Soledad Morillo Belloso: Cosas que aprendí de gente inteligente

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Soledad Morillo Belloso: Cosas que aprendí de gente inteligente

Aprendí que vivir es improvisar con gracia, como quien baila sin saber los pasos pero con ritmo. Que escribir es cocinar a fuego lento, con cucharón de abuela y pizca de sarcasmo. Que leer en voz alta es convocar espíritus alegres y vecinos curiosos

Aprendí que la vida no viene con borrador ni botón de «deshacer». Que no hay ensayo general, ni telón que sube dos veces. Que el presente no se negocia, se exprime como limón sobre el pescado. Que los “te quiero” no se guardan como vajilla de domingo, se lanzan como confeti en carnaval, sin miedo a que caigan en techo ajeno. Que los abrazos no se racionalizan, se reparten como pan caliente en casa de abuela. Que el miedo no se combate con coraje, sino con carcajadas que hacen temblar las rodillas. Que el amor no se mendiga, se celebra con escándalo, maracas y quizás un brindis improvisado.

Aprendí que hay que cantar, incluso cuando la voz suena como gato mojado y el cuerpo pide cama. Que la dignidad no se plancha, se lleva arrugada, con estilo y sin disculpas. Que el ego es como una corbata en la playa: elegante pero fuera de lugar. Que el orgullo es como una piedra en el zapato: molesta, no combina y no te deja bailar salsa.

Aprendí que la música no cura, pero acompaña como ese amigo que no pregunta, solo aparece con cerveza y cara de “aquí estoy”. Que la tristeza no se esconde, se tararea como bolero desafinado. Que la alegría no se pide prestada, se fabrica con lo que hay: un café recalentado, una carcajada mal contenida, un dominó mal jugado, un apellido impronunciable, una arepa quemada que igual se come. Aprendí que la mezcla no es confusión, es sinfonía con sabor a sancocho. Que la pluralidad de voces no es ruido, es orquesta con timbales y coros espontáneos. Que la memoria no es nostalgia, es estante de fina madera donde se guardan cuentos, recetas y chismes.
Aprendí que la vulnerabilidad no es debilidad, es valentía con pestañas postizas. Que la transparencia no es ingenuidad, es ética con brillo y sin Photoshop. Que la fiesta coral de la identidad es un acto político, y que el humor es la mejor herramienta para desmontar dictaduras internas, externas y de esas que se cuelan en la nevera. Aprendí que la sobremesa es ritual, que la radio es confesionario sin sotana, que la plaza es escenario y que la palabra buena no se dice bajito.

Aprendí que vivir es improvisar con gracia, como quien baila sin saber los pasos pero con ritmo. Que escribir es cocinar a fuego lento, con cucharón de abuela y pizca de sarcasmo. Que leer en voz alta es convocar espíritus alegres y vecinos curiosos. Que la dignidad se defiende con chistes, con canciones, con silencios bien puestos y con arepas bien volteadas. Que la esperanza no es cursi, es resistente como medias viejas. Que la alegría tragicómica es una forma de lucha, y que llorar de risa es una victoria con premio doble.

Aprendí que no hay que esperar a estar bien para vivir bien. Que no hay que tener todo resuelto, ni siquiera el almuerzo. Que no hay que entenderlo todo para amar sin condiciones. Que no hay que tener voz perfecta para cantar ni cuerpo perfecto para bailar. Que no hay que tener respuestas para preguntar con pasión y sin miedo al qué dirán.

Aprendí a estar sola y a amigarme con mi soledad como quien se sienta a tomar café con una vieja amiga que no necesita explicaciones ni azúcar. Aprendí a hablar conmigo misma en voz alta, a veces en susurros, a veces en carcajadas, mientras riego las matas o revuelvo el guiso, aunque el perro de mi vecina me mire con esa cara de “ella, pobre, está rematadamente loca”. Y tal vez lo esté, pero es una locura dulce, de esas que no hacen daño, que más bien curan: la de quien se acompaña a sí misma sin miedo, la de quien se hace compañía con palabras, silencios y canciones inventadas.

Aprendí que para entender y disfrutar la vida, a veces hay que poner en pausa la incredulidad, como quien se sienta en la orilla y deja que el agua le moje los pies sin preguntar por su temperatura ni por el pH. Porque hay instantes que no se explican, se viven; gestos que no se analizan, se celebran; milagros cotidianos que no necesitan pruebas, solo ojos abiertos y corazón dispuesto. La incredulidad, aunque útil para protegernos, también puede cerrarnos la puerta a lo inesperado, a lo mágico, a lo profundamente humano. Y cuando la suspendemos, aunque sea por un rato, la vida se revela con toda su música, su absurdo y su belleza.

Y sigo aprendiendo. Porque cada ser inteligente que se cruza en mi camino me deja una chispa, una nota, una pregunta, una receta, una carcajada. Y yo las recojo, las mezclo, las escribo. Como himno. Como abrazo. Como conversación con café recalentado y risas que no se apagan, aunque la electricidad se haya ido.

soledadmorillobelloso@gmail.com
@solmorillob
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