El 11 de noviembre de 1989 es una fecha que debería considerarse memorable en los anales internacionales de la honestidad artística y el compromiso intelectual. Dos días antes había comenzado la demolición del muro de la ignominia, tarea que requirió varias jornadas. El día en cuestión, mientras millares de berlineses continuaban abriendo espacio al futuro, se presentó ante ellos un violoncelista. No era un músico cualquiera; tampoco lo era el instrumento que cargaba a cuestas: un Stradivarius, con el que interpretó la Suite N° 2 pa- ra violoncelo de Johann Sebastian Bach. Se trataba nada más y nada menos que de Mstislav Rostropovich.
Alumno de Shostakovich y Prokofiev, Slava, como se conocía en su medio al genial violoncelista y director originario de Azerbaiyán, fue mimado en la desaparecida Unión Soviética, que le confirió las órdenes Stalin y Lenin, hasta que se le ocurrió defender públicamente a Alexander Solzhenitsyn, ocurrencia que supuso, para él y su mujer, exilio y pérdida de la nacionalidad. Gracias a la apertura ( glasnost) de Gorbachov, retornó a Rusia para apoyar las reformas. Pero esa es otra historia.
Los músicos disponen de un lenguaje de universal comprensión.
Cuando cantan a la libertad se convierten en objeto de todo tipo de acosos. Recordemos a Paul Robeson, el bajo, actor y abogado estadounidense que puso sus graves y profundos registros al servicio de los derechos civiles y fue ferozmente perseguido por el macartismo, el FBI y el KKK. Evoquemos también a Giuseppe Verdi, que con su obra lírica contribuyó a exaltar el ideal nacional de los italianos y por eso, aún hoy, el coro «Va pensiero sull’ali dorate» de la ópera Nabuco sigue siendo entonado al momento de las dificultades.
Podríamos continuar listando nombres ilustres, pero el objetivo de estas líneas es honrar a un modesto violinista que musicalizó el histórico y heroico período de resistencia local que ahora agoniza entre la frustración y la rabia, aunque, sabemos, esto dista mucho de haber terminado.
Wuilly Arteaga acaba de ser liberado de un arbitrario encarcelamiento durante el que soportó toda suerte de vejaciones: desde la ordinaria y rutinaria tortura física con que los esbirros del régimen, ahora amparados en los superpoderes de la falsaria prostituyente, dan rienda suelta a su sadismo, hasta el elemental y eficaz suplicio mental que supone ser testigo de estupros y violaciones. De tal atropello debería ocuparse el defensor-fiscal Saab, en vez de estar como un Beria cualquiera montando ollas para purgar a antiguos aliados. En lo que a nosotros respecta, el viacrucis de Arteaga ennoblece y da sentido a sus apasionadas interpretaciones del «Gloria al bravo pueblo».
Nada tenemos contra el purismo y el virtuosismo musicales; pensamos, sin embargo, que la dedicación exclusiva a eventos de salón es una hipócrita manera de lavarse las manos en cuestiones que trascienden el hedonismo contemplativo de los biempensantes, y justificar la indiferencia de los artistas ante ominosos crímenes de lesa humanidad, aduciendo que lo hacen por amor al arte. Preferimos la humilde pero honesta resistencia en Re sostenido de Wuilly Arteaga. Los demás puede irse con su música a otra parte.
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