La «revolución bolivariana» es estrictamente el uso de la democracia para destruirla
Cada vez que el Gobierno violenta la Constitución, prácticamente todos los días, se comenta que es el fin de la democracia venezolana. Pero lejos de ser «una cosa», un ente material, una persona, que está o no está en términos absolutos, la democracia es una relación social, la relación entre los ciudadanos y el Estado. La tendencia mundial es remachar los límites que no pueden saltar los gobernantes y fortalecer las garantías individuales que son progresivas, deben avanzar y no pueden revertirse, postulado fundamental del Estado de Derecho. Es un proceso en marcha, una dinámica, y no solo un status. Se determina por los márgenes de libertad y autonomía de los que gozan las personas frente al poder, establecidos por leyes justas aprobadas por organismos representativos.
Darwin dijo que lo que no crecía comenzaba a morir y si la democracia no se profundiza es síntoma de enfermedad. Howard Wiarda propone una tabla para evaluar la evolución de los sistemas políticos desde las dictaduras que él llama regímenes corporativos cerrados (Cuba, por ejemplo) hasta las democracias abiertas, Chile, Uruguay, Costa Rica. Diversos puntos intermedios indican el progreso de naciones como México y Colombia que avanzan desde esquemas semicorporativos bastante cerrados a las ya democracias abiertas de hoy (aunque interferidas por la corrupción sistémica, en un caso, que coarta los derechos de la ciudadanía, y en otro por la violencia). En Venezuela el método sirve para medir lo contrario: cómo se involucionó de la democracia al autoritarismo gradualmente.
Comunismo resucitado
Antonio Gramsci diseñó una estrategia para hacer la revolución en sociedades pluralistas pero su talento y honradez le hicieron comprender que si la sociedad era abierta, la revolución carecía sentido. Nunca lo afirmó pero es la atmósfera de parte de los Cuadernos de la Cárcel, escritos cuando comprobó la enorme diferencia entre la democracia y las mazmorras mussolinianas. En la búsqueda de una vía democrática al comunismo, dejó de ser comunista. Por eso los sucesores Palmiro Togliatti y luego Enrico Belinguer, jamás intentaron destruir la institucionalidad, sino que fueron esenciales para sostenerla después de la Segunda Guerra. Que la revolución era la barbarie, lo demostró la caída del Muro de Berlín, pero para desgracia de todos, el gangrenado cadáver resucitó, al menos por un tiempo: la «revolución bolivariana» es estrictamente el uso de la democracia para destruirla, como propugnaban los nazis.
Eso ocurrió gracias a la melange de un caudillo destructor astuto, anacrónico, de moralidad maquiavélica, elites políticas y culturales menesterosas, y petrodólares. Desde el primer día «bolivariano» comenzaron a hacerla retroceder, degradarla, inutilizarla, y con la «constituyente» calzaron botas de siete leguas. Este engendro constituyente nace como las quimeras mitológicas, torso de cabra, cola de dragón y cabeza de león. Una figura inconstitucional, su elección fue además producto de un sistema electoral concebido para estuprar el principio básico de una Constitución, la soberanía popular, y el rasgo inseparable de cualquier sistema electoral decente: monotonía y no perversidad. Monotonía significa que al aplicarse, los resultados deben ser constantes, como ocurre con la fórmula de D’Hont. Y no perversidad, que refleje la voluntad de los electores. Candidatos del Gobierno fueron electos con 1.000 votos, mientras la oposición con cientos de miles, no quedaron. Con 59% de los votos, el Gobierno ganó 95% de escaños y con 41% de votos, la oposición obtuvo 5% de la representación.
Eclipse total de corazón
La noche del deslave de diciembre de 1999, con todo tipo de trapisondas, sale un texto distinto de lo que había aprobado aquella asamblea demente. Ahora todos los días el país amanece con menos libertad, gracias a la astucia destructiva de los cerebros reptiles. Aunque sería correcto teóricamente afirmar que existe una dictadura y va en marcha hacia el totalitarismo, han tenido suficiente astucia para mantener utilerías, y la opinión pública nacional e internacional, no se tragaría un término tan grueso que está asociado a Pinochet, Videla o Castro, fusilamientos y campos deportivos llenos de presos. Un Estado forajido, gobernado por diversas mafias civiles y militares que no expropia medios como hicieron los Castro, sino que les echa encima los mastines del Seniat, Conatel, Indepabis, la escasez de divisas para equipos y bobinas.
Luego vienen los boliburgueses y los compran con dinero que les da el Gobierno. Pero cualquier análisis estático tiene un alfiler en medio del corazón. Hay ruidos estremecedores creados por la incompetencia, la corrupción y la destrucción de la vida de todos. Es imposible saber qué vendrá mañana pero hay demasiada oscuridad en el cielo. Todo les colapsa en las deformes manos con la mayor velocidad. Ante las catástrofes de Pdvsa, y la de Corpoelec que en vez de electricidad produce un apagón en 14 estados, acusan a los trabajadores y gerentes de «saboteo». La sangre inunda las calles y hablan de éxitos contra el crimen. Redujeron la productividad del país al nivel de Haití, no hay suministros y quieren engañar con «la guerra económica». John Rawls que hizo funciones de Tocqueville del siglo XX, dijo que la esencia de una sociedad libre es que sus elecciones sean confiables. Por eso Venezuela tiene que arrollar al CNE marrullero con una insurrección electoral, masiva, constitucional y pacífica.
Carlos Raúl Hernández
@carlosraulher