Linda D’Ambrosio: El precio de la libertad

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Linda D’Ambrosio: El precio de la libertad

La soledad no es simplemente un malestar emocional, sino una contradicción con nuestra biología. La neurociencia ha demostrado que el aislamiento o el rechazo social son percibidos por el cerebro como una amenaza real

La ciencia lo confirma: somos una especie social, tanto por naturaleza como por evolución. Yuval Noah Harari, en Sapiens, sostiene que nuestra capacidad para cooperar en grandes grupos —gracias a la imaginación colectiva, los mitos y las instituciones— fue lo que nos permitió dominar el planeta.
Otros autores, como el primatólogo Frans de Waal, agregan que la empatía y la cooperación tienen raíces biológicas tan profundas que se observan incluso en los primates. La vida en grupo no fue una opción cultural, sino una condición de supervivencia.

Desde esa perspectiva, la soledad no es simplemente un malestar emocional, sino una contradicción con nuestra biología. La neurociencia ha demostrado que el aislamiento o el rechazo social son percibidos por el cerebro como una amenaza real. Estudios como los realizados por Naomi Eisenberger y Matthew Lieberman, en los que se empleaba resonancia magnética funcional, mostraron que el rechazo activa las mismas áreas cerebrales que el dolor físico: la corteza cingulada anterior y la ínsula. En términos fisiológicos, estar solo duele.

El aislamiento prolongado, además, activa el sistema del estrés —el eje hipotalámico-hipofisario-adrenal—, eleva el cortisol y debilita el sistema inmunológico. Desde el punto de vista evolutivo, esto tiene sentido: en las comunidades primitivas, quedar fuera del grupo equivalía a quedar expuesto a depredadores o morir de hambre. Nuestro cerebro, aún hoy, interpreta la desconexión como un peligro.

Suecia ofrece un ejemplo elocuente. En uno de los países más desarrollados del mundo, con altos índices de bienestar, la soledad se ha convertido en un problema de salud pública. Según la Agencia de Salud Pública sueca (2024), un 6% de la población se siente a menudo o constantemente sola. El fenómeno afecta a un tercio de los adultos jóvenes y a casi el 40% de las mujeres mayores de 85 años. Incluso entre los niños de tres a seis años, uno de cada cuatro dice sentirse solo en la escuela. Además, las estadísticas muestran que uno de cada dos suecos vive solo y uno de cada cuatro muere solo en su vivienda sin que nadie lo note.

El gobierno sueco ha declarado la soledad no deseada como un problema de salud pública e invierte millones de euros para combatirla. Ha impulsado campañas de sensibilización, programas de acompañamiento y experiencias piloto que fomentan la socialización. En uno de ellos, por ejemplo, se exige a los jóvenes refugiados que participen al menos dos horas por semana en actividades comunitarias. Sin embargo, el desafío persiste.

La soledad moderna suele disfrazarse de libertad. Vivir solo, decidir sin depender de nadie, no rendir cuentas: todo parece una conquista personal. Pero detrás de esa autonomía se esconde un riesgo silencioso: cuando la independencia se vuelve aislamiento, lo que parecía un triunfo se convierte en fragilidad. Sin vínculos, las rutinas pierden sentido, las emociones se amplifican y el pensamiento se vuelve un eco cerrado. La soledad prolongada no libera: encierra. La libertad absoluta, sin la presencia del otro, termina cobrándonos un precio alto —el de la desconexión, el del silencio que deja de ser descanso para volverse vacío.

Las causas de la soledad contemporánea son múltiples. El estilo de vida moderno, las familias pequeñas, las mudanzas frecuentes y la reducción de espacios comunitarios —como iglesias, asociaciones vecinales o clubes— han erosionado los vínculos. A ello se suma una cultura que valora la independencia por encima del contacto humano. En sociedades donde la autosuficiencia se celebra como éxito, pedir compañía se percibe como debilidad.

En tiempos de hiperconexión digital, la paradoja se amplifica: nunca fue tan fácil comunicarse y, sin embargo, tanta gente se siente sola. El ser humano está hecho para cooperar, para cuidar y ser cuidado. La soledad prolongada no solo afecta la salud mental; impacta en el cuerpo, en la inmunidad y en la esperanza de vida. La ciencia, la experiencia y la biología coinciden en un mismo punto: aislarnos no es progreso, es retroceso. En un mundo que multiplica los muros invisibles, el desafío más urgente es volver a construir puentes.

 

Linda D’Ambrosio

linda.dambrosiom@hotmail.com

 

 

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