Un loco suicida
agosto 26, 2018 7:44 am

 

El éxito, a estas alturas de mi vida, no consiste en ser más rico, o más famoso, o más querido, o más poderoso, así comienza Jaime Bayly su artículo de opinión.

 

 

 

Antes de subir al avión que nos traería de regreso a casa, estábamos todos bien de salud. El vuelo salió temprano de Los Ángeles. ¿Por qué elegimos ese vuelo? Porque de los seis vuelos diarios que hay entre Los Ángeles y Miami, ése, el que sale a las nueve y tantos de la mañana, es el avión más cómodo, un triple siete. Mis chicas, quiero decir mi esposa y nuestra hija, habían dormido unas horas en el hotel. Yo no había dormido nada. Apenas despegó el avión, tomé unas pastillas y dormí profundamente las cinco horas del vuelo. Mi esposa no durmió, vio películas. Nuestra hija desayunó y durmió un par de horas. Cuando llegamos a Miami, estábamos todos contentos, pero ya enfermos, solo que aún no lo sabíamos.

 

 

 

Vinimos a saberlo al día siguiente. Despertamos los tres con un incendio lacerante en la garganta, una creciente congestión nasal, una tos cavernosa que no cedía y tendía a empeorar. El avión moderno triple siete nos había inoculado sigilosamente un bicho invisible y pernicioso. Nuestra hija debía volver al colegio al día siguiente, tras diez semanas largas de vacaciones de verano, de las cuales pasó apenas dos en Miami, las otras ocho las repartió entre Lima y Los Ángeles, ciudades que ama porque tiene amigas que la esperan. Yo tenía programa al día siguiente, y mi programa dura una hora y media, y a menudo lo hago solo, con los videos de las noticias, sin invitados, lo que me obliga a hablar bastante, improvisar todo el tiempo.

 

 

 

Cada uno eligió cómo curarse: mi esposa Silvia bebió pociones breves de jengibre con jugo de limón, traídas convenientemente a casa; nuestra hija Zoe tomó jarabes para la tos con un gusto dulzón que le dieron sueño; y yo fui a la farmacia y me apliqué la dosis más potente de antibióticos, pero en lugar de tomar uno, decidí echarme dos cápsulas de entrada, así atacaba con un ejército más poderoso a las tropas invasoras que se habían amotinado en mi garganta. El lunes Zoe estaba mejor y pudo ir al colegio, Silvia también se encontraba mejor y pudo salir a correr (y ella corre a toda prisa, como una atleta, y regresa extenuada, bañada en sudor), y yo estaba peor, mucho peor, porque la doble dosis de antibióticos resultó contraproducente, o insuficiente, y los bichos intrusos ganaron terreno, dificultando mi respiración y provocándome una tos espantosa.

 

 

 

Así y todo, sintiendo que tenía en la boca un estanque hediondo de sapos, culebras, alimañas y lagartijas, tuve que ir el lunes a la televisión y oficié la misa laica, atea, libertina, en que consiste mi programa, ante una grey incierta, una feligresía de gente peripatética, dispersa en todo el mundo. Mi gran temor era que, hablando en el tono vitriólico e inflamado que suelo emplear en aquella tribuna pagana, una rana o una viborilla o una alimaña viva saliera despedida de mi boquita de caramelo y quedase adherida como una goma verde en la cara de mi interlocutor. Debido a eso, procuré aplacar las llamas flamígeras de mi garganta, bebiendo un café tras otro, moderando los decibeles de mi sermón iracundo. No, no me habían arrestado. No, no estaba la lista de prófugos más buscados de la policía. No, no iban a extraditarme a Caracas. No, no era un delito decir en mi programa que estaba a favor de la destrucción total de la dictadura venezolana, aun si para ello resultaba necesario o ineludible eliminar físicamente a sus más conspicuos matones y asesinos. No, no me habían despedido del canal, ni me habían censurado, ni me habían reconvenido a que moderase el tono de mis críticas atrabiliarias a aquella dictadura maléfica. Dicho todo eso, la enfermedad me tenía tan rebajado y disminuido, que no pocas personas pensaron que me habían envenenado.

 

 

 

No es infrecuente que vengan decenas de personas al estudio cada noche, a presenciar en vivo mi sermón pendenciero. No es atípico que muchas de ellas sean de origen venezolano. No es insólito que algunas me regalen cosas o me pidan favores. Lo que más me regalan, quizás porque advierten con perspicacia que soy un gordito sin culpa, son chocolates, o tortas, o flanes caseros, y yo me llevo todos esos dulces a casa y luego, ya de madrugada, la tripa pidiéndome que le arroje algo, me pregunto: ¿me como alegremente todos estos regalos, o mejor los tiro a la basura, porque uno pudiera estar envenenado? Como soy un loco suicida, generalmente me los como todos. Si algún día muero envenenado, será por imprudente, claro, pero sobre todo por glotón.

 

 

 

También me pidieron aquella noche, terminando el programa, lo que me reclaman a menudo en los tonos más afectuosos, de modos tan amables y querendones que no puede uno negarse: que hable por teléfono con la mamá que está en Orlando, o con la tía que está en Houston, o con la hermana en New Jersey, o que grabe un mensaje para una promoción de estudiantes de periodismo, o que conceda una entrevista allí mismo, en el estudio cuyas luces acaban de apagar, a alguien que trabaja en un periódico clandestino, una revista digital, un diario escolar. ¿Cómo podría uno negarse, si todas esas personas vienen de tan lejos, y son parte de la cofradía errante que he fundado?

 

 

 

Pero el lunes casi a medianoche ya no me quedaban palabras ni sonrisas ni aliento tan siquiera, y la tos me tenía maltrecho y estragado, y sin embargo el público me pedía una foto más, un saludito más, una entrevista al paso, tres preguntas nada más. Lo más arduo puede que sea entonces no hacer el programa en vivo, sino continuar haciéndolo amablemente, ya fuera de cámaras. Porque la gente pide las cosas más insólitas: un préstamo, una donación, un pago al doctor, un viaje de reunión familiar, un editor que le publique un libro inédito, un trabajo en el canal, una visa de trabajo, un dinero para financiar el próximo atentado contra el tirano. Y uno no tiene tiempo ni recursos ni amigos o contactos para complacer tantos pedidos, tantas solicitudes desesperadas. No tengo tanta plata ni amigos tan poderosos, no puedo conseguirles trabajo a todos los menesterosos de esta tierra, no puedo financiar atentados porque me temo que sería ilegal y podría ir preso, el único atentado que puedo cometer es, de noche, a espaldas de mi esposa, contra mí mismo, comiéndome los chocolates y los flanes caseros que me traen de regalo unos venezolanos que bien podrían ser admiradores, cófrades o contertulios, como podrían ser espías, sicarios o enemigos, vaya uno a saber.

 

 

 

El lunes, y el martes, y el miércoles, respirando a duras penas, reprimiendo la tos, acallándola o disimulándola con cafés ardientes, arrastrando mis certezas con unos bríos que sentía diezmados y en franca decadencia, sintiéndome viejo y enfermo, y corto de aire y fatigado de enfrentar quijotescamente a tantos malos profesionales en apariencia indoblegables, me pregunté si todo aquello valía realmente la pena. ¿Aprecian los dueños del canal el esfuerzo a menudo hercúleo que hago, los riesgos no menores que decido correr, para ganar ciertas noches a las ficciones de Univisión? ¿Agradecen los gerentes que me juegue la vida en el programa, que consiga enhebrar o hilvanar o urdir, como una paciente costurera solitaria, el tejido de una hora y media cada noche, en el cual estampo mis opiniones, mis ucases, mis amenazas, mis profecías? ¿Me felicitan por los buenos, buenísimos ratings, los mejores del canal? ¿Me suben el sueldo, cuelgan un afiche con mi rostro en la fachada del canal, me regalan una corbata o un perfume? ¿Se preocupan por mi salud, habida cuenta de todas las amenazas de muerte que recibo? No, no y no. Tres veces no. Nunca un saludo, una felicitación, unas palabras de gratitud. Cuando me escriben, es para pedir algo, quejarse de algo, decir que algo no les gustó.

 

 

Así las cosas, es inevitable que, enfermo y tosiendo, exhausto y expectorando, me pregunte si no habrá llegado la hora de retirarme de la televisión, o de esta forma tremenda de hacer televisión, para dedicarme tan solo a escribir, como he soñado desde muy joven. No es que me vaya mal en la televisión, no, qué ocurrencia, me va bien, demasiado bien, tan bien que me está matando, tan bien que estoy a punto de morir de éxito. ¿Sería un hombre más contento, si solo escribiera mis ficciones desmesuradas y no tuviera que ir todas las noches a predicar cosas sulfurosas en la televisión? ¿Extrañaría la tribuna del charlatán, el púlpito del hablantín, la sensación de poder que todo aquello procura, aunque solo sea brevemente? ¿Me sentiría jubilado, desahuciado, irrelevante?

 

 

 

Porque, a ser francos, los libros, que se publican cada dos o tres años, dejan unos réditos monetarios muy inferiores a la televisión, unas ganancias que además tienden a recortarse con los años, y los lee poca gente, poquísima gente, diría sin exagerar que cada vez menos gente, porque mis novelas antes competían con otras novelas en lengua española, pero ahora compiten con las ficciones de Netflix, y desde luego es imposible ganarles. Hace pocas semanas publiqué una novelita en clave de humor, titulada Pecho Frío. Salió solo en el Perú, antes salía en España y América a la vez. Me dijeron que saldría luego en otros países, eso está por verse. Le dejé la novela a mi madre. No la leyó, no me dijo nada. Dejé copias firmadas para todos mis hermanos, y son nueve. Nadie de momento reporta haberla leído. Quise enviarla de regalo a mis hijas en Nueva York. Su respuesta fue el silencio, prefieren no recibirla. Mi esposa empezó a leerla y la dejó en la página treinta, y ella me ama, a no dudarlo me ama, pero la novela no la atrapó, mal que me pese. Sus padres, tan amorosos, no sé si terminaron de leerla. Entonces, si mi propia familia, la gente que más me quiere, prefiere no leer mis libros, ¿sería prudente o razonable dejar la televisión, que llega a muchas más personas, para confinarme al gueto acotado, ensimismado, de la literatura?

 

 

 

Lo que me lleva a una conclusión melancólica: el éxito, a estas alturas de mi vida, no consiste en ser más rico, o más famoso, o más querido, o más poderoso. El éxito consiste, pura y simplemente, en no ir a la cárcel, en no ser arrestado, en no enfrentar cargos criminales. Puede que el éxito radique no tanto en hacer ratings abultados, ni en vender millares de libros, ni en amasar una vasta fortuna, sino en ser libre, sentirte libre, inmoderadamente libre, y en usar esa libertad, tu libertad, como mejor te dé la gana. Yo me siento libre cuando salgo a caminar por mi barrio a paso lento; me siento libre cuando duermo hasta mediodía, sin que nadie me despierte bruscamente; me siento libre cuando viajo a alguna ciudad donde nadie me conozca; me siento libre cuando digo en televisión lo que me sale del forro; me siento libre cuando me atrevo a publicar un libro que mi madre preferiría censurar.

 

 

 

Por eso, de momento, y solo de momento, elijo libremente seguir escribiendo libros y haciendo televisión. Pero, al mismo tiempo, presiento, y es solo una corazonada, que mis horas en la televisión están contadas, y cuando me permita el placer de dejarla por fin, después de tantos años fatigándola, será una fiesta de la libertad, un festín privado de la libertad.

 

 

Jaime Bayly