La aceleración de los tiempos políticos en Venezuela no puede sino generar una profunda preocupación en toda América.
Con el trasfondo de una situación social explosiva, la decisión de Nicolás Maduro de cortar de raíz la posibilidad del revocatorio, quitarle personería a la Asamblea Nacional y prohibir la salida del país a los principales líderes de la oposición, configura un panorama que sólo parece tener un final de violencia.
La Asamblea —en una sesión marcada por la violencia de grupos chavistas que pretendieron interrumpir su funcionamiento— ha respondido con una serie de decisiones que seguramente va a acelerar el conflicto; el próximo martes 25 supone la nueva etapa de un camino por demás incierto.
La comunidad internacional se ha pronunciado a través de la Organización de Estados Americanos (OEA) y manifestó su preocupación por la suspensión del revocatorio, e invitó al inicio de un proceso de diálogo, incluyendo la presencia de facilitadores.
No es fácil hacer lo que la OEA propone. En primer lugar, porque Maduro parece decidido a jugar el todo por el todo, dado que cualquier evento que implique una votación es una segura derrota abrumadora de su Gobierno, lo que le causaría la salida inmediata.
Para hacer más complejo el panorama, ninguno de los actores enfrentados tiene una personería única y sólida. Existen intereses y actores múltiples, que reducen la legitimidad de los líderes potenciales y hacen por tanto más difícil constituir una mesa de diálogo que pueda encarrilar la situación.
Pero, además, es imposible establecer un diálogo que deje de lado la necesidad de ordenar la economía. Si por casualidad se lograsen acuerdos sobre el funcionamiento institucional, ello no serviría para resolver la situación desesperante de una población que —literalmente— está pasando hambre. La política se derrumbaría aún más, si sólo se tratase de un acuerdo de cúpulas que dejase intocada una economía de escasez cuyas características fundamentales son simplemente ridículas. Para peor, Venezuela está ahogada por los pagos de capital e intereses de su deuda externa, que solamente este año llegan a 16 mil millones de dólares, y que la ponen en la disyuntiva entre el default y la importación de alimentos. Únicamente entre octubre y noviembre, debe pagar cuatro mil millones de dólares, que llevarían sus reservas prácticamente al rojo y reducirían todavía más la actividad económica.
La síntesis es que Venezuela no puede salir sola de esta situación. Cualquier proceso será largo, complejo, de múltiples aristas y, por tanto, un enorme desafío para la comunidad internacional.
Por suerte, los Estados Unidos —muy preocupados por la situación— han sido prudentes en sus declaraciones, lo que ayuda a establecer puentes, inclusive con Cuba, un actor esencial de esta potencial tragedia.
La Argentina, que se ha manejado con inteligente prudencia hasta ahora, sin subirse a algunos intentos de «apretar» a Venezuela, tiene el prestigio y la capacidad para ser un actor en esta compleja filigrana e invitar a otros actores al riesgoso pero inevitable proceso que se avecina.
La crisis de Venezuela no es sólo un enfrentamiento de cúpulas. El hambre y la violencia están a la vuelta de la esquina. Resolverla se ha convertido ya en una cuestión de humanidad.
Eduardo Amadeo
El autor es diputado nacional por Cambiemos.