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Ni pan ni tortas

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Ni pan ni tortas

 

En América no han sido frecuentes las hambrunas generalizadas ni las grandes epidemias. No es lo mismo con la guerra. Venezuela en especial vivió dos de las guerras más crueles y sangrientas del continente, que le significaron casi 1 millón de muertes, no todos soldados sino también mujeres, ancianos y niños en una alta proporción.

 

 

La guerra acabó con las cosechas en el centro del país, pero en los Andes se mantuvo la producción agrícola y en la costa la pesca fue la salvación. En el Llano el ganado y la caza, desde chigüire hasta danta, saciaron el hambre de la población abandonada. Hambrunas no hubo, pero no era extraño morir de hambre o, peor, matar para comer. Y vale la pena recordar el episodio que vivió José Antonio Páez cuando con sus soldados y numerosas familias que lo acompañaron se internó en las llanuras de Casanare para escapar de los realistas.

 

 

Salvo situaciones muy puntuales el siglo XX venezolano fue la superación  de un pueblo palúdico, famélico y analfabeta que fue favorecido con grandes reservas de petróleo y que fueron administradas en función del bien común. Desde 1920 hasta febrero de 1983 fue el país con el crecimiento más acelerado y que vencía con más éxito el atraso y los autoritarismos. No solo se llenaba de universidades y escuelas, sino que se construían grandes hospitales con el mejor y más adelantado instrumental médico y se adelantaba un proyecto de embalses para que ninguna ciudad ni pequeña villa pasara sed ni se enfermara su gente por falta de un sistema de aguas servidas.

 

 

Se hizo el Guri, la planta hidroeléctrica que sin contaminar surtía de energía a todo el país y podía exportarla a Brasil y a Colombia, se pusieron a trabajar plantas de producción de aluminio y de planchas de acero que eran referencia para otros pueblos latinoamericanos. Se ensayaron nuevos cultivos y se mejoraron las cosechas de arroz, de maíz y se sembró el bosque de pinos artificial más grande del mundo: Uverito. La población mejoró su salud y aumentó su promedio de vida hasta los 77 años, también su educación y sus modales: el Metro de Caracas fue ejemplo de ingeniería  y también de civilidad.

 

 

Después de haber derrotado política y militarmente a los enemigos de la democracia y de la libertad y precisamente la economía volvía al camino del crecimiento, 9,6% se incrementaba el PIB en febrero de 1992, cuando una partida de anacrónicos, ignorantes y resentidos utilizaron sus armas en contra de la República y de la institucionalidad. Reapareció el caudillo decimonónico, el asaltante de caminos encantador de jovencitas y cientos de demonios que suponíamos enterrados para siempre.

 

 

No solo se había dominado la malaria, sino que había desaparecido el sarampión, la fiebre amarilla, el tifus y eran muchos los avances contra las leishmaniasis y la vacuna de la lepra. Las muertes de recién nacidos por enfermedades gastrointestinales habían sido reducidas a estadísticas bien esperanzadoras. Pero nadie es feliz con lo que tiene.

 

 

Empezó  la cantaleta de la lucha contra la corrupción, que siempre hay y debe ser castigada, pero no se culpaba a sus perpetradores, a los ladrones de uno y otro partido, de esa y aquella empresa, sino a la democracia. La corrupción era una consecuencia de la democracia, no una víctima. Como esa “democracia” era corrupta, ofrecían cambiar la Constitución y establecer una democracia participativa y protagónica. No fueron pocos los que estaban convencidos de que iban a construir una “patria bonita”, pero, ay, resultó ser “democracia socialista”.

 

 

Primero vino el control de cambio y los empréstitos, después el control de precios con la excusa de frenar la inflación. Después la escasez y las compras de Pudreval. Después más escasez y los primeros escarceos del hambre. El bolívar pasó a no valer nada, igual que la gasolina y el trabajo. Desaparecieron las medicinas, muchos médicos se fueron y los hospitales públicos corrieron la misma suerte que las refinerías petroleras, la hidroeléctrica del Guri, el Viaducto 1 de la autopista Caracas-La Guaira y la Torre Oeste de Parque Central. Desidia y corrupción generalizada.

 

 

Ahora llegó el coronavirus y ha encontrado a las autoridades sanitarias jugando dominó y nadie quiere dejar la partida para otro día, además no hay gasolina ni equipo de protección, además esa es otra “rompehuesos”. Afuera, están los zombis con tapabocas, incrédulos con el hambre a la vista, esperando la caja CLAP, el bono del virus chino, pero Jorgito, como José Vicente antes de la quemazón, da clases de deontología médica, de ética cuántica y muestra su sonrisa de calavera, al rato sale la hermana y dice que no hay contagiados, que el distanciamiento social funciona, que los hospitales están suficientemente abastecidos, que todos los médicos están debidamente entrenados por los expertos cubanos. Hasta ahí. Lo poco que se cosecha se pierde porque no hay gasolina.  Es el preludio de la hambruna que no se aliviará con tortas, pero suenan tortazos y hay ruido de coñazos.

 

 

Fuera de la pantalla la vida dice otra cosa en el Metro, en el Mercado de Catia  y también en la Redoma de Petare. La plata no alcanza y pareciera  que no habrá pan ni arepas, tampoco tortas ni tortillas. Vendo receta para hacer empanadas de petróleo crudo y cafecito de gas licuado.

 

 

 Ramón Hernández

 

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