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No tiene perro que le ladre…

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No tiene perro que le ladre…

Pobre de aquellos que no conocen las delicias de Animalia. Francisco, el papa bonachón, ha dicho que ellos, cuando cruzan al más allá, también se van al paraíso. Uno de los mejores consuelos imaginables. Morirse y quedarse solo, sin ellos, sería un infierno. Mientras tanto, como dijese Churchill, nuestro héroe imposible: “Mientras más conozco a los hombres, más quiero a mi perro”.

 

Poco importan las tribulaciones: llego a la casa y me salen a recibir ladrando, caracoleando, alzando sus patas, eufóricos y felices de verme de regreso mis dos perros: Canela, la bóxer, y Guapo, el pastor alemán. Dos recogiditos. Así sean de raza y bellísimos.

 

Se nos acababa de morir Wimpy, la west highland terrier, una mascota bella, dulce y juguetona, osada como una princesa valiente, menuda, nerviosa, emprendedora, fuerte y cariñosa, lo que dejó en la desolación a su ama, que la había criado en la cabecera de su cama. En pleno duelo –y no se crea que la muerte de nuestras mascotas no nos quiebra el corazón– me llamó alterada: “Hay un pastor en la reja y no quiere irse. ¿Qué hago?”. Sepa Dios cómo decidió subir la pequeña cuesta de 50 metros que da a nuestro portón de entrada y echarse a sus afueras, a la espera de ser recogido.

 

Lucía esplendoroso, como recién bañado. Peludo, fuerte, sus colmillos relucientes. Obviamente, no se había perdido. Yo, de haber sido su amo, no lo hubiera dejado desaparecer de mi vida como por accidente. Mostraba en su apostura un pedigrí de noblezas. “Ábrele si lo quieres, ya veremos qué pasa”, le contesté a mi esposa.

 

Cuando llegué a casa, ansioso por conocer al visitante, me sorprendió su perfecto estado, su inquebrantable decisión de quedarse a vivir con nosotros, su afabilidad, como enviado expresamente a un nuevo albergue. Sus dueños habían decidido dejarlo frente a nuestra casa y ver qué suerte le depararía el destino. “Se habrán ido del país”, me comentó mi esposa con pesadumbre. “Otros que nos abandonan abandonando a sus mascotas”. Nada extraño. Si no fuera porque también nosotros somos desterrados sin retorno, seríamos menos tolerantes con esa inmensa porción de nuestra familia que decidió seguir haciendo sus vidas en otras latitudes. Les sobra razón. No son ellos quienes traicionan a su patria. Es su patria que los ha traicionado a ellos. Una mala madre.

 

Así fue como el Guapo llegó para quedarse. Y se quedó. Lo que supimos un par de días después fue que era de una bravura salvaje, tan descomunal que hasta llegamos a pensar que sus dueños, sin saber qué hacer, lo habían echado al abandono. Ladra y muerde. ¡Y cómo muerde! Después de haber criado a más de una docena de pastores, todos dulces y mansos como corderos, este nos resultó un auténtico lobo feroz. Y aunque por accidentes he debido pagar con un brazo marcado de cicatrices, he llegado a amarlo al extremo de preferir conocer de la vida en estado salvaje que cometer un “canicidio”. Vivirá con nosotros hasta que el destino se lo llevé al más allá, donde deben pastar los animales, le dije a la amante de los animales de la familia. Seguramente bajo la protección de san Francisco.

 

A los pocos meses se nos apareció Canela, la bóxer. Bella como de estampa. Risueña y divertida, alegre y cariñosa, contoneándose como un acordeón, moviendo el rabito, cuerpo incluido, y mostrando una ferocidad de juguete. Bajó del vecindario a través de un cerrito en miniatura que da a nuestro jardín, como de contrabando. Se paró sobre un pequeño muro de piedra y esperó a ver la reacción de los moradores. Impávida como una esfinge. Y pronta a salir huyendo si no era bienvenida. “Otra abandonada a su suerte, me dijo mi mujer. ¿La adoptamos?”. “Si se deja –le respondí–, que eso está por verse”.

 

De pronto emergió el Guapo como una centella, llamado por la fuerza de la naturaleza. Ella estaba en celo. Se ennoviaron sin decir ladrido, se encerraron en la perrera –amplia y espaciosa, como se la merecen– y vivieron esos tórridos romances de los fulminados por el rayo del amor. Como nosotros. Pasaron juntos unos diez días y como padres responsables cortamos por lo sano: la adoptamos, pero luego de la correspondiente cirugía. Que a estas alturas, seguir criando, con dos nietos y toda una familia, en plena crisis de pueblo, como dijese Mario Briceño Iragorry, era pura irresponsabilidad. Otros compatriotas que huyeron dejando tras suyo una abandonada prenda de amor. Sálvese quien pueda. Ladys first…

 

Por toda esta historia de perros, cuyo amor descubrí gracias a mi esposa, que los idolatra, tenemos perros que nos ladren. Y una gatita, también recogida, que es la dulzura de la cocina: Gaby, que así la bautizaron mis nietos cuando se apareció en nuestro patio, flaca, amenazada y desvalida. Hoy blanca, lustrosa, gorda, peluda y rozagante se monta sobre un bello muro de piedra que separa nuestra cocina de la sala, a observar a su amita mientras cocina sus maravillosos platos riojanos. Se le acerca, se le restriega en las piernas y cuando puede me pasea sus bigotes por las mejillas, ronroneando como un motor en miniatura. Gatúbela, la primera de nuestras gatas, salvaje y huraña como una gata montés, después de 18 años se nos murió de vieja, preparándonos un pasito más hacia la muerte. Que es un cortejo que llevamos tras nuestro desde que nacemos.

 

Pobre de aquellos que no conocen las delicias de Animalia. Francisco, el papa bonachón, ha dicho que ellos, cuando cruzan al más allá, también se van al paraíso. Uno de los mejores consuelos imaginables. Morirse y quedarse solo, sin ellos, sería un infierno. Mientras tanto, como dijese Churchill, nuestro héroe lejano: “Mientras más conozco a los hombres, más quiero a mi perro”.

 

Antonio Sánchez García

@sangarccs

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