Y las redes sociales han amplificado este fenómeno exponencialmente. Se han convertido en espacios donde el lenguaje ofensivo y las acusaciones infundadas se propagan rápidamente y mucha gente, sin siquiera analizar con algo de cabeza fría, destrozan a personas que, en algunos casos, hasta cárcel han sufrido por ser opositores. Estos ataques no solo dañan la reputación de estos individuos, sino que también contribuyen a un clima de desconfianza generalizado dentro de la sociedad.
Ciertamente, la decisión de participar o no en las elecciones de la semana pasada no era una decisión fácil a la vista de lo que sucedió el 28J. Pero la abstención nunca, en ninguna parte, ha deslegitimado gobierno alguno. Por eso puedo entender a quienes decidieron lanzarse (no a los alacranes, que lo hacen por otras razones), pero sí a quienes tienen un historial de trabajo y amor por el país.
El fanatismo político se alimenta a menudo de la desinformación. Falsos testimonios o interpretaciones erróneas de eventos pueden surgir como resultado de una ideología política que prioriza la lealtad a una persona o grupo sobre la verdad objetiva. En este contexto, alguien que ha hecho contribuciones genuinas a su comunidad puede ser retratado como un villano o un traidor, simplemente por no alinearse con las creencias de un grupo determinado.
Este tipo de movimientos debilitan la confianza en las instituciones y el discurso democrático. Cuando la verdad se convierte en una víctima del fanatismo, es la sociedad en su conjunto la que paga el precio.
El impacto del fanatismo político va más allá de la reputación y los falsos testimonios. La injuria tiene repercusiones profundas y duraderas. Las personas que han asumido un compromiso serio con el bienestar de su país, ya sea a través del servicio público, la filantropía, o el activismo, pueden encontrar que su trabajo se menosprecia, se ignora o se desecha debido a la presión de discursos extremistas.
Esta injuria, además de afectar en lo personal a quienes son objeto de ella, también desincentiva a otros a participar en la vida política y cívica. Esto aumenta la atmósfera de miedo y escepticismo. Cuando se hace difícil o peligroso expresar opiniones o defender causas justas, se corre el riesgo de perder voces valiosas que son fundamentales para el fortalecimiento de la democracia.
El fanatismo político, en todas sus formas, tiene el potencial de destruir reputaciones, propagar falsedades y menospreciar a aquellos que han trabajado incansablemente por el bienestar de su país. Tenemos que desaprender para volver a aprender que la salud de una democracia eficaz depende de la capacidad de sus ciudadanos para escuchar, debatir y aprender unos de otros, más allá de las diferencias ideológicas.