Plan desarme

Luego de casi tres años en agenda legislativa, la Ley de Control de Armas, Municiones y Desarme tomó forma en la Asamblea Nacional y todas las facciones políticas levantaron sus manos para apoyar el instrumento, que puede ser el punto de inflexión que detendrá la vorágine de violencia homicida desatada a lo largo y ancho de Venezuela.

 

 

Pero el problema de las armas en manos de civiles, con permisos o no, es muchísimo más complejo. Es una cuestión de análisis costo-beneficio. No existe ninguna razón económica por la cual un delincuente entregaría su arma o alguna de ellas en su posesión más allá de que tenga demasiadas para su gusto o necesidad. Es por ello que ningún plan de desarme estaría orientado a ellos. A los delincuentes los desarma la policía. Ese es su trabajo, y esta ley los habilita, estableciendo sanciones más punitivas que las que determina el Código Penal vigente.

 

 

El desarme más bien está orientado a miles de ciudadanos que mantienen armas de fuego en sus casas o las portan para protegerse de un auge delincuencial que viene creciendo cada día. Ante la ineficaz respuesta del Estado para controlar la violencia y disminuirla, es el ciudadano común quien asume su propia protección adquiriendo por medios lícitos o ilícitos esa arma de fuego que lo protegerá potencialmente de ser víctima de un delito. ¿Cuál puede ser el beneficio o incentivo suficientemente atractivo para que un individuo renuncie a la protección que le brinda esa arma de fuego?

 

 

El plan de desarme que promoverá la ley deberá tener garantizado el anonimato, el incentivo económico, la amnistía legal y la destrucción inmediata del arma entregada de forma pública. Y es entonces cuando en razón del incentivo económico surge la pregunta inevitable: ¿cuánto se está dispuesto a pagar en Venezuela para evitar que una vida se pierda, prematuramente y sin ningún sentido, por el disparo de un arma de fuego?

 

 

Más allá de la valoración empírica que un funcionario público pueda hacer para dar respuesta a esta difícil incógnita, cada ciudadano podría formularse la siguiente pregunta: ¿cuánto estaría dispuesto a cancelar para no recibir un disparo de una pistola que podría quitarle la vida?

 

 

Entra aquí en juego un cálculo muy privado y frío de cuánto puede valer en términos económicos nuestra vida, tanto para nuestros familiares como para uno mismo. ¿No es la vida el derecho humano supremo, germen de toda sociedad, y el anhelo de cada individuo extenderla en la mayor cantidad de años posible, con la mayor calidad y felicidad posible?

 

 

No hay esfuerzo suficiente, independiente de su costo, que debamos dispensar para recoger todas las armas de fuego en manos de los venezolanos. No sólo las que disparan, sino las armas en manos de ciudadanos inocentes que, sin otra posibilidad de protección, recurren a ellas y, por desgracia, no dejan otra opción al victimario sino un seguro desenlace mortal para su víctima.

 

Editorial de El Nacional

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