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Un extravío llamado Venezuela

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Un extravío llamado Venezuela

 

Una estudiante en una manifestación en la ciudad de San Cristóbal, durante las protestas de 2014. NATALIE KEYSSAR

 

 

El día a día de los venezolanos transcurre en la amarga paradoja de ser el país rico más pobre. La violencia de la calle y el racionamiento cercan a los ciudadanos, entre perplejos por ese caos y decididos a salir adelante.

 

 

1
El momento en que tu mirada tropieza por primera vez con un fusil a la entrada de un supermercado es inolvidable. Estás desprevenida pensando en el almuerzo y, de pronto, te sorprende ese largo cañón negro tan fuera de lugar. Mi primera vez fue una mañana luminosa de 2012. Tal vez el soldado que exhibía el arma también lo recuerda. Se le notaba incómodo, como si estuviera debutando en esa misión. Había fruncido el ceño en un vano intento de endurecer su rostro aniñado.

 

 

Lo habían enviado allí para prevenir tumultos. Los clientes se alineaban en una fila, como hormigas, para comprar el producto más común de nuestra dieta: harina de maíz precocida para hacer arepas. Otro soldado, tan joven como él, cuidaba la retaguardia en aquel enorme negocio ubicado frente a una de las estaciones de metro más concurridas de Caracas.

 

 

Crucé al parque del Este, un oasis de 82 hectáreas desde donde la vista del Ávila –esa montaña tan verde y proporcionada al norte de Caracas– es tan espléndida que te carga de energía y optimismo.

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Enfrentamiento entre la Guardia Nacional y manifestantes en un barrio rico de Caracas, en 2014. NATALIE KEYSSAR

 

Una hora después, al regresar, la cola era igual de larga, como si el tiempo se hubiera detenido. Los soldados en el mismo lugar con la misma postura. La fila del mismo tamaño mientras algunos clientes salían con su carga de cuatro kilos de harina dentro de una bolsa plástica blanca. Entonces, aquello no era tan común. Comenzaba a suceder esporádicamente.

 

 

Más allá de la tensión política que nos agobia desde hace tanto, seguíamos llevando una cotidianidad medianamente normal, dentro del estándar latinoamericano. Nuestra principal preocupación era la violencia, esa hidra implacable que nos tiene acorralados. El maná venezolano se vendía en casi 100 dólares por barril y el 98% de los venezolanos comía tres veces al día, según la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO).

 

 

Aquel encuentro inesperado con el fusil en el mercado fue, sin embargo, un mal presagio, el prólogo anticipado de un libro que estaba por escribirse. El presidente Hugo Chávez había ganado su última reelección hacía un par de semanas, pero perdía la batalla contra el cáncer. Todos sabíamos que estaba muriendo. Como moriría pronto la fantasía petrolera. Asistíamos al fin de una utopía.

 

 

2
Es probable que haya hecho demasiado calor durante el Carnaval de 2014. O que los uniformes de camuflaje fueran de ese poliéster que raspa la piel. O, simplemente, que los niños de boina roja llevaran demasiado tiempo en la misma postura, sobre la carroza repleta de globos rojos y fotos de cuando Chávez era candidato presidencial. Lo cierto es que esos pequeños, disfrazados del héroe de sus padres, se aburren mortalmente, ajenos a su rol en la construcción del mito.

 

 

El desfile transcurre a ritmo de samba en el paseo de Los Próceres, frente al mayor fuerte militar del país, y el ministro de Turismo celebra el operativo vacacional –“la fiesta más chévere”–. El ambiente es de tensión, desafío y miedo.

 

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Una antidisturbios en las manifestaciones de 2014, en el acomodado barrio caraqueño de Altamira. NATALIE KEYSSAR
El país lleva dos semanas en ebullición. El sonido de los fuegos artificiales se confunde con el de las balas. El sol más radiante, con la bruma más oscura. Las protestas contra la inseguridad, la inflación y la escasez, iniciadas por los estudiantes y encabezadas por un sector de la oposición, están en apogeo. Hay una dura batalla en varias ciudades. Y se multiplican –espontánea o artificialmente– los agravios que nos dividen.

 

 

 

Mientras se celebra en Los Próceres, no cesan de caer bombas lacrimógenas, balas y golpes contra los manifestantes. Ni piedras ni cócteles molotov contra policías y militares que llegan a laszonas de combate con tanques y motocicletas, a veces acompañados de civiles. Hay calles bloqueadas por basura, palos y llantas. La lista de heridos supera los 250. La de detenidos, el millar.

 

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Unos niños disfrazados en el Carnaval de 2014, un año después de morir Chávez. NATALIE KEYSSAR
Todavía no se termina de asentar la tierra en las tumbas de 18 víctimas. Jóvenes que iban en primera fila o huían de la policía, universitarias de rostros borrados por escopetas, policías y soldados baleados, algún mirón con pésima fortuna, una embarazada desprevenida, conductores sorprendidos por barricadas. Gente que estaba a favor o en contra del Gobierno, pero que nunca pensó que eso le costaría la vida.

 

 

En un día pasamos del Carnaval más largo y delirante que hayamos vivido a la conmemoración del primer aniversario de la muerte del Comandante Supremo y Eterno,  con un programa de 10 días para recordar al Cristo de los pobres. Así lo llama su heredero, el presidente Nicolás Maduro.

 

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Un niño juega en un parque el día de las últimas elecciones. NATALIE KEYSSAR
La lucha en las calles no se detiene y se prolonga durante varias semanas más. Hasta sumar 43 muertos, más de 800 heridos, 3.351 detenidos y decenas de denuncias de torturas. La Fiscalía admite 183 violaciones de derechos humanos y 166 de trato cruel. Por estos días, todo parece blanco y negro. Pero nada es tan uniforme como algunos pretenden. Mientras un soldado golpea o dispara a matar, otro te apunta con su fusil y te hace un guiño para que escapes rápidamente.

 

 

¿Qué tan peligrosa es esa bellísima liceísta que lleva la etiqueta de “estudiante venezolana” sobre el corazón? ¿Qué tan feroz la agente de policía que humaniza su caparazón antimotines pintando sus labios de cereza? ¿Cuáles son sus antagonismos reales, sus diferencias insalvables? ¿Acaso las dos no comparten ese estado de frustración y temor perenne en que vivimos todos a causa de los grandes récords que ha alcanzado Venezuela? Nada menos que la inflación más alta del mundo y la delincuencia más letal de Sudamérica.

 

 

3
Amarelis López despierta en la oscuridad, enciende la lámpara y se viste rápidamente. Hoy es su día. A las cuatro de la madrugada, cuando llega al supermercado, otros cazadores esperan en el estacionamiento. La vista de un fusil ya no sorprende a nadie. Forma parte del paisaje. La enfermera, de paciencia evangélica, se dispone a esperar de pie el tiempo que sea necesario.

 

 

El Gobierno ha establecido turnos, de acuerdo al último número del carné de identidad, para la compra de 50 productos básicos que están subvencionados y cuya distribución es controlada por los militares. Los viernes, por ejemplo, le toca a quienes tienen documentos que terminan en 8 y en 9. Además, antes de pagar, debes poner el dedo en una máquina captahuellas, como en la migración de Estados Unidos, para confirmar que tú eres realmente tú.

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Una mujer embarazada en su casa en Petare, una barriada pobre y peligrosa de Caracas. NATALIE KEYSSAR
Hacer un mercado de productos básicos se ha vuelto una pesadilla, pero puedes comprar fácilmente 453 variedades de vino, 28 de whisky escocés o 20 de champán si tienes mucho dinero. O una mostaza de Dijon con confitura de naranja de La Grande Épicerie de París.

 

 

 

Han transcurrido tres años de la muerte de Chávez. Hay quienes llevan su rostro o su firma tatuada en el cuerpo. El duelo no acaba. Sus fieles lo extrañan más que nunca.

 

 

¿Quién diría que debajo de esta superficie maltrecha donde la gente espera horas para comprar harina, donde se roba la comida de los niños de una escuela primaria, hay un verdadero océano de petróleo? Las mayores reservas del planeta Tierra: 296.500 millones de barriles. Y las cuartas de gas. Minas de oro suficientes para que incluso las Fuerzas Armadas exploten una parte. Y diamantes y coltán.

 

 

 

Somos una amarga paradoja: el país rico más pobre del mundo. Cegado por esa fortuna que nos cayó del cielo, creyendo siempre que las vacas gordas son eternas. El boom se desinfló. La lluvia de petrodólares ha cesado. Otra vez. Como en los años ochenta, cuando un presidente asumió el poder advirtiendo que recibía “un país hipotecado”. Estamos tan arruinados que da coraje. En la peor bancarrota que hayamos vivido jamás.

 

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Banda de secuestradores en una casa de un violento barrio en Caracas NATALIE KEYSSAR
Los ingresos –96 de cada 100 dólares provienen de la exportación de crudo– ya no alcanzan para seguir importando el 70% de lo que comemos, la gran mayoría de las medicinas y mil cosas más. Hemos pasado de la abundancia a la tragedia de tener que vagar de comercio en comercio olfateando alguna presa, de salir de la farmacia con un nudo en la garganta y las manos vacías.

 

 

 

Cinco horas después de haber llegado, Amarelis sale, molesta, con dos kilos de leche en polvo. No más. El viernes pasado no consiguió nada regulado. “No tengo arroz, ni harina, ni pan, ni café. Estamos desayunando con cazabe [galleta de harina de yuca]. ¿Tú crees que eso es justo?”, exclama explosivamente, ajena a las lecciones de su Jehová. Ya Él entenderá que su oveja lleva demasiados meses en ese suplicio.

 

 

 

 

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Por Cristina Marcano

El País

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