Toda campaña contra la corrupción viene con una pestilencia insoportable
Venezuela tiene el régimen más corrupto en la historia latinoamericana de los siglos XX y XXI. Para no entrar en disquisiciones bastan los informes de Transparencia Internacional: los diez países más degenerados administrativamente del mundo son Somalia, Norcorea, Afganistán, Sudán, Myanmar, Uzbekistán, Turkmekistán, Irak, Venezuela y Haití.
En ese material estalla un axioma: el trapicheo se expande en la medida que el gobierno es un obstáculo feroz para la vida de los ciudadanos en general y para la actividad económica privada, porque hay que pagar a las mafias oficiales que destraban los procesos, o sólo se puede hacer negocios a la vera del gobierno. Los diez que se mencionan son estados fallidos, en vías de serlo, miserables, hambrientos, envilecidos, tiranías salvajes o fuero de hordas.
La corrupción es inversamente proporcional a la libertad económica. En los veinte países menos corruptos (Dinamarca, Finlandia, Nueva Zelanda, Suecia, Singapur, Suiza, Australia, Noruega, Canadá y Holanda) las personas gozan de facilidades plenas para dedicarse a crear riqueza y empleo. Nada que ver con la versión vulgar (de origen marxista y anarquista, por cierto) que repiten también necios globales, utopistas «de derecha» sobre que el Estado debe «desaparecer».
El economista español Huerta de Soto propone acabar incluso el Estado-Nación para sustituirlo por microestados, con lo que coincide con ETA y los varios terrorismos secesionistas. La razón por la que Venezuela se ubica en esa especie de letrina estadística en todas las áreas de la civilidad (educación, productividad, seguridad, libertad de expresión, servicios públicos, corrupción) es que nunca un gobierno al sur del Río Bravo ha combinado en niveles semejantes carencia total de control institucional con tan alucinante flujo de recursos económicos para gastos sucios. Ni México del PRI pudo tanto.
La corrupción es inflacionaria
Uno de los mitos que se desploman es que la inflación es efecto del gasto público. Se demuestra, concretamente en América Latina, que si el gasto aumenta por inversiones de infraestructura productiva no tiene efectos inflacionarios. Si el gobierno invierte en educación, autopistas, ferrocarriles, subterráneos, telecomunicaciones, seguridad ciudadana, supervisión de la banca, seguridad social, salud, producción de energía, represas, el resultado es un aumento geométrico, no de la inflación, sino de inversiones nacionales y globales, productividad, empleo y mejor sociedad.
Eso lo demostraron los gobiernos de Betancourt y Leoni en los que gracias al ministro Sucre Figarella Venezuela se convirtió en el país más moderno del subcontinente y nunca se pronunció la palabra inflación.
Ahora se ve en Chile, Colombia, Brasil, Perú, Uruguay, Panamá, etc. Pero cuando los recursos públicos toman los caminos del dinero inorgánico para despilfarro y gasto sucio, fomentar la mendicidad colectiva para manipular el hambre, la inflación es galopante, como en esta desgraciada versión del Titanic en la que malviven los venezolanos.
Los períodos de Perón, Batista y Velasco se conocen por sus altos grados de corrupción, nunca comparables a Venezuela, porque la sociedad no estaba tan estatizada y por el contrario, con traumatismos, la vida económica mantuvo un cierto margen de autonomía. Pese a su demencia populista, como Perón no tenía petróleo ni nada parecido, conocía la fuerte dependencia del país de las exportaciones privadas. Cuando se le pasó la mano, colapsó su andamiaje y terminó en Caracas como cliente del Pasapoga, donde Cupido lo condujo a la vedette que sería su nueva esposa. Luego volvió a Argentina a proseguir la desgracia.
Para habilitar la corrupción
El otro enemigo del carcoma es la descentralización vertical y horizontal del poder. Aprobar un espantajo como «la ley habilitante» para luchar contra la corrupción es como quien tiene pulmonía y se echa a la calle bajo la lluvia. Es dar un paso más en la sobreconcentración de poder en manos del ente menos recomendado para enfrentarla, el sospechoso habitual, el gobierno, sobre todo uno de los gobiernos más envilecidos del planeta. Cuando se concentran todos los recursos, reina la fuente nutricia de lo vicios: la discrecionalidad de los funcionarios.
Y al revés: al transferir facultades a las administraciones locales democráticas, se incuban mecanismos ciudadanos para vigilar los gastos. Lo mismo al afirmar la separación de los poderes públicos para que cada uno vigile al de al lado, se convierta en el abejorro en la oreja de la ninfa Ío, y lo atormente por cada moneda que use mal.
La descentralización horizontal es traspasar poderes a la sociedad, vigorizar la libertad y seguridad de los ciudadanos, su iniciativa individual, y en especial los medios de comunicación. Lo que no supervisan adecuadamente las instituciones del sistema político, lo hacen esas maravillas modernas, la televisión, la radio, Internet, la prensa escrita, verdadera cristalización de la defensa de los ciudadanos frente al Estado-Leviatán, más allá de sus posibles buenas intenciones y tal vez precisamente debido a ellas.
Una «ley habilitante» deliberadamente afinca los mecanismos torvos, lubrica el torniquete en manos del verdugo. Toda campaña contra la corrupción viene con una pestilencia insoportable. Hace dos décadas en Venezuela una caterva de cretinos prominentes inició su propia «lucha contra la corrupción» y ya se sabe cuáles fueron los resultados.
@carlosraulher