El miedo es un sentimiento del que nadie escapa. Se dice que es más fuerte que el amor. Para el memorable filósofo neerlandés Baruch Spinoza, “no hay temor que esté desprovisto de alguna esperanza, y no hay esperanza que esté desprovista de algún temor”. Aunque también se dice que es un sufrimiento que produce la espera de un mal.
Seguramente, en la vida política esto es igualmente real y rigurosamente cierto. Tan cierto debe ser, que en muchos de quienes viven el oficio de la política hay miedo a la verdad, a la escasez y a la muerte. Asimismo, se dice cuando se alude a miembros de una sociedad que no terminan de vencer cada día una dificultad. Por el contrario, las acumula tanto que por ello se distorsiona la visión del horizonte confundiendo fortalezas con debilidades o amenazas con oportunidades.
Ante tan controvertido panorama, muchos manifiestan que quien vive sin vencer el miedo, sin haberse librado de él, hace que todo a su paso luzca revuelto y complicado, difícil y azaroso. Prácticamente, sin encontrar solución a los entuertos de la vida.
¿Donde reside la razón del problema?
Precisamente, es el problema que arropa a toda persona que disocia las realidades de las verdades en su fuero más exigente. Dicho de otra forma, es quien busca no descubrirse por cuanto oculta razones cuyas verdades son capaces de fustigarlo en su propia humanidad. Y como dice el dicho, “quien la debe, la teme”. Y si la teme, intenta esconderse. O a lo sumo, disfrazarse para aparentar que no ha “matado ni una mosca”.
Actuar bajo ese esquema de vida, significa atraparse en sus propias redes. En consecuencia, tiene miedo a enfrentarse a otros. A pesar de haberlo “cantado”. De tal modo que, para encubrirse de falacias, no da la cara públicamente. O sea, no habla más allá de lo que su apariencia permite disimular. O como decía Voltaire, filósofo e historiador francés, “el miedo acompaña al crimen y es su castigo”.
Por eso, estos personajes envueltos en traje de politiqueros, aunque admitan alguna complicación, no es difícil reconocer que, como dirigentes y funcionarios empoderados por enrarecidas circunstancias político-electorales, tienen un agudo temor de deliberar pues saben que en algún momento se les caerá el antifaz y no hay reloj cuya campanada de la media noche pueda salvarlo del repudio colectivo y de la condena ganada.
Ya se sabe entonces, por qué los mentados “enchufados” esquivan toda discusión posible. Podría deducirse, porque ponen en peligro sus rebuscados argumentos arriesgándose a quedar al descubierto públicamente. O el caso que muchos politiqueros y gobierneros arrugan ante la invitación a debatir sobre temas trascendentales para la vida de la nación, no se explica bajo la consideración arriba aludida. Entonces, en tiempos de obvia y propia confrontación electoral, cabe preguntar ¿por qué miedo para debatir?
Antonio José Monagas