Desde hace medio siglo se celebra en Venezuela el Día del Periodista cada 27 de junio. Un día como hoy en un país muy distinto a aquel de 1972 se aprobó la Ley de Ejercicio del Periodismo —una rareza legislativa inexistente en la mayoría de las naciones— y se estableció esta fecha para honrar el oficio de buscar, procesar y ofrecer información, sustancia vital de una democracia. El 27 de junio de 1818 Simón Bolívar, junto con Juan Germán Roscio y Cristóbal Mendoza, entre otros hombres de la gesta independentista, pusieron en marcha el Correo del Orinoco en plena guerra contra la metrópoli española. La fecha viene de allí.
Aquel país de 1972 transitaba por su cuarto gobierno de elección popular (Betancourt, Leoni, Caldera y Carlos Andrés Pérez) desde la caída de la dictadura del general Marcos Pérez Jiménez, tan bien recordado en los predios de la presidencia ilegítima que encabeza el régimen actual. El presidente Pérez impulsaba su plan de La Gran Venezuela, que, entre otras realizaciones, incluyó la nacionalización del hierro y el petróleo, el programa de becas Gran Mariscal de Ayacucho y algunas ideas insostenibles como el pleno empleo. Los medios disfrutaban de un ambiente de libertad cada vez mayor, eran el centro del debate político e intelectual en un país que se había vuelto una suerte de faro democrático en la región, poblada de terribles dictaduras militares.
Medio centenar de años después estamos rodeados de democracias, imperfectas sí, como era la nuestra, mientras Venezuela padece ahora la asfixia de gobernantes inescrupulosos, alérgicos a la libertad, que han destrozado en un par de décadas el sistema de medios (radios, televisoras, diarios, revistas) para imponer el silencio, la persecución y el miedo. También un periodismo servil en los medios que se financian con recursos públicos y cuyos dueños, en teoría, somos todos los venezolanos.
En el Día del Periodista, en aquella democracia que aborrecían los “revolucionarios” de cafetín y trincheras, el Palacio de Miraflores abría sus puertas para entregar los premios nacionales de periodismo a un puñado de profesionales que solían ser, por lo general, críticos del gobierno de turno. Gobiernos de centro izquierda o de centro derecha —desde 1958, los extremos fueron insignificantes durante 40 años— que tenían la gallardía de reconocer a los buenos periodistas por su trayectoria profesional, por encima de las simpatías partidistas.
Quienes hoy se merecen los premios por hacer su trabajo son los que están tras las rejas, los que son capaces de vencer el miedo todos los días para buscar y difundir noticias, o los que se fueron del país acosados por el poder, sus fiscales, jueces, policías y los círculos de la furia bolivariana. Desde 1999, en el que comenzó este oscuro período de la vida política venezolana, ¡más de un cuarto de siglo!, se fueron restringiendo los espacios para la crítica, para el debate, cercando a los medios con leyes inconcebibles, multas económicas desorbitadas, estatización de empresas para cortar suministro financiero a los medios y la presión del aparato estatal para ponerle la mano a históricos diarios y medios radiales y audiovisuales hasta acabar con ellos.
La libertad de expresión es cierto que nunca es completa. Las sociedades democráticas, aún las más abiertas y de mayor solera, enfrentan desafíos para preservar la libertad de acción de medios y periodistas. La era Trump, por ejemplo. Pero ese no es el caso en Venezuela: en nuestro país no es un problema de censura o de limitaciones para publicar determinadas informaciones. En nuestro país, de la misma manera que se pretende imponer un sistema político que clausure la vida en democracia, también se quiere erradicar cualquier asomo de prensa (en todos sus formatos) que no esté supeditado a la estructura del poder.
Los medios que se rebelan contra esa realidad, los periodistas que persisten en su oficio, que entienden como un compromiso público, lo pagan de diversas maneras, todas crueles: cárcel, exilio, persecución, inseguridad personal y familiar, secuestro de bienes personales.
Lo que hay que celebrar hoy es la decisión de seguir luchando por una sociedad democrática, en la que el periodismo, con sus aciertos y también sus excesos, contribuya al debate público sobre los asuntos de mayor interés para los ciudadanos. El buen periodismo, al que se llega por perseverancia, conciencia crítica, independencia y compromiso ético y profesional, debe ser un vigilante del poder en todas sus manifestaciones. Y más de éste, ilegítimo y entregado a intereses contrarios al bien público.
Desde hace medio siglo se celebra en Venezuela el Día del Periodista cada 27 de junio. Un día como hoy en un país muy distinto a aquel de 1972 se aprobó la Ley de Ejercicio del Periodismo —una rareza legislativa inexistente en la mayoría de las naciones— y se estableció esta fecha para honrar el oficio de buscar, procesar y ofrecer información, sustancia vital de una democracia. El 27 de junio de 1818 Simón Bolívar, junto con Juan Germán Roscio y Cristóbal Mendoza, entre otros hombres de la gesta independentista, pusieron en marcha el Correo del Orinoco en plena guerra contra la metrópoli española. La fecha viene de allí.
Aquel país de 1972 transitaba por su cuarto gobierno de elección popular (Betancourt, Leoni, Caldera y Carlos Andrés Pérez) desde la caída de la dictadura del general Marcos Pérez Jiménez, tan bien recordado en los predios de la presidencia ilegítima que encabeza el régimen actual. El presidente Pérez impulsaba su plan de La Gran Venezuela, que, entre otras realizaciones, incluyó la nacionalización del hierro y el petróleo, el programa de becas Gran Mariscal de Ayacucho y algunas ideas insostenibles como el pleno empleo. Los medios disfrutaban de un ambiente de libertad cada vez mayor, eran el centro del debate político e intelectual en un país que se había vuelto una suerte de faro democrático en la región, poblada de terribles dictaduras militares.
Medio centenar de años después estamos rodeados de democracias, imperfectas sí, como era la nuestra, mientras Venezuela padece ahora la asfixia de gobernantes inescrupulosos, alérgicos a la libertad, que han destrozado en un par de décadas el sistema de medios (radios, televisoras, diarios, revistas) para imponer el silencio, la persecución y el miedo. También un periodismo servil en los medios que se financian con recursos públicos y cuyos dueños, en teoría, somos todos los venezolanos.
En el Día del Periodista, en aquella democracia que aborrecían los “revolucionarios” de cafetín y trincheras, el Palacio de Miraflores abría sus puertas para entregar los premios nacionales de periodismo a un puñado de profesionales que solían ser, por lo general, críticos del gobierno de turno. Gobiernos de centro izquierda o de centro derecha —desde 1958, los extremos fueron insignificantes durante 40 años— que tenían la gallardía de reconocer a los buenos periodistas por su trayectoria profesional, por encima de las simpatías partidistas.
Quienes hoy se merecen los premios por hacer su trabajo son los que están tras las rejas, los que son capaces de vencer el miedo todos los días para buscar y difundir noticias, o los que se fueron del país acosados por el poder, sus fiscales, jueces, policías y los círculos de la furia bolivariana. Desde 1999, en el que comenzó este oscuro período de la vida política venezolana, ¡más de un cuarto de siglo!, se fueron restringiendo los espacios para la crítica, para el debate, cercando a los medios con leyes inconcebibles, multas económicas desorbitadas, estatización de empresas para cortar suministro financiero a los medios y la presión del aparato estatal para ponerle la mano a históricos diarios y medios radiales y audiovisuales hasta acabar con ellos.
La libertad de expresión es cierto que nunca es completa. Las sociedades democráticas, aún las más abiertas y de mayor solera, enfrentan desafíos para preservar la libertad de acción de medios y periodistas. La era Trump, por ejemplo. Pero ese no es el caso en Venezuela: en nuestro país no es un problema de censura o de limitaciones para publicar determinadas informaciones. En nuestro país, de la misma manera que se pretende imponer un sistema político que clausure la vida en democracia, también se quiere erradicar cualquier asomo de prensa (en todos sus formatos) que no esté supeditado a la estructura del poder.
Los medios que se rebelan contra esa realidad, los periodistas que persisten en su oficio, que entienden como un compromiso público, lo pagan de diversas maneras, todas crueles: cárcel, exilio, persecución, inseguridad personal y familiar, secuestro de bienes personales.
Lo que hay que celebrar hoy es la decisión de seguir luchando por una sociedad democrática, en la que el periodismo, con sus aciertos y también sus excesos, contribuya al debate público sobre los asuntos de mayor interés para los ciudadanos. El buen periodismo, al que se llega por perseverancia, conciencia crítica, independencia y compromiso ético y profesional, debe ser un vigilante del poder en todas sus manifestaciones. Y más de éste, ilegítimo y entregado a intereses contrarios al bien público.
Estos son los rostros de los 16 periodistas que hoy están injustamente tras las rejas