Nada podría ser más insensato que ignorar realidades perceptibles que, por razones obvias, podrían imponerse probablemente con mayor firmeza en el futuro previsible. Sería igualmente insensato alimentar prejuicios o maquinar actitudes contrarias a lo que no se conoce realmente en su dimensión e impacto sobre la existencia humana. Para quienes no pertenecemos a la generación «Y» —la del milenio, como ha sido nombrada por los demógrafos o estudiosos de las poblaciones terrenales sobre bases estadísticas—, sin duda, en términos generales, se hará más difícil comprender y aprovechar con manifiesta agilidad la tecnología informática de los sistemas electrónicos que disponen de cierto grado de autonomía —obviamente nos referimos al hombre común, no al ingeniero de sistemas u otro profesional formado y bien enterado de tales disciplinas—. En esencia, hablamos de comprender la función operativa informática de las máquinas para recibir contenidos, procesarlos y proveer resultados deseables de manera eficiente.
Los sistemas informáticos utilizan diversos equipos tangibles —el hardware o dispositivo electrónico que puede verse y tocarse—, así como también lo «inmaterial», esto es, el software o programa que comporta el sistema operativo y los aplicativos —su funcionalidad específica—, con el propósito de cumplir tareas determinadas, según sean los casos. Una especificidad que gestiona las bases de datos, las redes o conductores cableados o inalámbricos de transporte de información y la infraestructura que permite conectar equipos diversos y de tal manera compartir contenidos y mensajes. Naturalmente se añaden los manuales e instrucciones propias del sistema y de los distintos procesos vinculados.
Hasta aquí hemos aportado nuestra comprensión muy básica, expresada en lenguaje más o menos inteligible para cualquier lector, como paso previo a una primera aproximación al tema de la inteligencia artificial, que es el objeto de estas breves anotaciones. Hoy se nos habla con cada vez mayor insistencia de los sistemas capaces de emular la inteligencia humana en sus tareas de adquirir información y conocimientos, razonar, tomar decisiones y proveer resultados ingeniosos. Sabemos de los algoritmos que consideran datos, determinan tendencias y proveen resultados —el método y sus reglas definidas, no suelen ser comprensibles para el hombre común—. Pero baste por ahora con saber que la inteligencia artificial posee aplicaciones en prácticamente todos los sectores de actividad humana, haciéndose cada vez más presente en el día-a-día, como vienen demostrando los hechos.
No es fácil para el común de la gente comprender que las nuevas tecnologías abren innovadoras vertientes a unas máquinas —de ellas hablamos someramente en los párrafos precedentes— capaces de aprender de la experiencia y en esa medida habituarse a entradas que las habiliten para acometer tareas propias del género humano —i.e. reconocer la voz y las facciones, pensar y tomar decisiones inteligentes, traducir textos simultáneamente a varios idiomas—. Hoy en día se habla con soltura de las posibilidades que tiene la inteligencia artificial en los campos de la música, la narrativa, la poesía, incluso en el diagnóstico y tratamiento adecuado para las enfermedades. Pero lo que realmente asombra es que la inteligencia artificial se mantiene en pleno desarrollo y en constante evolución, y de allí su avanzada indetenible en la solución de asuntos de significativa complejidad.
Quienes conocimos y utilizamos «reglas de cálculo» en los ejercicios matemáticos del bachillerato, o aprendimos a volar con dispositivos convencionales —los instrumentos de control de aeronaves que señalan la velocidad indicada, la altura, la velocidad vertical, el horizonte artificial, el giro y viraje, el director de vuelo—, y fuimos enseñados a observar, a recopilar y a ordenar datos, a pensar y a razonar con disciplina, apreciamos con algo de desconcierto —cada quien advertirá a su manera lo que venimos comentando—, lo que al parecer se nos viene encima con estos nuevos procedimientos y métodos —se nos está diciendo que las máquinas harán la tarea de recopilar, analizar, procesar y proveer resultados con impecable desenlace e inmediatez—. Ciertamente un pintor, un músico, un narrador o un poeta podrán descargar esfuerzos y afanes en una máquina y obtendrán posiblemente un producto más o menos deseable, aunque —es este el verdadero detalle— muy probablemente sin alma —el principio que organiza el dinamismo sensitivo e intelectual de la vida—. Es la ausencia de aquello que los taurinos llamamos el «duende» —un gnomo o espíritu que ilumina un mismo instante de la ya ilusionante crisis de inspiración—. ¿Podrá la inteligencia artificial llegar tan lejos y relevar incluso al genio que suele estar detrás de toda obra maestra del intelecto humano?
Por lo demás, la inteligencia artificial se perfila como herramienta de inmensa utilidad práctica, siempre que no tuviere sesgos u obsesiones. Si bien dijimos al emprender estos breves comentarios que es insensato alimentar prejuicios, también —entre otras cosas— lo será inducirlos en el proceso que se quiere reservar a las máquinas —si ello fuere posible—.