La Trinidad preserva su impronta multicultural, integrada, agregada, de una vida buena y sana que ha obtenido lo mejor de cada espíritu. Hoy en el exilio le concedo más mérito y gratitud a lo vivido
Crecí en la urbanización La Trinidad, ubicada en el municipio Baruta del estado Miranda, desarrollo urbano de Caracas de la segunda mitad del siglo XX. Llegué a esta “Ciudad Satélite” con 4 años de edad. Papá-caraqueño de la parroquia San José-culminando sus estudios de postgrado como Cirujano de Tórax, venía de ser Director del Hospital Dr. Felipe Guevara Rojas” de la ciudad de El Tigre.
Mientras papá y mamá resolvían dónde vivir de regreso a Caracas, pasamos algunos meses en la casa de mis abuelos en La Trinidad. Aquí comenzó nuestra nuestra hermosa e irrepetible infancia, quiero decir, en tierra del padre, de hijo y del espíritu santo, bautizada así en 1740, por su primer dueño, el sacerdote Pedro Rengifo Pimentel
Entre columpios, quebradas, heladerías y matas de mamón
Originalmente los terrenos de La Trinidad, poseían haciendas dedicadas a la agricultura. Con el crecimiento demográfico de la ciudad, de la provincia a la capital, estas zonas periféricas de Caracas se transformaron en áreas residenciales y comerciales.
Camino al Sureste de Caracas una valla publicitaria decía: “si quieres vivir como en el campo ven a Prados del Este”. En ese cuadrante hicimos vida, de la Av. Cristóbal Colón en La Trinidadal Instituto Escuela en Prados del Este, donde crecí y me hice de niño a adolescente. Un ambiente alegre y sano donde hice de aquel microcosmos mi propio planeta.
Nuestro patio era un campo empedrado donde se hacían las caimaneras de béisbol [hoy convertido en un centro automotriz]; nuestras rutas: la montaña, el volcán; nuestros descubrimientos y peligros: la cueva de la vieja o la del indio, nuestro anhelo: un paseo en la carreta de Domingo, un Helado [Efe o Tío Rico] de Tomasito; nuestra recompensa: unas hamburguesas en el fogón del Sorocaima.
No hubiese recordado muchos personajes ni el nombre de muchos sitios, si no es por la influencia Xiva Dominguez, y su maravilloso reel sobre La Trinidad. Verlo fue como viajar en una máquina del tiempo que en segundos me transportó a un viaje nostálgico y maravilloso. Mi primera parada, la Heladería Castellino, propiedad de una familia italiana. Fue allí donde nuestro paladar conoció de sabores artesanales como pistacho, tiramisú o durazno. Mi tío me estrenó con mi primer Banana Split. Una mezcla de chocolate, mantecado y cambur que aún no consigo decirte que no.
Después de un buen helado, una pandillita de niños, Julito, Benito, Luis y Albertico, nos trepábamos en la mata de mamón de la abuela, desde «cuyas alturas” comenzamos a inventar nuestros intrépidas misiones: saltar los muros de casa en casa, balancearnos de mata en mata hasta subirnos en los techos adosados, para visualizar desde “las alturas” de un tanque de agua, los misterios de La Trinidad […] Nunca faltó el grito angustiado de aquellas madres que nos pillaban cual guacamayas volando de teja en teja, de asfalto en asfalto: -!Muchachitos del carrizo, bájense de ahí o llamo a su mamá!
Aquella amenaza-peor que llamar a la policía metropolitana-logró algunos jalones de orejas, pero no frustró nuestro atrevimiento.Pronto escapábamos de cualquier confinamiento y sin dejar rastro ni sospecha, nos íbamos de faena. Un día salimos por el jardín de la abuela, saltamos la cerca y llegamos a la calle Santa Ana, que terminaba desde una calle ciega y cerro abajo, nos lanzábamos rumbo al parque el arenal para jugar al zorro, Batman o Superman. Los columpios eran catapultas y los toboganes torres de escape. Cuando nos sentíamos perdidos, aparecían las campanas o melodías de Tomasito [el heladero]. “Maní quiere el venidero y el mono quiere cambur”. Y a correr todos por un apolo 11 o un Sándwich de helado [tipo torondoy] que nos regalaba Tomás. Después supimos que [Tomasito] llevaba la cuenta rigurosamente a nuestros padres y abuelos…
De regreso a casa, con el temor a una reprenda “de patilla estirada”, al final pasaba poco o nada. Un buen baño, comer e irse temprano a la cama, cerraba un tarde atrevida […] Muchas veces al llegar papá de su consulta del Valle o Baruta, me llevaba con él a ver pacientes. De los bloques de La Trinidad, a las barriadas de El Limón o La Palomera, la rutina era una experiencia religiosa. Regresamos cargados de panecillos, chicha, tortillas y hasta perros, tortugas y gatos [mascotas]. En diciembre no faltaba una hallaca o un trozo de pan de jamón. Papá tenía su recorrido dominguero en La Trinidad. Del panadero del Centro Comercial Sorocaima, pasando a comprar periódicos [El Nacional y El Universal] en el kiosko de la esquina del Liceo Parroquial, hasta la farmacia Isnotú [para no perder la costumbre de papá, de tener algo de gasa, bicarbonato de sodio y mertiolate.
Tomar un café y pelear con el Portugués era parte de la ceremonia. Papá adeco [de Los Leones y el portugués copeyano [del Magallanes], protagonizaron “trifulcas” que terminaban con un “Doctore tómese su marrón y reconozca que Caldera le hizo la autopista y los túneles [de La Trinidad] por lo que ahora llega más temprano al clínico a ver sus pacientes”. No le cobraba el café pero luego papá tampoco le cargaba la consulta…Manolo era un fumador empedernido y un admirador del maestro Gustavo Gil [segunda base de los bucaneros que chocaba con la aficion de papa por Marcano Trillo]. Otro paseo dominguero era ir al parque de los cabos, el zoológico del Pinar o Chicolandia. Pero esta será otra historia. Papá apuraba el paso por la ruta de las minas y baruta que se embotellaba. Luego vinieron los mencionados túneles y la autopista de La Trinidad [ciertamente bajo Presidencia de Rafael Caldera]. La Caracas urbana y moderna no paraba. La Trinidad era su remanso, por ahora…
Un poco de Historia. La otra pandilla, la de los dieciseis…
En el siglo XVIII, la zona que hoy comprende La Trinidad estaba ocupada por haciendas centradas en el cultivo de caña de azúcar y café. Una de las más prominentes fue la hacienda La Trinidad, establecida alrededor de 1740-decíamos-por el sacerdote Pedro Rengifo Pimentel, quien construyó un trapiche que aún se conserva en las cercanías de la urbanización Sorocaima donde se estableció sede el escultor venezolano Zitman [Mujercitas]. A principios del siglo XIX, la familia Vegas adquirió la hacienda y la mantuvo hasta 1919, cuando fue vendida al doctor Rafael González Rincones, médico y empresario vinculado a la industria petrolera. Hasta 1950, la hacienda continuó produciendo café y caña de azúcar, incorporando también el cultivo de tabaco. Ese mismo año, González Rincones decidió urbanizar los terrenos, promoviendo la creación de una ciudad satélite.
La Trinidad es un microcosmos de edificaciones industriales, viviendas unifamiliares de dos pisos, residencias pareadas y edificios multifamiliares, hasta diez pisos. El centro de la urbanización ofrece servicios comunitarios como la estación de bomberos, el polideportivo Rafael Vidal, Colegios y Liceos, más establecimientos comerciales. La disposición urbana se adapta a la topografía local, con vías principales como las avenidas La Trinidad y El Hatillo. En reconocimiento a su valor cultural y arquitectónico, La Trinidad fue declarada Bien de Interés Cultural según la Gaceta Oficial N° 38.234 del 22 de julio de 2005.
No hubo rincón de este mágico planeta satelital, que no haya visitado. Después de vivir meses con los abuelos en la Av. Gonzalez Rincones, nos mudamos al Edificio Arcar en las Av. Cristóbal Colón. Ahí mamá y papá conocieron vecinos que se convirtieron en tíos. En la esquina estaba mi primer maternal [El Colegio la Coromoto]. Luego vino el Instituto Escuela. Y comenzó la otra pandilla.
Nuevos pequeños gladiadores encaramos las más atrevidas cruzadas. Hijos de migrantes españoles, portugueses, italianos, costarricenses, argentinos, húngaros, Colombianos, árabes o chilenos; católicos, ortodoxos o judíos; caraqueños o de provincia, hacíamos un ‘pelotón’ realmente variopinto y “valiente”. Esta variedad de costumbres y nacionalidades unidas en un paseo llegaba hasta la antena del Volcán, colindando con Oripoto. Niños audaces y temerarios entre 8 y doce años absolutamente desprovistos del más mínimo sentido de riesgo y perplejidad.
Aprendimos a punta de caídas y vértigos. Saltar un bache con un vacío por lo menos de diez pisos, jugar al “balancín” sobre una rama seca para atrapar orquídeas o sobre una grúa abandonada, sin saber que la guaya de acero estaba oxidada o rota; abrir caminos a monte cerrado desprovistos de todo, entrar en grutas sin saber si de ellas podíamos salir; o a excavaciones frías y oscuras llenas de bichos y murciélagos, sin ver nada de nada; escalar bajo un aguacero y un barrial súbito, convertían aquellas épicas en un mar de experiencias que fueron amalgamando nuestra ¡santísima trinidad!
Poco a poco aprendimos con arañazos, caídas, golpes y picadas-lo que ocultaba aquella maleza. Comprendí por qué tanta gasa y merthiolate en casa […] Y de zapatillas cortas y ropajes sencillos, nos fuimos a botas, cantimploras, gorras y chalequillos. No entendía, como el agua se conservaba fría en aquel botellón de metal forrado de lona. Pero me fascinaba el mérito “químico” de aquella jarra de aluminio, de apariencia militar. Éramos unos niños felices embriagados de libertad a muy temprana edad, de miedos profundos pero indómitos, que fueron construyendo una personalidad mixta, maravillosa.
El atrevimiento del navegante Italiano [Pascual], la irreverencia del hispano [Miguel], la resistencia caucásica de infantes Húngaros [Tibor y Esteban]; la agilidad de Martín [Argentino], la dulzura de Armando [Líbano], la inteligencia de David [Judío Francés]; la calma de los Hermanos Martén [Arturito y Ricardo de Costa Rica] más la alegría de Álvaro [Chile] o la velocidad de Coy [Colombia] combinaban de forma imbatible con la picardía criolla de Paúl, los hermanos Jorge y el ratón Javier o de un aprendiz de montañés como yo y el primo Marcos. Un grupete de imberbes “invencibles”, jugando a ser conquistadores: la pandilla de los dieciséis.
Un lindo final y un lindo comienzo.
A partir de esa banda de niños-gladiadores de La Trinidad, aquella fascinante urbe se hizo nuestro feudo. Más adelante vinieron los patines y las bicicletas. La Trinidad se hacía pequeña. La recorrimos toda. Desde Canta Rana a La Boyera; de la Cantera a Terrazas del Club Hípico; del Volcán al parque Morichal en Prados del Este. Cuántos peligros superados, cuantos acechos que ni nos enteramos, pero cuánta libertad y camaradería. Pronto llegó El Polideportivo Rafael Vidal, un complejo multifuncional de fútbol, natación, baloncesto, béisbol, karate y voleibol; la gruta del Papa Juan Pablo II de la intercomunal La Trinidad–El Hatillo; la pollera de la Boyera; la calle del hambre camino a Piedra Azul, el mercado de baruta de los sábados, las caminatas por la calle la molienda, torreón, Rafael Rangel y Altagracia en la urbanización Sorocaima; o el Club Venezolano-Alemán [Germania] que terminó siendo Procter & Gamble.
Esta es nuestra historia patria de lo rural a lo citadino, de trapiches y moliendas a fábricas y residencias; de valles de edificios y de montañas, de monte y de cemento, de sueños hechos realidad de venezolanos y migrantes de aquí y de allá, de todas las culturas, que dieron vida-sana y buena-a sus santísimas trinidades. La Trinidad preserva su impronta multicultural, integrada, agregada, de una vida buena y sana que ha obtenido lo mejor de cada espíritu. Hoy en el exilio le concedo más mérito y gratitud a lo vivido en La Trinidad, fundación comunitaria de la aceptación y de la bienvenida a casa. Un hermoso y noble gesto de convivencia cálida y fraterna, donde cada padre, cada hijo y cada espíritu santo, hicieron de La Trinidad, su hogar, su esperanza, su felicidad.
Hoy rindo tributo a nuestro pequeño planeta, a nuestra ciudad satélite. Una estrella de lomas, calles, parques, historias, grutas, techos y misterios, ejemplo de la Venezuela de dulce acogida-visitada, generosa y diversa-donde aún reposan las raíces de nuestras creencias, si acaso de nuestras dolencias pero también de nuestras alegrías, entre mertiolate, pasteles, gasas, alfajores y empanadas. Cuánto extraño esa santísima trinidad. Regresar a ella, sería un buen comienzo, y haríamos otra pandilla…
Orlando Viera Blanco