Richard K.Sherwin: No, Trump no es “transaccional”

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Richard K.Sherwin: No, Trump no es “transaccional”

NUEVA YORK – El comisario de Comercio de la Unión Europea, Maroš Šefčovič, describió sin tapujos el reciente acuerdo comercial entre Estados Unidos y la UE. Acordar un arancel del 15% sobre la mayoría de las exportaciones a Estados Unidos y prometer comprar energía estadounidense por valor de 750.000 millones de dólares en tres años e invertir otros 600.000 millones de dólares en Estados Unidos (sin incluir una cantidad no especificada en pedidos adicionales de material militar fabricado en Estados Unidos) fue “claramente el mejor acuerdo que podíamos conseguir”.

¿Fue así realmente? Desde el regreso de Donald Trump a la Casa Blanca, no solo los socios comerciales de Estados Unidos, sino también sus universidades, bufetes de abogados y los principales medios de comunicación han tenido que preguntarse: ¿vale la pena participar en el teatro del poder descarado, o negociar con Trump simplemente normaliza la anarquía generalizada?

La pregunta es fundamental, porque no tiene sentido hablar de transacciones “óptimas” -o de mercados operativos- en un estado de anarquía. Los mercados no pueden funcionar sin la estabilidad y previsibilidad que otorga el estado de derecho. En su ausencia, solo quedan el espectáculo y la coacción.

La fiabilidad de los acuerdos depende de dos condiciones esenciales: la buena fe y un conjunto estable de normas, respaldadas por mecanismos de aplicación confiables, que protejan contra la interpretación caprichosa o la revisión unilateral de los términos del pacto.

La motivación se disfraza fácilmente. Pero si uno tiene un historial suficientemente largo de decir una cosa y hacer otra, es razonable inferir mala fe. En el caso de Trump, basta con recordar su historial de tratos de mala fe, que se remonta a la construcción de su Casino Taj Mahal en Atlantic City, donde su impago de 69,5 millones de dólares adeudados a 253 subcontratistas llevó a la quiebra a muchas pequeñas empresas. Casos similares han afectado a muchas de sus empresas, como Trump International Hotel, Trump Tower, Trump National Doral Miami, Trump University, Trump Shuttle, Trump Steaks, Trump Vodka y Trump Ice.

Aunque la reputación de Trump de negociar de mala fe le precede, desde que volvió al poder se ha liberado de las restricciones basadas en reglas destinadas a frenar ese tipo de comportamiento. Consideremos sus recientes “tratos” con algunos de los bufetes de abogados más grandes y ricos de Estados Unidos. Hasta la fecha, nueve bufetes, que enfrentan una serie de medidas punitivas -desde la revocación de autorizaciones de seguridad hasta la prohibición de participar en contratos gubernamentales e incluso en edificios gubernamentales (incluidas las salas de los tribunales federales)-, han acordado prestar un total de 940 millones de dólares en servicios jurídicos gratuitos para causas a favor de Trump. Otros han optado por impugnar las órdenes ejecutivas coercitivas de Trump en los tribunales, y cuatro de ellos han conseguido sentencias que las bloquean o anulan.

Entonces, ¿por qué nueve bufetes, formados por los mejores y más brillantes abogados de Estados Unidos, capitularon sin luchar? Es probable que su razonamiento refleje una verdad incómoda: estar en el lado correcto de la ley ya no es suficiente. Muchos de los mejores abogados de Estados Unidos accedieron a la coerción descarada porque llegaron a la conclusión de que la administración Trump, habiendo subordinado completamente la aplicación de la ley federal a la voluntad del presidente, siempre podría encontrar una manera de castigarlos. En pocas palabras, se dieron cuenta de que ya no gozaban de las salvaguardas que ofrece normalmente el estado de derecho.

Y ese es el núcleo del problema al que ellos y otros se enfrentan en la negociación putativa con Trump: los verdaderos dictadores y los aspirantes a serlo desafían impulsivamente cualquier restricción. Ya hemos visto a Trump intentar anular las elecciones de 2020 tras perder el voto popular. Más tarde pidió la “derogación” de la Constitución para poder regresar a la Casa Blanca sin nuevas elecciones.

El segundo gobierno de Trump retomó la labor del primero. Poco después de su investidura, recurrió a la declaración de una emergencia nacional como fundamento para ejercer poderes extraordinarios. Esto incluye invocar la Ley de Enemigos Extranjeros (AEA por su sigla en inglés), una ley de 1798 que solo puede utilizarse en caso de guerra, “invasión” o “incursión depredadora” por parte de un gobierno extranjero. Trump recurrió a la AEA para detener a presuntos miembros de la banda venezolana de narcotraficantes Tren de Aragua. Pero un razonamiento similar podría utilizarse para perseguir prácticamente a cualquier persona de un país que sea fuente de drogas ilegales o inmigrantes indocumentados.

Asimismo, la orden ejecutiva de Trump que pone fin a la ciudadanía automática para los nacidos en territorio estadounidense contradice la primera frase de la 14ª Enmienda de la Constitución estadounidense: “Todas las personas nacidas o naturalizadas en los Estados Unidos, y sujetas a su jurisdicción, son ciudadanos de los Estados Unidos y del estado en el que residen”.

Claramente, Trump no se siente obligado ni siquiera por la ley suprema del país. ¿Cómo se puede esperar que un “acuerdo” se mantenga estable o sea aplicable cuando se basa en el poder descarado y no en el estado de derecho?

Muchas de las principales universidades de Estados Unidos se enfrentan a amenazas coercitivas y de dudosa legalidad -como el congelamiento de miles de millones de dólares en subvenciones y contratos federales y la revocación de larga data de la exención fiscal de las universidades-. Al decidir si cerrar para evitar la ira de Trump, se enfrentan al mismo desafío que los socios comerciales de Estados Unidos. ¿Es mejor pagar el rescate ahora e ignorar las implicancias a largo plazo, en particular la probabilidad de una nueva coerción? ¿O deberían permanecer unidos y negarse a negociar en condiciones que vulneran los principios mismos de buena fe y exigibilidad de los que depende cualquier acuerdo debidamente negociado?

Las transacciones sujetas a una revisión caprichosa y carentes de mecanismos creíbles de ejecución carecen de valor. Negociar sin el estado de derecho para estabilizar el contenido y asegurar las expectativas futuras es un autoengaño disfrazado de interés propio.

Pero incluso si aceptáramos tales tratos a su valor nominal, ¿son realmente “el mejor acuerdo que podríamos conseguir”? Una respuesta afirmativa supone que la libertad y la integridad académica, profesional, nacional e individual son fichas que hay que regatear como cobertura contra las pérdidas financieras a corto plazo. En ese caso, nuestra disposición a hacer el trato ya puede significar que hemos renunciado a los principios fundamentales que sostienen y justifican los mercados en primer lugar

 

Projet Syndicate.org

RICHARD K. SHERWIN
Writing for PS since 2011
Richard K. Sherwin, Professor Emeritus of Law at New York Law School, is a co-editor (with Danielle Celermajer) of A Cultural History of Law in the Modern Age (Bloomsbury, 2021).

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