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Notas sobre el fenómeno de la diáspora y la dignidad humana

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Notas sobre el fenómeno de la diáspora y la dignidad humana

 

 

 

«Obra de tal modo que uses a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como fin y nunca simplemente como medio». Immanuel Kant.

 

 

 

 

De lo tanto e impreciso que se ha escrito sobre el concepto de la dignidad humana, se me ocurre resaltar la consciencia de pertenencia a la humanidad como la más importante. La asunción de cada cual a esa entidad mayor y a la que únicamente y exclusivamente pertenecen los seres humanos es la clave de bóveda para encontrarnos con esa complejidad de suyo constitutiva de un fin ontológico. En ese recorrido arribamos a un descubrimiento que se promete rico y revelador, los seres humanos somos persona, y dentro de esa constatación fenomenológica demandamos y ofrecemos la dignidad que resulta de una valoración ética y moral. Es menester, pues, entender que la cualidad de digno es común a cada ser humano por el hecho de serlo. Es también una asunción del ser que somos.

 

 

 

El cristianismo que, por cierto, mucho tiene que ver con el concepto de dignidad, desde el inicio postula, a partir de una afirmación colosal, que “el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios”. Es, pues, el hombre un fin en sí mismo, y para ello y por ello debe vivir conforme a parámetros intangibles, y en el de cada cual deben alojarse los de todos. En el Renacimiento y desde la filosofía del cristianismo surgirá gradualmente el humanismo que ofrecerá racionalidad a ese hallazgo y lo convertirá en pivote del proceso que evoluciona hacia las conquistas de los derechos humanos. No es la oportunidad, pero cabría extender el comentario hasta el personalismo y asir más, pero no será acá y no será ahora.

 

 

 

La igualdad ante la ley, la libertad y el discernimiento, la autonomía consecuente, la seguridad, la satisfacción de la necesidad, la personalidad son elementos de un sistema de cuyos agentes y prestaciones dependerá ese producto, la dignidad de la persona. Para esa persona en sí y para todas las demás personas.

 

 

 

Los derechos humanos, sencillamente entendidos como esas facultades o recursos de que dispone el ser humano ante la organización societaria y su apéndice político, el Estado, se reconocerían y garantizarían dentro del natural desenvolvimiento de esa construcción. Los trasladarían a la condición de nacionales y conciudadanos, les ofrecerían un estatus que sin embargo no concluye en una prestación lineal. Por ello se agregarán en esa procura la solidaridad y la subsidiariedad como otros componentes sistémicos, camino a la justicia que los salvaguardarían. Empapados de esencia cristiana, conviene recordarlo, para no dejar dudas.

 

 

 

No siendo una cosa, un medio, un modo sino un fin, el hombre es un acto per sé que contiene, y para su devenir, una potencialidad unida a la de sus congéneres. Será más y mejor en una ecuación que afecta a los otros, y también cuando yerre o se extravíe impactará al género humano igualmente. De allí se deduce que, para la fragua y la realización de la persona digna, todos somos llamados y de todos nosotros depende. Somos corresponsables en la empresa de la dignificación humana.

 

 

 

En la realidad de la existencia misma especialmente, e insistiremos, todos somos responsables de la dignidad humana, la nuestra y la de otros que nunca nos será enteramente ajena, y así sostenemos que la dignidad y el ser humano no son negociables por cuanto no son sustituibles ni asequibles mediando un precio, y si ello se produjere sería precisamente menoscabando esa cualidad de digno que es propia de cada ser humano. El fin de la humanidad es el fin, propósito, programa del hombre dentro y hacia los demás hombres.

 

 

 

 

La doctrina abundó sobre la temática y cabe una cita: “Una cosa tiene un precio si es posible encontrar un sustituto o equivalente de ella. Tiene dignidad o excelencia si no admite ningún equivalente. Solo la moralidad o virtud tienen dignidad –y la humanidad en la medida en que sea capaz de moralidad–. En este sentido, no puede ser comparada con las cosas que tienen valor económico (un precio de mercado), o ni siquiera con las cosas que tienen valor estético (un precio del gusto)”. H. J. Paton en The Moral Law, Hutchinson University Library, 2005.

 

 

 

Un ser moral es, pues, aquel que vive discerniendo su conducta, que escoge y decide su actuación responsabilizado ante sí y frente a los otros. Allí radica igualmente su trascendencia, su dimensión estelar, su derecho de adjudicarse el papel estelar en el mundo que lo contiene.

 

 

 

La dignidad del ser humano es, pues, una certeza que deriva hacia una convicción compartida, de acuerdo con la cual la vida es un plano de desarrollo partiendo de una realización de base. La humanidad lo es y cambia hacia más o hacia menos, a tenor de lo que hacen sus unidades integrantes y ella misma. Por eso decía el filósofo que el todo es más que la suma de sus partes.

 

 

 

 

Para lograr la humanidad como proyecto, el hombre conoce unas exigencias que resumimos así: ser mejor para sí, por sí y coadyuvar a la superación del prójimo. Es un reto y un deber esforzarse en un camino que le mostrará que no es perfecto, pero es perfectible. Vivir será entonces una empresa moral diaria, un devenir plagado de circunstancias en las que será puesto a prueba, un discurrir existencial jamás inocuo.

 

 

 

La dimensión de la dignidad humana debe buena parte de su edificación a la solidaridad. Tomar como nuestra la vida de otros en el sentido de compartirla no por envidia ni por egoísmo que despoja y niega para afirmar el yo, sino como elevación del deber que asciende a la asociación y la articula a nuestro atributo, y es la consciencia de humanidad y pertenencia, un dispositivo complejo e inseparable en sus cardinales, personal y comunitario.

 

 

 

No pretendo sino un bosquejo temático para abordar también de manera elemental lo que implica la migración para un colectivo que se ve constreñido a arrancar sus raíces primordiales y a moverse en una centrífuga que lo desfigura, lo vacía, lo sacude en sus valores nacionales y en su estabilidad.

 

 

 

Para marcharse el candidato hace una ponderación en la que su valoración personal es sometida a juicio. ¿Puedo seguir viviendo como lo hago ahora? ¿Es esto vida digna? No se trata de un mal momento que me afecta, pero no me hace indigno, no; el asunto consiste en reconocerse a sí mismo, en corazón y consciencia, y ello no se reduce a la meditación íntima consigo, sino también, al hacerlo, en la inevitable alternancia que resulta del ejercicio de alteridad que se cumple ante los concurrentes al espacio público.

 

 

 

El que sopesa y examina la migración mira en los demás su propio retrato y, cuando tropieza con los muertos en vida, se desdobla para verse también caminando cabizbajo, manoteando, con una mueca en su rostro de dolor y desvergüenza. Así vi a un profesor universitario que hurgaba en una bolsa de basura. Su alma yacía en otra parte, escondida de él, y en su depresión perdía su identidad, su dignidad.

 

 

 

El que migra por sobrevivir tal vez lo haga más bien para sentirse en su corajudo esfuerzo aún digno. Se expone a todo. Desafía las incertidumbres y reta las dificultades previsibles e incluso la de ser extranjero y llegar sin saber dónde será que pueda asentarse nuevamente.

 

 

 

Entonces, entre una idea de su bienestar y el del bien común se moverá esa meditación previa. De sí mismo al otro se ubicará hasta tomar su morral y a la buena de Dios echarse a andar. Entrará y saldrá de la humanidad en su condición de nómada, a veces vacilante, inseguro, titubeante o, acaso, redoblará las paredes de su personalidad curtidas por su fe y su entereza.

 

 

 

Para el ciudadano solo hay una manera de existir dignamente. Los franceses en su revolución hablaron al romper el celofán de su consciencia de cuasi serbios de la gleba, de miembros del tercer estado, y ello implicaba más que el de los burgueses, la significación de esa promesa de dignidad recogida en esas tres palabras, libertad, igualdad y fraternidad, que también puede leerse solidaridad y a la cual apela a menudo el marchante en su caminata para conseguirse o con fariseos o con samaritanos.

 

 

 

Lo cierto en esta hora de la nación es la disolución, desagregación, marginación. Vivimos tiempos de diáspora, y ese fenómeno es lo que tenemos, vemos, sentimos; material y espiritual. Idos muchos y otros, en la antesala o en la encrucijada de la carretera, y ello traduce y propone observación y comprensión porque nos atañe profundamente, y, de otro lado, una postura recia por saberla resultado del peor de los desórdenes, como diría Maritain: el de la injusticia.

 

 

nchittylaroche@hotmail.com

 

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