En la historia de la humanidad muchas han sido las pestes -enfermedades infectocontagiosas que afectan tanto a animales como a humanos- y que han azotado inclementemente a pueblos enteros. Para no cansarles con una larga descripción de las diversas enfermedades infectocontagiosas que la historia reseña me limitaré a comentar rápidamente la conocida como «Peste Negra o muerte negra» considerada la pandemia más devastadora en la historia de la humanidad.
La Peste Negra afectó a Europa en el siglo XIV y su letalidad máxima se presentó entre 1347 y 1353. Murieron 25 millones de personas, sólo en el continente europeo, un tercio de su población para aquel entonces. Asia no escapó y allí murieron unos 40 a 60 millones…
Pero resulta, mis estimados lectores, que sin saberlo desde hace ya 21 años -desde 1992- apareció en Venezuela un elemento contaminante, que desde que asomó trajo muerte y violencia y muchos no quisieron ver su letalidad y alborozados, pensando quizá en la buena pesca que dicen que dan los ríos revueltos, apoyaron y apuntalaron lo que ahora, con absoluta precisión, podemos catalogar como la Peste Roja.
Esta peste logró terminar con nuestra independencia, con la industria, con la siembra y la cría; el comercio también cayó bajo su arremetida mortal. La salud pública es un eufemismo y ostentamos el vergonzante récord de habernos convertido en el único país de la región que mantiene aumento sostenido en muertes violentas. Peste que transforma por igual personas, ciudades y poblados, convirtiendo a los primeros en seres violentísimos y con gran propensión a la transgresión y la indignidad, y al país en una guarida maloliente, donde la anarquía se posicionó y el malvivir es aceptado. Peste que ha logrado obnubilar a sus víctimas y crearles raras alucinaciones, como esa que los hace verse supremamente felices.
De los pocos remedios recomendados está la terquedad que lleva a votar el 8D.
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Por Eleonora Bruzual
