Yo no se si Nicolás Maduro y Diosdado Cabello fueron alguna vez socialistas -o si saben muy bien lo que significa- pero de lo que si estoy seguro es que al planificar, avalar y celebrar (o banalizar) la golpiza que un grupo de diputados oficialistas le aplicó a otro de la oposición en el hemiciclo de la Asamblea Nacional el martes pasado, me quedó claro que, si tampoco saben muy bien que quiere decir la palabra “nazifascista”, la llevan en el alma, en la sangre, en los huesos y en los tuétanos.
Actitud partidista que deriva más bien de fracturas psicológicas que de epistemes ideológicas, de traumas familiares que de razones políticas, de fracasos personales que de agresiones sociales, por lo que integra a sus pacientes, desde muy temprano, al ejército de violentos cuyo sentido existencial es agredir, maltratar, pisotear y destruir la vida.
El Hitler pintor aficionado que no logra ingresar a la Academia de Pintura de Viena por sus insuficiencias en el dibujo, o el Benito Mussolini periodista de infame e irrescatable prosa que ve en la política revolucionaria la actividad de informales que ofrece un lugar para los audaces, los oficiales de baja y mediana graduación que no acceden al generalato porque son los últimos de sus promociones, y los que fracasan en todo cuanto se proponen porque sus aptitudes no les dan para tanto, podrían ser los capitanes de esta multitud de irredentos que, si no están entre los pandilleros que azotan los barrios de ciudades y medios urbanos y rurales, pueden encontrarse también en la delincuencia organizada, y, donde pueden resultar más devastadores: en la política.
Actividad a la cual no llegan por derecho, brillo o desempeño propio, sino porque alguien “superior” a ellos (un jefe, un caudillo, un padrino) los arrastra, los enrola, los avala, y dependiendo de la mayor o menor suerte de la parada, pueden descender o ascender con el jefe, quien siempre los tomará en cuenta, si llegado el momento del triunfo, están a la mano.
Esto fue, exactamente, lo que sucedió con los nazifascistas, Nicolás Maduro y Diosdado Cabello, quienes, hicieron carrera cerca de 25 años al lado de su jefe, Hugo Chávez, destacándose como acólitos listos para todas las tareas, incluyendo las peores traiciones, hasta que muerto, Chávez, en condiciones misteriosas en quirófanos de La Habana y Caracas que controlaban Fidel y Raúl Castro, Nicolás Maduro y Diosdado Cabello, fueron estos últimos, los que por una decisión de los primeros, se convirtieron en los sucesores de Chávez y pasaron a ser los administradores de su herencia: una mina de petróleo llamada Venezuela.
Cuesta escribirlo y mucho más creerlo: pero el gobierno de la herencia compartida de Maduro y Cabello no logra alcanzar un mes, y todo lo que se recuerda de su regencia dual es violencia, violencia y más violencia, como solo puede esperarse de dos segundones que en sus ejecutorias anteriores solo se distinguieron por servir a un superior, a un jefe que, de paso, nunca los trató de buenas maneras y no pocas veces los insultó en público.
Y tenía razón Chávez, porque dándoles las mejores oportunidades en un gobierno que se extendió por casi 15 años, solo llamaron la atención, Maduro por ser el perfecto diente roto, el canciller al que nunca se le escuchó una frase o idea inteligente; y Cabello, por ser derrotado por Henrique Capriles en unas elecciones para la gobernación de Miranda donde abusó de todas las ventajas, y no recordarse en los distintos ministerios que ejerció por otra cosa que no fuera la alegría que producía el anuncio de sus despidos.
Tan, pero tan incapaces, que intentando un mes después de la muerte de Chávez, la preservación de su herencia electoral con el lanzamiento de Maduro a la presidencia de la República, sufrieron una derrota tan catastrófica que si ganaron fue por írritos 200 mil votos según el CNE, y si perdieron (que es lo más seguro puesto que no aceptan que se haga un reconteo de votos) fue por más de un millón.
En otras palabras: que ni siquiera fueron competentes para ejecutar un fraude con máquinas electrónicas (mecanismo que un hombre que si sabe del tema como Bill Gates no recomienda porque no garantiza la transparencia del voto) y en el que su antecesor, el teniente coronel, Chávez, era todo un maestro.
Pero Maduro y Cabello no toleraron ser puestos en evidencia, como lo hizo el candidato de la oposición, Henrique Capriles Radonski, la misma noche que se conocieron los resultados electorales el 15 de abril pasado pidiendo un reconteo de votos, y han continuado haciéndolo los diputados de la oposición en la Asamblea Nacional haciéndose eco de las mayorías del país, pero encontrándose que, primero, se les negó el derecho de palabra “por no reconocer a Maduro”, y después, al insistir, fueron objetos de una salvaje golpiza de la cual resultaron con el rostro deforme y ensangrentado los diputados, Julio Borges, Ismael García y Américo Di-Grazia, y con la nariz, pómulos y costillas fracturadas las diputadas María Corina Machado y Nora Bracho.
Pero esto fue en la parte “nazi” del libreto, que recomienda golpear al enemigo sin piedad y eventualmente matarlo, porque en la parte “fascio” siguió una burda operación de propaganda en la que, los agresores eran los opositores, y las víctimas los mismos “diputados” y “diputadas” que los televidentes, y quienes se informan por las cableras y las redes sociales, vieron tirando patadas, puñetazos y golpeando hasta con objetos contundentes a las víctimas.
Los observaban, sonreídos, dos personajes como copiados de un guión de una película de Costa-Gravas: el ya mencionado presidente de la Asamblea Nacional, Diosdado Cabello, y Pedro Carreño, también militar de baja graduación como el primero y fracasado en todas las tareas que le ha encomendado la “revolución” menos en esta: ordenar golpear sin piedad a un grupo de hombres y mujeres inermes que pedían un derecho de palabra.
Porque esta es otra característica del socialismo del siglo XXI cuando deviene en nazismo y fascismo (que no son la misma cosa aunque conducen a iguales resultados): redactar constituciones a través de constituyentes ilegales, donde los derechos individuales no se reconocen ni respetan, a menos que contribuyan al poder creciente de los nazifascistas.
En cuanto a las elecciones, pueden hacerse cuantas veces sean necesarias para simular la legitimidad de un poder omnímodo y pandillero que no tendrá escrúpulos en llegar donde sea para demostrar que no admite cuestionamientos.
De ahí su pasión por dos estructuras: la elecciones automatizadas que no pueden ser auditadas, y las asambleas populares, en las que tampoco se sabe cómo, quiénes, ni cuántos participan.
Es el reino, entonces, de las celebraciones de Nuremberg, de las marchas sobre Roma, de los desfiles en la plaza de Tian’anmen, las concentraciones en el palacio de la Revolución en La Habana, y las convocatorias en Plaza de Mayo de Buenos Aires, y en el Balcón del pueblo, o la Avenida Bolívar de Caracas, en las que, como se ve mucha gente, fue “todo el pueblo, toda la nación”.
Engañifa que nace del plebiscito romano, del pan y circo, de cualquier aglomeración donde un demagogo proclama que la voz del pueblo es voz de Dios y comienza a legislar para se cree un trono y un reino donde él y sus descendientes gobiernen por los siglos de los siglos y de los siglos amén.
Pero eso es en la fase socialista del proceso, porque si pasamos a la nazi y a la fascista, a esos pata en el suelo lo que hay es que arrearlo a palos para que aprendan a comportarse.
Y después decimos en cadenas de radio y televisión, y a través de videos editados, que no fueron Maduro y Cabello los actores de tales fechorías, sino Julio Borges, Ismael García, Américo Di-Grazia, María Corina Machado y Nora Bracho.
Manuel Malaver