Asdrúbal Aguiar: Continuidad y disrupción en el Papa de las Américas

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Asdrúbal Aguiar: Continuidad y disrupción en el Papa de las Américas

 

Con tacto inteligente y serenidad firme, sin dejar de advertir que cuando sea necesario recurrirá “a un lenguaje franco que inicialmente puede suscitar alguna incomprensión”, Robert Francis Prevost, papa León XIV, nos ha dicho que su primer compromiso es reafirmar la unidad en la fe compartida por la Iglesia Católica; lo que hace irrelevante el debate entre la continuidad y la disrupción de los pontificados, como si acaso fuese aquella una experiencia adánica o de instantaneidad digital.

Sus primeros discursos, hasta el 19 de mayo, son más que aleccionadores. Continuará en el camino sinodal e impulsará el diálogo interreligioso emprendido por Francisco bajo la idea de la fraternidad, ha dicho ante las delegaciones ecuménicas. Y convencido de que el adoctrinamiento es inmoral, pues impide el juicio crítico, ante los miembros de Centesimus Annus Pro Pontifice, ocupados de superar las polarizaciones y reconstruir la gobernanza global, vuelve aquél a León XIII para rememoraros sus tiempos disruptivos; lo que le lleva a considerar que los problemas de cada generación son diferentes y la Iglesia, favoreciendo el diálogo entre culturas, ha de ofrecer, eso sí, su visión antropológica propia: “Un camino común, coral e incluso multidisciplinar hacia la verdad”.

Al cabo, la “verdadera autoridad es la caridad de Cristo”, ha dicho León XIV en su homilía al apenas iniciar su ministerio petrino. “Hemos visto cuál es la grandeza de la Iglesia, que vive en la variedad de sus miembros, unidos a su única Cabeza, «Cristo Pastor y Guardián» de nuestras almas”, señala ante los miembros del Colegio Cardenalicio. Y reivindica los roles de estos como “los más estrechos colaboradores del Papa”. Todos a uno. Nunca una parte confrontada con la otra.

Sabe, sí, que la Iglesia, en su continuidad milenaria, como en otras etapas difíciles de su historia, viene de trillar un contexto en el que el mundo, tras la caída del comunismo y la emergencia de la globalización, sobre todo en Occidente, parece haber optado por una ruptura epistemológica de muy negativa incidencia sobre su civilización y raíces. Le ha abierto espacios generosos a la cultura del relativismo. Ha dado a Dios por muerto, en línea con Nietzsche, asentía Benedicto XVI.

El recién electo Sumo Pontífice está convocando, por ende, para que “con la luz y la fuerza del Espíritu Santo, construyamos una Iglesia fundada en el amor de Dios y signo de unidad; una Iglesia misionera, que abre los brazos al mundo, que anuncia la Palabra, que se deja cuestionar por la historia y que se convierte en fermento para la humanidad”. Coloquialmente dicho, serían estas las líneas transversales de su programa de gobierno.

Y no es que prive la unidad sobre las partes o que la realidad sea superior a las ideas, tal como lo asumía Francisco para sus exégesis de las cuestiones terrenas y posmodernas y también eclesiales. La realidad, lo dice León XIV es la cristiana, la que no se ve y es eterna. La otra, la visible, como tal es temporal (2 Corintios 4:18). Alcanzar al mundo que ha dado a Dios por muerto y visto que allí es donde reside el fermento de la exclusión y la pobreza que escandalizaban, justamente, a Francisco, es, entonces, lo que se propone como “estrategia”, si cabe la palabra.

Como la palabra viene desde lo alto y es ella la que justifica al apostolado misionero, la Iglesia, según aquél, debe dejarse interpelar por la historia, para asegurarse que sigue siendo fiel a su vocación más allá de la historia. «¿Qué dice la gente – pregunta Jesús – sobre el Hijo del Hombre?» (Mateo 16,13), rememora el Santo Padre durante la misa Pro Ecclesia que se celebró en la Capilla Sixtina el 9 de mayo, dos días después de su elección. Y ajusta que ello “concierne a un aspecto importante de nuestro ministerio”.

Acaso reparando sobre la teleología de la Ciudad agustina del Hombre, a saber, la promesa de la Ciudad de Dios, el Papa relee Evangelium Gaudium, la Exhortación Apostólica con la que su predecesor actualizó las enseñanzas del Concilio Vaticano II. A Francisco le recuerda de manera repetida en sus primeros discursos y homilías, con claro propósito ejemplarizante ante la contumacia divisora de voluntades. Mas no retoma sus premisas filosóficas controversiales, como la de que el tiempo es superior al espacio, rescatando lo esencial y teológico de su citada Exhortación: “el regreso al primado de Cristo en el anuncio”.

Sin mengua del “cuidado amoroso de los débiles y descartados” – precisa papa Prevost ante los Cardenales como al encontrarse con los embajadores acreditados ante la Santa Sede – dice que su propósito es “renovar la aspiración de la Iglesia de alcanzar y abrazar a cada pueblo y a cada persona de esta tierra, deseosa y necesitada de verdad, de justicia y de paz”. Reconduce, pues, las realidades muy complejas y las injustas que hoy experimenta la Humanidad hacia el plano de unos valores que tienen su fundamento en la Fe y valen como razón práctica susceptible de compartirse: “Confío en que la Divina Providencia me conceda tener … las oportunidades que se presenten para confirmar en la fe a tantos hermanos y hermanas dispersos por el mundo y construir nuevos puentes con todas las personas de buena voluntad”.

Bajo esa perspectiva León XIV discierne, innovando, sobre la complementariedad que se da entre el Papa como Obispo de Roma y su condición de jefe de un Estado, el Vaticano, inserto dentro de los intereses concretos de la comunidad internacional. Opta por hablar de la “familia de los pueblos” como concepto de lugar – en un contexto global deslocalizado – en el que se comparten alegrías y dolores a lo largo del tiempo; alegrías y dolores que han de ser celebrados o resueltos con vista a “los valores humanos y espirituales que la animan, como familia” y de suyo proceden del tiempo.  Al efecto, precisa que la diplomacia pontificia habrá de ser la “expresión de la misma catolicidad” sobre el mundo; de su fe, respetando a las otras confesiones, persuadida como está de “una urgencia pastoral” y de “intensificar su misión evangélica al servicio de la Humanidad”.

La Iglesia es el ecosistema y fuente de la verdad

Como prioridades globales a ser atendidas desde una perspectiva ética cristiana, entre otras, “la protección de la Creación” y la cuestión de “la inteligencia artificial”, de suyo salva a la Iglesia de todo desplazamiento hacia una cosmovisión panteísta o dejarse atrapar por la lógica de lo fugaz y la virtualidad las redes. Su mensaje es decidor: “Ella [la Iglesia] es el vientre en el que también nosotros fuimos generados, el campo que se nos ha entregado para que lo cuidemos y cultivemos, lo alimentemos con los Sacramentos de salvación y lo fecundemos con la semilla de la Palabra”.

En lo relativo a las grandes revoluciones industriales del presente – que lo impelen a retomar las enseñanzas  y no sólo el nombre de su predecesor, León XIII – ajusta ante los diplomáticos que le visitan que “las migraciones, el uso ético de la inteligencia artificial y la protección [que no la subordinación] de nuestra amada tierra” han de ser afrontadas, en el caso de los creyentes, a partir de una perspectiva cristiana, mediante un celoso respeto a la verdad: “Allí donde las palabras asumen connotaciones ambiguas y ambivalentes, y el mundo de las imagenes, con su percepción distorsionada de la realidad, prevale sin control, es difícil construir relaciones auténticas”.

“No pueden existir una comunicación y un periodismo fuera del tiempo y de la historia”, dice. Al cabo la historia y el tiempo exigen asiento y sedimentación, en línea diversa a la naturaleza efímera de la «religión de los datos», empeñada en sobreponerse a los extremos de la razón y la fe.

“Hoy, uno de los desafíos más importantes es el de promover una comunicación capaz de hacernos salir de la Torre de Babel en la que a veces nos encontramos, de la confusión de lenguajes sin amor, frecuentemente ideológicos y facciosos”, apunta León XIV. “También se puede herir y matar con las palabras, no solo con las armas”, sentencia.

Acaso consciente – y sin el acaso – del contexto de deconstrucción cultural dominante a partir, sobre todo, de 1989, insiste en el papel fundamental que los medios tienen en la creación de cultura y espacios de diálogo y contrastes verdaderos. Hace un llamado renovado, así, a los postergados e ideológicamente distorsionados diálogos entre las culturas y las religiones. Desarmar las palabras – aquí sí hay clara continuidad con Francisco – “nos permite compartir una mirada distinta sobre el mundo y actuar de modo coherente con nuestra dignidad humana”, finaliza.

A la Ciudad del Hombre la coloca el papa León XIV, como experiencia de arraigo humano y para alcanzar sociedades civiles armónicas y pacíficas, en la familia, “bien pequeña, es cierto, pero verdadera sociedad y más antigua que cualquiera otra”, argumenta. Pero destaca el deber de tutela que a todos nos corresponde, incluida la Iglesia y más allá de las polaridades ideológicas, a saber, el “favorecer contextos en los que se tutele la dignidad de cada persona”; desde los más frágiles e indefensos, desde los niños a los ancianos, desde el enfermo al desocupado, desde los ciudadanos a los inmigrantes. Todos, todos, igualmente repetía el Papa fallecido.

Esos grandes vectores que pedagógicamente nos transmite el nuevo Papa a fin de que conectemos con la Ciudad de Dios y podamos realizarlos en la del Hombre – así se lo refiere, con los cambios necesarios, a los Cardenales, las Iglesias Orientales, los periodistas, la comunidad de Hermanos de La Salle, el Cuerpo Diplomático – son y serán para él, en suma, tres, durante su pontificado: La paz, vista como don, el primer don de Cristo: «Les doy mi paz», desarraigando el orgullo y las reivindicaciones, y midiendo el lenguaje, pidiendo por la paz en Ucrania y por la paz sin sesgos en «Tierra Santa»; la Justicia, atendiendo a las desigualdades globales y viéndose en su propia experiencia de descendiente de inmigrantes, sufrientes de la deslocalización, como igualmente le ocurre a la feligresía oriental, cuya identidad la trastorna la violencia; y la Verdad.

La Iglesia no se eximirá de decir la verdad, sobre el Hombre y el mundo, así no se la comprenda, insiste. No la separa León XIV de la caridad, como preocupación por “la vida y el bien de cada hombre y mujer”. No es algo abstracto, refiere. Es el encuentro, dentro de cada realidad y los desafíos de su tiempo, con la persona de Cristo, “que vive en la comunidad de los creyentes”. “Su sutil voz de silencio” es la forma en la que Dios se comunica con todos y cada uno de nosotros, comenta.

El privilegio de la Palabra anunciada y enseñada, y extendida a todos los rincones del mundo, para que Cristo vuelva a ser el fermento y se conjuren los peligros y se restañen las heridas y las divisiones, la concreta Su Santidad como la piedra angular de su misión apostólica. A la sazón pide a los Hermanos de La Salle, como educadores, “la atención a la actualidad” y comprender que “la enseñanza en la comunidad” es dimensión ministerial y misionera.

Lo disruptivo y emblemático en León XIV, en suma, será el atender a las Cosas Nuevas o Rerum Novarum ya presentes, que habrán de resolverse bajo la idea de continuidad en lo permanente, con “la prudencia y la reflexión” tal como lo indican los Proverbios (3:21), e inspirado en la Sabiduría de quien fundó la tierra y consolidó los cielos con inteligencia (3:19). Su personalidad le ayuda. “Hoy la Iglesia ofrece a todos, su patrimonio de doctrina social para responder a otra revolución industrial y a los desarrollos de la inteligencia artificial, que comportan nuevos desafíos en la defensa de la dignidad humana, de la justicia y el trabajo”, son sus palabras precisas.

 

Asdrúbal Aguiar

correoaustral@gmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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