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Una presa política en mi casa – (A propósito de la impostergable ley de amnistía)

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Una presa política en mi casa – (A propósito de la impostergable ley de amnistía)

 

Suena el teléfono. “No caller ID”. Es la 1:00 am, angustia, ¡Dios!, seguro que alguna desgracia sucedió en Caracas. Presiono “aceptar” y pienso que otros como yo, en circunstancias similares años atrás, “levantaban” el teléfono. ¿Será que “aceptar” es más comprometedor que levantar el teléfono? No sé si lo es, pero lo siento así. La  voz familiar del otro lado me tranquiliza, reconozco en ella la llamada clandestina, esas que no tienen nombre ni horario. La adrenalina baja, esto es parte de la rutina de ese mundo paralelo en el que se ha convertido Venezuela en mi día a día.

 

 

“Todo está listo,  solo tenemos que decidir si vas tú o voy yo a buscarla a Colombia”.

 

 

En segundos, me asaltan imágenes del pasado, tal como le sucede a quien está a punto de morir. Recuerdo el exilio de mis padres y mis abuelos; unos, durante la dictadura de los años cincuenta en Venezuela y los otros, durante los sesenta en Cuba. El dejar todo atrás en la Venezuela de Pérez Jiménez y en la Cuba de Fidel fue parte de mi falta de herencia. Me toca a mí ahora, en mi Venezuela querida y humillada por este régimen, vivir el drama que resume una mezcla que vivieron mis dos generaciones anteriores.

 

 

“Yo voy”,  y lo digo con una voz que no sale de mí, sino de mi historia. Aquella seguridad con la que se toman decisiones con el ADN del alma libertaria, de la que conocemos los que fuimos amamantados con la leche materna del exilio político.

 

 

“Dale”, me contesta la otra voz. “Si me dejan salir de donde estoy, yo voy, si no, te aviso”, me asegura mi pana, con fuerza similar a la mía, desde un lugar también innombrable.

 

 

Una impaciente yo le dice a mi pana: “Espera, no tranques, ¿cuándo lo sabrás? ¿Para cuándo espero tu próxima llamada? Yo tengo que arreglar mis vainas aquí también para poder arrancar”.

 

 

“Después del viernes”, me contesta. Llega el viernes, sábado, domingo… pasa una semana y nada. En medio de una reunión de trabajo me llega la llamada “No caller ID” otra vez. ¿Será él? ¿O será la paranoica amiga neoyorquina que se empeña en no registrar su teléfono?

 

 

“Hello”!, digo siempre en vez de “Aló” (just in case)…

 

 

“¡Salimos! La tengo conmigo, nos vamos a tu casa mañana. No sabes lo que fue esto, después te cuento”. La voz me dice: “Estoy en el naufragio, no aguanto más”.  Yo le digo: “Vente, yo estoy esperándote en la orilla”.

 

 

Lo que escuché en esos  días que siguieron en mi casa con una mujer que poco conocía fueron pesadillas conocidas: tortura psicológica y otras no tanto…

 

 

Los relatos de la experiencia de mujeres y hombres que conozco en manos de la inteligencia política de la Venezuela de 2015 lograron conectarse con el ADN de mi alma. Cada intersticio de mi pasado fue removido con su relato. Cada frase de dolor y angustia multiplicados por mi historia familiar tuvo un detonante que me dejó exhausta, pero con el deseo de denunciarlo. Hoy lo hago.

 

 

Los presos políticos no esperan nada de la justicia, solo se concentran en sobrevivir  para salir de ahí cuando nosotros los saquemos.

 

 

Es nuestro deber hacerlo.

 

 

¡Ley de amnistía ya!

 

 

Ana Julia Jatar

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