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Maduro vs. Pinochet

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Maduro vs. Pinochet

De buenas a primeras resulta exagerada una comparación entre Nicolás Maduro y Augusto Pinochet, como en el fondo lo pretenden los Rangel, José Vicente padre e hijo, al poner sobre la mesa dicho paralelo, deliberadamente, para aliviarle las cargas al régimen venezolano por sus repetidas violaciones de derechos humanos: ¡Nicolás no es así, señores de la ONU, se les pasó la mano!

 

Pero como tal ejercicio han sido ellos quienes lo provocan, no es ocioso caer en el mismo, dejarse tentar y realizar al efecto un trabajo comparatista fundado.

 

Uno y otro, Nicolás y Augusto, tienen distintos nombres, pero Nicolás, al apenas mencionárselo evoca a los “nicolaítas”, quienes, según el Libro de los Libros, conquistan a sus pueblos a través de la degradación de sus vidas espirituales. Augusto, hombre de comunión diaria se hubiese escandalizado con los profanadores de Barquisimeto, quienes dejan sus excrementos dentro del sagrado cáliz de la Catedral o con los colectivos armados, quienes reivindican el delito como medio de subsistencia o expropiación revolucionaria.

 

Decir Pinochet, aquí sí, es rememorar el momento en que el mal absoluto –la repetición de la experiencia del nazismo– se cuece en el Cono Sur latinoamericano, ya no para enviar a las pailas ardientes a judíos sino a comunistas. Nicolás no llega a tanto, pues es presa de la ambigüedad del modelo que lo ata, a saber, prorrogar la dictadura militar y fascista que lo tiene como mascarón de proa mediante el cuidado de las formas democráticas. En otras palabras, usa la democracia como objeto de consumo. La manipula y la desecha cuando ya no le sirve, para volver a reusarla más tarde, si le sirve para prorrogar su autoritarismo electivo.

 

Pero si se trata de los números, como parece, Nicolás desborda con creces al general chileno.

 

En 3 lustros más de 200.000 venezolanos han caído bajo las balas, luego del perverso pacto que el difunto Hugo Chávez firma con las FARC para anegarnos de droga y contaminar con sus narconegocios toda la estructura social, política y militar venezolana. Entre prisioneros y torturados Pinochet deja un ominoso saldo, 28.259 víctimas, habiendo muerto o desaparecido unas 3.507 personas durante 18 años.

 

Maduro, por el camino que va asusta. Desde febrero del pasado año ha detenido a 3.400 personas, incluidos 280 menores de edad, por razones políticas –ya no por comunistas como cuando Augusto, sino por antimaduristas– y en una espiral de violencia que deliberadamente provocan sus esbirros y colectivos, asesinando por parejo a un estudiante opositor y a un líder de los grupos paramilitares oficialistas, a fin de rescatar el dominio militar transitoriamente debilitado.

 

Uno en la derecha, otro en la izquierda, Maduro y Pinochet son panes de la misma levadura. Acopian una escasa diferencia, ya que a uno, el primero, le preocupa el poder por el poder, desnudo de teleología; de allí que no solo viole derechos humanos y su fiscalía impida la investigación de los casos en que ocurren víctimas opositoras, sino que en la lista de crímenes de Estado suman a “revolucionarios” que se hacen incómodos y amenazan a las logias que dominan el entorno palaciego. El fiscal Anderson encabeza la lista donde siguen altos cargos de los servicios de inteligencia y de policía, una exdiplomática, un exgobernador, encontrándose en la cola el diputado Serra, cuya muerte desnuda la podredumbre de la política sin motivos nobles. El otro, Pinochet, cree entonces un deber sacar de raíz el mal del comunismo, suerte de leviatán que contamina y amenaza el futuro de los chilenos, pero deja el poder una vez como advierte cumplida la misión tutelar del mundo castrense.

 

La violación de la dignidad humana y el atentado a los valores éticos de la democracia, tan venidos a menos en tiempos que se dicen de posdemocracia, no tiene ni podrá tener justificación o encontrar legitimidad cualesquiera sean sus cometidos; pues las leyes de la decencia y de humanidad reclaman de medios legítimos para fines legítimos y viceversa.

 

No obstante, como los Rangel piden comparar, cabe decir que Maduro hace un milagro a la inversa. Acaba con un país petrolero y sus recursos haciéndolo importador de petróleo y gasolina, dejando a la vera millones de víctimas en la miseria, como ríos a las puertas de los mercados y las farmacias. El general, hoy fallecido y a diferencia de su subalterno venezolano, el teniente coronel Chávez, al abandonar su caja de huesos deja a su nación como ejemplo de modernidad económica y seguridad social.

 

Sea lo que fuere, la caída a peor del pueblo venezolano –copio a Kant– no puede continuar sin cesar en la historia humana, porque al llegar a cierto punto acabaría destruyéndose a sí misma. Y si Pinochet no fue el fin de la historia, Maduro, su pichón, tampoco lo será.

 

Asdrúbal Aguiar

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