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Las niñas de las FARC, de la guerra a la paz

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Las niñas de las FARC, de la guerra a la paz

 

Damaris lleva 18 años movilizada. Quiere ser revolucionaria del movimiento político una vez dejen las armas. FOTO: Javier Sulé

 

 

JLucero Nariño dice que no renunciará nunca a hacer la revolución y se prepara ya para seguir la lucha en la vida civil, esta vez sin armas. La guerra en Colombia habrá terminado, cuando se produzca, en unos días, la firma definitiva de la paz. Tras más de 50 años de conflicto armado, la guerrilla de las FARC dejará sus fusiles y se reconvertirá en un movimiento político. En breve, los 8.000 insurgentes que la forman abandonarán la selva donde han vivido gran parte de su existencia combatiendo al Ejército y a los paramilitares. De esos guerrilleros, se estima que un 40% son mujeres. Lucero es una de ellas. Ingresó a los 12 años en las FARC y empezó a cargar un fusil con 14. Reconoce que era una niña y que a esa edad quizá debería haber estado jugando. «Aquí casi todos somos hijos de campesinos y desde muy chiquitos nos tocó ir a trabajar. Yo lo hice con siete años para ayudar en casa. Una vez por cantar gané una bicicleta, pero mi hermana enfermó y para comprar la medicina tuvimos que venderla», dice hoy, a sus 30 años, después de haber pasado ya 17 como insurgente.

 

 

 

Jineth Sánchez tiene 18 y cara de niña todavía. Entró en la guerrilla con apenas 13. Asegura convencida que si no hubiera ingresado en ella hoy sería campesina, como sus padres.»En el campo no hay oportunidades de estudiar porque el pobre en este país no las tiene. El abandono estatal es absoluto y no había ni escuela ni acceso a la salud», recuerda quien ahora ejerce de enfermera en uno de los hospitales móviles de la guerrilla. Su sueño, ser cirujana.

 

 

 

También Camila López entró en las FARC siendo niña, con 14 años. «Me advirtieron de que una vez dentro ya no podría salir, que mi compromiso sería de por vida y que iba a entregarla a una causa revolucionaria. En aquel momento lo que a mí me importaba de verdad era encontrar afecto», reconoce. Catorce años después dice que no se arrepiente de aquella decisión y que mereció la pena. Patricia Martínez todavía recuerda cómo tuvo que huir con su familia para que los paramilitares no los mataran. Lo dejaron todo y se convirtieron en desplazados. Ella tenía 10 años. Llegaron a una zona rural con fuerte influencia de las FARC, lo que cambiaría el destino de su vida. A los 18 años decidió irse con ellos.»Hay una razón para luchar y debo aportar mi granito de arena. No quiero resignarme a ser una ama de casa, casarme, tener hijos y pasar necesidades», le dijo a su madre.

 

 

 

La mayoría de las guerrilleras empezaron siendo niñas y vieron en la insurgencia un refugio donde cobijarse que acabó siendo su hogar, su familia y su escuela. Muchas se sintieron seducidas por aquella vida porque no conocieron otra cosa que la presencia de guerrilleros allá donde vivían. Sobre el grupo pesa también la acusación de reclutamiento forzoso de menores, un extremo que las combatientes niegan.

 

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Una de las guerrilleras carga el fusil que entregará para empezar una nueva vida. FOTO: Javier Sulé

 
Llegar a un campamento de las FARC no es fácil. En las selvas, ríos, planicies y sabanas de los llamados Llanos Orientales de las regiones del Meta y el Casanare se encuentran esparcidos algunos frentes de uno de sus bloques más combativos y el más numeroso de la organización, el Frente Jorge Briceño. Seis horas después de atravesar un último retén militar, la presencia del Estado se va desvaneciendo y empieza a surgir todo el universo guerrillero. Son las llamadas zonas rojas, donde la insurgencia se mueve con soltura y marca el camino, a menudo remontando durante horas caudalosos ríos que se intrincan entre la espesura selvática.

 

 

 

 

Allá, unos 120 combatientes celebran el final de la guerra y aguardan el momento de la firma del acuerdo final en La Habana. Saben que son sus últimas jornadas en la selva. Aun así, la vida en el campamento no se altera. La disciplina militar y todas las rutinas habituales prosiguen. El domingo es el único día que descansan y aprovechan para jugar a voleibol, ensayar danzas y teatro o ver películas. El actor español Mario Casas levanta pasiones entre las guerrilleras y sus filmes Tres metros sobre el cielo y Tengo ganas de ti son ya clásicos entre la insurgencia.

 

 

 

Prácticamente la mitad de los integrantes del campamento son de sexo femenino. Y es que en la guerrilla más antigua de América del Sur las mujeres han sido siempre un elemento muy importante. Nunca ha habido distinción entre unos y otras ni a la hora de entrar en combate ni para realizar cualquier tipo de tarea. «Algunos medios de comunicación se han empeñado en mostrar que nosotras hemos sido un simple objeto sexual y resulta que no, que valemos por lo que somos y tenemos los mismos derechos y los mismos deberes que los hombres. Aquí nos sentimos respetadas y podemos decir bien alto que, al contrario de lo que sucede en Colombia, en la guerrilla no hay machismo», dice orgullosa Paula Sáenz, una de ellas.

 

 

 

El hecho es que las FARC tienen ya la mirada tan puesta en el postconflicto que en el bloque oriental hay hasta una guerrillera embarazada de siete meses, algo impensable en tiempos de guerra. Claudia Ramírez es reticente a hablar, pues se trata de un tema que ha sido siempre muy controvertido para la organización, acusada de obligar a las mujeres a abortar si se quedaban en estado. En cualquier caso, las normas de la guerrilla no permiten tener bebés y es obligado planificar las relaciones con métodos anticonceptivos. «Fui irresponsable y descuidé la planificación. Olvidé ponerme la inyección», se lamenta Claudia llevándose las manos a su vientre materno. La futura mamá no conoce si será niño o niña. Lo que sí tiene claro es que su retoño nacerá en un tiempo nuevo. «Creo que si se firma la paz voy a poder criarlo y estar con él, porque antes una sabía que no había posibilidad de tener familia y si te quedabas embarazada y dabas a luz al bebé debías dejarlo con los abuelos», añade.

 

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Camila López ha pasado la mitad de su vida en las FARC. FOTO: Javier Sulé

 

 
En unas semanas todas dirán adiós a la selva donde vivieron tanto tiempo y se dirigirán a alguna de las zonas de ubicación asignadas en su tránsito hacia la vida civil. Dicen que lo que más echarán de menos será la fraternidad de estar en grupo y el contacto con la naturaleza. Ninguna guerrillera imagina en detalle cómo será el futuro. La guerra ha terminado, pero la paz está todavía por construirse.

 

 

 

Sí están seguras, sin embargo, de que todos seguirán juntos y confían en que, como movimiento político, sus dirigentes continuarán velando por ellos. «Allá afuera vamos a tener un partido con unas directrices políticas que ayudarán a salir adelante y unos compañeros en los que apoyarse. Habrá oportunidades de trabajo y de formación», dice convencida Patricia. En su fuero interno, no obstante, temen que el Gobierno colombiano les traicione o que los paramilitares acaben matándolos, y sueñan con una paz verdadera en la que haya justicia social. «La paz no es solo dejar las armas si los orígenes que han generado la guerra siguen vivos. Como partido tendremos un compromiso mayor. La lucha va a prolongarse hasta que cambie todo el sistema imperante, hasta que toda la humanidad pueda vivir dignamente y tomemos el poder para el pueblo.Ese es el objetivo de cualquier revolucionario», asevera Camila.

 

 

 

Pocas guerrilleras sospechan que fuera de la selva les espera la hostilidad de parte de una sociedad que las odia. «No somos como algunos medios de comunicación han hecho creer al mundo. Han querido presentarnos como los causantes de la guerra y podemos reconocer errores, pero aquí la peor violencia y el mayor número de víctimas lo han causado los paramilitares creados por el propio Estado. Somos seres humanos que tenemos sentimientos y unos ideales», dice Patricia. Tan acostumbrados a pensar siempre en grupo y a vivir como tal, no muestran demasiada ilusión en formar un hogar y tener hijos. Tampoco dejan traslucir una emoción especial si se les habla de reencontrarse con sus madres. El amor a la revolución está por encima de todo y su forma de vida les impide expresar deseos individuales. Sí lo hace Lucero, a quien le gustaría aprender a tocar algún instrumento musical. También Yurany, a la que le encantaría conocer España, y Damaris, que sueña con ver algún día el mar.

 

 

JAVIER SULÉ

 

El mundo.es

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