José Mujica: entre los errores y los aciertos de una vida transparente y plena de coherencia

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José Mujica: entre los errores y los aciertos de una vida transparente y plena de coherencia

Lo dijo no una, sino varias veces. Informó los resultados de su negociación con la parca desde hace algunos años. Por etapas. No ocultó nada. Ni sus errores históricos, ni los pormenores de su última batalla en una vida en la que la lucha fue casi un sinónimo de sí mismo.

Desde que se le había desatado el cáncer de esófago, José «Pepe» Mujica supo que el tiempo era escaso, hasta que el pasado 9 de enero avisó: «Me quiero despedir de mis compañeros, de mis compatriotas… Me estoy muriendo, les pido que me dejen tranquilo». Y en la tranquilidad de su chacra (parcela) en Rincón del Cerro, esa suerte de fortaleza de la humildad a ultranza en el extrarradio de Montevideo, donde solía recibir a trabajadores y empresarios, a vecinos y mandatarios de cualquier parte del mundo, a líderes de todo tipo y color político o a periodistas, siempre con un mate en la mano, en el mismo lugar donde cada mañana solía darle gracias a la vida, allí dio el último suspiro.

Había nacido muy cerca de esa pequeña chacra, el 20 de mayo de 1935, en la barriada de Paso de la Arena. Era el primer hijo de un matrimonio compuesto por descendientes de vascos (por vía paterna) y de genoveses (por vía materna), dedicados al cultivo de flores como todo método de subsistencia. Una profesión, la de floricultor, que solo descuidó durante los años de cárcel por ser parte de la cúpula del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros. Algo que ni siquiera había ocurrido ni cuando las «operaciones» guerrilleras lo tenían ocupado o cuando fue el presidente de la República.

Entre el cultivo de las flores y sus estudios en la escuela pública del barrio, desde muy niño, Mujica mamaba la política en las reuniones y sobremesas familiares. Sus tíos militaban en los partidos tradicionales durante la década de los cuarenta y los cincuenta, los años de la bonanza económica del «paisito», como se lo distingue a Uruguay, y cuando se ganó el mote de «la Suiza sudamericana». En esos tiempos, la pasión de «Pepe» era el ciclismo, deporte con el que llegó a distinguirse compitiendo para varios clubes de Montevideo.

En bicicleta a la guerrilla

Fue en la segunda mitad de los cincuenta, cuando sin haber terminado el bachillerato, se vio seducido por la política. Había trabado amistad con el diputado del Partido Nacional (Blanco) Enrique Erro, responsable de haberlo sumado a las filas de esa agrupación, junto al Partido Colorado, uno de los dos tradicionales del país, de tendencia centrista y republicana.

Allí militó hasta 1962. Ese año, Erro y Mujica rompen con los Blancos y crean junto al Partido Socialista y una pequeña agrupación, Nuevas Bases, la Unión Popular, con la que en los comicios del 66, postularon a la presidencia a Emilio Frugori, que solo obtendría poco más del 2% de los sufragios.

Aquella experiencia política fue tal vez el prólogo de lo que sería, a partir de 1971, el Frente Amplio (FA). Un amplio espectro de partidos socialdemócratas y de la izquierda convencional como los comunistas o el 26 de marzo (marxistas independientes), bajo la impronta y liderazgo del general Líber Seregni. Para entonces, Mujica, Erro y otros militantes de la Unión Popular ya llevaban meses de haberse pasado, con bagajes y todo, al MLN-Tupamaros, grupo que, a la luz de la Revolución cubana, había puesto a andar el accionar guerrillero en Uruguay.

Con la creación del FA Tupamaros pasa a apoyar a aquella coalición que se constituyó en la opción de izquierdas que iría a alterar el contexto histórico del bipartidismo centenario y los ánimos sociales de Uruguay.

Por entonces Mujica no vislumbraba otra opción que la revolución, desde la conducción de Tupamaros que lideraba Raúl Sendic. No fueron pocas las operaciones en las que había participado, siempre sin abandonar sus labores agrarias. Desde diversos asaltos a compañías financieras y empresas en busca de botines para financiar la acción guerrillera, hasta enfrentamientos con la Policía y el Ejército, pasando en carácter secundario por diversos secuestros, en nombre de una de las guerrillas más organizadas y efectistas en términos políticos de las que se desparramaron por América del Sur en los años de la Guerra Fría.La crítica situación política y social de Uruguay entre fines de los años sesenta y setenta iba en aumento, al compás de la repercusión de las acciones de Tupamaros y, con ellas, el avance de la influencia militar sobre el gobierno de Jorge Pacheco Areco (1967-1972) primero, y luego el de su sucesor, Juan María Bordaberry (1972-1973), ambos del Partido Colorado.

La era de las dictaduras militares ya se había inaugurado en Brasil en abril de 1964, la que posteriormente, con el correr de la historia algunos observadores la recuerdan como «la dictablanda», ya que cada interrupción de la democracia a mano de los uniformados en Sudamérica fue más sangrienta que la anterior. Esto es, si se tiene en cuenta el saldo de víctimas y desaparecidos que fueron dejando las sucesivas, como fue el caso de la de Chile (septiembre de 1973) y Argentina (marzo de 1976). La injerencia del Departamento de Estado en todas ellas demostraría, años después, que fueron ensayos anticomunistas, bajo la batuta intelectual de Henry Kissinger. De allí el experimento uruguayo conocido como la «bordaberryzación».

Cierre del Congreso y el calabozo

El propio Bordaberry, presionado por las Fuerzas Armadas, ordenó el cierre del Parlamento el 27 de junio de 1972, a tan solo cuatro meses de su posesión, y bajo la batuta castrense completó su período presidencial como mandatario de facto. Fueron aquellos años en que se intensificó la persecución de los guerrilleros Tupamaros y de paso, las desapariciones forzadas y la represión social. Prácticamente, toda la cúpula de la guerrilla terminó en prisión, entre ellos Mujica, quien fue confinado en un pozo en el penal de Punta Carretas, donde fue torturado y permaneció 13 años, en distintos cuarteles y cárceles hasta terminar compartiendo celda con Eleuterio «el Chato» Fernández Huidobro (luego su ministro de Defensa) y el escritor Mauricio Rosencof.

Fue en aquel período, en el que hasta los libros le prohibían, donde confesó que pudo reflexionar sobre los errores políticos y lo que lo ayudó a replantear la acción política.

Sería liberado el 8 de marzo de 1985. Una semana después de la posesión de Julio María Sanguinetti (1985-1990 y 1995-2000), como presidente democrático y sancionada la Ley de Amnistía, acordada en el pacto del club Naval, que dio lugar a la transición y que en contrapartida cerró las puertas a la posibilidad de juzgar la violación de derechos humanos perpetrados en los últimos 12 años.

De las armas a la política

Una vez en libertad, la vida de Mujica comenzó a transitar los carriles que lo llevarían a transformarse en una referencia política internacional. Junto a sus compañeros liberados crea el Movimiento de Participación Popular (MPP-Tupamaros) para integrarse al FA, tras regresar a su chacra con su esposa, Lucía Topolansky —cuya relación se había iniciado en el fragor de la lucha armada—, con quien se casó oficialmente en 2005 y arrancó una militancia desde abajo, pidiendo disculpas, públicamente, a la sociedad, en tanto miembro del grupo guerrillero, porque con su accionar había ayudado a brindarle los elementos a las Fuerzas Armadas para perpetrar el golpe militar.

«Estoy profundamente arrepentido de haber tomado las armas con poco oficio y no haberle evitado así una dictadura al país», dijo una vez y lo repetiría en innumerables oportunidades, cada vez que tuvo ocasión, en los mítines, en las entrevistas o, desde 1995, cuando asumió su primer cargo electivo como diputado.

La Vespa y el Escarabajo

De aquel primer día como diputado, siempre le gustaba narrar una anécdota a los periodistas. Por entonces, todavía no disponía de su Volkswagen Beetle (Escarabajo), sino de una vieja motocicleta, como todo vehículo. El día en que debía jurar como legislador, abandonó su trabajo en el campo, y con las mismas ropas de agricultor (un pantalón de gimnasia y una camisa y sus infaltables alpargatas), llegó en su moto al playón del Congreso donde un cartel decía: «Estacionamiento: autos de legisladores».

Un policía que permanecía allí de guardia, y que no lo reconoció, cuando lo ve estacionar la moto le pregunta, educadamente: «Disculpe, señor. Ese sector es para legisladores, ¿usted piensa quedarse mucho tiempo…?».

La respuesta, al mejor estilo Mujica, no se hizo esperar: «Bueno, si no me echan antes, me voy a quedar cuatro años…».

Y de aquellos cuatro años como diputado pasó al Senado, donde ocupó una banca hasta que en 2010, cuando su esposa completaba el mandato como vicepresidenta en el gobierno de Tabaré Vázquez, fue elegido presidente. Durante el gobierno de Vázquez, «Pepe» había ocupado el Ministerio de Agricultura entre 2005 y 2008, cuando lo abandonó para dedicarse exclusivamente a la campaña.

Tender puentes con Argentina

Había resultado llamativo ver cómo, en aquellos años, el discurso simple y directo ―junto a su autocrítica permanente por haberse erigido y «creído vanguardia política, lo que derivó en una dictadura»― caló en los sectores más juveniles de la sociedad que, sin importar la diferencia generacional, comenzaron a ver en Mujica y su estoicismo a una suerte de pop star

Así lo reflejaban las encuestas en la primera década del siglo XXI, hasta generar un contexto que derivó en su plataforma para conseguir primero la candidatura del Frente Amplio y luego la presidencia.

Ni bien asumió, se abocó a bajar la tensión con el gobierno argentino por el diferendo surgido ante la instalación de la planta de celulosa sobre una de las márgenes del río Uruguay, en Fray Bentos. Primero el gobierno de Néstor Kirchner y luego el de su esposa, Cristina Fernández, se oponían a la obra de una empresa finlandesa, aduciendo la posible contaminación de las aguas. Uruguay avanzó y fue Mujica ―con su estilo campechano y de diálogo cercano― el que logró calmar las aguas.

Aquel diferendo tiene una historia digna de ser contada, en detalle, alguna vez. La empresa Metsa-Botnia había estudiado la posibilidad de instalar la planta del lado argentino, pero la burocracia y el presunto pedido de coimas de los funcionarios de turno los decidieron a hacerlo del otro lado del río Uruguay, donde la actividad no solo se consolidó, sino que le permitió al país tomar distancia de su dependencia económica del sector primario.

Balance de Gobierno

La reducción de la pobreza, la integración con Brasil, el incremento de las exportaciones de carne y la legalización de la marihuana son algunos de los ítems donde la gestión de Mujica había resultado aprobada. En materia de seguridad y de equidad social, su gestión quedó en la columna del debe. El de la inseguridad se constituyó desde entonces en uno de los flagelos que hasta el día de hoy sufre el país en las zonas urbanas.

Pero aquella autocrítica por su participación en la guerrilla no iba a ser la única. «El Pepe», como se lo conoce popularmente, haría de ella una de sus características particulares. Hasta el final de sus días la ejerció para reconocer que lo realizado en su gobierno y en los dos del FA, bajo la figura de Tabaré Vázquez (2005-2010 y 2015-2020), «no alcanzó», ya que «debimos haber hecho más, es inconcebible que en Uruguay haya gente con dificultades para comer».

A lo largo de su vida había hecho de su estoicismo un culto. Vivió siempre en esa pequeña construcción rodeado de cultivos donde recibía hasta al peluquero a domicilio, sin ostentaciones de ninguna índole y con los «lujos» de cualquier trabajador, mientras ajustaba su discurso, de una izquierda pragmática, con hechos y gestos. «Yo celebro al empresario que apuesta por el país, porque sin él nosotros no podemos generar empleo», solía reconocer, entre otras tantas declaraciones memorables, que lo mostraban como propietario de una coherencia innegociable.

Autocrítica personal y política

No ahorró autocríticas personales y políticas. Incluso llegó a decir que la izquierda «debería replantearse muchas cosas, como por ejemplo la corrupción… La política debe ser un servicio a la sociedad. Si querés ganar plata, andá, creá una empresa, pagá impuestos y volvete millonario…».

En una de sus últimas entrevistas, después de anunciar la existencia del cáncer que «me va a sacar de la cancha», Mujica reconoció que el respeto que despierta hasta en políticos de la derecha más ortodoxa, tampoco es suficiente para producir cambios. «Me admiran por coherente, pero no me siguen».

Según, sus palabras, su humildad y su decisión de «andar ligero de equipaje por la vida» era su mejor forma de acercarse a la libertad porque «no quiero perder tiempo en pagar cuotas».

«Si todos en el mundo consumieran como los europeos, precisaríamos tres planetas. No podemos seguir así».

Polemista sagaz, y una lengua sin tapujos lo encontró en más de una ocasión cuestionando a rivales y aliados. Como, por ejemplo, aquella vez que en una entrevista, refiriéndose a la expresidenta argentina Cristina Kirchner dijo en 2013: «La vieja es peor que el tuerto» (por el extinto expresidente Néstor Kirchner). Y es que los argentinos y sus muy peronistas problemas que, las más de las veces, repercutían en la economía uruguaya, eran un clásico en los exabruptos de Mujica, como aquella vez cuando, en el 2005, le dijo a este periodista: «Uruguay no puede seguir manteniendo este tipo de economía, basada en los servicios. Tenemos que terminar con los argentinos “lagarteando» en el Este (por las playas del balneario Punta del Este)… O, más acá en el tiempo, cuando debió disculparse con «el pueblo uruguayo, no por el contenido, sino por las formas», de las declaraciones contra el presidente Luis Lacalle Pou.

«Son unos miserables, este Lacalle se compró una moto de 50.000 dólares, tiene dos camionetas. ¿Te das cuenta? Estos son los padres de la patria. Dejate de joder…».

A la hora de ofrecer disculpas recalcó: «Se me fue la lengua por la calentura, pero no era el momento de decir eso, no le hace bien al clima de mutua relación…».

Y fue esa relación con los miembros de la oposición, con la convivencia democrática, la que no solo Mujica, sino los políticos uruguayos hicieron, prácticamente, un culto.

Mujica y Sanguinetti

La prueba más fidedigna fue el 20 de octubre de 2020, cuando el propio Mujica y Sanguinetti, dos «enemigos íntimos», pusieron fin el mismo día a su carrera política al renunciar al Senado. Ambos salieron juntos del brazo en medio de una ovación, dejando en la memoria una de las postales democráticas más acabadas de las últimas décadas. Tres años después, se animaron a más, a compartir un libro: El horizonte: conversaciones sin ruido, un diálogo entre ambos llevado a texto por Alejandro Ferreiro y Gabriel Pereyra.

Durante sus años en la presidencia decidió no ocupar la vivienda presidencial. No hubo poder humano ni cuestiones de seguridad que lo hicieran salir de su humilde vivienda. Al asumir su patrimonio pasaba de los 1.800 dólares en los que estaba tasado su «escarabajo» y la vivienda de 45 metros rodeada de flores. Vivía con 10% de su salario tanto de presidente como de senador, banca que volvió a ocupar una vez cumplido su mandato presidencial.

Cuando lo señalaban como «el presidente más pobre del mundo» solía responder que no era pobre, soy sobrio, ando liviano de equipaje para vivir con lo justo para que las cosas no me roben la libertad. Además, pobre ‘no es el que menos tiene, sino el que quiere mucho…”.

Así, con sus frases y su filosofía de vida, con su pragmatismo y un sentido común a prueba de ataques nucleares, Mujica se fue constituyendo en una referencia ineludible de la coherencia y una voz singular de la izquierda en el mundo. A veces, una referencia incómoda para muchos gobiernos de la región como, por ejemplo, cuando pide revisar la devoción de algunos por la corrupción o como fue el caso de Venezuela, después de las últimas elecciones fraudulentas, cuando, junto con el chileno Gabriel Boric, se sumó al coro de voces que calificaron a Maduro y su troupe como una dictadura.

La última batalla

Conmovió al mundo cuando el 29 de abril pasado anunció que padecía un cáncer de esófago y que la terapia era muy complicada, ya que también sufría varias enfermedades congénitas. Así y todo, dio la batalla porque, según sus dichos, «espero que la vida me deje seguir ladrando un poco…».

Una intervención quirúrgica, varias sesiones de rayos, hasta que aquel 9 de enero cuando, una vez con su último informe médico en la mano, salió a contarle al mundo que su cuerpo ya no respondía a la medicina, que el cáncer se había expandido a su hígado y que de esa manera su vida entraba «en la etapa final».

Avisó también que daba por terminada esa negociación con la parca. A partir de ese momento la dejó a su libre albedrío para que «la doña» disponga. Ya se sentía a mano con esa vida plagada de luchas, acertadas y equivocadas, pero llevadas adelante con una coherencia digna de otra era y conceptos realistas, amén de que fueran patrimonio de una ideología en las antípodas a la suya. Fue entonces cuando lanzó una más de sus recordadas frases que salían como máximas filosóficas (o verdades de a puño) en un campo, el de la política, yermo de ideas y de ejemplos: «Hasta aquí llegué. El guerrero tiene derecho a su descanso» y a hacia allí fue él… El último adalid de la coherencia.

Originalmente publicado en el diario El Debate de España

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