a partir de un par de entrevistas realizadas años antes.15 Nacido en 1962, Maduro recordaba a detalle las escenas de “brutalidad policiaca” que presenció de niño. De joven –además de roquero y beisbolista– mantuvo vínculos con organizaciones de izquierda gracias a las cuales en 1986 pasó meses en Cuba estudiando marxismo-leninismo. Por algún tiempo fue chofer de Metrobús. Aunque en 1993 visitó a Chávez en la prisión, no pertenecía al círculo cercano y pasó casi inadvertido como diputado de la Asamblea. Su vertiginoso ascenso ocurrió a partir de 2006, cuando Chávez lo nombró ministro de Relaciones Exteriores. Rodeado de figuras mayores de las que procuraba liberarse o de militares coetáneos de los que desconfiaba, Chávez necesitaba acercarse a los jóvenes y terminó por reconocer en Maduro a su devoto incondicional. En su gestión diplomática –desplegada en los años de bonanza petrolera– consolidó las alianzas del régimen con los países sudamericanos afines, Nicaragua, Bolivia, Ecuador, Argentina. Pero fue la intimidad con Chávez durante su enfermedad lo que impulsó su carrera hasta la presidencia.

 

 

Maduro tuvo un mesías anterior a Chávez. Era Sai Baba, hasta cuyo ashram Prashanti Nilayam o “Morada de Paz” en la India peregrinó con su esposa Cilia Flores, lo que implicaba “una travesía aérea de veinte horas de ida y veinte de vuelta”. Su apego a Sai Baba –que fue gran amigo, admirador y beneficiario del dictador ugandés Idi Amin– explica su uso frecuente de una túnica color naranja, su saludo a la usanza india con las manos juntas frente al rostro y la supersticiosa convicción de una fuerza superior que lo protege. Sin renunciar a esa devoción, Maduro la transfirió a Chávez. Siendo ya vicepresidente y ministro de Relaciones Exteriores, se volvió su vocero, su apóstol. Y, tras su muerte, se erigió en el san Pedro de la iglesia chavista. Con tal manto de santidad, se entiende por qué las revelaciones de la bbc sobre la pedofilia y corrupción de Sai Baba no lo inquietaron, como tampoco la brutalidad policiaca multiplicada de su régimen contra los jóvenes.

 

 

“Yo soy Chávez”, dijo Maduro, poco antes de la muerte del comandante. Pero, aunque hablara como Chávez, no era Chávez. El régimen ha perdido cualquier aura religiosa. Es una dictadura que ha declarado una guerra de desgaste y empobrecimiento contra su propio pueblo, forzando su sumisión o su exilio (cerca de dos millones de venezolanos han emigrado en veinte años), en espera de ganar una nueva apuesta: el alza del precio del petróleo. En las elecciones de 2018, que adelantó para abril, el régimen prohibió la participación de los principales líderes de la oposición. Es la historia de un fraude anunciado.

 

 

A lo largo de la historia venezolana, llena de guerras civiles y tiranías, los militares han intervenido para introducir cambios radicales. Ocurrió en 1945, cuando entregaron el poder a los civiles y abrieron paso a un breve ensayo de democracia (1945-1948) que prefiguró la etapa de un bipartidismo (1959-1999), que a la distancia tuvo más aciertos que errores, pero cuyo orden se derrumbó para dar paso a la República bolivariana que hoy está en quiebra.

 

 

Ahora, incluso esa salida es improbable. “Los militares –me explica Miguel Henrique Otero, director de El Nacional, antiguo periódico que sobrevive con precariedad– están divididos en diversos grupos, unos manejan las empresas públicas, otros tienen vínculos con el narco, otros están en cargos públicos. En 2002 había setenta generales en Venezuela, ahora son mil doscientos, más que en la otan. La tropa gana poco, y en ella cunde la violencia y la deserción. En el ejército no parece haber ya incentivos morales o, si los hay en los mandos medios, quienes los abrigan viven atemorizados por el espionaje cubano. Venezuela se ha vuelto un protectorado de Cuba.” Recientemente, hay que agregar, un militar de la Guardia Nacional Bolivariana, represor de los manifestantes en las protestas del 2017, fue nombrado director de pdvsa.

 

 

Aunque el régimen parece tener todo bajo control, el costo humano y material de su propio fracaso puede sepultarlo. “Si la economía se queda como está nos morimos”, afirma Hausmann. No exagera: si la producción petrolera no se recupera, aun con un eventual ascenso de los precios, Venezuela está condenada a la hiperinflación, de la cual ninguna nación (o solo Zimbabue) ha salido viva. Y aunque el libreto cubano (control mediante la escasez) se siga aplicando al pie de la letra, en condiciones extremas de hambre y enfermedad no puede descartarse un estallido social de enormes proporciones.

 

 

¿Hay una salida posible? Venezuela podría recuperarse con un cambio de régimen económico que, permitiendo de inmediato la ayuda humanitaria mundial para alimentos y medicinas, negociase una quita sustancial al monto de la deuda, una amplia moratoria al pago de la misma, y con los recursos resultantes comenzara a abrir la compuerta de las importaciones para revivir la producción interna. Y, para ser creíble, este cambio económico tendría que acompañarse con un cambio de régimen político que garantice elecciones soberanas, libere a todos los presos políticos y reconozca a la Asamblea Nacional como la única legítima.

 

 

Maduro se negará a esta vía (su único propósito es permanecer en el poder a toda costa), pero el abismo en que ha caído Venezuela es tan grande que con certeza contaría con una solidaridad casi universal. Por desgracia, Estados Unidos, que podría propiciar ese desenlace, pasa ahora por una alucinación colectiva entre carismático y carismados no muy distinta a la del chavismo. A pesar de la solidaridad de los principales países latinoamericanos y europeos, Venezuela está tan sola como la mujer que languidece en uno de los dantescos hospitales de Venezuela: “Un país tan rico, teníamos todo y lo destruyeron. Y lo que falta.” ~

 

 

Una versión de este texto apareció originalmente en la New York Review of Books.

 

 

1 El software de Smartmatic, la compañía que proveyó el soporte para la elección, dio este dictamen.

 

 

2 “Background and recent economic trends”, el reporte de julio del Harvard’s Center for International Development.

 

 

3 El salario mínimo mensual en diciembre fue de casi dos dólares

 

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4 Entre ellas la Organización Mundial de la Salud, el alto comisionado estadounidense de Derechos Humanos, Cáritas Venezuela, Médicos por la Salud y el Observatorio Venezolano de la Salud.

 

 

5 Un paquete típico de clap contiene pequeñas porciones de pasta, arroz, leche en polvo y atún enlatado

 

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6 Concluido en agosto de 2017, este ensayo permanece por el momento inédito.

 

 

7 Estrictamente, la producción de petróleo por parte de pdvsa es actualmente de solo 800 mil barriles diarios (mbd). El resto viene de empresas externas con quienes pdvsa mantiene acuerdos. Véase Francisco Monaldi, Venezuela’s oil: Massive resources, dismal performance, Center for Energy Studies, Rice University’s Baker Institute, mayo de 2017.

 

 

8 Francisco Toro, “Venezuelan collapse has nothing to do with falling oil prices”:

 

http://on.ft.com/2D0kynC

 

 

9 Espinasa y Sucre, p. 79.

 

 

10 Francisco Monaldi, op. cit.

 

 

11 La bbc, The Guardian, The New Yorker, entre otros.

 

 

12 Monaldi, op. cit.

 

 

13 Carmelo Mesa-Lago, “Cuba vivirá una grave crisis si termina la ayuda venezolana”, El País, 9 de diciembre de 2015.

 

 

14 Alberto Barrera Tyszka, Patria o muerte, Barcelona, Tusquets, 2016.

 

 

15 Roger Santodomingo: De verde a Maduro. El sucesor de Hugo Chávez, Bogotá, Debate, 2013.

 

 

La revolución domesticada

Posted on: octubre 19th, 2017 by Laura Espinoza No Comments

En México, la Revolución de octubre fue devorada por la Revolución mexicana. Pese a las resistencias del Partido Comunista Mexicano, la inocente ideología nacionalista y social de la Revolución mexicana ganó la partida a todo intento de marxismo-leninismo autóctono. En México, Lenin y Trotsky nunca pudieron competir contra Villa y Zapata.

 

 

 

La Revolución mexicana antecedió a la rusa por seis años. Estalló como un levantamiento contra la dictadura de Porfirio Díaz, instauró un régimen democrático que culminó en 1913 con el asesinato del presidente Francisco I. Madero, tras el cual se desató una guerra civil entre las facciones que seguían a los caudillos populares Villa y Zapata y a los ejércitos Constitucionalistas de Obregón y Carranza, que resultaron triunfantes. En febrero de 1917, mientras se instauraba en Rusia el fugaz gobierno provisional y el zar estaba a unos día de dimitir, la fracción victoriosa redactó una nueva Constitución cuyos principales artículos se apartaban del liberalismo clásico, fortalecían al Estado y al poder ejecutivo, y recogían importantes banderas sociales, algunas de sus adversarios: reforma agraria, legislación obrera, nacionalización de los recursos naturales, educación universal. Cuando en octubre de ese año estalló la Revolución rusa, los revolucionarios mexicanos permanecieron tranquilos. Con plena convicción y sinceridad podrían presentar a la Revolución mexicana como amiga y hasta precursora del movimiento bolchevique.

 

 

 

Aunque el Partido Comunista Mexicano fue fundado tempranamente en 1919 a las órdenes de la Internacional Comunista, pocos países tuvieron tanto éxito en neutralizar a la Revolución rusa como México. La razón es sencilla: México avanzaba con su propia revolución.

 

 

 

En el ámbito cultural y educativo, por ejemplo, el renacimiento de la pintura y las artes y la cruzada alfabetizadora de José Vasconcelos en los años veinte no palidecían frente al modernismo ruso y el plan educativo de Lunacharski. De hecho, México fue el primer país en establecer relaciones diplomáticas con la URSS, cuya primera embajadora —Alexandra Kolontái, famosa impulsora del amor libre— fue recibida con honores. Este acercamiento entre las dos revoluciones provocó la histeria del embajador americano Sheffield y halló eco en las empresas petroleras que temían una inminente expropiación. La prensa de Hearst habló del “Soviet Mexico” y, en un episodio poco conocido de la historia diplomática, en junio de 1927 el presidente Coolidge consideró seriamente la opción militar contra su vecino revolucionario. Gracias a la intervención del senador Fiorello La Guardia, el tema se resolvió con un inteligente cambio de embajador: el banquero Dwight Morrowllegó a México, ayudó a reestructurar la deuda y las finanzas públicas, se hizo consejero de políticos y tuvo el instinto genial de hacerse amigo y mecenas de artistas que, tras la crisis de Wall Street en 1929, estaban seguros de que el futuro pertenecía a la Unión Soviética y al comunismo. Los más famosos, por supuesto, fueron Diego Rivera y Frida Kahlo, pero muchos escritores jóvenes —entre ellos el combativo Octavio Paz y su amigo José Revueltas— comulgarían por décadas con esa creencia: la URSS era “la tierra del porvenir”.

 

 

 

Declarado ilegal en 1929, reprimidos, encarcelados y asesinados muchos de sus miembros, el Partido Comunista Mexicano retomó cierta fuerza en el sexenio de Lázaro Cárdenas entre 1934 y 1940, pero sobre él volvió a obrar el efecto domesticador. Era imposible competir desde la izquierda con un gobierno tan claramente revolucionario como el de Cárdenas, que repartió 17 millones de hectáreas, expropió a las empresas petroleras en 1938, y contó con el apoyo del movimiento obrero organizado en una central única: la Confederación de Trabajadores de México, cuyo líder, el intelectual Vicente Lombardo Toledano (admirador de la URSS y viajero frecuente a Moscú), fue la representación misma de esa convivencia funcional y pacífica entre las dos revoluciones. En los años treinta, a los ojos de Moscú, el gobierno de Cárdenas era la versión mexicana del frente popular antifascista. Por esa razón, los comunistas mexicanos fueron obligados a entregar los sindicatos que controlaban al partido oficial, el Partido de la Revolución Mexicana, que en 1946 adoptó el oxímoron definitivo de Partido Revolucionario Institucional.

 

 

 

Acaso la prueba mayor de autonomía mexicana con respecto de la Revolución soviética sobrevino en 1937, con el asilo que —a petición de Diego Rivera— otorgó Cárdenas a Trotsky. La negativa del PCM a participar en el asesinato del jefe del Ejército Rojo, lo que ocurrió finalmente en 1940, selló su destino como partido: al llegar la Guerra Fría, mientras el PRI podía ostentarse ya abiertamente como una alternativa nacionalista y progresista frente al comunismo, el PCM se encontraba al borde de la extinción, y, en esa marginalidad, que fue acentuada por su falta de registro oficial, siguió hasta los años sesenta, acompañado solo por sindicalistas ferroviarios y magisteriales y algunos artistas famosos.

 

 

 

Al morir Frida Kahlo en 1954, recibió el primer homenaje rendido a un artista en el Palacio de Bellas Artes: su féretro cubierto por la bandera de la hoz y el martillo. El funcionario que permitió esa intromisión simbólica fue despedido, pero el acto fue emblemático de una nueva vigencia del comunismo en México, no a través del PCM sino de los ámbitos artísticos, académicos y literarios donde el marxismo comenzaba a tomar nuevos bríos gracias a la influencia de las obras de Jean Paul Sartre. Con todo, en la arena política, el PRI reinaba sin disputa. Al menos hasta el movimiento estudiantil de 1968, cuando empezó a resquebrajarse su dominio sobre las nuevas clases medias, el partido oficial era una alianza todopoderosa donde, excluyendo los extremos, cabía desde la derecha hasta la izquierda.

 

 

 

Ni siquiera la Revolución cubana modificó el estado de cosas. Hábilmente, al abstenerse de condenar a Castro y expulsar a Cuba de la OEA en 1962, el régimen del PRI se convirtió en el mediador tácito entre Estados Unidos y la Revolución cubana, el gobierno “tapón” que protegería a toda Norteamérica del comunismo, a cambio de sostener una retórica nacionalista. El compromiso con La Habana fue claro: México —de cuyas costas había salido la expedición castrista del Granma en 1956— defendería diplomáticamente, en la medida de lo posible, a Cuba de Estados Unidos, a cambio de que no hubiese guerrilla en México. Si bien la hubo en los años setenta, alcanzó una dimensión e impacto considerablemente menores que en el resto de América Latina.

 

 

 

Aunque el régimen de Castro pactó con el gobierno de la Revolución mexicana, lo cierto es que entre las generaciones jóvenes el prestigio de la Revolución cubana opacó a la mexicana, a la que veían como anticuada, rígida y falsa. En los años setenta —y por tres décadas más— el marxismo en todas sus variantes se convirtió en la vulgata de las universidades públicas mexicanas. Sin embargo, los gobiernos del PRI no se inmutaron mayormente ya que el PCM, legalizado en 1978, obtuvo apenas el 5 por ciento de los votos en las elecciones de 1979. De poco valió el esfuerzo de modernización de los comunistas mexicanos para tomar distancia del bloque soviético e ir más allá de los votantes universitarios.

 

 

 

En 1981, el PCM llegó al extremo de autodisolverse, con la esperanza de tender puentes con otras formaciones de izquierda, ligadas a las universidades públicas. El PRI, se decía en broma en aquellos años, no necesitaba formar a sus jóvenes militantes, pues para ello estaba el Partido Comunista, del cual salían algunos de los cuadros que renovaban a una élite gobernante donde ser socio de Washington, estalinista convencido y vociferante antiimperialista no era una contradicción.

 

 

 

La Revolución mexicana, con su ecléctico nacionalismo, absorbió y domesticó a la Revolución rusa, logrando que México fuese, a mediados de los años ochenta, uno de los pocos países del mundo donde los trotskistas tenían presencia oficial en el congreso. Una política internacional amiga del Pacto de Varsovia (y de su marioneta, el Movimiento de los No Alineados), le permitía al PRI ejercer la mano dura contra la izquierda mexicana, como ocurrió en 1968 o durante los años setenta, cuando guerrillas urbanas de inspiración maoísta o guevarista fueron cruentamente reprimidas ante la indiferencia de La Habana y Moscú. Cuando a los guerrilleros mexicanos se les ocurría secuestrar aviones rumbo a Cuba, el régimen de Castro los repatriaba de inmediato o los recluía bajo condiciones penosas.

 

 

 

El cuadro comenzó a cambiar en 1988, cuando el ala izquierda del PRI, inspirada en el sexenio de Lázaro Cárdenas y encabezada por su hijo, Cuauhtémoc Cárdenas, abandonó el partido. Los partidos de la vieja izquierda alojaron a estos disidentes del PRI en su sede, les cedieron su registro y postularon a Cárdenas a la presidencia. Solo un fraude electoral impidió su triunfo, pero en vez de tomar las armas, en 1989 Cárdenas discurrió un cambio que ni siquiera su padre había podido vislumbrar: la unión de toda la izquierda (comunista, trostskista, guevarista, nacionalista, socialista) en un partido, el Partido de la Revolución Democrática. Aunque derrotado en 1994 y 2000, el PRD entró al nuevo siglo como una institución consolidada con fuerte presencia en las legislaturas y gobiernos de los estados, municipios, y en el enclave decisivo de la ciudad de México, cuyo gobierno recayó en un popular líder de origen priista, cercano a Cárdenas pero que muy pronto tomaría vuelos propios e insospechados: Andrés Manuel López Obrador.

 

 

 

Desde el año 2000, tras el desvanecimiento del Subcomandante Marcos, un guerrillero inspirado en el Che Guevara que trocó la bandera marxista por un ideario indigenista, López Obrador se convirtió no solo en el líder sino en el caudillo populista de la izquierda mexicana. En 2006 contendió a la presidencia, estuvo a unas décimas de ganar el poder y acusó al gobierno de haberlo defraudado. Significativamente, en su cuarto de guerra no quedaba ningún comunista y sí muchos priistas de los años setenta, ochenta y noventa. Una vez más, la Revolución mexicana había devorado a la Revolución rusa.

 

 

Enrique Krauze

Fuente: https://www.nytimes.com/es/2017/10/17/la-revolucion-domesticada/?action=…

Los «good hombres» de México

Posted on: septiembre 29th, 2017 by Laura Espinoza No Comments

Quizá ahora, tras conocer las imágenes de solidaridad que han recorrido al mundo, algunos simpatizantes de Donald Trump hayan comenzado a reconsiderar el concepto vejatorio y absurdo que su presidente les trasmitió sobre México como el país de bad hombres, de “asesinos y violadores”. Tal vez al contemplar la marea humana que, sin distinción de origen, color, religión o clase, acude en auxilio de los damnificados, busca sobrevivientes entre los escombros de los edificios caídos, organiza centros de acopio, recorre con víveres y medicinas Ciudad de México y los pueblos afectados, ese votante de corazón duro y hondos prejuicios raciales tenga otros ojos para mirar a los mexicanos que lo rodean.

 

 

 

En 1950, en su libro clásico El laberinto de la soledad , Octavio Paz describió al mexicano como un ser ensimismado, que solo escapa de su aislamiento en el estallido multicolor de las fiestas o las revoluciones violentas. Algo hay de verdad en esa descripción, pero en el mexicano la soledad se ve paliada desde hace siglos por la unión familiar, un espíritu comunitario muy arraigado y una vocación de solidaridad que, siendo tan humana como la soledad, adquiere en México un carácter distintivo, sobre todo en el caso de los desastres naturales. Venturosamente, esa virtud ha reaparecido tras el terremoto del pasado 19 de septiembre.

 

 

 

Los jóvenes solidarios de hoy crecieron conociendo la hazaña de sus padres en el terremoto que azotó México en la misma fecha en 1985. Frente a la tragedia actual, los han emulado con creces. Por otra parte, han decidido aparecer en el escenario público, con un “acá estamos” que refuta el prejuicio de que los milenials son apáticos e indiferentes para la vida pública. Pero el despliegue de solidaridad ha sido tan enorme que debe tener otra explicación. La mía es religiosa. Está, sencillamente, en el cristianismo mexicano. El propio Paz decía que México debe a la Iglesia mucho de lo bueno y de lo malo de su historia. Entre lo malo está la intolerancia clerical. Entre lo bueno, la religiosidad del pueblo.

 

 

 

Quienes infundieron originalmente la fe cristiana a los indígenas fueron los frailes franciscanos que llegaron en 1524. La actitud franciscana ha persistido a través de los siglos. Está hecha de fe y esperanza, pero sobre todo de caridad. Frente al dolor, el mexicano reza a la Virgen de Guadalupe pero sobre todo actúa. “A Dios rogando y con el mazo dando”, dice un refrán. El mexicano es estoico y quizá por eso destaca en deportes esforzados como el boxeo o la caminata. Pero su estoicismo es activo. Por eso está acostumbrado a socorrer. La palabra socorro es una voz común del habla mexicana (y hasta un nombre de mujer). Existe el culto a la Virgen del Perpetuo Socorro. Los voluntarios de la Cruz Roja son llamados Socorristas. No en balde, los religiosos fundaron desde los albores de la Colonia pueblos-hospitales destinados a vivir productivamente en comunidad y socorrer al enfermo. Y tampoco es casual que en el corazón mismo de Ciudad de México, desafiando los terremotos naturales y las revoluciones sociales, siga en pie el Hospital de Jesús, fundado por Hernán Cortés en 1524. Nunca ha dejado de operar. Pronto cumplirá quinientos años.

 

 

 

Fui testigo de esa vocación de socorrer en el terremoto del 19 de septiembre de 1985. Lo protagonizaron —como ahora— miles de muchachos de todas las clases sociales. A las escuelas llegaron agua, ropa, alimentos, mantas, medicinas, camas, juguetes, mamilas, escobas, jeringas. Mientras en las cocinas se preparaban las comidas, los brigadistas salían a los albergues, las colonias, las aceras, los parques, los edi­ficios en ruinas, para distribuir bienes perecederos y nece­sarios. Otros grupos que nacieron entonces fueron los célebres Topos, que se arriesgaron entre los escombros para “sacar gente” y desde entonces prestaron socorro en desastres naturales en todo el mundo, incluyendo el huracán Katrina.

 

 

 

Nunca se supo oficialmente el saldo mortal de aquel terremoto hace 32 años. Según cifras conservadoras, rebasó las 10.000 personas. Un estadio de beisbol, derruido después, alojó los cuerpos. Ahora el número de muertos y damnificados es menor, pero el daño material es inmenso y no solo abarca la capital, sino cientos de pueblos muy pobres en los estados sureños de Oaxaca, Puebla, Morelos.

 

 

 

Hasta ahí llegan los jóvenes brigadistas, héroes de esta jornada terrible. Son un ejército espontáneo, perfectamente disciplinado, armado de cascos, palas, zapapicos, lámparas, guantes, trabajando para socorrer a sus hermanos. México es un hormigueo de gente de todas las edades y extracción social: instalan albergues, acopian víveres, reparten materiales de construcción, donan ropa, recaudan fondos, evalúan daños, alojan damnificados. La bandera mexicana ondea en muchos sitios sobre los escombros. Y aún las personas más humildes aportan algo: una frazada, unos dulces, una canción.

 

 

 

La tarea de reconstrucción será larga, difícil y penosa, como lo fue tras el terremoto de 1985. Pero esa marea de solidaridad desembocó en el activismo de cientos de organizaciones cívicas que comenzaron a presionar al PRI hasta que, en la última década del siglo, México transitó a la democracia.

 

 

 

¿A qué conducirá la marea actual? Imposible saberlo. Confío en que México se reconstruya como una sociedad más participativa y alerta, que corrija los males atávicos como la pobreza y la desigualdad, y combata la corrupción, la delincuencia y la impunidad a través de las instituciones democráticas que estos jóvenes, buenas mujeres y buenos hombres, tomen a su cargo.

Los dreamers y los millones de mexicanos que viven en ese Estados Unidos están hechos de la misma pasta que los cientos de miles de mexicanos cuyo comportamiento ha despertado la admiración del mundo. Quienes emigran a Estados Unidos, sin papeles, son precisamente los mexicanos criados en la cultura del trabajo y el socorro, cultura de la que Trump (si pudiera entender algo que venga del mundo y no de su redundante cabeza), podría tomar ejemplo si en verdad quiere que Estados Unidos sean great again.

 

 

Enrique Krauze

Fuente: https://www.nytimes.com/es/2017/09/26/los-good-hombres-de-mexico/?action…
  
Blog de Enrique Krauze

Meditación en Atenas

Posted on: julio 23rd, 2017 by Laura Espinoza No Comments

Las democracias son mortales y la antigua Grecia nos lo demuestra. Paseando por sus ruinas no podemos olvidar que la demagogia subvirtió la democracia desde dentro. Cuando la segunda fue abolida, ningún discurso fue recordado

 

 

El Pnyx, donde en un paréntesis de la historia (de 507 a 322 a. C.) se reunió la Asamblea Popular para dar vida a la democracia ateniense, es un lugar silencioso. De difícil acceso, vacío de atractivos artísticos —templos, columnas, estelas—, semeja un paisaje lunar. Se trata de una inmensa área semicircular de roca caliza contenida por un tosco contrafuerte, un pequeño estrado, denominado Bema, desde donde hablaban los oradores frente a 6.000 ciudadanos, y los vestigios de unas escalinatas. Nada más. Acompañados de mi sobrina Sofía y sus hijas Alpha y Zoe —mitad mexicanas, mitad griegas—, Andrea y yo lo visitamos una mañana de junio y permanecimos varias horas.

 

 

Por la tarde, en una librería de viejo, compramos Greece: Pictorial, Descriptive, and Historical, precioso libro ilustrado de Christopher Wordsworth —maestro de Trinity College, sobrino del gran poeta—. Basado sobre todo en las crónicas de Pausanias —geógrafo griego del siglo II—, y publicado por primera vez en 1839, recrea líricamente el trance del orador en aquel espacio abierto al este de la Acrópolis. “A poca distancia bajo el orador, el Ágora, llena de estatuas, altares y templos. Más allá el Areópago, el más antiguo y venerable tribunal de Grecia. Por encima, la Acrópolis, presentando a sus ojos las alas, el pórtico y el frontón de los nobles propileos. Y alzando aún más la vista, el coloso de bronce de Minerva y el Partenón”. A los costados del Pnyx, el sabio distingue las veredas que conducen a los oráculos de Eleusis y la colina donde Jerjes contempló la batalla. Y a espaldas del recinto, el Pireo y el mar, navíos y flotas que llegaban hasta los confines del mundo.

 

 

La imaginación romántica de Wordsworth atribuye la inspiración del orador ateniense a aquel escenario que lo circunda:

 

 

“Estos son los objetos que lo rodean al subirse a su Bema. Ante esa presencia habla. Son las alas que lo empujan hacia la gloria. Son también, si se puede decir, las palancas con las que eleva a su audiencia, en tanto que avivan sus corazones de la misma manera que el suyo. No cabe duda, por eso, de que en una tierra como ésta la elocuencia floreciera con un vigor desconocido en otros lugares”.

 

 

 

Hermosa evocación, pero quizá lo inverso sea más cierto: buena parte de ese escenario (artístico, histórico, mitológico), y las obras que se produjeron en esa corta época (tragedias, comedias, historias, tratados filosóficos), era producto de la vida áspera, incierta, valerosa, igualitaria y, ante todo, deliberativa que eligieron los atenienses. Eran producto de la democracia.

 

 

 

Debemos honrar las voces de aquel pasado y defender la palabra libre ante la tiranía

 

 

En una reseña sobre The Athenian Democracy in the Age of Demosthenes: Structure, Principles, and Ideology, del historiador danés Mogens Herman Hansen —obra suprema, no traducida que sepamos al español—, mi amigo el filósofo y poeta Julio Hubard escribió no hace mucho en Letras Libres: “La democracia es una estructura no de piedras sino de palabras. El secreto es la voz en el espacio público. Un polités ateniense tiene la obligación de hablar entre sus pares y hacerlo claramente: las ambigüedades eran consideradas defecto moral”. Según Hansen, los oradores razonaban desde la Bema, unos a favor, otros en contra, y la asamblea —reunida no menos de 40 veces al año— deliberaba y votaba a mano alzada. A diferencia de Roma, no los movía la obediencia a una autoridad superior, la excitativa del Estado o el afán de divertirse. Ni pan ni circo. Los movía la alta vocación de participar en la vida en común y decidir el destino de la polis. En el Pnyx se tomaron decisiones trascendentales, muchas benéficas, otras desastrosas: declaraciones de guerra, tratados de paz, decretos justos e injustos de ostracismo y muerte. A juzgar por sus obras, acertó más veces de las que erró. Según Herodoto, aun así el éxito militar de Atenas se debía a la democracia. Golpeada por las plagas, acosada por los enemigos, deturpada por los oligarcas, la democracia usó la persuasión, alentó la crítica —aun la más feroz, contra ella misma—, y resistió hasta sucumbir por dos causas principales: la fuerza externa —la conquista— y la mentira interna —la demagogia—.

 

 

En el Museo de la Stoa, en el Ágora, vimos una estela con la figura de una joven honrando a un anciano en su trono. La joven era la democracia —elevada al rango de diosa en 404 a. C.— coronando al venerable Demos, el pueblo. “Si alguien se levanta contra la democracia y contra el Demos buscando establecer la tiranía —rezaba la inscripción inferior— quien lo mate, no tendrá culpa”. La fecha de la estela (337/6) coincide con la súbita muerte de Filipo II —vencedor de los atenienses dos años antes, en Queronea— y el ascenso de su hijo Alejandro Magno, que culminó con la conquista de Grecia. Al morir súbitamente Alejandro, un torvo sucesor culminó la destrucción: “No hay —escribe Hansen— un solo discurso posterior a la abolición de la democracia, llevada a cabo por Antípatro en 322 a. C.”. Antes que vivir en servidumbre, Demóstenes, el orador supremo, el crítico de Filipo y Alejandro, se quitó la vida. Y el Pnyx guardó silencio desde entonces.

 

 

 

Casi un siglo antes, una enemiga más sutil —la demagogia— había comenzado a insinuarse en el cuerpo de la democracia para minarla y subvertirla desde dentro, mediante el uso torcido, falaz e interesado de la palabra. A fines del siglo V Aristófanes y Tucídides la denunciaron por su nombre. Lo mismo —copiosamente— Platón y Aristóteles, en el IV. Los filósofos no eran amigos de la democracia, pero comprendieron que la demagogia era a la democracia lo que la sofística a la filosofía: una adulteración letal de la verdad, un culto cínico al éxito a través de la mentira.

 

 

 

En la misma librería de viejo compré un grabado de Le Roi —segunda mitad del siglo XVIII— con una vista del Pnyx en tiempos de la dominación turca. Unos hombres con turbante conversan animadamente al pie del Areópago; otros ascienden por sus escaleras; y, en las ruinas del antiguo Odeón, otro más reza mirando hacia La Meca. Ninguno sospecha ni remotamente lo que significa ese escenario, el tesoro que resguarda, hecho de palabras antes que de piedras. Nosotros no podemos caer en esa amnesia. Advertidos de que las democracias son mortales, debemos honrar las voces de aquel pasado y defender la palabra libre, razonada, transparente y veraz, ante la tiranía y la demagogia.

 

 

Enrique Krauze es escritor y director de la revista Letras Libres.

Mensaje al bravo pueblo

Posted on: mayo 16th, 2017 by Laura Espinoza No Comments

 
Día tras día recorro en Twitter las imágenes de Venezuela. Siento una indignación infinita acompañada de un sentimiento no menos abismal de impotencia. El criminal régimen de Maduro (con sus narcomilitares y sus socios cubanos) somete a la población a una guerra de desgaste, terror y plomo: los mata lentamente de hambre, desnutrición, insalubridad, desabasto, inflación, miseria; los priva de sus libertades; los reprime sin tregua, los acosa, encarcela y asesina. Y, por si fuera poc baila en sus tumbas. Frente a esa agresión directa, cínica y deliberada, la inmensa mayoría de los venezolanos se ha levantado, pero no con granadas en la mano, sino en una marcha incesante y pacífica cuyo arrojo –estoy seguro– no tiene precedente en la historia latinoamericana. Saben que no hay opción. Deben hacerlo día tras día: les va la vida, la presente y la de las futuras generaciones.

 

 

 

En muchos episodios trágicos de la historia (genocidios, matanzas, guerras), solo unas voces levantaron su protesta. Los gobiernos que pudieron intervenir se alzaron de hombros. No les faltaba información, les faltaba voluntad. Al terminar los conflictos, el mundo comenzó a tomar conciencia de la dimensión y la naturaleza de los crímenes. Pero siempre tarde. Ningún pueblo salva a otro. Ningún hombre salva a un pueblo. Ningún hombre salva a un hombre. Los pueblos y los hombres solo se salvan a sí mismos.

 

 

 

Si estuviera en sus manos, el régimen venezolano establecería campos de concentración y exterminio. Su desprecio frente a los que no están con ellos (que ahora son legión) es el mismo que el de los nazis o los estalinistas: los “otros” no son realmente humanos, son “escuálidos”, palabra atroz que denota ya una voluntad de hambrearlos hasta la muerte.

 

 

 

Por fortuna, la OEA (encabezada por el valeroso Luis Almagro) levanta la voz. Por fortuna hay gobiernos como el peruano, el argentino o el brasileño que han llamado a las cosas por su nombre: Venezuela es una sangrienta dictadura frente a la cual el bravo pueblo (nunca más digno de la letra de su Himno Nacional) ha decidido rebelarse sin armas. Solo con las armas de la razón y el derecho. Y con un solo fin: restablecer la democracia, celebrar elecciones, liberar a los presos, reconciliar a la familia venezolana.

 

 

 

Es una decepción que los gobiernos restantes de América (no me refiero a los satélites de Cuba y de la propia Venezuela) no se pronuncien de manera mucho más enfática. Es una vergüenza que un sector influyente de la izquierda latinoamericana y europea cierre hipócritamente los ojos ante esta tragedia e incluso apoye a Maduro: por lo visto, una dictadura de izquierda merece ser vitalicia. Y es una paradoja cruel que el primer papa latinoamericano, papa Francisco, repita (con su distraída tibieza o su tácita complicidad) la historia de Pío XII y otros pontífices que fueron indulgentes con oprobiosos regímenes dictatoriales.

 

 

 

Impotencia y rabia, es lo que sentimos los amigos de la democracia venezolana. Pero también admiración por el bravo pueblo (sus mujeres, sus ancianos, sus jóvenes heroicos) que se juega la vida en las calles. Aunque escribí un libro sobre el delirio del poder chavista, aunque me acerqué a Venezuela como una segunda patria (acaso la más sufrida de la patria grande latinoamericana) no tengo recetas que dar a mis amigos venezolanos, a los que conozco, admiro y quiero, y a los que no conozco pero también quiero y admiro.

 

 

 

Mi única reflexión es esta: piensen en la luz al final del camino. Fijen la mirada en aquel futuro en el que Leopoldo López esté libre, cuando la democracia se restablezca. Entonces –les aseguro– su ejemplo heroico concitará la adhesión de muchos pueblos (que ahora viven, como el mexicano, sumidos en sus propios y abismales problemas). Millones de personas que se precipitarán a apoyarlos y alentarlos en la tarea de reconstrucción. Y, lo más importante, cuando llegue el día, ustedes habrán conquistado la libertad responsable que les permitirá cuidar y explotar los recursos providenciales de su país en un marco de civilidad y paz, completamente inmune a los demagogos y dictadores.

 

 

 

Muchos pueblos masacrados en la historia no tuvieron mañana. Ustedes sí.

 

 

Enrique Krauze

@EnriqueKrauze

Vida en libertad

Posted on: marzo 26th, 2017 by Laura Espinoza No Comments

Muchas veces he creído ver en el rostro de Mario Vargas Llosa una expresión de tristeza ante el macabro espectáculo del mundo. Pero enseguida responde con imaginación, ironía e inteligencia. Y con humor. El 28 cumple 81 años: ¡Felicidades!

 

 

En la cena de Pascua que año tras año, desde hace milenios, se celebra en la tradición judía, hay un canto fascinante. Se titula Nos bastaría.Data del siglo IX y es una concatenación de expresiones de gratitud por los prodigios sucesivos que el pueblo de Israel recibió en su éxodo de cuarenta años hacia la tierra prometida. Extraído de su contexto religioso, el canto suena más natural y permanente. Puede expresar, por ejemplo, la gratitud acumulativa de hijos a padres, de discípulos a maestros. En ocasión de su cumpleaños 81, quiero recurrir a esa antigua fórmula para expresar a Mario Vargas Llosa mi gratitud de lector, de intelectual, de liberal y de amigo.

 

 

 

Si solo hubiera leído su obra de ficción, me bastaría. Cuántas aventuras e historias me han hecho vivir vicariamente esos libros, con su vaivén de temas amorosos, políticos y sociales. Cuánto agradezco el anclaje de sus novelas en la mejor tradición realista del siglo XIX, las sorpresas de su técnica faulkneriana, las emociones de sus tramas, sus personajes inolvidables, su magnífica arquitectura, su estilo preciso, claro y penetrante, tan alejado de nuestros funestos ismos: barroquismo, regionalismo, sentimentalismo.

 

 

 

Pensando solo en algunos títulos que he reseñado, recuerdo Historia de Mayta. Todo lo que hay que decir del fanatismo guerrillero en América Latina está ahí: fue una torcida religiosidad católica radicalizada hacia el marxismo y enamorada de su autoproclamada virtud, que llenó de muerte la región para luego volver la vista atrás sin verdadera conciencia o memoria de su responsabilidad en la tragedia. Años después leí La fiesta del Chivo, ese retrato alucinante y definitivo del dictador latinoamericano que también lo es de la sociedad y el entorno que lo reclama y aplaude, y que, finalmente, en un raro grito de libertad, a veces, lo exorciza. Nada más remoto a Vargas Losa que la fascinación del poder (tan característica en nuestra cultura y nuestra literatura). Pero lo notable es su capacidad de canalizar su repulsión hacia la recreación puntual, quirúrgica de la maldad. La literatura se vuelve así la mejor venganza. Y, sin embargo, no basta la venganza: es preciso soñar con un mundo mejor, con un mundo perfecto, y ese fue el motivo de otra novela que leí con avidez: el retrato casi titánico de Flora Tristán, tan ligada a la historia peruana, a la historia del arte y a la historia de una idea que obsesiona a Vargas Llosa como obsesionó a la humanidad desde la Ilustración, y que nuestro tiempo, quizá, ha sepultado: la idea de la utopía.

 

 

 

Si Mario Vargas Llosa solo me hubiera dado, como lector, su obra de ficción, me bastaría. Pero me ha dado también una extraordinaria obra monográfica de no ficción. La utopía arcaica, por ejemplo. Publicado en 1996, no conozco análisis histórico y antropológico más exhaustivo y riguroso sobre el indigenismo. Proviniendo de Perú, con su omnipresente herencia indígena, Vargas Llosa logra comprender (antes que criticar) el pensamiento y la obra de autores notables (como José María Arguedas) que creyeron en la restauración de una Arcadia incaica tan imaginaria como imposible. En 1993 Mario publicó otra obra memorable, El pez en el agua (su autobiografía), exorcismo de una campaña presidencial que viví de cerca. Ese ajuste de cuentas de Mario consigo mismo me permitió asomarme, como biógrafo, a la vida temprana de Vargas Llosa y me ayudó a comprender los límites de la acción política para un intelectual.

 

 

 

Lo notable es su arte para canalizar su repulsión hacia la recreación quirúrgica de la maldad

 

 
Si Vargas Llosa solo nos hubiera dado sus novelas y sus monografías y no hubiera escrito ensayos, reportajes o artículos, nos bastaría. Pero ocurre que también nos ha dado (y sigue dando) una obra vasta y aguda en esos géneros. Sus ensayos no son académicos ni teóricos: son ensayos narrados, llenos de color y vivacidad. Y de combatividad moral. Cuando comencé a leerlo en Plural,comprendí que Mario era una especie de cruzado de la libertad. Su adhesión a la revolución cubana no fue un acto de sumisión ideológica: fue un acto de fe en una causa liberadora que pronto reveló su cara autoritaria. En aquellos años setenta, Mario transitó de la liberación a la libertad, de Sartre a Camus, del universo racionalista y revolucionario francés al universo empírico y liberal inglés. Sus autores fueron los míos. Fue entonces cuando lo conocí en Lima. Estábamos en la antesala de la década de los ochenta, en la que Vuelta se enfrentó a las dictaduras de derecha y las revoluciones de izquierda. Mario dio buena parte de esa batalla en la revista de Octavio Paz. Sus causas eran las nuestras. Fue un decenio decisivo en su vida, con la publicación de La guerra del fin del mundo(esa obra maestra en la tradición tolstoiana), sus desgarradores reportajes como La matanza de Uchuraccay y sus textos sobre la alternativa democrática y liberal para América Latina. Mario no piensa ya como Sartre pero encarna puntualmente al “intelectual comprometido” con su tiempo. Toda injusticia, todo conflicto, todo extremo lo incita a escribir, a reportear, como un joven impetuoso en busca del peligro, en Irak, en Oriente Próximo, en Venezuela.

 

 

 

Si Mario nos hubiera legado su obra de ficción, sus monografías y ensayos, sus artículos y reportajes, pero no hubiera desplegado ningún esfuerzo político directo, obviamente nos bastaría. Pero también ha desplegado ese esfuerzo. Su campaña presidencial, vilipendiada en su tiempo, fue la semilla de los cambios democráticos que, desde entonces, no sin recaídas lamentables, ha vivido la región. En 1990 (¿cómo olvidarlo?) sentenció al sistema político mexicano con dos palabras: “dictadura perfecta”. Años más tarde creó la Fundación para la Libertad, que ha congregado al pensamiento liberal ofreciendo soluciones prácticas a los problemas de la región. He acompañado a Mario en varios encuentros de la Fundación pero ninguno se compara al que tuvo lugar en Venezuela, cuando Hugo Chávez, en una de sus típicas bravuconadas, lo retó a un debate público. Aquella noche en el hotel rodeamos a Mario como un equipo en torno a un boxeador que la mañana siguiente libraría una pelea por el campeonato mundial. A última hora Chávez reculó: él solo debatía con presidentes, no con escritores.

 

 

 

 

Sus ensayos no son académicos ni teóricos: son ensayos narrados, llenos de color y vivacidad

 

 

 
Si a lo largo de más de medio siglo de actividad literaria e intelectual nuestros caminos no se hubieran cruzado, le estaría obviamente agradecido. Pero para mi fortuna nuestros caminos se cruzaron. Nuestra amistad se construyó alrededor de las revistas Vuelta y Letras Libres. Y hemos sido compañeros de una larga travesía liberal en la cual yo he aprendido mucho. No cesa de admirarme su combatividad, su energía, su capacidad para reinventarse. ¿De dónde provienen?

 

 

 

Muchas veces he creído ver en el rostro de Mario una expresión de tristeza o lástima ante el macabro espectáculo del mundo. Pero de pronto, con naturalidad, aparece una sonrisa. Hay un estoico en el fondo de Mario, pero un estoico que responde con imaginación, ironía e inteligencia. Y con humor. El trabajador espartano se divierte y reencuentra el amor. Por eso, en momentos de desfallecimiento o duda, me basta hablar con él por teléfono para recobrar la alegría.

 

 

 

Gracias, Mario. No llegaremos a la Tierra Prometida. No existe la Tierra Prometida. La Tierra Prometida es la literatura: vida en libertad.

 

 

 

Enrique Krauze es escritor y director de la revista Letras libres.

 

 

 

El desengaño americano

Posted on: febrero 7th, 2017 by Laura Espinoza No Comments

Un fascista ha llegado a la Casa Blanca; nadie sabe cuánta sangre, sudor y lágrimas acarreará su demencial ascenso. Estados Unidos posee cualidades prodigiosas, pero nos olvidamos el núcleo fundamentalista, irracional e histérico del alma americana

 

 

Ocurrió con el ascenso de Hitler. ¿Cómo es posible —se dijo— que Alemania, la tierra de Goethe y Schiller, de Bach y Beethoven, de Kant y Hegel, haya descendido a la barbarie? Parecía impensable, imposible. Pero ocurrió, se prolongó por 12 años, cobró cien millones de vidas y provocó una devastación sin precedente en la historia universal. La reconquista de la libertad, la razón, la más elemental decencia y solidaridad, costó “sangre, sudor y lágrimas”. Ahora, como entonces, lo imposible e impensable ha vuelto a ocurrir. Un fascista ha llegado a la Casa Blanca. Nadie sabe cuánta sangre, sudor y lágrimas acarreará su demencial ascenso. ¿Será posible detenerlo? Por lo pronto, en unos cuantos días, ha envenenado a su país, al mundo y a las relaciones de su país con el mundo. Así de inmenso es el daño que un solo hombre, dotado de un poder casi absoluto y encarnando a su vez el “mal absoluto” (Hannah Arendt), puede causar en la frágil humanidad.

 

 

Ante todo, asumamos el desengaño. Muchos quisimos creer que Estados Unidos era ya, eternamente, la tierra de la libertad. Redujimos mentalmente su territorio a las costas del Pacífico y el Atlántico, y a sus grandes ciudades (Nueva York, Los Ángeles, San Francisco), capitales de la cultura, referentes del melting pot, puertos de arribo para los perseguidos del mundo, laboratorios de incesante creatividad. Nos equivocamos: el centro y el sur de Estados Unidos también existen y son el hogar del fascismo americano.

 

 

 

Confiamos en que aquel país había dejado atrás la infame lacra de la esclavitud. Pensamos que afirmando la igualdad natural de los hombres y los derechos civiles, mostrando su crueldad en películas memorables, purgaba para siempre esa monstruosa culpa. Mantuvimos una nostalgia indulgente viendo sus wésterns, sin notar en ellos la esencia del racismo americano (como aquella escena de Centauros del desierto, 1956, en la que John Wayne, tras una búsqueda extenuante, encuentra por fin a su sobrina, la pequeña Debbie —Natalie Wood—, secuestrada años atrás por los comanches, y, al advertirla convertida en india, desenfunda su pistola y está a punto de matarla). Nos equivocamos: el trasfondo racista, siempre latente, ha resurgido con ferocidad.

 

 

 

Saludamos prematuramente (gracias a la elección y a las dos presidencias de Obama) el fin de la arrogancia imperial y creímos entrever el ocaso del antiamericanismo. Relegamos a los libros de texto la invasión contra México (con sus masacres y atrocidades, sus decenas de miles de muertos y la anexión forzada de la mitad de nuestro territorio). Recordamos con amargura (como algo del pasado) la secuela de intervenciones estadounidenses en Latinoamérica, desde la guerra del 98: decenas de “pequeñas espléndidas guerras” para ampliar su mediterráneo natural (el golfo de México) y, a partir de ahí, hacer ondear la bandera de las barras y las estrellas hasta la Patagonia. Respirábamos al verlos curados de esa paranoia que los llevó a la sangrienta aventura de Vietnam y a tantas otras guerras imperiales, inútiles e insensatas. Nos equivocamos: ahora Trump ejerce el imperialismo hacia dentro (contra las minorías étnicas y religiosas) y hacia fuera (tratando de humillar y cercar a México, su chivo expiatorio).

 

 

 

Las expresiones violentas son quizá el ‘mainstream’; representan a cerca de la mitad de su población

 

 
Imaginamos que el autismo estadounidense (su provincianismo, su abismal ignorancia del mundo) daba paso al paulatino descubrimiento de los otros. Reímos de su obsesión con ser the number one, su ridícula Serie Mundialde béisbol, su visión binaria de ganadores y perdedores, hasta su invocación a Dios bendiciendo a “América”: las vimos como resabios culturales, arcaicos y tontos. Leímos a Samuel Huntington como el último y falso profeta del supremacismo yanqui, el predominio insostenible de los blancos, protestantes y anglosajones. Conjeturamos que la violencia en las escuelas, el culto de las pistolas, los asesinatos de la policía contra la población indefensa (afroamericana, en su mayoría) eran episodios parciales, minoritarios, un síntoma alarmante pero corregible de una sociedad que resistiría los embates de la barbarie. Nos equivocamos: las expresiones narcisistas, nativistas y violentas son quizá el mainstream, representan a cerca de la mitad de su población.

 

 

 

Con todo y nuestras críticas, quisimos dar por sentado el predominio de la razón, la ciencia, la verdad objetiva, como conquistas irrevocables en un país repleto de premios Nobel. Dimos por descontado su involucramiento con las mejores causas de la salud pública en el mundo y su compromiso con la preservación del medio ambiente. Relegamos el oscurantismo americano al siglo XVII, con sus cacerías de brujas, o cuando mucho al macartismo. Consideramos los brotes de fanatismo religioso (el suicidio colectivo de Waco) como manchones en una página de civilidad y respeto a la vida. Es obvio que Estados Unidos posee cualidades prodigiosas, pero nos equivocamos al soslayar el núcleo duro, nativista, sexista, fundamentalista, reaccionario, irracional e histérico del alma americana.

 

 

 

Abrigamos la convicción de que la democracia americana era una “ciudad en la montaña” y que sus 240 años de solidez (punteados por una Guerra Civil y dos guerras mundiales que no la destruyeron) la hacían invulnerable. Quisimos verla inmune a las dictaduras. Desgraciadamente, nos equivocamos. Un tirano ha llegado a la Casa Blanca y amenaza con derruir la obra de los Padres Fundadores.

 

 

 

En esta lucha por la libertad, a los países de habla hispana les toca un lugar en el frente

 

 
Nos equivocamos, en suma, no porque no exista la cara luminosa de Estados Unidos sino porque la otra cara oscura existe también, y no la quisimos ver. Esa cara oscura ha encarnado en Donald Trump.

 

 

 

¿Desatará una nueva conflagración? Ha abierto tantos frentes que alguno puede estallar. Él mismo puede estallar y desplomarse desde dentro. Confiemos sobre todo en los límites y balances internos: legislaturas, jueces, Estados. También en la crítica de los diarios, los medios, las redes sociales, y en la movilización de los ciudadanos, las mujeres agraviadas, las minorías étnicas y religiosas. Todos libran ya una batalla épica. Por su parte Europa, encabezada (¿quién lo diría?) por Alemania, desempeñará un papel clave en la defensa de la democracia liberal.

 

 

 

En esta lucha por la libertad, a los países de habla hispana les toca un lugar en el frente. Una de nuestras armas de persuasión proviene de nuestra historia milenaria y nuestra cultura. A través de sus diversas expresiones —arte, cine, televisión, literatura— debemos mostrar al americano bueno que no está solo. Y al otro, al cerrado y cerril, mostrarle que (con todas nuestras miserias e injusticias) nuestros pueblos tienen mucho que enseñarle en términos de valores y humanidad.

 

 

El País

Enrique Krauze es escritor y director de la revista Letras libres.

Trump amenaza a un buen vecino

Posted on: enero 20th, 2017 by Laura Espinoza No Comments

 

 

“México, el único país al que le hemos hecho verdadero daño, es ahora el único que reza por nosotros y por nuestro triunfo, con oración genuina. ¿No es realmente extraño?”.
Walt Whitman, 1864

 

 

Estados Unidos ha sido un vecino difícil, a veces violento, casi siempre arrogante, casi nunca respetuoso y pocas veces cooperativo. México, en cambio, ha sido el vecino ideal. A cada agravio respondimos, no con la otra mejilla, pero sí con un gesto de resignada nobleza, una salida práctica y un ánimo conciliador. Aunque hemos tenido episodios trágicos y épocas de tensión, nuestra buena disposición nos ha permitido convivir por casi doscientos años en un clima general de paz que muy pocos países fronterizos pueden presumir. Ahora un millón de personas cruzan legalmente la frontera todos los días y nuestro comercio anual equivale a un millón de dólares por minuto. Los diez estados que integran la frontera de ambas naciones no solo representan, en conjunto, la cuarta economía del mundo sino que también son un vibrante laboratorio social y cultural.

 
De pronto, para nuestra sorpresa y desagrado, vimos a Donald Trump desplegar en su campaña una agenda rabiosamente antimexicana. Tras haber sido electo, mostró su disposición a cumplirla. Y la está cumpliendo ya, de hecho, con acosos y acciones proteccionistas, como es el caso de Carrier y Ford. Su amenaza más reciente ocurrió en la conferencia de prensa de hace una semana, cuando advirtió una vez más que México pagará por el muro que él quiere construir. Por eso, para México, tal vez ha llegado la hora de cambiar la posición conciliatoria que utilizó para amortiguar el daño de sus agravios históricos.

 

 

 

El primer agravio fue, por supuesto, la invasión de Estados Unidos de 1846 y 1847. En ella, México perdió más de la mitad de su territorio. Fue tan traumática que es el tema de nuestro himno nacional. James Polk, el presidente estadounidense que la provocó, era un próspero terrateniente cuyo cordero sacrificial fue México. Tenía una idea ridícula de los mexicanos, a quienes creía racialmente inferiores. Había que provocar la guerra para acrecentar la supremacía blanca y la causa esclavista. Al son de “Yankee Doodle” la guerra contra México desató una euforia nacionalista sin precedentes en Estados Unidos.

 

 

 

De los cerca de 75.000 estadounidenses que participaron, murieron 13.768, una proporción mayor de la que cayó en Vietnam. El número de muertos mexicanos nunca se ha precisado, pero fue mucho mayor en términos absolutos y relativos. La referencia a Vietnam no es gratuita. Según testimonios periodísticos y epistolares de la época, en Estados Unidos las tropas estadounidenses cometieron numerosas masacres y atrocidades. Winfield Scott bombardeó Veracruz con un saldo de seiscientos civiles muertos, entre ellos un gran número de mujeres, ancianos y niños. Los estadounidenses que se habían hecho una idea napoleónica del enemigo se toparon con tropas valientes pero improvisadas, descalzas y mal armadas. “No creo que haya habido una guerra más perversa que la que emprendió Estados Unidos contra México”, escribió Ulysses S. Grant en sus memorias.

 

 

 

Y, sin embargo, México asimiló la derrota: apoyó a la Unión en la Guerra de Secesión y desde 1876 abrió las puertas a la inversión estadounidense en ferrocarriles, minas, deuda pública, explotaciones agrícolas, ganaderas y forestales, servicios públicos, industria, bancos y petróleo. En 1910 la inversión de Estados Unidos en México era mayor que la de todos los otros países en su conjunto.

 

 

 

El segundo agravio ocurrió en febrero de 1913. En las primeras elecciones plenamente democráticas de nuestra historia había llegado al poder Francisco I. Madero, educado en California, admirador de Estados Unidos y a quien se conocía como el Apóstol de la Democracia. Pero al embajador Henry Lane Wilson le preocupaba que las políticas de Madero afectaran los intereses de las empresas estadounidenses.

 

 

En la propia sede de la embajada y con la tácita indulgencia del secretario de Estado de Taft, Wilson fraguó con los altos militares mexicanos un golpe de Estado que desembocó en el asesinato del presidente y el vicepresidente. El país se precipitó de inmediato en una espantosa guerra civil con un saldo de cientos de miles de muertos. Y México pospuso por casi noventa años la democracia.

 

 

Y, sin embargo, en 1917 cuando en el Telegrama Zimmermann, Alemania le propuso a México una alianza contra Estados Unidos con la promesa de devolverle los territorios perdidos en 1847, el presidente Venustiano Carranza se negó.

 

 

 
De izquierda a derecha: Álvaro Obregón, Pancho Villa y John J. Pershing se reunieron en Nogales, Arizona, en 1916, meses antes de que Pershing persiguiera a Villa. CreditAssociated Press
El tercer agravio fue una prolongada hostilidad. En 1914, los marines ocuparon Veracruz. En 1916, las tropas de Estados Unidos penetraron por el norte en busca de Pancho Villa, quien había atacado el pueblo de Columbus, Nuevo México. Frecuentes “noticias falsas” publicadas por la prensa de Hearst y apoyadas por las empresas petroleras buscaban desatar una nueva guerra y estuvieron a punto de lograrlo en 1927, cuando el presidente Coolidge creyó que su vecino del sur se volvería Soviet Mexico. La presión del congreso la evitó, pero tras la nacionalización petrolera de 1938 las relaciones se tensaron nuevamente. Hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial, México nunca dejó de temer una invasión estadounidense.

 

 

 

Sin embargo, el país nunca rompió con Estados Unidos. Por el contrario: honró sus deudas y compromisos, acogió e inspiró a sus escritores y artistas, promovió la inversión estadounidense, cooperó con Roosevelt en su “Good Neighbour Policy”, le declaró la guerra al Eje en 1942 y mandó un escuadrón aéreo a la guerra del Pacífico. En 1947 se abrió una etapa de cooperación que el reportero de The New York Times Alan Riding bautizó como la era de los “vecinos distantes”.

 
Esta etapa culminó en 1994, cuando nos volvimos vecinos cercanos, socios y hasta amigos. Juntos logramos que nuestro comercio bilateral creciera 556 por ciento y esperábamos conseguir que la zona de Norteamérica se fortaleciera aún más. Por desgracia, la llegada de Donald Trump ha cambiado todas las reglas. Con respecto a México, 2016 fue el preludio de una nueva confrontación entre los dos países, no militar (aunque en un discurso, tácitamente, no la descartó), pero sí comercial, diplomática, estratégica, social y étnica.

 

 

 

Por eso, México necesita cambiar la fórmula de apaciguamiento empleada hasta ahora. El congreso mexicano debe darle al mundo un ejemplo de dignidad exigiendo al próximo presidente de Estados Unidos que ofrezca una disculpa pública por haber dicho que los mexicanos somos “violadores” y “criminales”. Esta declaración sería la mejor señal de que las negociaciones, por duras que sean, se realizarán en un marco de respeto mutuo y buena fe. Otro punto no negociable es el muro. El gobierno mexicano debe dejar absolutamente claro que, por supuesto, México no pagará pagar nunca, en forma alguna, por el muro. Si esas dos condiciones no se cumplen, no existen bases para negociar.

 

 

 

La prioridad del gobierno de Peña Nieto debe ser preservar las ventajas objetivas de nuestro comercio bilateral. En cuanto a las deportaciones masivas, México debe oponerse firmemente. No solo serían lesivas para ambas economías sino que atizarían aún más el odio racial, cuyo resurgimiento es indigno de la gran historia democrática de Estados Unidos. Finalmente, hay que advertir que una aguda crisis económica en México provocada por las políticas de Trump, ocasionaría una inestabilidad sin precedentes en la frontera y una inevitable ola migratoria que ningún muro podría detener.

 

 

 

La amistad entre dos naciones modernas es una relación de mutuo beneficio cuya armonía vale la pena preservar. Debe evitarse la confrontación. Pero México no es el país indefenso de 1846. En caso de conflicto, cuenta con recursos legales para responder en el ámbito comercial, migratorio, diplomático, de seguridad, etcétera. Y no está solo, porque encontrará el respaldo de actores claves en la política, la economía y la opinión pública de Estados Unidos y el mundo. De su éxito depende el bienestar de decenas de millones de personas. Y esta es una batalla de un alto significado ético que vale la pena librar.

 

Enrique Krauze es historiador, director de la revista Letras Libres y autor de «Redentores. Ideas y poder en Latinoamérica» y «La presencia del pasado», entre otros libros.

 

New York Times

No aprendemos en cabeza ajena

Posted on: noviembre 23rd, 2016 by Laura Espinoza No Comments

Trump hará lo que ha dicho que hará. Sólo la realidad, una vez que sus acciones tengan consecuencias previsibles, minará su prestigio. El voto latino y afroamericano, o la la movilización ciudadana influirán también en los resultados electorales futuros

 

¿Cómo se curan los pueblos del hechizo de un demagogo? ¿Cómo salen de la hipnosis? La única vía, por desgracia, es la experiencia. “Nadie aprende en cabeza ajena”, dice el sabio refrán, que penosamente confirma la historia de los hombres y los pueblos.

 

 
Donald Trump llegó a la Casa Blanca debido a Donald Trump. Las causas generales (económicas, sociales, demográficas, étnicas, etc.) que se han aducido no son, a mi juicio, las decisivas. Lo decisivo ha sido la hipnosis que ejerció en un sector muy amplio del electorado estadounidense.

 

 
Trump declaró, famosamente, que si asesinara a una persona en la Quinta Avenida, nadie se lo reclamaría. Es verdad. Los medios exhibieron sus probables delitos, su cínica evasión de impuestos, sus múltiples bancarrotas, sus copiosas e inagotables mentiras, sus desdén absoluto por los datos objetivos y los hechos comprobados, su desprecio por la dignidad de las mujeres, su burla de los minusválidos, su odio racial a los mexicanos y su intolerancia radical a los musulmanes, su crudo nativismo, sus amenazas contra la libertad de expresión, su mofa de las instituciones, su inconmensurable y peligrosísima ignorancia del mundo. Fue inútil. Todo se le resbaló. Todo se le perdonó.

 

 

 

“Algo extraordinario está ocurriendo”, decía Trump una y otra vez. A eso precisamente se refería, a su total impunidad, al delirio por su persona, por su personaje. Su reality show se había escapado mágicamente de la pantalla hasta ocupar todo el territorio del país a lo largo de más de un año. Ahora podía llevar su exitoso programa The Apprentice a la Casa Blanca y despedir a quien se le viniera en gana: you’re fired. Sesenta millones de estadounidenses querían tomarse un selfie colectivo con Trump en actos de histeria reminiscentes a los de todos, absolutamente todos, los dictadores de la historia que llegaron al poder por la vía de su carisma, expresado sobre todo a través de la palabra.

 

 

 

Desde ese endiosamiento podrá decir o hacer, por un tiempo, lo que le venga en gana. Gobernará por Twitter. Su destino manifiesto es recobrar el pasado de grandeza (supuestamente) perdido: Make America Great Again. Y no cejará en perseguir ese empeño de acuerdo a las pautas que ha trazado. Quienes crean que hay un Donald Trump anterior al fatídico martes 8 de noviembre y otro después se equivocan. Trump hará lo que ha dicho que hará y solo la realidad, una vez que sus acciones tengan las consecuencias previsibles, minará lentamente su prestigio. Pero ni aun en esa circunstancia se dará por vencido. No está en su carácter, en su psicopatología, en su biografía. Si ocurre culpará a las fuerzas del mal anteriores a él o contemporáneas, responsabilizará a la prensa y los medios liberales, hablará de un complot, fustigará a propios y extraños: hará de su presidencia una campaña permanente, un interminable orgasmo con la multitud que lo adora.

 

 

 

La inmensa mayoría del pueblo alemán rehusó ver de frente el horror que representaba Hitler

 

 
La inmensa mayoría del pueblo alemán —ejemplo paradigmático— rehusó ver de frente el horror que representaba Hitler y el abismo al que lo precipitaría. Pudiendo detenerlo a tiempo dejó que creciera y culminara su obra de destrucción. Solo después, al contemplar las ciudades arrasadas, al hacer el recuento de los daños, de los muertos, el humo comenzó lentamente a disiparse de la mirada.

 

 

 

Solo con el paso del tiempo el alud irrebatible de los hechos convenció al ciudadano alemán del horror sin precedente que habían alentado. Y décadas más tarde, asumiendo con valentía la culpa histórica de sus antepasados, las generaciones posteriores se han vacunado contra el terrible mal. Hoy Alemania se ha convertido, paradójicamente, en la vanguardia de la libertad occidental.

 

 

 

En América Latina tampoco aprendemos en cabeza ajena. ¿Cuántos años le ha tomado a Argentina comenzar a calibrar, lenta y penosamente, el engaño histórico del peronismo? No sé si cuando mueran Fidel y Raúl Castro el pueblo cubano reaccionará con el rechazo y la desilusión que merece su fallida y opresiva utopía. Dependerá de la supervivencia de la Nomenclatura militar y política cubana, que muy bien podría prolongar el mito de la Revolución hasta la eternidad.

 

 

 

Pero no tengo duda de que el drama espantoso de Venezuela ha convencido ya a la mayoría de la población del origen de su tragedia. ¿Cómo es posible que siendo el país más rico del mundo en reservas petroleras Venezuela haya descendido a niveles casi haitianos de miseria? No hay más explicación que el carácter dictatorial del régimen, resultado natural de entregar todo el poder a un demagogo.

 

 

 

El populismo es la demagogia en el poder; y la demagogia es la tumba de la democracia

 

 
En México no hemos vivido el populismo. El sistema político mexicano que predominó en el siglo XX era inherentemente corrupto (sus herederos lo siguen siendo) pero no era populista porque el poder presidencial estaba acotado a seis años y recaía en la institución presidencial, no en el carisma del presidente. Eso podría cambiar en 2018: los pueblos no aprenden en cabeza ajena.

 

 

 

Después de sufrir una terrible guerra civil y una larguísima dictadura, España logró una ejemplar transición política hacia la democracia. Ese pacto de civilidad y tolerancia fue la inspiración de las transiciones latinoamericanas a la democracia. ¿Cómo es posible que algunos españoles crean ahora en Podemos, el partido populista que trabajó abiertamente para ese sepulturero de la democracia venezolana que fue Chávez? Por la misma razón: ningún pueblo aprende en cabeza ajena.

 

 

 

¿Despertará el ciudadano estadounidense de la hipnosis de Trump? Los pesos y contrapesos, las libertades individuales y, sobre todo, los medios tradicionales de comunicación, en particular los periódicos, harán su parte. Durante la campaña tuvieron un desempeño heroico y ahora (por si no enfrentaran suficientes problemas de supervivencia) les va la vida en hacerlo. Pero si esos medios fueron insuficientes durante la campaña podrían serlo durante los cuatro u ocho años de la presidencia de Trump. El voto latino y afroamericano así como la movilización ciudadana podrían incidir también en los resultados electorales futuros. La presión mundial (en el caso de que cumpla casi cualquiera de sus amenazas) obrará en su contra.

 

 

 

Pero a fin de cuentas solo la constatación del desastre convencerá a los votantes y los librará de la hipnosis. Y llevará tiempo, quizá mucho tiempo. El populismo es la demagogia en el poder. La demagogia es la tumba de la democracia. Nos espera —parafraseando a Eugene O’Neill— un largo viaje hacia la noche.

 

 

 

Enrique Krauze es escritor y director de la revista Letras libres.