Desde que fui adquiriendo un gran interés por el asunto del poder comencé a observar que había cosas de él -su adquisición, su ejercicio, y por sobre todo, la pérdida del mismo- en las que yo disentía del grueso de quienes también tenían un gran interés en el asunto.
Es muy posible que fueran mi interés en la vida de las organizaciones burocráticas, y la dedicación a su estudio los que acentuaran esta tendencia. El resultado: no se me da conformarme con la mayoría, y mucho menos con afirmaciones al uso que uno encuentra por todas partes. Como recordarán, en el artículo que escribí para la edición del último miércoles de febrero, recorrí algunos aspectos del poder que no aparecen, incluso al observador atento, de buenas a primeras. Hoy quiero referirme a los que sí aparecen… desafortunadamente.
Para ello me veré obligado a mezclar, cuando lo sienta necesario los hallazgos que el cada vez más vasto campo de la teoría organizacional va ofreciendo, con los que la Historia -y muy en particular algunas grandes biografías- no deja de descubrir para nosotros. Espero que la suerte me acompaña en el intento.
La primera ilusión es la muy acentuada -y acendrada- idea de que el poder, una vez logrado o conferido (por el momento no vamos a distinguir entre las dos cosas) a un individuo o grupo, allí se queda. Es como una visión que, por llamarla de algún modo, enfatiza el aislacionismo del fenómeno. Mucha gente cree que el poder no depende de las circunstancias, sino de sus beneficiarios casi completamente, que esas circunstancias son meramente una especie de decorado. Nada más.
Una visión así entra en shock cuando el poder se esfuma, se evapora, con mayor rapidez que la que mostró cuando se adquirió. Escasamente van adquiriendo consciencia de que… ah, es que las condiciones han cambiado. Pero, entonces, animalitos del monte, ¿por qué si esas «condiciones» sirven para explicar su final, no lo hacen para explicar su inicio? Y, sobre todo, ¿por qué no se ve que es mientras se mantienen esas condiciones que el poder permanece? Y que, por eso mismo, cuando dichas condiciones se tornan precarias, pues ¡el poder que sustentan, también!
La segunda ilusión postula que cuando más vasto es el «ámbito» para el que se ejerce el poder, o más amplio es el territorio que él domina, pues es obvio que ese poder es más fuerte, penetra y se siente mucho más. Esta ilusión explicaría el odio que mucha gente siente por el «presidencialismo». Piensan, en efecto, que si todo «está en manos del Presidente, y sin su anuencia nada se realiza, nada se emprende», entonces se le da extremado poder al Presidente y bla bla bla, allí aparecen todas las perversiones y perjuicios.
Vean que en esto estoy de acuerdo. Insólito no. El problema es que estoy de acuerdo en los males del presidencialismo absorbente y centralista, por exactamente las razones contrarias a las que la mayoría expresa. Creo, en efecto, que mientras más poder formal se le da a un Presidente, menos poder real logra aplicar. Las razones son innumerables y nada lo muestra mejor que la realidad de los dos últimos Papas.
Juan Pablo II controlaba tanto y tan a fondo, que ni siquiera captó que la tormenta de los curas pederastas no dejaba de crecer a su alrededor. Y Benedicto XVI renuncia, en primer lugar, porque es tan vasto su poder formal y exige de él tanto, que debe admitir que no puede: ni tiene la fuerza ni los recursos ni la obediencia real y presta que ese poder exige.
La tercera ilusión: el poder une. A sus partidarios, a sus beneficiarios y a quienes disfrutan de su posesión hegemónica. Es tan riesgoso que por desunión se les escurra, que eso les impondrá una unidad férrea, apartando cualquier otra consideración. Todo lo que vemos de él, entonces, lo interpretamos como signo de unidad perfecta. Eso implica, por supuesto, la creencia de que la gente poderosa ve con claridad el futuro y con toda seguridad capta su papel en él. Pues vean que no. Desde que Tocqueville detectó la asombrosa ceguera de la nobleza francesa frente a la revolución que se les venía encima, esa ceguera se ha hecho crónica.
La última ilusión: el ejercicio del poder lo hace crecer. Y esa ilusión se arrequinta a pesar de que una y otra vez, a ojos vista contemplamos cómo su uso desgasta. Porfirio Díaz en el México de los inicios del siglo XX, y las recientes caídas de los déspotas árabes, lo prueban hasta la saciedad. Y cierro: apliquen esto al gobiernito que tenemos antes de que se extinga su ficción.
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Fuente: EU
Por Antonio Cova