Por los resultados y el lenguaje empleado nos hemos dado cuenta de que lo que el mandatario Nicolás Maduro y su ministro de malos modales han venido denominado “gobierno de calle” pareciera ser más de “casa de vecindad” o lo que las abuelas llamaban, con un dejo de repugnancia y asco, “hacer la calle”. También se da un aire a los botiquines de mala muerte que tenían en la puerta un letrero que prometía “ambiente familiar”, y era precisamente lo menos que se encontraba el que se atrevía a traspasar la puerta batiente o la cortina de lágrimas de san Pedro.
En la visita hecha el lunes al estado Amazonas y transmitida en cadena de radio y televisión, por lo que Conatel y los entes dedicados a la conservación de la memoria audiovisual de la nación deben guardar el video, Maduro Moros empeoró su propia marca, no en confusiones geográficas –tan naturales entre los que abandonaban el aula de clases para irse a tirar piedras y a tratar de hacer peso para hundir el sistema–, sino en su manera de agredir al prójimo. Si las creencias que Maduro pregona no tienen el carácter meramente propagandístico de los letreros de los bares de ficheras, luego de decirle todo lo que le dijo a Liborio Guarulla, lo menos que debió hacer fue lavarse la boca con creolina y rezar el “Yo pecador” sopotocientas veces, y de rodillas sobre granos de maíz.
Hasta ese día hubo esperanzas de que Venezuela podría encausarse por el sendero del respeto al adversario, en el cual se hable con franqueza y utilicen las palabras en su natural crudeza, y sin los eufemismos con que manipulan en otras latitudes. Quedó claro que predomina el “lo que somos” que con tanta certeza identificó Cantinflas.
Cuando un gobernante confunde el insulto bajo, la mentira soez, la puñalada trapera y la descalificación proterva con lucha de clase, eso que el pobre Marx nunca pudo aclarar, las posibilidades de la simple convivencia, que era tan llana y elemental en las sabanas africanas en los tiempos de los primeros homínidos –antes de caminar en dos pies y de fabricar la primera herramienta e iniciar la civilización–, se esfuman, se vuelven polvo cósmico, señor. Ahora estoy casi seguro de que no sólo es mentira todo lo que dice de los supuestos traidores, de las borracheras, los viajes a España y la vagancia irredimible, sino también es falso que él se haya leído la Constitución que tanto enseña, tanto nombra y tanto pisotea; mucho menos que respete los mandamientos de la religión que dice profesar, y que le ordena amar al prójimo como a sí mismo.
La buena educación, común a todos, sin distingos de clase social o bienes de fortuna, es que no se va a casa ajena a insultar; eso lo saben hasta los matones de barrio que cuando hay algún malentendido lo resuelven a coñazos y en el medio de la calle, pero dejan que el contrincante se quite la camisa y los lentes. Vendo manual del perfecto caballero, con rastros de sangre, pero legible.
Por Ramón Hernández