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Sin reanudación de faena

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Sin reanudación de faena

 

 

Antes de la matanza de Halabja y de la invasión a Kuwait, Sadam Husein tenía el aspecto de un buen hombre que no podía ocultar algunas brusquedades, aunque era dado a los lujos y refinamientos. Un líder admirado por su pueblo, de esos que convencen a sus naciones de hacer con pasión hasta lo que no les gusta: trabajar, arriesgar la vida y matar.

 

 

 

Su negativa primero y su justificación después del bombardeo de la aldea de Halabja por ocho aviones de armas químicas entre el 16 y el 19 de marzo de 1988, tomada por fuerzas kurdas e iraníes, indicaba que ese grandulón bigotudo que salía al balcón presidencial a disparar ante una multitud su FN-30 o una AK resplandeciente, ataviado de paltó, camisa blanca, corbata y sombrero de ala corta tenía un negro nubarrón en el alma.

 

 

 

Sin necesidad de encuestas ni de largas cadenas de radio y televisión para saberlo, era obvio que era admirado y querido por una alta proporción de la población. Su voluminoso bigote se repetía en los ministros, en los que iban a pie por las calles de Bagdad y también en los aguaderos del desierto.

 

 

 

Extrañamente (¿?) la comunidad internacional no hizo escándalo por la muerte de cerca de 6.000 ancianos, mujeres y niños con el empleo de una variante del gas nervioso. Irak era un aliado indispensable en la estrategia de Estados Unidos y la OTAN en caso de una invasión de la URSS a Europa, y se aceptó sin mucho convencimiento que había sido producto de una manipulación indebida en una planta procesadora de armas químicas, no de una acción concebida y ejecutada por el alto mando militar iraquí. Una empresa de Tennessee les había facilitado 60 toneladas del material precursor, el dimetil metilfosfonato.

 

 

 

Los bigotes pasaron de moda, por ahora, desde los chorreados hasta la minucia que empleaba Hitler, junto con todas las variedades y presentaciones que se puedan concebir; lo que siempre está ahí es el nubarrón negro de la apetencia de acumular poder y dinero. Por supuesto que Sadam no pensaba en el bienestar de su pueblo ni en el progreso de Irak. Deseaba dominar Irán. Cuando no pudo la emprendió contra Kuwait, y ahí fue su rodada definitiva.

 

 

 

Habiendo fracasado en la guerra por la popularidad y el liderazgo, temeroso de una derrota limpia e histórica, alentado por la ambición y los carteles del aprovechamiento no enmienda su error de pretender obtener azúcar con la fórmula de la sal, sino que apunta su pistola a la sien de los operadores para que se apuren. Ya les disparó en la femoral y por la sangre derramada sabe que el tiempo se acaba. Presto crucifijo a prueba de lágrimas y mocos, y soga.

 

 

Ramón Hernández

@ramonhernandezg

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