Tulio Hernández :Luto en Colombia: la violencia magnicida ataca de nuevo

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Tulio Hernández :Luto en Colombia: la violencia magnicida ataca de nuevo

Alejandro, el hijo de 4 años de Miguel Uribe, colocó una flor sobre el féretro de su padre / captura de pantalla

El pasado lunes 11 de agosto, Bogotá amaneció de luto. La tristeza se podía sentir en el aire. No solo la tristeza, también el desconcierto. Después de dos meses batallando por su vida, Miguel Uribe Turbay, el joven senador y precandidato presidencial por el Centro Democrático que había sido víctima de un brutal atentado en una plaza pública, en horas de la madrugada dejó de respirar. El país entero quedó en vilo, la noticia despertó el inicio de semana y en las calles céntricas de Bogotá, el habitual ruido y frenesí de una ciudad de poco más de 9 millones de habitantes parecía haber bajado el volumen y entrado en cámara lenta.

Que la nueva víctima de la violencia política fuese un joven inteligente y carismático que no llegaba aún a los cuarenta años, el senador más votado en las pasadas elecciones, nieto del expresidente Julio César Turbay Ayala, e hijo de la periodista Diana Turbay ­—asesinada en 1989, luego de un largo secuestro, por órdenes de Pablo Escobar—, devolvía al país entero a revivir los fantasmas de los asesinatos de políticos, presidentes y candidatos, que desde comienzos del siglo XX recurrentemente han estremecido a Colombia.

Hay, además, una historia de desgracia familiar repetida que le confiere al suceso un toque melodramático que las televisoras han sabido explotar. Diana Turbay fue asesinada a los 40 años cuando su hijo Miguel tenía apenas 4. Y ahora, poco más de 3 décadas después, el huérfano de entonces es asesinado a los 39 años y deja también convertido en huérfano a su hijo Alejandro, de 4 años. El ciclo se repite, con la ironía de que las edades de las víctimas, madre e hijo —Diana y Miguel—, y de los huérfanos, el niño Miguel y el niño Alejandro, son prácticamente las mismas al momento de ocurrir ambos crímenes. Es como si en esta dolorosa e infausta saga familiar se resumiera una buena parte de la historia de violencia política contemporánea de Colombia.

¿Qué revive Colombia con esta muerte? En primer lugar, el anhelo de la paz que no termina de llegar. Y en segundo, la memoria de las épocas de intensa violencia que muchas generaciones han padecido. Los mayores, quienes vivieron la desatada por los capos del narcotráfico a finales de los años ochenta recuerdan de inmediato el asesinato de Luis Carlos Galán cuando, igual que Miguel Uribe, era un carismático precandidato presidencial que prometía enfrentar con fuerza las economías ilícitas de la droga.

Los más jóvenes, los menores de 30 años, reviven, no sus recuerdos personales, sino aquello que en sus casas les han contado los padres o los abuelos de momentos trágicos como el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, en 1948, que condujo a una de las jornadas más destructivas de ira y protestas populares, conocida como el Bogotazo; y el magnicidio del presidente Rafael Uribe Uribe, ocurrido en 1914, en plena calle del centro de la ciudad capital, a manos de dos obreros que le atacaron con una hachuela de carpintería que le atravesó el cráneo.

El que hoy llena de pesar al país no ha sido un crimen más. Es un punto de retorno al pasado, es la frase más escuchada. Millones de ciudadanos han seguido hora a hora los sucesos. Los homenajes y velatorios se multiplican por todo el territorio, desde el lunes hasta hoy miércoles, cuando escribo esta nota, las más importantes cadenas de radio y televisión le han dedicado larguísimas horas de su programación, seguramente con grandes audiencias, a recordar cómo sucedió el atentado, las imágenes de Miguel Uribe cuando era niño y mandaba mensajes a su madre secuestrada, los largos días de rezos frente a la clínica Santa Fe, donde intentaban salvarle la vida, una minuciosa transmisión de los homenajes en el Salón Elíptico donde transcurrió lo que en Colombia se llama cámara ardiente.

Las pompas fúnebres parecían en sí un despliegue como los que se ofrecen a un jefe de Estado fallecido, conducidas por la guardia presidencial que, irónicamente, no actuaba para recibir a Uribe como el presidente al que aspiraba ser, sino para despedirlo como víctima de lo que muchos, en medio de la intensa polarización política, consideran un crimen de Estado.

Y este, el tema de la polarización política, de la cruda batalla que se produce entre los liderazgos de dos frentes que parecen irreconciliables, es evidente que ha marcado estos días que deberían ser de introspección y unión nacional en el duelo.

La violencia verbal, que siempre precede a la violencia física, no ha cesado durante estos poco más de dos meses de batalla médica, cadenas de oración e intensa presencia mediática diaria.

Muchos opositores al gobierno se quejan adoloridos de las declaraciones de altos funcionarios del gobierno de Petro por minimizar las causas y consecuencias del atentado. “Ser político es como ser ciclista, corres riesgos, un carro te puede atropellar”, declaró Alfredo Saade, una de las figuras más visible del gobierno.

Muchos colombianos, desde el momento del atentado, apuntan hacia el presidente Petro, y este por su parte, denuncia como irresponsables a quienes le acusan de ser el autor intelectual del asesinato y promete iniciar causas legales contra todos aquellos que han incurrido en lo que él considera una falacia.

El Salón Elíptico y la Catedral Primada, donde se realizó la eucaristía de despedida, también fueron escenarios de actos directamente impregnados por la batalla política. El discurso del presidente del Centro Democrático no fue suyo, sino una pieza escrita por el expresidente Álvaro Uribe Vélez desde su casa, donde está recluido por una condena judicial, cargada de agrias denuncias y condenas al gobierno de Petro. Y en la eucaristía de la Catedral, el padre de la víctima, Miguel Uribe, sentenció: “No tenemos ninguna duda de dónde viene la violencia”.

La ausencia de personajes del alto gobierno en los homenajes póstumos al joven senador se tornó evidente cuando, terminando los del primer día, se hizo presente el ministro del Interior, Armando Benedetti. Mientras el ministro caminaba hacia el recinto, la viuda María Claudia Tarazona abandonaba apresuradamente el lugar. Al día siguiente, tampoco el presidente ni algún miembro de su equipo de gobierno asistió a las exequias. La familia de Miguel Uribe les había pedido que no hicieran presencia.

El país está removido. Al gobierno se le ruega que identifique lo más pronto posible a los autores intelectuales del homicidio. Muchos mensajes claman por aprovechar este momento para concertar de una vez por todas la paz anhelada. Los ciudadanos comunes entrevistados en las calles claman para que le bajen el tono agresivo y despectivo, incluso soez, al debate político, cambio de tono en el que se espera sea el presidente quien comience dando el ejemplo. Entre los numerosos precandidatos opositores comienzan a surgir propuestas para lograr una candidatura única. Ya veremos las repercusiones varias de la tragedia.

Para quienes vivimos por primera vez in situ los efectos emocionales y políticos de un magnicidio, después de estos tres días marcados por las exequias de una figura tan querida, además de la tristeza nos queda el sabor amargo de estar en una nación con una herida aún no curada, dividida entre los políticos armados y los desarmados ­—quienes creen en las balas y quienes creen en los votos y la convivencia plural— que pareciera hoy en día una diferenciación más pertinente que entre derechas e izquierdas.

Colombia, sus ciudadanos todos, se merecen la paz y la convivencia plural.

 

Tulio Hernández

 

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