A gobiernos autoritarios como el nuestro. A regímenes políticos que creen que los asiste una verdad superior a los principios o preferencias de los demás, especialmente el de las minorías, ya no les hace falta reprimir con la violencia para imponerse o perpetuarse.
Solo si los sistemas fallan, si alguien se pone bruto, o si es el otro el que acciona algo que pueda interpretarse como violencia, es que entonces aparece la represión en su forma clásica, inhumana y desproporcionada. De lo contrario, a regímenes como el nuestro solo les hace falta aplicar la nueva represión: la propaganda.
La mentira, aunque sea tan antigua como la comunicación, es uno de los artilugios mejor utilizados por esta nueva forma de someter a las masas y sustituir la realidad. Cambiarles el nombre a las cosas, presentar las informaciones de forma falaz, descalificar cualquier evento por su procedencia, etiquetar para demonizar cualquier crítica, observación o disenso frente a lo que es la opinión, acción u orientación del sector oficial. Todas estas son formas por medio de las cuales se justifica, cambia y voltea a su favor todo aquello que pueda perjudicar al régimen, sus personeros o la posibilidad de seguir usufructuando el poder.
La expansión de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación solo han servido para apuntalar esta nueva forma de represión. La hegemonía comunicacional es solo la punta de un inmenso iceberg. Desde el control de los medios masivos se pueden simular, exagerar y hasta inventar historias, para ocultar, tergiversar y destruir cualquier evidencia sobre los efectos negativos que cualquier política pública, omisión o error gubernamental pudiera tener en el colectivo.
La noción de contraloría social es sustituida por militantes del partido oficial, quienes convenientemente convertidos en actores de televisión, relatan y actúan sus líneas frente a cientos de miles de espectadores que no tienen cómo corroborar si el asunto es cierto. Ejemplos hay miles. Desde los intentos reiterados por convertir en terrorismo cualquier protesta ciudadana, hasta la demonización de cualquiera que asome la cabeza como líder alternativo, hasta el montaje casi instantáneo de ruedas de prensa, movilizaciones de respaldo y hasta campañas publicitarias desde las cuales contra-informar a la ciudadanía, poniendo en riesgo el interés o incluso la vida de grandes colectivos, con tal de preservar el buen nombre de la revolución.
Lo sucedido con las denuncias sobre las enfermedades y muertes ocurridas en el Hospital Central de Maracay, la forma policial y represiva con que el régimen tramita una epidemia de dengue y chicungunya, demuestra al menos dos cosas. Primero, deja en claro cómo la desinformación o su manipulación es el arma que se activa instintivamente cuando algo sale mal dentro del gobierno, y, en segundo lugar, cómo los dientes filosos de la represión tradicional aparecen cuando la nueva forma de control social y ciudadano no funciona o tiene fallas.
Lógicamente, la nueva represión no es atributo exclusivo de nuestro gobierno. Muchos otros, aliados por cierto, le sirven de modelo y puede que hasta de asesores para el perfeccionamiento de este nuevo método de autoritarismo del cual, probablemente, solo estemos presenciando su inicio y primeros síntomas. Frente a esto no nos queda sino una sola estrategia. Entender que, como cualquier cáncer, desmontar esta nueva represión solo será posible si la atacamos a tiempo. Reconocerla es el primer paso.
Luis Pedro España