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No reconozco a los déspotas

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No reconozco a los déspotas

Durante 14 años he escrito sobre el régimen que se instala en Venezuela desde 1999. Lo llamo «demo-autocracia», pues expresa -obra de la anomia y la amoralidad política corrientes- al gobernante que personaliza el ejercicio del poder y lo hace de modo absoluto, sin miramientos. Sus decisiones no son limitadas o frenadas con eficacia por otras fuerzas dentro del Estado o la sociedad, que se le subordinan. La separación de los poderes y la sujeción de éstos a la ley, características de la República, le significan formulismos estériles o las digiere si son hijas de su voluntad y amoldables a su voluntad. Pero, he aquí lo novedoso, se hace autócrata por consentimiento popular y en elecciones plebiscitarias.

 

Se afianza así una modalidad de dictadura por los caminos de la democracia. Democráticamente se le da partida de defunción a la democracia, o acaso se la sostiene nominalmente pero perturbando y haciendo de su lenguaje una Torre de Babel. Sus valores y principios son reinterpretados a conveniencia, para encubrir a la misma autocracia y minar las resistencias de la opinión pública democrática.

 

No cuenta la ética de la democracia, a cuyo tenor los fines legítimos reclaman de medios legítimos y viceversa. Y se impone, en apariencia, una dictadura de mayorías, más allá y por encima de la Constitución, pero a la sazón éstas encarnan en el autócrata, quien habla y decide por ellas.

 

Esto ha sido así hasta ayer.

 

La «heterodoxia» democrática llega a su final y la cobertura engañosa de sus formas rueda por el piso. Al autócrata lo vence la fatalidad y en la hora postrera sorprende e intenta amarrar el futuro, con apego a la ortodoxia: «Si como dice la Constitución… si se presentara alguna circunstancia sobrevenida, así dice la Constitución, que a mi me inhabilite… para continuar al frente de la presidencia de la República Bolivariana de Venezuela, bien sea para terminar, en los pocos días que quedan… ¿un mes? … Nicolás Maduro no sólo en esa situación debe concluir, como manda la Constitución, el período; sino que mi opinión firme… -en ese escenario que obligaría a convocar como manda la Constitución de nuevo a elecciones presidenciales- «ustedes elijan a Nicolás Maduro como presidente… «, son las palabras de Hugo Chávez, dichas el 8 de diciembre pasado, en una suerte de contrición y enmienda ante la disyuntiva de su inhabilitación física o desaparición.

 

Pero una cosa piensa el enfermo y otra sus herederos. De modo que, llegado el 10 de enero, cuando concluye el período constitucional y el Presidente en ejercicio acepta desde antes que deja de ser tal ese día y a la espera de que en su calidad sobrevenida de Presidente electo, nuevamente, jure para otro período, éstos deciden mantenerlo a distancia, invisible, lejos de intrusos e interesados en «su» patrimonio. Y presa y preso como es y está, en manos de Cuba, la «demo-autocracia» que crea y recrea muda en despotismo, con la aviesa complicidad de una justicia arrodillada. De nada valen su testamento ni la claridad de nuestro orden constitucional para eventualidades como las suyas.

 

El despotismo predica un ejercicio del poder más ominoso que la autocracia. Es el poder movido por la pasión, sin frenos, dominado por los caprichos, que todo lo arrasa y arrastra a todos, y abate los ánimos sembrando desaliento en el más débil sentido de la dignidad, dada la vocación servil de los gobernados. Al déspota se le cree o presenta como a un Dios o su descendiente, o sumo sacerdote; y en eso, justamente, a conveniencia, mediante un artificio jurídico que autentica como escribana Luisa Estela Morales, es transformado Chávez por los Maduros y los Cabellos, guiados por los albaceas testamentarios de los Castro, bendecidos por los Insulza y hasta por Marco Aurelio García, a nombre de Brasil.

 

La Constitución cambia en horas de espaldas al poder constituyente. El gobernante enfermo, luz de la revolución es llamado a mantenerse como tal, más allá de sus circunstancias. Los usurpadores de su voluntad, piden se le reconozca como ser sobrenatural, atemporal, libre de juramentos o ataduras profanas y mundanas. «Puede volver cuando le de la gana», espeta hace algún tiempo José Vicente Rangel.

 

Ese orden de facto que hoy nace, en el que el «déspota» decide si jura o no lealtad a la Constitución y cuyo mandato jamás se extingue, es irreconocible para los venezolanos. Es la negación de los valores de la República imaginada en 1811 y que nos dimos a partir de 1830. «El pueblo de Venezuela, fiel a su tradición republicana,… desconocerá cualquier régimen, legislación o autoridad que contraríe los valores, principios y garantías democráticos… «. Así lo prescribe el artículo 350. No lo olvidemos.

 

correoaustral@gmail.com./DO

Fuente: EU

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