Videos que circulan en redes sociales muestran a inmigrantes africanos, en su mayoría musulmanes, saqueando comercios, quemando vehículos y agrediendo a inocentes en varias ciudades europeas. Sin embargo, no se especifica cuándo ni por qué ocurrieron estos actos vandálicos. Consultando con observadores imparciales que residen en Europa me informan que la mayoría de esas imágenes corresponden a reacciones de inmigrantes ante los abusos inferidos sobre ellos por bandas nacionalistas ultra conservadoras y también por excesos represivos de las autoridades locales.
Es importante señalar que, si bien esas imágenes muestran actos injustificables, bajo cualquier circunstancias, las mismas son protagonizadas, en su mayoría, por inmigrantes delincuentes. Los videos que circulan no aclaran que esos delincuentes constituyen una minoría entre las minorías migratorias. Esa minoría al cuadrado no representa a la gran mayoría de los inmigrantes, quienes son personas trabajadoras que pagan impuestos, respetan las leyes y están agradecidas por la hospitalidad recibida en esos países. Sin embargo, respetar las leyes y ser buenos ciudadanos no son condiciones suficientes para que la xenofobia ceda y acepte que las personas que son diferentes puedan compartir los espacios con nosotros.
¿Por qué nosotros, ciudadanos residentes en naciones prósperas, instruidas, laicas, democráticas, nos escandalizamos al ver un rostro distinto en el vagón del tren, al escuchar un acento extranjero en la fila del supermercado, al ver una mujer con velo caminando por las calles de la ciudad? ¿Por qué el miedo, la indignación y hasta el desprecio surgen con más facilidad ante la piel oscura y la pobreza visible que ante los verdaderos agentes que comprometen nuestro porvenir a través de actos criminales como son la especulación financiera, el desmantelamiento del estado social, y la desregulación tecnológica?
La psicología ofrece una clave incómoda pero reveladora: el inmigrante se convierte en un espejo, en un receptor pasivo donde se proyectan nuestras propias sombras no reconocidas. Se trata de un mecanismo ancestral, inconsciente y poderoso: cuanto más rechazamos en nosotros mismos ciertos impulsos, emociones o fragilidades, más fácilmente los atribuimos al otro. Y si ese otro tiene un rostro, un dios, un lenguaje o una historia distinta a la nuestra, el proceso de proyección se vuelve más fácil, más automático, más feroz.
Bajo esa actitud ya no necesitamos hacernos cargo de nuestra propia precariedad existencial, de las propias incertidumbres, ni del colapso del propósito y significado de vida: basta con señalar hacia fuera. “Ellos son el problema.” Ellos son los que delinquen, los que no se integran, los que no respetan nuestras costumbres. Y para sustentar ese relato, se construyen campañas mediáticas que seleccionan meticulosamente los casos más violentos, los más perturbadores, los más infrecuentes, hasta convertirlos en símbolos generalizados de un colectivo que, en su inmensa mayoría, trabaja, estudia, cuida niños y ancianos, limpia calles, cocina en restaurantes, transporta mercancías, paga impuestos y trata de sobrevivir con dignidad.
Pero admitir eso sería romper el hechizo o aquello que nos sustenta emocionalmente. Sería aceptar que el miedo no proviene del inmigrante, sino del vacío interno de una sociedad que ha perdido la confianza en su propio proyecto histórico. Europa, que alguna vez representó una esperanza ilustrada de universalidad, ahora retrocede hacia identidades cerradas, defendidas con muros mentales y físicos. En vez de preguntarse qué puede aprender de los que llegan, se atrinchera en una narrativa de pureza imaginaria, como si su historia no fuera ya, desde hace siglos, un “melting pot” de migraciones, mestizajes y mezclas culturales.
La pregunta, entonces, no es por qué los inmigrantes generan tanto rechazo, sino por qué necesitamos rechazarlos para sostener la ilusión de superioridad. Y la respuesta, desde la psicología profunda, es tan clara como perturbadora: porque nos cuesta demasiado mirarnos al espejo. Porque es más fácil temer al otro que aceptar la decadencia de nuestras certezas. Porque es menos doloroso inventar una amenaza externa que asumir que la angustia, el desarraigo y el desmoronamiento del sentido son internos, estructurales, y no van a desaparecer por cerrar fronteras.
Los hechos desde las estadísticas son evidentes: no son los inmigrantes los que destruyen Europa, sino el miedo y las culpas mal gestionadas, la proyección inconsciente, la renuncia a asumir la propia humanidad en toda su ambivalencia. Y mientras tanto, los verdaderos desafíos —la inteligencia artificial, el cambio climático, la soledad epidémica, la erosión de los vínculos— avanzan sin resistencia, porque el cuerpo social está demasiado ocupado peleando con los fantasmas que él mismo ha creado.
Tal vez, lo que más nos perturba de los inmigrantes no es que sean diferentes, sino que nos recuerdan cuán frágiles, precarios y vulnerables somos todos. Nos recuerdan que el hogar es un privilegio inestable, que la identidad no es un pedestal, sino una pregunta abierta. Nos recuerdan —sin quererlo— que también nosotros podríamos estar en sus zapatos. Y eso, para muchas almas que han sido educadas en la promesa de seguridad permanente, es simplemente insoportable.
José Domingo Sosa, Ph.D.