Diez premisas del poder

Posted on: mayo 21st, 2019 by Laura Espinoza No Comments

La distinción entre justicia y ley –reivindicada por el presidente– está en Santo Tomás y los neoescolásticos y parece ser el verdadero modelo político que subyace en Iberoamérica. Su implantación moderna se traduce en diez premisas que, con matices, aplican al nuevo régimen mexicano.

 

 

La distinción entre justicia y ley –reivindicada por el presidente– está en Santo Tomás. Sus sucesores, los neoescolásticos españoles del siglo XVI y XVII, argumentaron la superioridad de la ley natural, inscrita por Dios en la conciencia, sobre la ley escrita, obra falible de los hombres. Estos conceptos forman parte del pensamiento político que legitimó por tres siglos la monarquía absoluta en España. ¿Conoce López Obrador esos antecedentes? La pregunta es irrelevante. Si no los conoce, los encarna.

 

 

Según estudios de Richard M. Morse, esa filosofía neotomista es el verdadero modelo político que subyace en Iberoamérica. En El pueblo soy yo consigné mis diferencias con esa tesis. Argumenté que el noble origen teológico de esa corriente no exime de responsabilidad a sus avatares. Y que, aplicada a nuestro tiempo, puede ser perfectamente compatible con regímenes similares al cubano.

 

 

No he cambiado mi punto de vista, pero ahora releo la tesis de Morse con mayor desasosiego. En su obra postrera (Resonancias del Nuevo Mundo, Editorial Vuelta, 1995) sostuvo que su implantación moderna en nuestros países debía traducirse en diez «premisas» que parecen proféticas:

 

 

1.- El mundo es natural, no se construye. «En estos países, el sentimiento de que el hombre edifica su mundo y es responsable de él es menos profundo y está menos extendido que en otros lugares».

 

 

2.- Desprecio por la ley escrita. «El sentimiento innato de apego a la ley natural va acompañado de una actitud menos formal hacia las leyes que formula el hombre».

 

 

3.- Indiferencia a los procesos electorales. «Las elecciones libres difícilmente se revestirán de la mística que se les confiere en países protestantes».

 

 

4.- Desdén hacia los partidos y las prácticas de la democracia. «Tampoco son apreciados los partidos políticos que se alternan en el poder, los procedimientos legislativos o la participación política voluntaria y racionalizada».

 

 

5.- Tolerancia con la ilegalidad. La primacía de la ley natural sobre la ley escrita admite prácticas y costumbres incluso delictivas que en otras sociedades están penadas, pero que en estas se ven como «naturales».

 

 

6.- Entrega absoluta del poder al dirigente. El pueblo soberano entrega (no delega) el poder al dirigente. En América Latina prevalece el antiguo pacto original del pueblo con el monarca.

 

 

7.- Derecho a la insurrección. La gente «no es insensible ante los abusos del poder enajenado». Por eso, los cuartelazos y las revoluciones suelen nacer del agravio de una autoridad que se ha vuelto ilegítima. (Como la corrupción del PRI).

 

 

8.- Carisma no ideológico: psicológico y moral. Un gobierno legítimo no necesita una ideología definida, ni efectuar una redistribución inmediata y efectiva de bienes y riquezas, ni contar con el voto mayoritario. Un gobierno legítimo debe tener «un sentido profundo de urgencia moral» que a menudo encarna en «dirigentes carismáticos con un atractivo psico-cultural especial». (Es el caso –dice Morse– de Perón o Fidel Castro).

 

 

9.- Apelación formal al orden constitucional. Una vez en el poder, para «rutinizar» el carisma, el dirigente debe conceder cierta importancia al legalismo puro para institucionalizar su gobierno.

 

 

10.- El gobierno: cabeza y centro de la nación. «El gobierno nacional […] funciona como fuente de energía, coordinación y dirigencia para los gremios, sindicatos, entidades corporativas, instituciones, estratos sociales y regiones geográficas».

 

 

En teoría, el modelo se inspira en un concepto cristiano del monarca como fuente del bien común. En la práctica, es una receta para la dictadura. Morse no ignoraba sus inconsistencias y riesgos. Para consignarlos, citó la crítica a la figura central del neotomismo, el jesuita Francisco Suárez (1548-1617), formulada por el filósofo político y moral francés Paul Janet (1823-1899):

 

 

«En estas doctrinas incoherentes concurren […] ideas democráticas y absolutistas, sin que el autor vea con claridad adónde lo llevan unas u otras. Adopta […] el principio de la soberanía popular […] y hace que no tan solo el gobierno, sino que aun la sociedad, descanse en el consenso plenario. Sin embargo, esos principios sirven para […] que opere inmediatamente la enajenación absoluta e incondicional de la soberanía popular en manos de una persona».

 

 

Creo que, con matices diversos, las diez premisas operan en el nuevo régimen de México. Solo hay un antídoto contra cada una de ellas: la división de poderes y el Estado de derecho en una democracia liberal.

 

 

Enrique Krauze

Publicado previamente en el periódico Reforma

Mensaje de discordia

Posted on: abril 3rd, 2019 by Laura Espinoza No Comments

 

Para AMLO, su triunfo en las urnas representa el advenimiento de una nueva era. Desde ese alto tribunal politiza la historia. España está en el banquillo y el veredicto es condenatorio. Y debe pedir perdón

 

La reciente carta del presidente López Obrador exigiendo al rey de España una disculpa por la conquista de México ha lastimado el árbol de concordia que mexicanos y españoles hemos cultivado por ochenta años. El debate, planteado en esos términos, es ajeno a los esfuerzos de análisis y comprensión en los que se han empeñado generaciones de historiadores mexicanos, españoles y de otras nacionalidades, cuyos enfoques son diversos y aun divergentes, pero cuyo afán común es el conocimiento. López Obrador ha escrito libros de historia, pero no pertenece a ese elenco. No lo mueve el saber.

 

 

Dediqué los meses finales de 2018 al estudio de esos libros, no pocos ni poco voluminosos. Mi análisis (El presidente historiador, Letras Libres241, enero de 2019) busca arrojar alguna luz sobre su actitud frente al pasado. López Obrador incurre en una variedad extraña del historicismo. Por un lado, cree en la vieja teoría de Carlyle, para quien “los grandes hombres” son los protagonistas decisivos y casi únicos de la historia. Por otro lado, cree que la historia tiene un libreto ineluctable. Y finalmente cree en la convergencia de ambas teorías en su propia persona, el líder providencial destinado a redimir al pueblo mexicano.

Hasta ahora, López Obrador había aplicado esa visión a la etapa moderna y contemporánea de México (de 1867 a nuestros días). Algunos presidentes pasan la prueba, parcialmente: Juárez y Madero fueron grandes, pero les faltó construir “una democracia con apoyo popular”. Cárdenas tuvo apoyo popular, pero encabezaba el régimen autoritario del PRI. El hecho de que el propio López Obrador haya militado en ese régimen de 1973 a 1989 (cuando muchos de nosotros llevábamos más de veinte años combatiéndolo) no lo mueve a la autocrítica, el matiz o la ponderación. A su juicio, el sistema nunca cambió hasta el 1 de julio de 2018. Por eso, su triunfo en las urnas no representa solo un cambio de Gobierno y de régimen. Representa el advenimiento de una nueva era, en el sentido teológico-político del término.

 

 

 

Desde ese alto tribunal López Obrador politiza la historia. Ahora no solo nosotros (o los que tilda de “conservadores”) debemos pedir perdón por el pecado de no reconocer la verdad histórica que él revela y encarna. Ahora España está sentada en el banquillo. El veredicto es condenatorio. España debe pedir perdón.

 

 

 

La defensa contemporánea del legado indígena llegó con la revolución mexicana, que lo puso en primer plano

 

 

La condenación, por supuesto, no es nueva. Todo el siglo XIX mexicano está cruzado por la querella entre dos interpretaciones de la conquista y el legado de los tres siglos virreinales. Los liberales abrazaron el veredicto moral de Bartolomé de las Casas, que como un profeta bíblico denunció la destrucción de las Indias y advirtió la ruina de España. Los conservadores recogieron las obras de otros autores clásicos de los siglos XVI y XVII, como Jerónimo de Mendieta y Juan de Torquemada, que ponían el acento en la huella constructiva, material y espiritual, de España en México. Con el triunfo de los liberales en 1867, la condenación ideológica a España se volvió un canon de la naciente historia oficial, pero en la era de Porfirio Díaz esas aristas se limaron en favor de una reconciliación: México se reconocía como un país indígena y español.

 

 

Significativamente, ni los liberales ni los conservadores del siglo XIX vindicaban el pasado indígena, que habría sido olvidado de no ser por los cronistas mestizos de identificación indígena (como Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, Chimalpahin) y españoles (fray Bernardino de Sahagún y fray Diego Durán, entre otros) que lo recobraron en los siglos XVI y XVII. La defensa contemporánea del legado indígena llegó con la revolución mexicana, que lo puso en primer plano no solo como un componente esencial de nuestro pasado, sino como una presencia viva. Por desgracia, esta necesaria reivindicación se degradó en una nueva historia oficial. Los murales de Diego Rivera fueron su catecismo.

 

 

 

Todo esto ocurría en el plano político e ideológico. Mientras tanto, en la sociedad, España y México se acercaban. Generación tras generación, desde mediados del siglo XIX, oleadas de españoles llegaron a “hacer la América” en todos los ámbitos de la actividad económica. Con el fin de la Guerra Civil y gracias a la iniciativa de don Daniel Cosío Villegas, hace ochenta años el Gobierno mexicano dio asilo y hogar a los intelectuales españoles (entre ellos José Gaos, José Miranda, Ramón Iglesia) que, junto con sus discípulos mexicanos (Silvio Zavala, Edmundo O’Gorman, Luis González), comenzaron a estudiar con el mayor rigor académico la historia de la conquista y la colonia. Junto con ellos, la obra del ilustre Miguel León-Portilla traía ante nuestra conciencia “la visión de los vencidos”. Las enseñanzas y los libros de todos aquellos maestros en El Colegio de México y la UNAM son la herencia de los historiadores que hemos escrito al margen de la historia oficial. Gracias a ellos la historia dejó de ser la arena mítica donde luchan “héroes y villanos” o el libreto de una redención. La historia volvió a ser lo que ha sido desde Heródoto: un saber respetuoso de la verdad, una sabiduría.

 

 

 

López Obrador es ajeno a esa tradición. Su proyecto evidente es fundar una nueva historia oficial, que recoja todos los extremos de las anteriores y los potencie con su visión redentora. Por eso ha reclamado al rey de España que se disculpe con los pueblos originarios de México.

 

 

Inglaterra no tiene un Francisco de Vitoria o un Bartolomé de las Casas en su historia

 

 

Se ha esgrimido el caso de Alemania con el pueblo judío o el de Francia con el argelino para sustanciar la disculpa. La cercanía histórica de esos y otros horrores cometidos por Estados nacionales contemporáneos contra poblaciones actuales da sentido a esos reclamos, pero proyectarlos al plano de la historia universal implicaría una cadena de perdones que nos llevaría, literalmente, hasta las calendas griegas. Por otra parte, si de disculpas se trata, ¿no había que comenzar por exigirlas al Gobierno de Estados Unidos, no solo por el despojo de la mitad del territorio mexicano, sino por los vejámenes que inflige ahora mismo a millones de mexicanos?

 

 

 

El Gobierno español ha hecho bien en responder con claridad y firmeza al reclamo de López Obrador, pero los españoles deben saber que, sin negar el saldo mortal de la conquista, la mejor forma de calibrar su sentido es compararla con experiencias paralelas. Como ha demostrado el eminente historiador John H. Elliott en Imperios del mundo atlántico, el saldo moral del Imperio español es sustancialmente superior al inglés. Como todo imperio conquistador (incluido, por cierto, el azteca), ambos cometieron atrocidades, pero al menos los españoles tuvieron figuras de autoridad espiritual que pusieron en tela de juicio los derechos de conquista, defendieron la igualdad cristiana y la libertad natural de los indios, y propiciaron la creación de leyes e instituciones protectoras. En cambio, Inglaterra no tiene un Francisco de Vitoria o un Bartolomé de las Casas en su historia.

 

 

Ese legado marca a sus antiguos reinos o colonias. Como consecuencia del exterminio sistemático de la población nativa y la esclavitud que hasta 1865 impusieron a la población de origen africano, Estados Unidos es un país irremediablemente nativista donde gobierna un presidente que propone descaradamente la doctrina nazi del Lebensraum.

 

 

En México gobierna un presidente mestizo, nieto de un inmigrante español al que este país, generoso y libre, le abrió los brazos. Ojalá ese presidente, Andrés Manuel López Obrador, que por haber nacido cerca de la selva ama genuinamente los árboles, descubra la importancia de cultivar, entre los individuos como entre las naciones, el árbol de la concordia.

 

 

 

Enrique Krauze es escritor y director de la revista Letras Libres.

 

Reducto de libertad

Posted on: noviembre 16th, 2018 by Laura Espinoza No Comments

 

Tomando en cuenta su posición de poder, y por respeto a la razón, el derecho y aun la vida de los periodistas, el presidente electo debe mostrar la mayor tolerancia ante la crítica hacia su persona y su gestión.

 

 

Las expresiones y actitudes del presidente electo sobre la prensa que no le agrada son altamente preocupantes. Y lo son más ahora, porque resuenan en las redes sociales como una orden de ataque. Muy pronto, nada podría impedir que sus partidarios más enardecidos pasen de la batalla verbal a la física. Si ocurre en Estados Unidos (donde las arengas de Trump contra las supuestas “fake news” han provocado ataques a periodistas del New York Times, el Washington Post o CNN), nada impide que la prensa “fifí” –como la llama López Obrador– comience a sufrir embates similares.

 

 

 

La tensión entre los medios impresos y poder tiene una larga historia. En un ensayo de 1954 titulado “La prensa y la libertad responsable en México”, Daniel Cosío Villegas escribió que la nuestra era “una prensa libre que no usa su libertad“. El gobierno, es verdad, tenía “mil modos” para “sujetarla y aun destruirla”.

 

 

 

Piénsese, por ejemplo, en una restricción a la importación de papel fundada en la escasez de divisas; en una elevación inmoderada de los derechos de importación al papel o a la maquinaria; en la incitación a una huelga obrera y su legalización declarada por los tribunales del trabajo, en los cuales el voto del representante gubernamental resulta decisivo; etcétera.

 

 

Con todo –concluía don Daniel– la prensa tenía un margen de libertad que desaprovechaba. Era próspera pero inocua, vacía de ideas e ideales y, sobre todo, servil: “simplemente ha aceptado la idea de la sujeción (al gobierno), se ha acomodado a ella y se ha dedicado a sacar ventajas transitorias posibles sin importarle el destino final propio, el del país y ni siquiera el de la libertad de prensa, a cuya salvaguarda se supone estar consagrada en cuerpo y alma”.

 

 

El razonamiento de Cosío Villegas tuvo su prueba de fuego en el sexenio de Luis Echeverría, cuando surgió un periódico decidido a rechazar la sujeción y defender la independencia crítica. Era el Excélsior de Julio Scherer. El gobierno había empezado bajo la promisoria consigna de la “apertura democrática”, la “crítica y la autocrítica”. Por supuesto, era una treta. Al poco tiempo Echeverría comenzó a perorar contra aquel periódico donde cada sábado aparecían los punzantes artículos del “escritorzuelo” Cosío Villegas. Cuando esa táctica intimidatoria falló, su secretario de Gobernación contrató una pluma mercenaria para escribir un libelo titulado “Danny, discípulo del Tío Sam”. Acto seguido, Echeverría indujo un bloqueo de publicidad privada (la oficial era muy menor). En última instancia, orquestó el golpe al diario, lo confiscó en los hechos, volviéndolo un esclavo del régimen. Su sucesor, López Portillo, incrementó la presencia oficial en los medios para domesticarlos. Y, argumentando el famoso “no pago para que me peguen”, cortó la publicidad a Proceso. Fue inútil. Para entonces, además de Proceso, habían nacido revistas y periódicos empeñados en ejercer la independencia crítica.

 

 

Vivimos otros tiempos, pero la tensión persiste. Sujeta a las viejas restricciones, y lastrada por sus vicios y conveniencias, nuestra prensa no usa plenamente su libertad.

 

 

Dependientes de la publicidad oficial, muchos medios ceden a la servidumbre voluntaria. A riesgo de perder el alma, deberían resistir.

 

 

 

Tampoco el próximo gobierno debe actuar de manera ilegítima contra la prensa. Es correcto que busque dar la mayor transparencia a sus vínculos económicos con los medios y acote o incluso cancele la publicidad oficial, pero no tiene razón en descalificar a los que le resultan incómodos. Llamar a la prensa “fifí” es imputarle intereses ocultos o ideologías contrarias a la verdad histórica encarnada en el poder. Es un abuso. Si existen pruebas de esos intereses ocultos, que se exhiban. Y ningún poder tiene el monopolio de la verdad histórica.

 

 

 

No solo falta a la justa razón el presidente electo, también al derecho. En este tema incide el criterio de asimetría entre las partes, sobre el cual la Suprema Corte ha sentado jurisprudencia. Las sentencias que ha emitido en los últimos años han privilegiado la libertad de expresión bajo una idea rectora: entre mayor sea la relevancia pública del objeto de una crítica, mayor latitud tendrá la libertad de expresión para criticarlo.

 

 

 

Tomando en cuenta su posición de poder, y por respeto a la razón, el derecho y aun la vida de los periodistas, el presidente electo debe mostrar la mayor tolerancia ante la crítica hacia su persona y su gestión. Y la prensa, contra viento y marea, debe seguir siendo un reducto de libertad.

 

 

 

Enrique Krauze

(Publicado previamente en el periódico Reforma)

El incendio de Bolsonaro

Posted on: octubre 18th, 2018 by Laura Espinoza No Comments

El próximo presidente de Brasil está hecho de misoginia, racismo y homofobia. Es algo más que una posición política

 

 

FOTO Jair Bolsonaro, candidato a la presidencia de Brasil.

 

El fuego destruyó el Museo de Historia Natural de Brasil. El triunfo de Jair Bolsonaro podría destruir la naturaleza histórica de ese entrañable país.

 

 

Ninguna nación tiene una esencia permanente ni un destino ineluctable. La historia de los países, como la de los individuos, está sujeta a determinaciones de toda índole, pero tiene un margen de libertad. En el curso de su historia centenaria, antes y después de su tersa independencia (tan distinta de las traumáticas rupturas de Hispanoamérica), Brasil construyó una sociedad singular que ha correspondido a la imagen espontánea que muchos nos hemos hecho de ella como el país de la libertad natural, de la apertura al otro y a lo otro, de la mezcla étnica y sexual, de la convivencia creativa de culturas. Si esa imagen es verosímil —y creo que lo es—, al elegir a Jair Bolsonaro, Brasil está a punto de cometer un suicidio político y cultural.

 

 

 

No idealizo a Brasil ni niego sus problemas abismales de pobreza y desigualdad, de violencia e inseguridad, de impunidad y corrupción. Son dramas que comparte con muchos países de América Latina (en particular con México) y cuya persistencia reclama la más seria reflexión y la acción más urgente. Pero no puedo creer que, para encarar esos problemas, el país que nos ha dado su literatura, sus artes, su música, su Carnaval y su fútbol, el país de Caetano Veloso y Maria Bethânia, de Machado de Assis y Jorge Amado, de Clarice Lispector y Nélida Piñón, haya entregado el voto mayoritario en la primera vuelta electoral a un líder que niega de raíz su tradición cultural.

 

 

 

Bolsonaro se afilia al más rancio militarismo y se burla de la democracia que, con mucha probabilidad, lo llevará al poder
Bolsonaro se afilia al más rancio militarismo y se burla de la democracia que, con mucha probabilidad, lo llevará al poder. En sus discursos y frases lapidarias se mofa de las leyes y la justicia. Ha hecho un elogio abierto de la violencia criminal del Estado para acabar con la violencia criminal de los delincuentes. Esa variedad repugnante del populismo tiene ya en América un exponente que con seguridad se llevará muy bien con Bolsonaro. Pero los paralelos políticos de Trump con su inminente colega brasileño me alarman menos que su convergencia en temas morales y sociales. Si las deformidades de Bolsonaro fueran solo políticas, el cuadro sería preocupante, pero su antiliberalismo, su odio a la libertad, es más amplio y profundo. Está hecho de misoginia, racismo y homofobia.

 

 

 

Las redes sociales abundan en frases y discursos de Bolsonaro denigrando a las mujeres (sobre todo si, a su juicio, no son bellas o tienen posiciones feministas) y exhibiendo su desprecio hacia la población de color (“holgazanes”, “mantenidos”). El más aterrador acercamiento que conozco a Bolsonaro es el que —exhibiendo la más heroica flema inglesa— logró el actor y escritor Stephen Fry.

 

 

 

Bolsonaro: Yo me lancé a luchar contra los gais porque el Gobierno propuso dar cursos de educación contra la homofobia a niños de primaria. Pero esto solo estimularía activamente la homosexualidad en niños de seis años. No es algo normal.

 

 

 

Fry: Hay 480 especies animales que exhiben comportamientos homosexuales, pero solo una especie animal sobre la Tierra que exhibe comportamiento homofóbico. Entonces, ¿qué es lo normal?

 

 

 

Bolsonaro: Tu cultura es diferente de la nuestra. No estamos listos para esto en Brasil porque ningún padre jamás se sentiría orgulloso de tener un hijo gay. ¿Orgullo? ¿Alegría? ¿Celebrar que su hijo se volvió gay? De ninguna manera…

 

 

 

Pienso con tristeza en lo que habría pensado Gilberto Freyre, el eminente sociólogo brasileño que en su clásica Casa-Grande e Senzala (1933) recreó una historia y una cultura diametralmente opuestas a las que representa Bolsonaro. Antropólogos posteriores han puesto en entredicho algunas tesis de Freyre, pero a mi juicio no las han refutado. Freyre remite a la geografía histórica de Portugal, tan cercana a África, tan proclive a la aventura marina y a su catolicismo más cálido, el origen de una convergencia entre personas de diversos credos, etnias y colores, que ha sido típica de Brasil.

 

 

No es que en el brasileño subsistan, como en el angloamericano, dos mitades enemigas: la blanca y la negra; el examo y el exesclavo. De ninguna manera. Constituimos dos mitades confraternizantes que se vienen enriqueciendo mutuamente de valores y de experiencias diversas.

 

 

 

El racismo de Trump es lamentable pero explicable: lo comparte un sector muy amplio de la población de Estados Unidos que habita el centro y el sur de ese país, donde las huellas del pasado esclavista siguen vivas. El racismo de Bolsonaro es lamentable e inexplicable: afecta a un sector mayoritario de la población cuyo pasado esclavista, siendo imperdonable, fue distinto del estadounidense porque, a diferencia de este, se abría a la confraternidad humana. Esa es la naturaleza histórica de Brasil que Jair Bolsonaro buscará destruir.

 

 

 

Enrique Krauze es escritor y director de la revista Letras Libres.

Una lectura de López Obrador

Posted on: julio 20th, 2018 by Laura Espinoza No Comments

Las metas de la revolución mexicana siguen vigentes, pero el presidente electo debería levantar diques institucionales a su propio poder, sobre todo en materia de no reelección y en el nombramiento de un fiscal independiente del Ejecutivo

 

 

La obra del historiador, editor y ensayista mexicano Daniel Cosío Villegas (1898-1976) influyó en varias generaciones de lectores. Uno de ellos es Andrés Manuel López Obrador. En diversas ocasiones ha mencionado la huella de un célebre ensayo de Cosío Villegas en su vocación política. Se trata de La crisis de México, que apareció en la revista Cuadernos Americanosa principios de 1947.

 

 

Para mi generación intelectual, el magisterio de don Daniel —como todos le decíamos— fue decisivo. En mi juventud, tuve la suerte de ser su discípulo, tener acceso a su archivo y escribir su biografía. Alrededor de la obra de aquel eminente intelectual se entienden mejor mis simpatías y diferencias con el líder a quien una mayoría de mexicanos ha elegido para ser nuestro próximo presidente.

 

 

 

Como buena parte de los intelectuales de la época, Cosío Villegas colaboró con inmenso entusiasmo en la obra revolucionaria. No obstante, en La crisis de México se atrevió a sostener que los sucesivos Gobiernos emanados de la revolución mexicana habían terminado por abandonar sus grandes metas (la democratización y la libertad política, la justicia social y el progreso económico de los campesinos y obreros, la consolidación material y cultural de la nacionalidad mexicana) debido a una falla de origen: “Todos los hombres de la revolución mexicana, sin exceptuar a ninguno, han resultado inferiores a las exigencias de ella”. Su pecado mayor había sido de orden moral: “Ha sido la deshonestidad de los gobernantes revolucionarios, más que ninguna otra causa, la que ha tronchado la vida misma de la revolución mexicana”. Concluyó: “El único rayo de esperanza —bien pálido y distante, por cierto— es que de la propia revolución salga una reafirmación de principios y una depuración de hombres”.

 

 

 

No tengo duda de que López Obrador se ve a sí mismo —y así es visto por treinta millones de votantes— como el líder llamado a lograr esa “reafirmación de principios” y “depuración de hombres”. Su programa parte de la premisa central del régimen de la revolución que en los años treinta nacionalizó el petróleo, repartió más de 17 millones de hectáreas a campesinos e introdujo una vigorosa legislación laboral. Esa premisa daba al Estado (y, en particular, al presidente) un papel central como fuente de control político, energía social, actividad económica y defensa de la nacionalidad.

 

 

 

 

AMLO se inspiró en la obra de Cosío Villegas, pero este dudó luego de la centralidad del Estado
El propósito de AMLO es volver a esa premisa y, a partir de ella, promover el necesario rescate del campo, extendiéndolo ahora a la protección de los ancianos y los jóvenes desfavorecidos y al fomento de las zonas del sur de México, las más atrasadas y pobres. El corazón de su proyecto es “regenerar” la vida misma de la revolución erradicando la corrupción con un liderazgo honesto. Por eso, al referirse a sí mismo, utilizó por muchos años la figura del “rayo de esperanza”.

 

 

 

Ese es el Cosío Villegas que inspiró a López Obrador. Pero hay uno posterior, distinto del primero, que al paso del tiempo fue dudando de aquella centralidad del Estado, de su capacidad para pasar de los ideales a la práctica y beneficiar a la sociedad. En las tres décadas siguientes hasta su muerte en 1976 ocurrió en él un tránsito del estatismo al liberalismo que se explica por tres motivos: el entorno de la Guerra Fría, su propia biografía intelectual y los estragos crecientes del poder presidencial en México.

 

 

 

En varios ensayos,escritos en los años cincuenta, Cosío Villegas criticó al sistema soviético y declaró su abierta preferencia por la democracia liberal en Occidente.

 

 

 

Ya en La crisis de México había defendido la libertad individual, “inocente tesis”, decía, por cuya defensa habían muerto millones de hombres en la Segunda Guerra Mundial. A partir de entonces, Cosío Villegas se dedicó a estudiar la breve aurora democrática llamada “la República Restaurada” (1867-1876). Y conforme se adentraba en el mundo político e intelectual de los liberales, sintiéndose parte de él, llegó a la convicción de que en el siglo XX el Estado había desplazado indebidamente al individuo, privándolo de iniciativa y libertad, y no pocas veces oprimiéndolo a extremos nunca vistos.

 

 

 

El historiador creyó que había que volver al liberalismo político frente al Estado opresor
Lo cautivaba el temple de los liberales: “Eran fiera, altanera, insensata, irracionalmente independientes”. Habían redactado la Constitución de 1857, que consagraba las garantías y los derechos individuales, establecía la división de poderes (debilitando, de hecho, al Ejecutivo) y colocaba la libertad en el centro de la vida nacional. No eran insensibles a los problemas sociales, pero para resolverlos no privilegiaban al Estado por encima del individuo. El Estado para ellos tenía funciones esenciales (educación, salud, seguridad, fomento económico) pero debía proceder con apego estricto al orden legal y democrático. Lo mismo pensaba Cosío Villegas en 1968: había que volver al liberalismo político, sobre todo frente a un Estado represor.

 

 

 

Cuando estalló aquel año el movimiento estudiantil cuyo desenlace fue la matanza de Tlatelolco, don Daniel decidió jubilarse del servicio público y dio inicio a una extraordinaria labor crítica. Su vejez no fue serena. Fue ferozmente combativa. En artículos semanales y libros breves que se vendían como pan, criticó el populismo económico del presidente Echeverría. Nada le parecía más importante que “poner diques” al poder presidencial. Fue él quien describió al sistema político mexicano como una “monarquía, absoluta, sexenal, hereditaria por vía transversal”.

 

 

 

Las metas de la revolución mexicana siguen vigentes. Allí, en retomarlas, están mis simpatías con AMLO. Pero para alcanzar esas metas específicas —y ahí radican mis diferencias concretas, vertidas en mis ensayos— es preciso considerar las vastas diferencias de contexto mundial entre aquella época y la nuestra. Un Estado recto, sensible y eficaz no tiene por qué asemejarse al antiguo régimen, menos aún si lo encabeza un líder carismático que ha consentido el culto de la personalidad y ha apelado a la religiosidad popular para fines políticos.

 

 

 

En todo lugar y tiempo, la experiencia histórica demuestra que el poder absoluto tiende a acotar las libertades y a minar la democracia. ¿Querrá AMLO evitar ese desenlace? En caso afirmativo, el primer paso debería ser levantar diques institucionales y aun constitucionales a su propio poder, sobre todo en materia de no reelección y en la elección de un fiscal independiente del Ejecutivo. Al mismo tiempo, debería alentar la cultura de la pluralidad, la tolerancia, el diálogo, el debate y respetar escrupulosamente la libertad de expresión y la crítica. Sobre todo, debe vertebrar un Estado de derecho. Ese fue el sueño de aquel “liberal de museo”, puro pero no anacrónico, a quien los mexicanos admiramos.

 

 

 

Enrique Krauze es escritor y director de la revista Letras Libres.

Enrique Krauze: La destrucción de Venezuela

Posted on: marzo 3rd, 2018 by Laura Espinoza No Comments

Por cien días que apenas conmovieron al mundo, los venezolanos desplegaron la mayor manifestación democrática del siglo XXI. Entre abril y julio de 2017, centenares de miles de personas recorrieron las ciudades del país para protestar contra el autogolpe de Estado del Tribunal Superior de Justicia (brazo ejecutor del presidente Nicolás Maduro), que desconoció a la Asamblea Nacional electa el 6 de diciembre de 2015, único poder independiente, de mayoría opositora, que queda en Venezuela.

 

 

 

Por Enrique Krauze en Letras Libres

A pesar de la represión de la Guardia Nacional Bolivariana (muy difundida en redes sociales, y en la que hubo ciento veinte muertos, cientos de heridos, presos y casos documentados de tortura), los manifestantes culminaron su protesta con un plebiscito en el que más de 7,5 millones de personas (el 40% del total de electores, el 25% de la población) pidieron la renovación constitucional de los poderes públicos y rechazaron la convocatoria del Consejo Nacional Electoral (otro órgano obediente a Maduro) para votar una Asamblea Nacional Constituyente paralela, al gusto del Ejecutivo.

 

 

Su esfuerzo fue en vano. Tras una votación a todas luces fraudulenta,1 la Asamblea espuria se estableció. Con todos los poderes en sus manos, en el marco de las más severas limitaciones a la libertad de expresión, con una oposición dividida y desmoralizada (que ha anunciado que no participará en las próximas elecciones presidenciales porque considera que carecen de condiciones democráticas), Maduro está cerca de realizar el sueño del hombre que llamó su mesías, Hugo Chávez: eternizar la “Revolución bolivariana”.

 

 

En los barrios pobres de Caracas, las redes sociales recogieron otro drama: mujeres que pelean por una barra de mantequilla; madres sin leche que comprar, dando inútilmente las tetas a sus niños; gente buscando comida en la basura; anaqueles vacíos de alimentos y medicinas; hospitales sin camillas, insumos, medicamentos o condiciones mínimas de higiene; médicos del Hospital Universitario de Maracaibo operando a una paciente con la luz de un celular; madres que dan a luz fuera del sanatorio. Al concluir el ciclo de protestas, se volvió peligroso subir imágenes a las redes. La Asamblea paralela –cuyos miembros han incitado al odio por veinte años– aprobó una “ley contra el odio” que sancionará con prisión de hasta veinte años a quien lo “fomente, promueva o incite”.

 

 

Las imágenes de la penuria coinciden con las estadísticas. El de Venezuela es “un colapso sin precedentes”, al menos en el mundo occidental, escribe Ricardo Hausmann, antiguo ministro venezolano de Planificación y actual director del Center for International Development en la Universidad de Harvard. En su estudio reciente, “Background and recent economic trends”,2 Hausmann demuestra que el descenso del pib y el pib per cápita entre 2013 y 2017 (el 35% y el 40%, respectivamente) es más agudo que en la depresión estadounidense de 1929 a 1933, y aun en la rusa, la cubana o la albana posteriores a la caída del Muro de Berlín. La dimensión de la crisis se aprecia en los indicadores sociales. En mayo de 2017, el salario mínimo (cuyo valor ha caído un 75% en cinco años) podía comprar solo el 11,6% de la canasta de bienes básicos, cinco veces menos que en la vecina Colombia. Más grave aún, durante el mismo periodo, ese salario mínimo (medido en unidades calóricas de los alimentos más baratos que puede comprar) cayó un 86%.3 En 2016, de acuerdo con una encuesta de 6.500 hogares, el 74% de la población perdió cerca de nueve kilos en promedio. Según el organismo venezolano de la salud, la mortalidad de los pacientes atendidos en hospitales se multiplicó diez veces en el país y la de los recién nacidos en hospitales creció un 100%. Mientras enfermedades largamente erradicadas como la malaria y aun la difteria han reaparecido, aumentan los males emergentes como chikunguña, zika y dengue. Para colmo, Caracas es la ciudad más peligrosa del mundo.

 

 

Se trata de una crisis humanitaria de enormes proporciones, documentada detalladamente en hogares y hospitales por instituciones civiles venezolanas e internacionales.4 Según Feliciano Reyna, activista de Codevida, una de esas organizaciones, la información servirá en el futuro para procesar al gobierno de Maduro en el Tribunal Internacional de La Haya. “Lo que está pasando es deliberado”, sostiene Reyna, apuntando a la negativa del gobierno a establecer un canal neutral para la entrada de alimentos y medicinas. A sabiendas de que el salario mínimo mensual es apenas suficiente para comprar cinco kilos de carne y nada más, en sus apariciones públicas (y a veces bailando salsa) Maduro ha sugerido la cría de conejos como remedio. Pero su solución para paliar el hambre es aún más ingeniosa, porque liga la alimentación con la política.

 

 

Cerca del 70% de la población depende de las bolsas de alimentos importados llamadas clap, siglas del Comité Local de Abastecimiento y Producción encargado de distribuirlas conforme a un sistema de tarjetas.5 En las elecciones para la Asamblea paralela, el gobierno discurrió una renovación de las tarjetas que coincidía en tiempo y espacio con los sitios de la votación, logrando el efecto deseado de intimidar al votante que sentía que podía perder su tarjeta si no votaba por los candidatos oficiales.

 

 

La paradoja es que esto le ocurre a la nación con las mayores reservas petroleras del mundo. Pero es justo ahí, en el petróleo, donde se localiza el epicentro del terremoto infligido por el régimen a pdvsa, la empresa petrolera del Estado venezolano que concentra el 96% de las exportaciones del país. El colapso y la caída del sector petrolero venezolano ofrece un detallado diagnóstico del caso.6 Sus autores, Ramón Espinasa y Carlos Sucre, especialistas afiliados a la Universidad de Georgetown, parten de 1998, cuando tras un largo proceso de profesionalización administrativa y técnica, actuando con autonomía gerencial y remitiendo por ley sus utilidades al Banco Central, pdvsa producía 3,4 millones de barriles diarios (mmbd) con una planta de cuarenta mil trabajadores y empleados. Las proyecciones para la primera década del siglo xxi eran de 4,4 mmbd, pero, al llegar al poder, Hugo Chávez tenía otros planes.

 

 

Desde el principio, Chávez intervino en la empresa designando personal por motivos políticos, no técnicos, y comenzó a suministrar petróleo subsidiado a países del Caribe políticamente afines con el régimen. En diciembre de 2002, el personal de pdvsa inició una huelga que derivó en la pérdida de autonomía de gestión, el desmantelamiento de los sistemas de control financiero y el despido de 17.500 empleados, dos terceras partes de ellos técnicos y profesionales. En los años siguientes pdvsa desvirtuó aún más su sentido, convirtiéndose en un superministerio que distribuía alimentos, construía viviendas, administraba las empresas nacionalizadas y expropiadas (incluidas las vinculadas al petróleo) que después de 2007 abarcarían el grueso de la infraestructura productiva: siderúrgicas, cementeras, bancos, telefónicas, supermercados, fabricantes de alimentos, semillas, fertilizantes, almacenes. En total, el régimen nacionalizó 1.400 empresas.

 

 

 

Durante el periodo de Chávez (1999-2013) la producción de pdvsa cayó de 3,7 a 2,7 mmbd con una planta de 120.000 personas, el triple de 1998. Pero en la etapa de Maduro, con la misma planta, la producción anda ya muy por debajo de los dos millones de barriles diarios y disminuye mes a mes.7 Esta caída cercana al 40% permaneció parcialmente oculta por el llamado “superciclo” de los precios entre 2002 y 2014 (en julio de 2008 el barril llegó a los 147 dólares), pero también estos fueron desaprovechados por el régimen. En 2008, el ministro de Economía Alí Rodríguez Araque sostenía que el barril llegaría a los 250 dólares. Esta fe en el alto precio del petróleo era una apuesta desorbitada que el régimen perdió. Los efectos del colapso habrían sido menores si el gobierno hubiera invertido de manera productiva y ahorrado al menos una parte de sus ingresos, como dictaban la reglas originales de pdvsa. (Según estudios, ese ahorro pudo ser de 223.000 millones de dólares.8) No solo no lo hizo, sino que sextuplicó su deuda externa, lo que convirtió al país en el más endeudado del mundo en proporción al pib: 172.000 millones de dólares que representan el 152% del pib.

 

 

Además de esa deuda, ¿cuánto dinero ingresó en realidad a Venezuela por la venta de petróleo entre 1998 y 2017? Sin subsidios internos y externos, el ingreso total habría sido de 1,01 billones. Si se toma en cuenta que la gasolina prácticamente se regala en Venezuela (provocando un jugoso negocio de contrabando) y si se restan las ventas subsidiadas a Cuba y los países del Caribe más las que amortizan la deuda con China, el ingreso neto del periodo fue de 635.000 millones de dólares.9 ¿Dónde quedaron todos esos ingresos (suma del ingreso neto y la deuda) que en conjunto rondan los 800.000 millones? La pregunta torturará a generaciones de venezolanos.

 

 

Un exministro de Chávez, Jorge Giordani, ha proporcionado parte de la respuesta: estima que 300.000 millones de dólares simplemente fueron robados. Otra parte se despilfarró en proyectos faraónicos e inconclusos, opacas entidades públicas, expropiaciones costosas e improductivas, importaciones masivas que compensaban la falta de producción interna o meramente suntuarias (500.000 autos solo en 2006), crecimiento desbordado del empleo público, subsidios de toda clase, etcétera. Entre 1998 y 2013 –dato clave– el consumo creció un 60% pero la producción solo aumentó un 14%. La conclusión es clara: el verdadero drama de Venezuela no proviene de la caída del precio del petróleo sino del derrumbe histórico de la producción de pdvsa, cuyo patrón de deterioro y desmantelamiento se transfirió intacto a las empresas nacionalizadas y expropiadas. Un ejemplo entre cientos: en 2007 Venezuela exportaba el 85% del cemento que producía; hoy lo importa. Algo similar ocurre en otros ramos: acero, teléfonos, supermercados, granjas de toda índole, productoras de semillas, fertilizantes, ganadería, pesca, transporte, construcción.

 

 

En una decisión al mismo tiempo asesina y suicida, en lugar de revertir el estatismo de la Revolución bolivariana para compensar la caída de ingresos petroleros, Maduro optó por imprimir billetes (la inflación acumulada en 2017 fue de un 2.616%) y seguir atendiendo la deuda (cuyo monto con respecto a las exportaciones es también el más alto del mundo, además del más caro), estrangulando las importaciones per cápita de bienes y servicios, que entre 2013 y 2017 cayeron un 75,6% (otro desplome sin precedentes a nivel mundial desde 1960). El peso mayor de esta contracción ha recaído sobre los sectores manufacturero, de construcción, comercio y transporte, pero el ahogo al sector privado es generalizado y ha provocado la desinversión y el éxodo masivo: entre 1996 y 2016 el número de empresas privadas descendió de 12.000 a 4.000.

 

 

En la versión oficial, la crisis se debe a una “guerra económica” incitada por el imperio yanqui. Pero Estados Unidos ha sido siempre el principal comprador de petróleo venezolano y prácticamente el único que ahora paga en divisas: 477.000 millones de dólares de 1998 a la fecha. No hay culpables externos del fracaso. El único responsable ha sido el régimen chavista, que en la era de Chávez recibió una lluvia de recursos (inédita en la historia latinoamericana y solo comparable con los productores del Medio Oriente)10 y los despilfarró en una fiesta interminable. Maduro no es el desdichado heredero de Chávez. Su gobierno es la conclusión natural del chavismo, la cruda después de la fiesta. En palabras de Feliciano Reyna, el régimen no es más que “un proyecto militarista, exorbitantemente corrupto, cuyo objetivo es el control político de la población venezolana a la que se está infligiendo un inmenso daño”.

 

 

Nada de esto estaba en el horizonte a fines de 2007 cuando comencé a visitar con frecuencia Venezuela. Caracas era la nueva meca de la izquierda europea, latinoamericana y estadounidense que a lo largo del siglo xx había puesto sus esperanzas utópicas en la urss, China, Cuba, Yugoslavia, Nicaragua y ahora ponía su fe en la Revolución bolivariana. Medios de prestigio11 publicaban reportajes favorables a Chávez. Algunos mencionaban el riesgo del culto a la personalidad, pero sucumbían a él. En sus apariciones públicas –escribió Alma Guillermoprieto, de modo sucinto– Chávez “es indudablemente fascinante y por momentos entrañable”. A pesar de las limitaciones crecientes a la libertad de expresión y la reciente expropiación de Radio Caracas Televisión (la antigua estación independiente), autores reconocidos como Tariq Ali y Noam Chomsky declaraban que Venezuela era el país más democrático de América Latina –aunque Chomsky sí condenó posteriormente el régimen y el caudillismo–. Siendo ellos mismos indulgentes con Cuba, no objetaban la deriva de Venezuela hacia el modelo cubano. Celebraban, con razón, el descenso en los niveles de pobreza que el régimen había logrado con su política redistributiva, pero no veían el daño que el gobierno causaba a pdvsa y a toda la planta productiva que Chávez estaba en vías de destruir, sentando desde entonces las bases del inmenso menoscabo que hoy padece la población, en particular la más pobre. Esta buena prensa internacional desdeñó las voces críticas (maestros y estudiantes de universidades públicas, antiguos guerrilleros, periodistas, empresarios, líderes religiosos y sindicales, académicos, militares retirados) que advertían lo que vendría. Una de esas voces era la de Ramón Espinasa, que a mediados de 2008 me advirtió: “el derrumbe viene aun si el precio no baja de manera sustancial, porque la inercia de gastar más y más es indetenible. La situación actual es esa: los precios caerán hasta cierto nivel, el gobierno no podrá parar el gasto y la producción no se recuperará: su caída es inexorable. De modo que es cuestión de tiempo: la tormenta perfecta viene”. Pero todavía quedaban cuatro años de bonanza, y Chávez los usaría para gastar más que nunca, llevando los déficits públicos a un 10%. Luego del colapso de los precios y con Maduro en la presidencia, entre 2013 y 2015 los déficits llegaron al 20%.12

 

 

Chávez era el alma de la fiesta. Basado en su inmensa popularidad, convocó un referéndum que se llevaría a cabo el 2 de diciembre de 2007, en el que proponía decenas de modificaciones constitucionales para consolidar el Estado socialista venezolano: reelegirse de forma indefinida, acotar la propiedad privada, introducir una “nueva geometría política” (un gerrymandering, en el término estadounidense), consolidar a su alrededor un ejército paralelo, suprimir la autonomía del Banco Central, manejar desde la presidencia (de modo directo y discrecional) las reservas internacionales, establecer un “poder popular” basado en comunas. Era sí o no a todo, pero para su sorpresa los votantes dijeron no. “Disfruten su victoria de mierda”, dijo, prometiendo sacar adelante su proyecto por la vía de decretos. Punto por punto, a lo largo de nueve años, su gobierno y el de su sucesor han cumplido esa promesa.

 

 

Se trataba de crear un país federado con Cuba. Desde su juventud Chávez había vivido intoxicado por la versión heroica de la historia (su clásico era El papel del individuo en la historia, de Plejánov) aplicada a Venezuela, y a sí mismo. Se sentía el heredero histórico de Bolívar. Pero su meca era Cuba y su “padre espiritual”, Castro. Tras un viaje a la isla, antes de ser electo presidente, declaró su admiración: “Fidel es como el todo.” En una conferencia de 1999 en la Universidad de La Habana, Chávez profetizó: “Venezuela va […] hacia el mismo mar hacia donde va el pueblo cubano, mar de felicidad, de verdadera justicia social, de paz.” Al enfermar Castro en 2006, contra la opinión de sus asesores más experimentados, Chávez aceleró su proyecto revolucionario.

 

 

Para Cuba, que desde 1959 había codiciado el acceso preferencial al petróleo venezolano, la sociedad con Chávez resultó de un beneficio económico inobjetable. En su mejor momento, en 2013, Venezuela tenía el 44% del intercambio comercial de bienes de Cuba, financiaba el 45% del déficit de dicho comercio, compraba alrededor de siete mil millones de dólares en servicios profesionales cubanos (lo cual encubría un fuerte subsidio), suministraba el 65% de las necesidades de petróleo de la isla, así como crudo para refinar en la planta de Cienfuegos construida con inversiones de Caracas; en su totalidad, la relación económica con Venezuela representaba alrededor del 15% del pib de Cuba.13 Aconsejado por Castro, en una especie de transferencia de la estructura educativa y de salud cubana, en 2003 Chávez instituyó las “misiones” educativas y de salud, confiándolas a cuarenta mil cubanos que atendían directamente a la población pobre. Los críticos señalaban el abandono de la estructura hospitalaria (centenares de hospitales y miles de puestos de atención ambulantes), el reparto demagógico de títulos, la competencia desleal a los productores y, desde luego, el carácter político de la operación porque, con las misiones, Chávez cobraba su munificencia con sometimiento. Ahora las misiones son un membrete, pero permanece intacto el aparato de inteligencia cubano.

 

 

Para convertirse en el líder del socialismo del siglo xxi, para heredar a Castro y ser él mismo “como un todo”, Chávez necesitaba permanecer en el poder hasta 2030, en el doscientos aniversario de la muerte de Bolívar. Pero se trataba de una apuesta más, y la perdió. Afectado de cáncer, tras largos y misteriosos tratamientos en La Habana, Chávez murió en Caracas el 5 de marzo de 2013, poco antes del derrumbe de los precios petroleros que arrastraría también el proyecto confiado al hombre elegido por él para heredarlo, Nicolás Maduro.

 

 

Patria o muerte, la novela de Alberto Barrera Tyszka,14 es el perfecto testimonio del gozne entre el chavismo y el madurismo. Transcurre mientras el comandante agoniza. Su título proviene del saludo obligatorio instituido por Chávez a las fuerzas armadas en 2007: “Patria, socialismo o muerte”. Por quince años –rasgo esencial del populismo– nadie en Venezuela hablaba más que de Chávez: su última ocurrencia, declaración o medida. Su enfermedad alimentó aún más esa omnipresencia. Desde la incertidumbre de aquellos meses, los atribulados personajes de la novela apenas tienen vida interior. Uno de ellos, el oncólogo retirado Miguel Sanabria, “creía que la política los había intoxicado y que todos, de alguna manera, estaban contaminados, condenados a la intensidad de tomar partido, de vivir en la urgencia de estar a favor o en contra de un gobierno”. En cambio, para su hermano Antonio, “la Revolución era una droga dura, una suerte de estimulante ideológico, una manera de regresar a la juventud”.

 

 

Autor de una excelente biografía de Chávez y experimentado guionista, Barrera ha escrito su novela con el suspenso y ritmo de una serie televisiva. Miguel recibe de su sobrino Vladimir (hijo de Antonio, que ha acompañado a Chávez en La Habana) una caja con un teléfono que debe resguardar sin ver los videos que contiene. Pero más que el terror de ser descubierto por los cubanos, la tortura para Miguel es el diálogo de sordos con Antonio. El contrapunto entre los hermanos representa la polarización de Venezuela, producto del odio ideológico (y casi teológico) sembrado a toda hora por Chávez y sus voceros en los medios e internet. Miguel pone frente a Antonio un cúmulo de datos objetivos: los alimentos que se pudren en los puertos, las ligas de los políticos con el narco, la resurrección del viejo militarismo. Nada lo convence. Los males son herencia del capitalismo, obra de los gringos y la oligarquía. La conciliación es imposible porque para Antonio la Revolución es impermeable a la crítica, una fe cuyas promesas siempre podrán cumplirse en un futuro prorrogable. Descreer de esa fe era ser un “escuálido”, epíteto acuñado por Chávez para descalificar a sus críticos. Miguel era un “escuálido”.

 

 

Cuba es el Big Brother del libro: “en un acto de sorprendente sumisión –dice el narrador– el gobierno había cedido a funcionarios cubanos el manejo del sistema nacional de identificación, así como la administración y el control de los registros mercantiles y de las notarías públicas. Se decía […] que en casi todos los ministerios, incluyendo la Fuerza Armada, se contaba también con la presencia de asesores cubanos”. Así lo comprobaría otro personaje, Fredy Lecuna, un periodista que toma riesgos inverosímiles para escribir una novela sobre la agonía de Chávez, solo para terminar escribiendo el libro que los espías cubanos (que lo han seguido de principio a fin) le ordenan y pagan.

 

 

Las mejores páginas exploran los sentimientos colectivos de gratitud hacia Chávez. Una mujer humilde le explica a Madeleine, una periodista estadounidense experta en Max Weber, que ha ido a Venezuela a estudiar in situ el carisma:

 

 

Chávez me cambió la vida […] pero de acá, de la cabeza. Me cambió la forma de pensar, de mirar, de mirarme a mí misma. ¿Que qué me ha dado? Tú dices, ¿en concreto? Cómo te digo. Es que nosotros no teníamos nada, no éramos nadie; o mejor dicho: nosotros sentíamos que no éramos nadie, que no teníamos valor, que no importábamos. Y eso fue lo que cambió Chávez. Eso fue lo que nos dio.

 

 

El comandante era uno de ellos, hablaba con ellos y por ellos. “Chávez me enseñó a ser yo y a no tener vergüenza.”

 

 

Pero el vínculo tenía también una evidente intención política: apelaba a la religiosidad natural de un pueblo proclive a la fe, la magia y la santería, para manipularlo. Chávez había llevado a extremos escatológicos su identificación con Bolívar al grado de abrir su sarcófago, descubrir su huesos, ordenar un retrato a partir del adn, y revelar a un Bolívar no criollo sino mulato, como Chávez. Pero, en su agonía, la identificación con el prócer histórico era insuficiente. Había que apuntar más alto.

 

 

Madeleine lograría ver a Chávez de lejos, en la última visita del líder a Sabaneta, su pueblo natal. Ahí comprobaría que el carisma es inseparable de lo que Barrera llama “los carismados”, que escuchan arrobados a un Chávez moribundo en quien ven al redentor reencarnado: “Dame vida, Cristo, dame tu corona, dame tu cruz, dame tus espinas, yo sangro pero dame vida, no me lleves todavía porque tengo muchas cosas por hacer.”

 

 

Finalmente, el oncólogo Sanabria se atreve a ver las imágenes del celular que resguarda. Son imágenes de Chávez llorando, pidiendo que no lo dejen morir. ¿Por qué la secrecía?, le pregunta Madeleine. “Porque los dioses no tienen cuerpo. Los dioses no gritan de dolor, no sangran por el culo, no lloran. Los dioses no suplican que los salven. Los dioses nunca agonizan.”

 

 

El encargado de que el dios no muriera nunca ha sido Nicolás Maduro. “Sacerdote del chavismo”, lo llama el periodista venezolano Roger Santodomingo, autor de una breve biografía –más bien un reportaje– publicada en 2013 a partir de un par de entrevistas realizadas años antes.15 Nacido en 1962, Maduro recordaba a detalle las escenas de “brutalidad policiaca” que presenció de niño. De joven –además de roquero y beisbolista– mantuvo vínculos con organizaciones de izquierda gracias a las cuales en 1986 pasó meses en Cuba estudiando marxismo-leninismo. Por algún tiempo fue chofer de Metrobús. Aunque en 1993 visitó a Chávez en la prisión, no pertenecía al círculo cercano y pasó casi inadvertido como diputado de la Asamblea. Su vertiginoso ascenso ocurrió a partir de 2006, cuando Chávez lo nombró ministro de Relaciones Exteriores. Rodeado de figuras mayores de las que procuraba liberarse o de militares coetáneos de los que desconfiaba, Chávez necesitaba acercarse a los jóvenes y terminó por reconocer en Maduro a su devoto incondicional. En su gestión diplomática –desplegada en los años de bonanza petrolera– consolidó las alianzas del régimen con los países sudamericanos afines, Nicaragua, Bolivia, Ecuador, Argentina. Pero fue la intimidad con Chávez durante su enfermedad lo que impulsó su carrera hasta la presidencia.

 

 

Maduro tuvo un mesías anterior a Chávez. Era Sai Baba, hasta cuyo ashram Prashanti Nilayam o “Morada de Paz” en la India peregrinó con su esposa Cilia Flores, lo que implicaba “una travesía aérea de veinte horas de ida y veinte de vuelta”. Su apego a Sai Baba –que fue gran amigo, admirador y beneficiario del dictador ugandés Idi Amin– explica su uso frecuente de una túnica color naranja, su saludo a la usanza india con las manos juntas frente al rostro y la supersticiosa convicción de una fuerza superior que lo protege. Sin renunciar a esa devoción, Maduro la transfirió a Chávez. Siendo ya vicepresidente y ministro de Relaciones Exteriores, se volvió su vocero, su apóstol. Y, tras su muerte, se erigió en el san Pedro de la iglesia chavista. Con tal manto de santidad, se entiende por qué las revelaciones de la bbc sobre la pedofilia y corrupción de Sai Baba no lo inquietaron, como tampoco la brutalidad policiaca multiplicada de su régimen contra los jóvenes.

 

 

“Yo soy Chávez”, dijo Maduro, poco antes de la muerte del comandante. Pero, aunque hablara como Chávez, no era Chávez. El régimen ha perdido cualquier aura religiosa. Es una dictadura que ha declarado una guerra de desgaste y empobrecimiento contra su propio pueblo, forzando su sumisión o su exilio (cerca de dos millones de venezolanos han emigrado en veinte años), en espera de ganar una nueva apuesta: el alza del precio del petróleo. En las elecciones de 2018, que adelantó para abril, el régimen prohibió la participación de los principales líderes de la oposición. Es la historia de un fraude anunciado.

 

 

A lo largo de la historia venezolana, llena de guerras civiles y tiranías, los militares han intervenido para introducir cambios radicales. Ocurrió en 1945, cuando entregaron el poder a los civiles y abrieron paso a un breve ensayo de democracia (1945-1948) que prefiguró la etapa de un bipartidismo (1959-1999), que a la distancia tuvo más aciertos que errores, pero cuyo orden se derrumbó para dar paso a la República bolivariana que hoy está en quiebra.

 

 

Ahora, incluso esa salida es improbable. “Los militares –me explica Miguel Henrique Otero, director de El Nacional, antiguo periódico que sobrevive con precariedad– están divididos en diversos grupos, unos manejan las empresas públicas, otros tienen vínculos con el narco, otros están en cargos públicos. En 2002 había setenta generales en Venezuela, ahora son mil doscientos, más que en la otan. La tropa gana poco, y en ella cunde la violencia y la deserción. En el ejército no parece haber ya incentivos morales o, si los hay en los mandos medios, quienes los abrigan viven atemorizados por el espionaje cubano. Venezuela se ha vuelto un protectorado de Cuba.” Recientemente, hay que agregar, un militar de la Guardia Nacional Bolivariana, represor de los manifestantes en las protestas del 2017, fue nombrado director de pdvsa.

 

 

Aunque el régimen parece tener todo bajo control, el costo humano y material de su propio fracaso puede sepultarlo. “Si la economía se queda como está nos morimos”, afirma Hausmann. No exagera: si la producción petrolera no se recupera, aun con un eventual ascenso de los precios, Venezuela está condenada a la hiperinflación, de la cual ninguna nación (o solo Zimbabue) ha salido viva. Y aunque el libreto cubano (control mediante la escasez) se siga aplicando al pie de la letra, en condiciones extremas de hambre y enfermedad no puede descartarse un estallido social de enormes proporciones.

 

 

¿Hay una salida posible? Venezuela podría recuperarse con un cambio de régimen económico que, permitiendo de inmediato la ayuda humanitaria mundial para alimentos y medicinas, negociase una quita sustancial al monto de la deuda, una amplia moratoria al pago de la misma, y con los recursos resultantes comenzara a abrir la compuerta de las importaciones para revivir la producción interna. Y, para ser creíble, este cambio económico tendría que acompañarse con un cambio de régimen político que garantice elecciones soberanas, libere a todos los presos políticos y reconozca a la Asamblea Nacional como la única legítima.

 

 

Maduro se negará a esta vía (su único propósito es permanecer en el poder a toda costa), pero el abismo en que ha caído Venezuela es tan grande que con certeza contaría con una solidaridad casi universal. Por desgracia, Estados Unidos, que podría propiciar ese desenlace, pasa ahora por una alucinación colectiva entre carismático y carismados no muy distinta a la del chavismo. A pesar de la solidaridad de los principales países latinoamericanos y europeos, Venezuela está tan sola como la mujer que languidece en uno de los dantescos hospitales de Venezuela: “Un país tan rico, teníamos todo y lo destruyeron. Y lo que falta.” ~

 

 

Una versión de este texto apareció originalmente en la New York Review of Books.

 

 

1 El software de Smartmatic, la compañía que proveyó el soporte para la elección, dio este dictamen.

 

 

2 “Background and recent economic trends”, el reporte de julio del Harvard’s Center for International Development.

 

 

3 El salario mínimo mensual en diciembre fue de casi dos dólares

 

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4 Entre ellas la Organización Mundial de la Salud, el alto comisionado estadounidense de Derechos Humanos, Cáritas Venezuela, Médicos por la Salud y el Observatorio Venezolano de la Salud.

 

 

5 Un paquete típico de clap contiene pequeñas porciones de pasta, arroz, leche en polvo y atún enlatado

 

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6 Concluido en agosto de 2017, este ensayo permanece por el momento inédito.

 

 

7 Estrictamente, la producción de petróleo por parte de pdvsa es actualmente de solo 800 mil barriles diarios (mbd). El resto viene de empresas externas con quienes pdvsa mantiene acuerdos. Véase Francisco Monaldi, Venezuela’s oil: Massive resources, dismal performance, Center for Energy Studies, Rice University’s Baker Institute, mayo de 2017.

 

 

8 Francisco Toro, “Venezuelan collapse has nothing to do with falling oil prices”:

 

http://on.ft.com/2D0kynC

 

 

9 Espinasa y Sucre, p. 79.

 

 

10 Francisco Monaldi, op. cit.

 

 

11 La bbc, The Guardian, The New Yorker, entre otros.

 

 

12 Monaldi, op. cit.

 

 

13 Carmelo Mesa-Lago, “Cuba vivirá una grave crisis si termina la ayuda venezolana”, El País, 9 de diciembre de 2015.

 

 

14 Alberto Barrera Tyszka, Patria o muerte, Barcelona, Tusquets, 2016.

 

 

15 Roger Santodomingo: De verde a Maduro. El sucesor de Hugo Chávez, Bogotá, Debate, 2013.

 

 

La revolución domesticada

Posted on: octubre 19th, 2017 by Laura Espinoza No Comments

En México, la Revolución de octubre fue devorada por la Revolución mexicana. Pese a las resistencias del Partido Comunista Mexicano, la inocente ideología nacionalista y social de la Revolución mexicana ganó la partida a todo intento de marxismo-leninismo autóctono. En México, Lenin y Trotsky nunca pudieron competir contra Villa y Zapata.

 

 

 

La Revolución mexicana antecedió a la rusa por seis años. Estalló como un levantamiento contra la dictadura de Porfirio Díaz, instauró un régimen democrático que culminó en 1913 con el asesinato del presidente Francisco I. Madero, tras el cual se desató una guerra civil entre las facciones que seguían a los caudillos populares Villa y Zapata y a los ejércitos Constitucionalistas de Obregón y Carranza, que resultaron triunfantes. En febrero de 1917, mientras se instauraba en Rusia el fugaz gobierno provisional y el zar estaba a unos día de dimitir, la fracción victoriosa redactó una nueva Constitución cuyos principales artículos se apartaban del liberalismo clásico, fortalecían al Estado y al poder ejecutivo, y recogían importantes banderas sociales, algunas de sus adversarios: reforma agraria, legislación obrera, nacionalización de los recursos naturales, educación universal. Cuando en octubre de ese año estalló la Revolución rusa, los revolucionarios mexicanos permanecieron tranquilos. Con plena convicción y sinceridad podrían presentar a la Revolución mexicana como amiga y hasta precursora del movimiento bolchevique.

 

 

 

Aunque el Partido Comunista Mexicano fue fundado tempranamente en 1919 a las órdenes de la Internacional Comunista, pocos países tuvieron tanto éxito en neutralizar a la Revolución rusa como México. La razón es sencilla: México avanzaba con su propia revolución.

 

 

 

En el ámbito cultural y educativo, por ejemplo, el renacimiento de la pintura y las artes y la cruzada alfabetizadora de José Vasconcelos en los años veinte no palidecían frente al modernismo ruso y el plan educativo de Lunacharski. De hecho, México fue el primer país en establecer relaciones diplomáticas con la URSS, cuya primera embajadora —Alexandra Kolontái, famosa impulsora del amor libre— fue recibida con honores. Este acercamiento entre las dos revoluciones provocó la histeria del embajador americano Sheffield y halló eco en las empresas petroleras que temían una inminente expropiación. La prensa de Hearst habló del “Soviet Mexico” y, en un episodio poco conocido de la historia diplomática, en junio de 1927 el presidente Coolidge consideró seriamente la opción militar contra su vecino revolucionario. Gracias a la intervención del senador Fiorello La Guardia, el tema se resolvió con un inteligente cambio de embajador: el banquero Dwight Morrowllegó a México, ayudó a reestructurar la deuda y las finanzas públicas, se hizo consejero de políticos y tuvo el instinto genial de hacerse amigo y mecenas de artistas que, tras la crisis de Wall Street en 1929, estaban seguros de que el futuro pertenecía a la Unión Soviética y al comunismo. Los más famosos, por supuesto, fueron Diego Rivera y Frida Kahlo, pero muchos escritores jóvenes —entre ellos el combativo Octavio Paz y su amigo José Revueltas— comulgarían por décadas con esa creencia: la URSS era “la tierra del porvenir”.

 

 

 

Declarado ilegal en 1929, reprimidos, encarcelados y asesinados muchos de sus miembros, el Partido Comunista Mexicano retomó cierta fuerza en el sexenio de Lázaro Cárdenas entre 1934 y 1940, pero sobre él volvió a obrar el efecto domesticador. Era imposible competir desde la izquierda con un gobierno tan claramente revolucionario como el de Cárdenas, que repartió 17 millones de hectáreas, expropió a las empresas petroleras en 1938, y contó con el apoyo del movimiento obrero organizado en una central única: la Confederación de Trabajadores de México, cuyo líder, el intelectual Vicente Lombardo Toledano (admirador de la URSS y viajero frecuente a Moscú), fue la representación misma de esa convivencia funcional y pacífica entre las dos revoluciones. En los años treinta, a los ojos de Moscú, el gobierno de Cárdenas era la versión mexicana del frente popular antifascista. Por esa razón, los comunistas mexicanos fueron obligados a entregar los sindicatos que controlaban al partido oficial, el Partido de la Revolución Mexicana, que en 1946 adoptó el oxímoron definitivo de Partido Revolucionario Institucional.

 

 

 

Acaso la prueba mayor de autonomía mexicana con respecto de la Revolución soviética sobrevino en 1937, con el asilo que —a petición de Diego Rivera— otorgó Cárdenas a Trotsky. La negativa del PCM a participar en el asesinato del jefe del Ejército Rojo, lo que ocurrió finalmente en 1940, selló su destino como partido: al llegar la Guerra Fría, mientras el PRI podía ostentarse ya abiertamente como una alternativa nacionalista y progresista frente al comunismo, el PCM se encontraba al borde de la extinción, y, en esa marginalidad, que fue acentuada por su falta de registro oficial, siguió hasta los años sesenta, acompañado solo por sindicalistas ferroviarios y magisteriales y algunos artistas famosos.

 

 

 

Al morir Frida Kahlo en 1954, recibió el primer homenaje rendido a un artista en el Palacio de Bellas Artes: su féretro cubierto por la bandera de la hoz y el martillo. El funcionario que permitió esa intromisión simbólica fue despedido, pero el acto fue emblemático de una nueva vigencia del comunismo en México, no a través del PCM sino de los ámbitos artísticos, académicos y literarios donde el marxismo comenzaba a tomar nuevos bríos gracias a la influencia de las obras de Jean Paul Sartre. Con todo, en la arena política, el PRI reinaba sin disputa. Al menos hasta el movimiento estudiantil de 1968, cuando empezó a resquebrajarse su dominio sobre las nuevas clases medias, el partido oficial era una alianza todopoderosa donde, excluyendo los extremos, cabía desde la derecha hasta la izquierda.

 

 

 

Ni siquiera la Revolución cubana modificó el estado de cosas. Hábilmente, al abstenerse de condenar a Castro y expulsar a Cuba de la OEA en 1962, el régimen del PRI se convirtió en el mediador tácito entre Estados Unidos y la Revolución cubana, el gobierno “tapón” que protegería a toda Norteamérica del comunismo, a cambio de sostener una retórica nacionalista. El compromiso con La Habana fue claro: México —de cuyas costas había salido la expedición castrista del Granma en 1956— defendería diplomáticamente, en la medida de lo posible, a Cuba de Estados Unidos, a cambio de que no hubiese guerrilla en México. Si bien la hubo en los años setenta, alcanzó una dimensión e impacto considerablemente menores que en el resto de América Latina.

 

 

 

Aunque el régimen de Castro pactó con el gobierno de la Revolución mexicana, lo cierto es que entre las generaciones jóvenes el prestigio de la Revolución cubana opacó a la mexicana, a la que veían como anticuada, rígida y falsa. En los años setenta —y por tres décadas más— el marxismo en todas sus variantes se convirtió en la vulgata de las universidades públicas mexicanas. Sin embargo, los gobiernos del PRI no se inmutaron mayormente ya que el PCM, legalizado en 1978, obtuvo apenas el 5 por ciento de los votos en las elecciones de 1979. De poco valió el esfuerzo de modernización de los comunistas mexicanos para tomar distancia del bloque soviético e ir más allá de los votantes universitarios.

 

 

 

En 1981, el PCM llegó al extremo de autodisolverse, con la esperanza de tender puentes con otras formaciones de izquierda, ligadas a las universidades públicas. El PRI, se decía en broma en aquellos años, no necesitaba formar a sus jóvenes militantes, pues para ello estaba el Partido Comunista, del cual salían algunos de los cuadros que renovaban a una élite gobernante donde ser socio de Washington, estalinista convencido y vociferante antiimperialista no era una contradicción.

 

 

 

La Revolución mexicana, con su ecléctico nacionalismo, absorbió y domesticó a la Revolución rusa, logrando que México fuese, a mediados de los años ochenta, uno de los pocos países del mundo donde los trotskistas tenían presencia oficial en el congreso. Una política internacional amiga del Pacto de Varsovia (y de su marioneta, el Movimiento de los No Alineados), le permitía al PRI ejercer la mano dura contra la izquierda mexicana, como ocurrió en 1968 o durante los años setenta, cuando guerrillas urbanas de inspiración maoísta o guevarista fueron cruentamente reprimidas ante la indiferencia de La Habana y Moscú. Cuando a los guerrilleros mexicanos se les ocurría secuestrar aviones rumbo a Cuba, el régimen de Castro los repatriaba de inmediato o los recluía bajo condiciones penosas.

 

 

 

El cuadro comenzó a cambiar en 1988, cuando el ala izquierda del PRI, inspirada en el sexenio de Lázaro Cárdenas y encabezada por su hijo, Cuauhtémoc Cárdenas, abandonó el partido. Los partidos de la vieja izquierda alojaron a estos disidentes del PRI en su sede, les cedieron su registro y postularon a Cárdenas a la presidencia. Solo un fraude electoral impidió su triunfo, pero en vez de tomar las armas, en 1989 Cárdenas discurrió un cambio que ni siquiera su padre había podido vislumbrar: la unión de toda la izquierda (comunista, trostskista, guevarista, nacionalista, socialista) en un partido, el Partido de la Revolución Democrática. Aunque derrotado en 1994 y 2000, el PRD entró al nuevo siglo como una institución consolidada con fuerte presencia en las legislaturas y gobiernos de los estados, municipios, y en el enclave decisivo de la ciudad de México, cuyo gobierno recayó en un popular líder de origen priista, cercano a Cárdenas pero que muy pronto tomaría vuelos propios e insospechados: Andrés Manuel López Obrador.

 

 

 

Desde el año 2000, tras el desvanecimiento del Subcomandante Marcos, un guerrillero inspirado en el Che Guevara que trocó la bandera marxista por un ideario indigenista, López Obrador se convirtió no solo en el líder sino en el caudillo populista de la izquierda mexicana. En 2006 contendió a la presidencia, estuvo a unas décimas de ganar el poder y acusó al gobierno de haberlo defraudado. Significativamente, en su cuarto de guerra no quedaba ningún comunista y sí muchos priistas de los años setenta, ochenta y noventa. Una vez más, la Revolución mexicana había devorado a la Revolución rusa.

 

 

Enrique Krauze

Fuente: https://www.nytimes.com/es/2017/10/17/la-revolucion-domesticada/?action=…

Los «good hombres» de México

Posted on: septiembre 29th, 2017 by Laura Espinoza No Comments

Quizá ahora, tras conocer las imágenes de solidaridad que han recorrido al mundo, algunos simpatizantes de Donald Trump hayan comenzado a reconsiderar el concepto vejatorio y absurdo que su presidente les trasmitió sobre México como el país de bad hombres, de “asesinos y violadores”. Tal vez al contemplar la marea humana que, sin distinción de origen, color, religión o clase, acude en auxilio de los damnificados, busca sobrevivientes entre los escombros de los edificios caídos, organiza centros de acopio, recorre con víveres y medicinas Ciudad de México y los pueblos afectados, ese votante de corazón duro y hondos prejuicios raciales tenga otros ojos para mirar a los mexicanos que lo rodean.

 

 

 

En 1950, en su libro clásico El laberinto de la soledad , Octavio Paz describió al mexicano como un ser ensimismado, que solo escapa de su aislamiento en el estallido multicolor de las fiestas o las revoluciones violentas. Algo hay de verdad en esa descripción, pero en el mexicano la soledad se ve paliada desde hace siglos por la unión familiar, un espíritu comunitario muy arraigado y una vocación de solidaridad que, siendo tan humana como la soledad, adquiere en México un carácter distintivo, sobre todo en el caso de los desastres naturales. Venturosamente, esa virtud ha reaparecido tras el terremoto del pasado 19 de septiembre.

 

 

 

Los jóvenes solidarios de hoy crecieron conociendo la hazaña de sus padres en el terremoto que azotó México en la misma fecha en 1985. Frente a la tragedia actual, los han emulado con creces. Por otra parte, han decidido aparecer en el escenario público, con un “acá estamos” que refuta el prejuicio de que los milenials son apáticos e indiferentes para la vida pública. Pero el despliegue de solidaridad ha sido tan enorme que debe tener otra explicación. La mía es religiosa. Está, sencillamente, en el cristianismo mexicano. El propio Paz decía que México debe a la Iglesia mucho de lo bueno y de lo malo de su historia. Entre lo malo está la intolerancia clerical. Entre lo bueno, la religiosidad del pueblo.

 

 

 

Quienes infundieron originalmente la fe cristiana a los indígenas fueron los frailes franciscanos que llegaron en 1524. La actitud franciscana ha persistido a través de los siglos. Está hecha de fe y esperanza, pero sobre todo de caridad. Frente al dolor, el mexicano reza a la Virgen de Guadalupe pero sobre todo actúa. “A Dios rogando y con el mazo dando”, dice un refrán. El mexicano es estoico y quizá por eso destaca en deportes esforzados como el boxeo o la caminata. Pero su estoicismo es activo. Por eso está acostumbrado a socorrer. La palabra socorro es una voz común del habla mexicana (y hasta un nombre de mujer). Existe el culto a la Virgen del Perpetuo Socorro. Los voluntarios de la Cruz Roja son llamados Socorristas. No en balde, los religiosos fundaron desde los albores de la Colonia pueblos-hospitales destinados a vivir productivamente en comunidad y socorrer al enfermo. Y tampoco es casual que en el corazón mismo de Ciudad de México, desafiando los terremotos naturales y las revoluciones sociales, siga en pie el Hospital de Jesús, fundado por Hernán Cortés en 1524. Nunca ha dejado de operar. Pronto cumplirá quinientos años.

 

 

 

Fui testigo de esa vocación de socorrer en el terremoto del 19 de septiembre de 1985. Lo protagonizaron —como ahora— miles de muchachos de todas las clases sociales. A las escuelas llegaron agua, ropa, alimentos, mantas, medicinas, camas, juguetes, mamilas, escobas, jeringas. Mientras en las cocinas se preparaban las comidas, los brigadistas salían a los albergues, las colonias, las aceras, los parques, los edi­ficios en ruinas, para distribuir bienes perecederos y nece­sarios. Otros grupos que nacieron entonces fueron los célebres Topos, que se arriesgaron entre los escombros para “sacar gente” y desde entonces prestaron socorro en desastres naturales en todo el mundo, incluyendo el huracán Katrina.

 

 

 

Nunca se supo oficialmente el saldo mortal de aquel terremoto hace 32 años. Según cifras conservadoras, rebasó las 10.000 personas. Un estadio de beisbol, derruido después, alojó los cuerpos. Ahora el número de muertos y damnificados es menor, pero el daño material es inmenso y no solo abarca la capital, sino cientos de pueblos muy pobres en los estados sureños de Oaxaca, Puebla, Morelos.

 

 

 

Hasta ahí llegan los jóvenes brigadistas, héroes de esta jornada terrible. Son un ejército espontáneo, perfectamente disciplinado, armado de cascos, palas, zapapicos, lámparas, guantes, trabajando para socorrer a sus hermanos. México es un hormigueo de gente de todas las edades y extracción social: instalan albergues, acopian víveres, reparten materiales de construcción, donan ropa, recaudan fondos, evalúan daños, alojan damnificados. La bandera mexicana ondea en muchos sitios sobre los escombros. Y aún las personas más humildes aportan algo: una frazada, unos dulces, una canción.

 

 

 

La tarea de reconstrucción será larga, difícil y penosa, como lo fue tras el terremoto de 1985. Pero esa marea de solidaridad desembocó en el activismo de cientos de organizaciones cívicas que comenzaron a presionar al PRI hasta que, en la última década del siglo, México transitó a la democracia.

 

 

 

¿A qué conducirá la marea actual? Imposible saberlo. Confío en que México se reconstruya como una sociedad más participativa y alerta, que corrija los males atávicos como la pobreza y la desigualdad, y combata la corrupción, la delincuencia y la impunidad a través de las instituciones democráticas que estos jóvenes, buenas mujeres y buenos hombres, tomen a su cargo.

Los dreamers y los millones de mexicanos que viven en ese Estados Unidos están hechos de la misma pasta que los cientos de miles de mexicanos cuyo comportamiento ha despertado la admiración del mundo. Quienes emigran a Estados Unidos, sin papeles, son precisamente los mexicanos criados en la cultura del trabajo y el socorro, cultura de la que Trump (si pudiera entender algo que venga del mundo y no de su redundante cabeza), podría tomar ejemplo si en verdad quiere que Estados Unidos sean great again.

 

 

Enrique Krauze

Fuente: https://www.nytimes.com/es/2017/09/26/los-good-hombres-de-mexico/?action…
  
Blog de Enrique Krauze

Meditación en Atenas

Posted on: julio 23rd, 2017 by Laura Espinoza No Comments

Las democracias son mortales y la antigua Grecia nos lo demuestra. Paseando por sus ruinas no podemos olvidar que la demagogia subvirtió la democracia desde dentro. Cuando la segunda fue abolida, ningún discurso fue recordado

 

 

El Pnyx, donde en un paréntesis de la historia (de 507 a 322 a. C.) se reunió la Asamblea Popular para dar vida a la democracia ateniense, es un lugar silencioso. De difícil acceso, vacío de atractivos artísticos —templos, columnas, estelas—, semeja un paisaje lunar. Se trata de una inmensa área semicircular de roca caliza contenida por un tosco contrafuerte, un pequeño estrado, denominado Bema, desde donde hablaban los oradores frente a 6.000 ciudadanos, y los vestigios de unas escalinatas. Nada más. Acompañados de mi sobrina Sofía y sus hijas Alpha y Zoe —mitad mexicanas, mitad griegas—, Andrea y yo lo visitamos una mañana de junio y permanecimos varias horas.

 

 

Por la tarde, en una librería de viejo, compramos Greece: Pictorial, Descriptive, and Historical, precioso libro ilustrado de Christopher Wordsworth —maestro de Trinity College, sobrino del gran poeta—. Basado sobre todo en las crónicas de Pausanias —geógrafo griego del siglo II—, y publicado por primera vez en 1839, recrea líricamente el trance del orador en aquel espacio abierto al este de la Acrópolis. “A poca distancia bajo el orador, el Ágora, llena de estatuas, altares y templos. Más allá el Areópago, el más antiguo y venerable tribunal de Grecia. Por encima, la Acrópolis, presentando a sus ojos las alas, el pórtico y el frontón de los nobles propileos. Y alzando aún más la vista, el coloso de bronce de Minerva y el Partenón”. A los costados del Pnyx, el sabio distingue las veredas que conducen a los oráculos de Eleusis y la colina donde Jerjes contempló la batalla. Y a espaldas del recinto, el Pireo y el mar, navíos y flotas que llegaban hasta los confines del mundo.

 

 

La imaginación romántica de Wordsworth atribuye la inspiración del orador ateniense a aquel escenario que lo circunda:

 

 

“Estos son los objetos que lo rodean al subirse a su Bema. Ante esa presencia habla. Son las alas que lo empujan hacia la gloria. Son también, si se puede decir, las palancas con las que eleva a su audiencia, en tanto que avivan sus corazones de la misma manera que el suyo. No cabe duda, por eso, de que en una tierra como ésta la elocuencia floreciera con un vigor desconocido en otros lugares”.

 

 

 

Hermosa evocación, pero quizá lo inverso sea más cierto: buena parte de ese escenario (artístico, histórico, mitológico), y las obras que se produjeron en esa corta época (tragedias, comedias, historias, tratados filosóficos), era producto de la vida áspera, incierta, valerosa, igualitaria y, ante todo, deliberativa que eligieron los atenienses. Eran producto de la democracia.

 

 

 

Debemos honrar las voces de aquel pasado y defender la palabra libre ante la tiranía

 

 

En una reseña sobre The Athenian Democracy in the Age of Demosthenes: Structure, Principles, and Ideology, del historiador danés Mogens Herman Hansen —obra suprema, no traducida que sepamos al español—, mi amigo el filósofo y poeta Julio Hubard escribió no hace mucho en Letras Libres: “La democracia es una estructura no de piedras sino de palabras. El secreto es la voz en el espacio público. Un polités ateniense tiene la obligación de hablar entre sus pares y hacerlo claramente: las ambigüedades eran consideradas defecto moral”. Según Hansen, los oradores razonaban desde la Bema, unos a favor, otros en contra, y la asamblea —reunida no menos de 40 veces al año— deliberaba y votaba a mano alzada. A diferencia de Roma, no los movía la obediencia a una autoridad superior, la excitativa del Estado o el afán de divertirse. Ni pan ni circo. Los movía la alta vocación de participar en la vida en común y decidir el destino de la polis. En el Pnyx se tomaron decisiones trascendentales, muchas benéficas, otras desastrosas: declaraciones de guerra, tratados de paz, decretos justos e injustos de ostracismo y muerte. A juzgar por sus obras, acertó más veces de las que erró. Según Herodoto, aun así el éxito militar de Atenas se debía a la democracia. Golpeada por las plagas, acosada por los enemigos, deturpada por los oligarcas, la democracia usó la persuasión, alentó la crítica —aun la más feroz, contra ella misma—, y resistió hasta sucumbir por dos causas principales: la fuerza externa —la conquista— y la mentira interna —la demagogia—.

 

 

En el Museo de la Stoa, en el Ágora, vimos una estela con la figura de una joven honrando a un anciano en su trono. La joven era la democracia —elevada al rango de diosa en 404 a. C.— coronando al venerable Demos, el pueblo. “Si alguien se levanta contra la democracia y contra el Demos buscando establecer la tiranía —rezaba la inscripción inferior— quien lo mate, no tendrá culpa”. La fecha de la estela (337/6) coincide con la súbita muerte de Filipo II —vencedor de los atenienses dos años antes, en Queronea— y el ascenso de su hijo Alejandro Magno, que culminó con la conquista de Grecia. Al morir súbitamente Alejandro, un torvo sucesor culminó la destrucción: “No hay —escribe Hansen— un solo discurso posterior a la abolición de la democracia, llevada a cabo por Antípatro en 322 a. C.”. Antes que vivir en servidumbre, Demóstenes, el orador supremo, el crítico de Filipo y Alejandro, se quitó la vida. Y el Pnyx guardó silencio desde entonces.

 

 

 

Casi un siglo antes, una enemiga más sutil —la demagogia— había comenzado a insinuarse en el cuerpo de la democracia para minarla y subvertirla desde dentro, mediante el uso torcido, falaz e interesado de la palabra. A fines del siglo V Aristófanes y Tucídides la denunciaron por su nombre. Lo mismo —copiosamente— Platón y Aristóteles, en el IV. Los filósofos no eran amigos de la democracia, pero comprendieron que la demagogia era a la democracia lo que la sofística a la filosofía: una adulteración letal de la verdad, un culto cínico al éxito a través de la mentira.

 

 

 

En la misma librería de viejo compré un grabado de Le Roi —segunda mitad del siglo XVIII— con una vista del Pnyx en tiempos de la dominación turca. Unos hombres con turbante conversan animadamente al pie del Areópago; otros ascienden por sus escaleras; y, en las ruinas del antiguo Odeón, otro más reza mirando hacia La Meca. Ninguno sospecha ni remotamente lo que significa ese escenario, el tesoro que resguarda, hecho de palabras antes que de piedras. Nosotros no podemos caer en esa amnesia. Advertidos de que las democracias son mortales, debemos honrar las voces de aquel pasado y defender la palabra libre, razonada, transparente y veraz, ante la tiranía y la demagogia.

 

 

Enrique Krauze es escritor y director de la revista Letras Libres.

Mensaje al bravo pueblo

Posted on: mayo 16th, 2017 by Laura Espinoza No Comments

 
Día tras día recorro en Twitter las imágenes de Venezuela. Siento una indignación infinita acompañada de un sentimiento no menos abismal de impotencia. El criminal régimen de Maduro (con sus narcomilitares y sus socios cubanos) somete a la población a una guerra de desgaste, terror y plomo: los mata lentamente de hambre, desnutrición, insalubridad, desabasto, inflación, miseria; los priva de sus libertades; los reprime sin tregua, los acosa, encarcela y asesina. Y, por si fuera poc baila en sus tumbas. Frente a esa agresión directa, cínica y deliberada, la inmensa mayoría de los venezolanos se ha levantado, pero no con granadas en la mano, sino en una marcha incesante y pacífica cuyo arrojo –estoy seguro– no tiene precedente en la historia latinoamericana. Saben que no hay opción. Deben hacerlo día tras día: les va la vida, la presente y la de las futuras generaciones.

 

 

 

En muchos episodios trágicos de la historia (genocidios, matanzas, guerras), solo unas voces levantaron su protesta. Los gobiernos que pudieron intervenir se alzaron de hombros. No les faltaba información, les faltaba voluntad. Al terminar los conflictos, el mundo comenzó a tomar conciencia de la dimensión y la naturaleza de los crímenes. Pero siempre tarde. Ningún pueblo salva a otro. Ningún hombre salva a un pueblo. Ningún hombre salva a un hombre. Los pueblos y los hombres solo se salvan a sí mismos.

 

 

 

Si estuviera en sus manos, el régimen venezolano establecería campos de concentración y exterminio. Su desprecio frente a los que no están con ellos (que ahora son legión) es el mismo que el de los nazis o los estalinistas: los “otros” no son realmente humanos, son “escuálidos”, palabra atroz que denota ya una voluntad de hambrearlos hasta la muerte.

 

 

 

Por fortuna, la OEA (encabezada por el valeroso Luis Almagro) levanta la voz. Por fortuna hay gobiernos como el peruano, el argentino o el brasileño que han llamado a las cosas por su nombre: Venezuela es una sangrienta dictadura frente a la cual el bravo pueblo (nunca más digno de la letra de su Himno Nacional) ha decidido rebelarse sin armas. Solo con las armas de la razón y el derecho. Y con un solo fin: restablecer la democracia, celebrar elecciones, liberar a los presos, reconciliar a la familia venezolana.

 

 

 

Es una decepción que los gobiernos restantes de América (no me refiero a los satélites de Cuba y de la propia Venezuela) no se pronuncien de manera mucho más enfática. Es una vergüenza que un sector influyente de la izquierda latinoamericana y europea cierre hipócritamente los ojos ante esta tragedia e incluso apoye a Maduro: por lo visto, una dictadura de izquierda merece ser vitalicia. Y es una paradoja cruel que el primer papa latinoamericano, papa Francisco, repita (con su distraída tibieza o su tácita complicidad) la historia de Pío XII y otros pontífices que fueron indulgentes con oprobiosos regímenes dictatoriales.

 

 

 

Impotencia y rabia, es lo que sentimos los amigos de la democracia venezolana. Pero también admiración por el bravo pueblo (sus mujeres, sus ancianos, sus jóvenes heroicos) que se juega la vida en las calles. Aunque escribí un libro sobre el delirio del poder chavista, aunque me acerqué a Venezuela como una segunda patria (acaso la más sufrida de la patria grande latinoamericana) no tengo recetas que dar a mis amigos venezolanos, a los que conozco, admiro y quiero, y a los que no conozco pero también quiero y admiro.

 

 

 

Mi única reflexión es esta: piensen en la luz al final del camino. Fijen la mirada en aquel futuro en el que Leopoldo López esté libre, cuando la democracia se restablezca. Entonces –les aseguro– su ejemplo heroico concitará la adhesión de muchos pueblos (que ahora viven, como el mexicano, sumidos en sus propios y abismales problemas). Millones de personas que se precipitarán a apoyarlos y alentarlos en la tarea de reconstrucción. Y, lo más importante, cuando llegue el día, ustedes habrán conquistado la libertad responsable que les permitirá cuidar y explotar los recursos providenciales de su país en un marco de civilidad y paz, completamente inmune a los demagogos y dictadores.

 

 

 

Muchos pueblos masacrados en la historia no tuvieron mañana. Ustedes sí.

 

 

Enrique Krauze

@EnriqueKrauze