“Bienaventurados los que esperan lo peor porque no serán desilusionados”. León Uris
Un viaje a Madrid a los fines de asistir a la boda eclesiástica de una hija, de muy corta duración, apenas 7 días, me permitió encarar nuevamente el trance existencial calamitoso y extremo que viven millones de venezolanos que se desarraigan dolorosamente y van a tentar al destino, allende las fronteras de su terruño.
Tres cuartos del avión de ocupación y varios rostros y gesticulaciones mostraban a quienes se iban, no para turistear sino para emigrar hacia ese reino que ya cuenta con cerca de 6.000 médicos venezolanos y alberga la colonia de inmigrantes más numerosa actualmente en la madre patria España, compitiendo con ventaja con otros latinoamericanos y ciudadanos venidos de Europa del Este.
Breve contacto con dos de ellos, muy jóvenes, por cierto, que no encondían su emoción y su expectativa, por lo que sería su ambiente próximamente, además de ser viajeros inexpertos, a ratos vacilantes, en cada encrucijada administrativa, propias de esos enormes aeropuertos como el de Barajas y sus no siempre fáciles y amigables direcciones, escaleras, ascensores, trencillos, etc.
Conversaciones a ratos extensas sobre el por qué de la partida y un sinfín de razones que explican la significación de la decisión tomada. No hay futuro, se repiten, y ni siquiera un presente aceptable. La familia, los afectos, los amigos, el conocido que los esperaba o el primo donde se alojarían al llegar, pero, igualmente, un montón de incertidumbre.
Tengo hijos y sobrinos en los Estados Unidos de América y la situación allá es caótica. Los permisos de estadía o trabajo obtenidos, en algunos casos, hace ya varios años, estarían a punto de ser anulados y expuestos miles de compatriotas a la deportación.
Trump estaría dispuesto a quebrantarlo todo para complacer a un electorado que se siente inseguro por los 1.000 o 2.000 antisociales que les envió, quién sabe quién y con qué intención y que empañan los varios cientos de miles que llegaron y pugnan por trabajo, muchos profesionales, técnicos o grupos de la clase media criolla que trajeron su dinero para intentar allá prosperar.
La gran mayoría de los nuestros que pululan en Europa, en Estados Unidos o en Suramérica, son gente sin fortuna, sin profesión, aunque con ganas de trabajar y ganarse la vida honradamente; pero no son bienvenidos en algunos de esos destinos o en casi todos, por aquello que Adela Cortina llama la aporofobia. Los pobres no se ven bien, no visten bien, no son bonitos.
El fenómeno migratorio es más grave de lo que lo hemos asumido y constituye un contencioso que está cambiando al llamado primer mundo y su gobierno, que no haya maneras de metabolizarlo, sin por ello soliviantar a sus conciudadanos que drenan su bajo psiquismo en las urnas electorales para enrarecer los espacios políticos e institucionales, postulando a la llamada extrema derecha que son los que auspician el racismo, la xenofobia y la segregación.
Motivaciones sobran para endurecer las políticas y el discurso de los garantistas y promotores de la ciudadanía del mundo es oído, pero no escuchado. Entretanto, las estructuras políticas y societales, lo cual a veces parece comprensible, con los musulmanes y su presencia creciente sin ánimo de integración social, sino por el contrario, hacer de la identidad un traslado a otro suelo de sus arrebatos menos empáticos y de sus obsesiones más refractarias, se distancian.
Vuelvo a pensar en la diáspora venezolana que aupó aquí y allá a Trump y comprendo aquello de Primo Levi, mutatis mutandis, en su texto Si esto es un hombre y su recomendación: “Es mejor no entender”.
Si una obligación destaca para asumirla sin miramientos, no obstante, es aquella que nos impone moral y éticamente recuperar nuestro país, a cualquier costo. Todo lo demás viene a continuación.
Nelson Chitty La Roche
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